Un profundo silencio siguió a la triste narración del indio. Tremal-Naik, se había puesto de repente triste y nervioso, empezado a caminar delante del fuego, con la cabeza inclinada sobre el pecho, el ceño fruncido y los brazos cruzados. Kammamuri, paralizado por el terror, meditada acurrucado sobre sí mismo. Incluso el perro había dejado de emitir su lastimero grito y se había acostado al lado de Darma.
Las notas altas del misterioso ramsinga arrancaron al cazador de serpientes de sus meditaciones. Levantó la cabeza como un caballo de guerra al oír la señal de carga, miró profundamente a la desierta jungla en la que flotaba una densa niebla, cargada de exhalaciones venenosas, giró sobre sí mismo y acercándose bruscamente a Aghur, dijo:
—¿Alguna vez has oído al ramsinga?
—Sí, amo, respondió el indio —pero sólo una vez.
—¿Cuándo?
—La noche en que desapareció Tamul, es decir seis meses atrás.
—¿Así que crees, como Kammamuri, que señala una desgracia?
—Sí, amo.
—No lo sé.
—¿Crees que el que lo toca tiene relación con los misteriosos habitantes de Rajmangal?
—Creo que sí.
—¿Quiénes sospechas que son estos hombres?
—¿Son entonces hombres?
—No creo que sean las almas de los muertos.
—Entonces serán piratas —dijo Aghur.
—¿Y qué interés pueden tener, para matar a mis hombres?
—Quién sabe, tal vez para asustarnos y mantenernos lejos.
—¿Dónde se supone que tienen sus cabañas?
—No sé, pero me atrevo a decir que todas las noches se reúnen bajo la oscura sombra del baniano sagrado.
—Muy bien —dijo Tremal-Naik—. Kammamuri, toma los remos.
—¿Qué vamos a hacer, amo? —preguntó el maratí.
—Ir al baniano.
—¡Oh! ¡No lo haga, amo! —gritaron al unísono los dos indios.
—¿Por qué?
—Lo matarán como han matado al pobre Hurti.
Tremal-Naik los miró con ojos que lanzaban llamas.
—El cazador de serpientes no tembló nunca en su vida, ni temblará esta noche. ¡Al bote, Kammamuri! —exclamó, con un tono de voz que no admitía réplica.
—¡Pero, amo...!
—¿Tienes miedo tal vez? —preguntó indignado Tremal-Naik.
—¡Soy maratí! —dijo el indio con fiereza.
—Ya es tiempo. Esta noche voy a saber quiénes son esos seres misteriosos que me han declarado la guerra: y quién es la que me ha embrujado.
Kammamuri tomó un par de remos y se dirigió hacia la orilla. Tremal-Naik entró en la cabaña, sacó de un clavo una larga carabina de cañón con arabescos, se armó de un gran saco de pólvora y se pasó por el cinturón una ancha cuchilla.
—Aghur, tú te quedarás aquí —dijo, saliendo—. Si en dos días no estamos de vuelta, ven a buscarnos a Rajmangal con el tigre o con Punthy.
—¡Ah! amo...
—¿No sientes coraje suficiente para llegar allí?
—Tengo el coraje, amo. Quería decir que hace mal en ir a esa isla maldita.
—Tremal-Naik no se dejará asesinar, Aghur.
—Llévese a Darma. Podría ser útil.
—Delataría mi presencia y quiero desembarcar sin ser visto, ni oído. Adiós, Aghur.
Se echó la carabina en bandolera y alcanzó a Kammamuri, que lo esperaba en una pequeña donga, tosca y pesada barca, tallada del tronco de un árbol.
—Vamos, dijo.
Saltó a la barca y se hicieron a la mar, remando lentamente y en silencio.
Una oscuridad profunda, a partir de una densa niebla pestilente que flotaba sobre los canales, las islas y los islotes, cubrió el Sundarbans y la corriente del Mangal.
A derecha e izquierda se extendían enormes masas de bambúes espinosos, densos matorrales, en los que se oían gruñidos de tigres y silbidos de serpientes, hierbas largas y afiladas, confusas, amalgamadas, cercas unas de otras a fin de evitar el paso.
A lo lejos sin embargo, en la oscura línea del horizonte, se destacaban aquí y allá algunos árboles, de mango cargados de fruta exquisita, de palmeras tara, de latanias y de cocos de aspecto majestuoso, con largas hojas dispuestas en cúpula.
Un silencio fúnebre, misterioso, reinaba en todas partes, roto apenas apenas por el murmullo del agua amarillenta que raía las ramas arqueadas de los mangles y las hojas de loto y el susurro del bambú sacudido por una ráfaga de aire caliente, sofocante, envenenado.
Tremal-Naik, estaba tendido en la popa, con el fusil en mano, en silencio y manteniendo abiertos los ojos fijándolos en una y otra orilla, donde se oían siempre roncos gruñidos y silbidos lastimeros. Kammamuri, en cambio, sentado en el centro, hacía volar la pequeña donga que dejaba una estela de fosforescencia admirable, que casi se creería que las aguas corruptas estaban saturadas de fósforo.
Cada tanto, sin embargo, dejaba de remar, sostenía la respiración y se quedaba un instante escuchando, preguntando a continuación al cazador de serpientes si no había escuchado o visto algo.
Hacía ya media hora que navegaban, cuando el silencio fue roto por el ramsinga, que se escuchó en la orilla derecha, pero tan cerca, como para sospechar que el ejecutante se encontraba a cien pasos de distancia.
—¡Alto! —murmuró Tremal-Naik.
No había terminado aún la palabra, que un segundo ramsinga contestó al primero, pero a una distancia mayor, entonando una melodía melancólica, como era brillante y viva la otra. La música india se basa en cuatro sistemas que tienen una íntima relación con las cuatro estaciones del año y a cada una de ellas se le aplica un tono y modo particular.
Es melancólica en la estación fría, viva y alegre en el rejuvenecimiento de la estación, lánguida en los grandes calores del verano y brillante en el otoño.
¿Por qué esos dos instrumentos sonaban tan contrariamente? ¿Era tal vez una señal? Kammamuri les temía.
—Amo —dijo él—, hemos sido descubiertos.
—Es probable —respondió Tremal-Naik, que escuchaba atentamente.
—¿Si volvemos? Esta noche no es para nosotros.
—Tremal-Naik nunca regresa. Arranca y deja que el ramsinga suene a su antojo.
El maratí agarró los remos haciendo avanzar a la donga, que no tardó mucho en llegar a un lugar donde el río se estrechaba a modo de cuello de botella. Un raro aire cálido, sofocante, cargado de emanaciones pestilentes, llegó a las narices de los dos indios.
Ante ellos, a unos trescientos o cuatrocientos pasos, aparecieron muchas llamas que vagaban extrañamente en la negra superficie del río. Algunas, como si fueran atraídas por una fuerza misteriosa, bailaban delante de la proa de la donga, alejándose después con gran rapidez.
—Aquí estamos en el cementerio flotante —dijo Tremal-Naik—. En diez minutos llegaremos al baniano.
—¿Pasaremos con la donga? —preguntó Kammamuri.
—Con un poco de paciencia pasará.
—Es malo, amo, ofender a los muertos.
—Brahma y Visnú perdónanos. Arranca, Kammamuri.
La donga, con unos cuantos golpes de remo alcanzó la parte estrecha del río y desembocó en una especie de cuenca, en la que se entrelazaban las largas ramas de colosales tamarindos, formando una bóveda de vegetación.
Allí flotaban varios cadáveres que los canales del Ganges habían arrastrado hasta el Mangal.
—¡Vamos! —dijo el cazador de serpientes.
Kammamuri estaba a punto de retomar los remos, cuando la bóveda de vegetación, que cubría el cementerio flotante, se abrió para dar paso a una multitud de extraños seres con alas negras, zancos larguísimos, y picos afilados y desmesurados.
—¿Qué hay de nuevo? —exclamó Kammamuri sorprendido.
—El marabú —dijo Tremal-Naik.
De hecho, un centenar de esas fúnebres aves del río sagrado, descendieron, agitando alegremente las alas, posándose sobre los cadáveres.
—Vamos, Kammamuri —repitió Tremal-Naik.
La donga siguió avanzando, y después de una buena media hora, atravesó el cementerio, se encontró en una cuenca más amplia, completamente clara, que se dividió en dos brazos por una afilada punta de tierra, sobre la que se alzaba un enorme y singular árbol.
—¡El baniano! —dijo Tremal-Naik.
Kammamuri a ese nombre se estremeció.
—¡Amo! —murmuró, con los dientes apretados.
—No temas, maratí. Suelta los remos y deja que la donga se encaje en la isla. Tal vez haya alguien cerca.
El maratí obedeció tendido en el fondo del bote, mientras que Tremal-Naik, tomando por precaución la carabina, hizo lo mismo.
La donga, transportada por la corriente que se sentía ligeramente, se dirigió, girando sobre sí mismo, hacia el extremo septentrional de la isla Rajmangal, sede de los seres misteriosos que habían asesinado al pobre Hurti.
Un silencio profundo reinaba en aquel lugar. No se oía ni siquiera el susurro del gigantesco bambú, habiendo cesado la brisa nocturna, o las notas del ramsinga. El río mismo parecía haberse convertido en aceite.
Tremal-Naik de vez en cuando, sin embargo, alzaba con precaución la cabeza y escrutaba atentamente la ribera, para nada tranquilo por el silencio. La donga encalló, con un leve roce, a un centenar de pasos apenas del baniano, pero los dos indios no se movieron.
Pasaron diez minutos de ansiosa expectativa, después Tremal-Naik se atrevió a ponerse de pie. Lo primero que le dio a los ojos, fue una forma negra, confusa, tumbada en la hierba, a una veintena de metros de la orilla.
—Kammamuri —murmuró—, levanta y arma tu pistola.
El maratí no necesitó que se lo dijeran dos veces.
—¿Qué ve, amo? —le preguntó con un hilo de voz.
—Mira hacia allá.
—¡Eh...! —dijo el maratí, con los ojos bien abiertos—. ¡Un hombre!
—¡Calla!
Tremal-Naik alzó la carabina apuntando a la masa negra que tenía la apariencia de un humano tumbado, pero la bajó sin descargarla.
—Vamos a ver lo que es, Kammamuri —dijo—. Ese hombre no está vivo.
—¿Y si fingiera estar muerto?
—Peor para él.
Los dos indios desembarcaron, dirigiéndose sigilosamente al individuo que no daba señales de vida. Habían llegado a una decena de pasos, cuando un marabú se alzó ruidosamente volando hacia hacia el río.
—Es un hombre muerto —murmuró Tremal-Naik—. Si fuera...
No terminó la frase. En cuatro saltos llegó al cadáver; un grito ahogado salió de sus labios contorsionados por la ira.
—¡Hurti! —exclamó.
De hecho el cadáver era Hurti, el compañero del indio Aghur.
El infeliz estaba tendido de espaldas, con las piernas y los brazos arrugados, probablemente por el espasmo, su rostro espantosamente descompuesto y los ojos abiertos, desorbitados. Las rodillas estaban rotas y sangrientas e igualmente los pies, signo evidente de que había sido arrastrado por algunos tramos del terreno, tal vez cuando estaba agonizando, y de la boca obstruida salía un buen palmo de la lengua.
Tremal-Naik levantó al desventurado indio para ver en qué lugar había sido golpeado, pero no había ninguna herida en su cuerpo. Examinándolo un poco mejor, vio alrededor del cuello una lividez muy marcada y detrás del cráneo una contusión, que parecía producto de una gran bola o una piedra redondeada.
—Lo han aturdido primero y después estrangulado —dijo, en voz baja.
—Pobre Hurti —murmuró el maratí—. ¿Pero por qué asesinarlo y de esta manera?
—Lo sabremos, Kammamuri, y te juro que Tremal-Naik no dejará impune el delito.
—Pero me temo, amo, que los asesinos son muy poderosos.
—Tremal-Naik será más poderoso que ellos. Vamos, volvamos al bote.
—¿Y Hurti? ¿Lo dejaremos aquí?
—Lo arrojaré en las sagradas aguas del Ganges mañana por la mañana.
—Pero los tigres, esta noche se lo devorarán.
—Por el cadáver de Hurti velará el cazador de serpientes.
—¿Pero cómo? ¿No va a retornar?
—No, Kammamuri, yo me quedo aquí. Cuando haga lo que tengo que hacer, abandonaré la isla.
—Pero hará que lo asesinen.
Una sonrisa desdeñosa apareció en los labios del orgulloso indio.
—¡Tremal-Naik es un hijo de la jungla! Vuelve al bote, Kammamuri.
—¡Oh nunca, amo!
—¿Por qué?
—Si le sucede una desgracia, ¿quién lo ayudará? Deje que lo acompañe y le juro que lo seguiré a donde vaya.
—¿A pesar de que vaya a buscar la visión?
—Sí, amo.
—Quédate conmigo, bravo maratí, y verás que nosotros dos lo haremos por diez. ¡Sígueme!
Tremal-Naik se dirigió a la orilla, aferró la donga a estribor y con una violenta sacudida la volcó, yendo a pique.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Kammamuri, sorprendido.
—Nadie tiene que saber que estamos aquí juntos. Y ahora, vamos a desentrañar el misterio.
Cambiaron la pólvora de la carabina y la pistola, para estar seguros de no fallar el tiro, y se dirigieron al baniano, cuya imponente masa se erguía orgullosamente en la profunda tiniebla.
NOTAS AL PIE DE PÁGINA DE SALGARI
Cementerio flotante: Estos cementerios flotantes se encuentran muy a menudo en el “Sundarbans” del Ganges. Los indios, que consideran al Ganges un río sagrado, suelen abandonar los cadáveres a la corriente, convencidos de que van derecho al cielo.
ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN
Y se fue la segunda! Por suerte, más sencillo que el primer capítulo, con menos aclaraciones y dudas. ¿Por casualidad buscaron para leer el primer capítulo y compararlo con esta traducción? Hay muchas diferencias que hacen a la historia más interesante y fantástica. Recuerden que cualquier ayuda o corrección es bienvenida. Espero que lo hayan disfrutado.
Donga: “Gonga” en el original, es un cayuco —embarcación india de una pieza, más pequeña que la canoa, con el fondo plano y sin quilla, que se gobierna y mueve con el canalete— hecho con el tronco de una palmera.
Palmeras tara: Nombre bengalí que puede referirse tanto a la Corypha taliera como a la Corypha umbraculifera. Ambas especies del género Corypha pertenecen a la familia de las palmeras y son nativas del subcontinente indio y Malasia. La primera se extinguió en su forma silvestre; solamente existe en viveros desde hace más de 50 años. La segunda puede medir hasta 25 metros de altura y posee la inflorescencia más grande (de 6 a 8 metros de alto).
Latania: Género con tres especies de plantas con flores perteneciente a la familia de las palmeras.
Mangles: Árboles o arbustos leñosos que crecen en manglares.
Loto: Nombre vulgar de las nelumbonáceas, hierbas acuáticas perennes.
Brahma: En el hinduismo es el dios creador del universo.
Visnú: En el hinduismo es el dios principal, creador, preservador y destructor del universo.
Tamarindo: Árbol tropical, originario de África que puede alcanzar los 20m de altura.
Palmo: Distancia que va desde el extremo del pulgar hasta el del meñique, estando la mano extendida y abierta. Medida de longitud de unos 20 cm, que equivalía a la cuarta parte de una vara y estaba dividida en doce partes iguales o dedos.
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