jueves, 15 de noviembre de 2012

IV. En la jungla


A la imprevista detonación, los indios se pusieron de pie de un salto con el lazo en la mano derecha y el puñal en la izquierda. Viendo a su líder debatirse en tierra todo manchado de sangre, se olvidaron por un momento del asesino, para acudir en su ayuda. Ese momento bastó para que Tremal-Naik y Kammamuri se dieran a la fuga, sin ser perseguidos.
La jungla cubierta de densos arbustos espinosos y de bambúes gigantescos, que prometían refugios inencontrables, estaba a pocos pasos. Los dos indios se precipitaron en medio, corriendo desesperadamente por cinco o seis minutos, luego se dejaron caer bajo un grupo muy denso de bambú, de no menos de dieciocho metros de alto.
—Si valoras la vida —dijo rápidamente Tremal-Naik a Kammamuri—, no te muevas.
—¡Ah amo! ¡Qué ha hecho! —dijo el pobre maratí—. Los tenemos a todos encima y nos estrangularán como al desgraciado de Hurti.
—He vengado a mi compañero. El resto no nos encontrará.
—Son espíritus, amo.
—Son hombres. Calla y mira bien a tu alrededor.
A lo lejos se oían los gritos de los terribles habitantes del baniano.
—¡Venganza! ¡Venganza! —gritaban.
Tres notas agudas, las notas del ramsinga, hicieron eco en la jungla y bajo tierra se escuchó el denso fragor de antes. Los dos cazadores se agazaparon, haciéndose más pequeños y reteniendo incluso la respiración. Sabían que si llegaban a ser descubiertos, serían irremisiblemente estrangulados por los lazos de la secta de aquellos monstruosos individuos, que habían ya sacrificado tantas víctimas.
No habían pasado todavía tres minutos que se escuchó al bambú moverse violentamente y en la oscuridad pudieron divisar a uno de aquellos hombres. Con lazo en la mano derecha y el puñal en la izquierda, pasó como una flecha delante de la mata y desapareció en la espesura de la jungla.
—¿Has visto, Kammamuri? —preguntó en voz baja Tremal-Naik.
—Sí, amo —respondió el maratí.
—Ellos creen que estamos muy lejos y corren, con la esperanza de alcanzarnos. En pocos minutos no habrá un sólo hombre detrás.
—Desconfiemos, amo. Estos hombres me dan miedo.
—No tengas miedo, que yo estoy aquí. Cállate y estate bien atento.
Otro indio, armado como el primero, pasó corriendo un instante después, y desapareció en la espesura del bambú.
A lo lejos se oía todavía algún grito, algún silbido que parecía, que debía de ser una señal, luego todo quedó en silencio.
Pasó media hora. Todo indicaba que los indios, lanzados quizá tras un falso rastro, estaban muy lejos. El momento no podía ser más propicio para dar la vuelta sobre sus talones y huir en dirección a la orilla.
—Kammamuri —dijo Tremal-Naik—, podemos ponernos en marcha. Los indios, a mi parecer, deben estar todos delante de nosotros y en medio de la jungla.
—¿Está completamente seguro, amo?
—No se oye ruido alguno.
—¿Y a dónde iremos? ¿Al baniano tal vez?
—Sí, maratí.
—¿Quiere meterse allí dentro, tal vez?
—No por ahora, pero mañana por la noche volveremos aquí y develaremos el misterio.
—¿Pero quiénes supone que son estos hombres?
—No lo sé, pero lo sabré, Kammamuri, así como sabré quién es esa mujer que vela la pagoda de su terrible diosa. ¿Has oído tú, lo que dijo ese viejo?
—Sí, amo.
—No sé, pero me pareció que hablaba de mí y sospecho que la virgen es...
—¿Quién?
—La mujer que me ha embrujado, Kammamuri. Cuando el viejo habló de ella, sentí que mi corazón latía con vehemencia extraña y esto me pasa cada vez...
—¡Calle, amo...! —murmuró Kammamuri, con voz sofocada.
—¿Qué has oído?
—El bambú se ha movido.
—¿Dónde?
—Por ahí... a treinta pasos de nosotros. ¡Calle!
Tremal-Naik levantó la cabeza y se dio la vuelta, escrutando atentamente la negra masa del bambú, pero no vio a nadie. Apretó los oídos, conteniendo el aliento y se estremeció. Un crujido apenas distinguible se escuchó en la dirección indicada por la maratí, se habría dicho que una mano apartaba con suma precaución las anchas y acorazonadas hojas de las gigantescas plantas.
—Alguien se acerca —murmuró—. No te muevas, Kammamuri.
El crujido creció y se acercó, pero muy lentamente. Pronto vieron dos bambúes plegarse y aparecer a un indio que se inclinó hacia la tierra, llevándose una mano a la oreja. Se quedó un minuto así, después se levantó y pareció olfatear el aire.
—¡Gary! —cuchicheó.
Un segundo indio salió de los bambúes, a seis pasos de distancia del primero.
—¿Escuchaste algo? —preguntó el recién llegado.
—Absolutamente nada. Sin embargo, me pareció que alguien cuchicheaba.
—Te habrás equivocado. Hace cinco minutos que estoy aquí, con las orejas bien aguzadas. Vamos por un camino equivocado.
—¿Dónde están los otros?
—Todos delante de nosotros, Gary. Se teme que los hombres que se han atrevido a desembarcar aquí, intentan un golpe de mano en la pagoda.
—¿Con qué fin?
—Quince días atrás, la virgen de la pagoda encontró un hombre. Fue vista por uno de nosotros intercambiando señales.
—¿Y por qué?
—Se cree que el hombre quiere liberar a la virgen.
—¡Oh! ¡Qué horrendo delito! —exclamó el indio que se llamaba Gary.
—Esta noche un indio, compañero del miserable que osó levantar los ojos a la virgen de nuestra venerable diosa, ha desembarcado. Sin duda venía a espiar.
—Pero ese indio fue estrangulado.
—Sí, pero detrás de él desembarcaron otros hombres, uno de los cuales asesinó a nuestro sacerdote.
—¿Y quién es este hombre que miró en el rostro de la virgen?
—Un hombre formidable, Gary, y capaz de todo: es el cazador de serpientes de la jungla negra.
—Tiene que morir.
—Morirá, Gary. Por mucho que corra, nosotros lo alcanzaremos y nuestros lazos lo estrangularán. Ahora tú parte y camina recto hasta llegar a la orilla del río: yo voy a la pagoda a velar por la virgen. Adiós, y que nuestra diosa te proteja.
Los dos indios se separaron tomando caminos diferentes. Apenas el ruido cesó, Tremal-Naik que todo lo había oído, se levantó.
—Kammamuri —dijo con viva emoción—, debemos separarnos. Tú los has oído: ellos saben que he desembarcado y me buscan.
—Lo he oído todo, amo.
—Tú seguirás al indio que se dirige hacia el río y en cuanto puedas ganarás la orilla opuesta. Yo seguiré al otro.
—Usted me oculta algo, amo. ¿Por qué no viene conmigo a la orilla?
—Debo ir a la pagoda.
—¡Oh! ¡No lo haga, amo!
—Estoy decidido. En la pagoda se esconde la mujer que me ha embrujado.
—¿Y si lo asesinan?
—Voy a matar a su lado y moriré feliz. Parte, Kammamuri, parte porque empieza a agarrarme la fiebre.
Kammamuri emitió un profundo suspiro que parecía un gemido, y se levantó.
—Amo —dijo con voz conmovida—. ¿Dónde nos encontraremos?
—En la cabaña, si escapo de la muerte: vete.
El maratí se metió en la jungla detrás de las huellas del indio, en dirección de la orilla. Tremal-Naik se quedó mirándolo con los brazos cruzados sobre el pecho y la frente ofuscada.
—Y ahora —dijo levantando con orgullo la cabeza, cuando el maratí desapareció de sus ojos—, ¡a desafiar a la muerte...!
Se puso la carabina en bandolera, dió una última mirada al entorno y se alejó con pasos rápidos y silenciosos, siguiendo las huellas del segundo indio que no debía estar muy lejos.
El camino era difícil e intrincadísimo. El terreno estaba cubierto, hasta donde podían llegar los ojos, por una red densa de bambú grueso que se erguía a una altura verdaderamente extraordinaria.
Había allí los llamados bans tulda, cubiertos de hojas grandísimas que en menos de treinta días, adquieren una altura que supera los veinte metros y un grosor de treinta centímetros.
Los behar bans, con altura de apenas un metro, con el tallo hueco pero fuerte y armados con largas espinas, y una variedad numerosa de otros bambúes conocidos comúnmente en el Sundarbans con el nombre genérico de bans que se estrechaban tanto, que era necesario servirse del cuchillo para abrirse paso.
Un hombre sin conocimiento de aquellos lugares sin duda se habría perdido en medio de los gigantescos vegetales y le habría sido imposible dar un paso adelante sin hacer ruido, pero Tremal-Naik, que nació y creció en la jungla, se movía ahí abajo con sorprendente rapidez y seguridad, sin producir el menor crujido. No caminaba, ya que esto habría sido absolutamente imposible, sino que se arrastraba como un reptil, deslizándose entre planta y planta, sin detenerse, ni dudar del camino elegido. A cada trecho apoyaba la oreja en la tierra y estaba seguro de no perder el rastro del indio que lo precedía, transmitiendo el terreno, sus pasos, por ligeros que fueren.
Había ya recorrido más de una milla, cuando se dio cuenta de que el indio repentinamente se detuvo. Apoyó tres o cuatro veces la oreja, pero el terreno no transmitió ningún ruido, se quedó escuchando con profunda atención, pero ningún crujido llegó. Tremal-Naik comenzó a ponerse inquieto.
—¿Qué ha sucedido? —murmuró, mirando a su alrededor—. ¿Se dio cuenta de que lo sigo? ¡Estemos en guardia!
Recorrió otros tres o cuatro metros arrastrándose, luego alzó la cabeza, pero la bajó casi de inmediato. Había chocado contra un cuerpo blando que pendía de lo alto y que se retiró de súbito.
—¡Oh! Es él.
Un pensamiento terrible le atravesó el cerebro. Se arrojó de inmediato a un lado desenvainando el cuchillo y miró al aire.
Nada vió o al menos nada le pareció ver. Sin embargo estaba seguro de haber chocado contra algo, que no debería ser una hoja de bambú.
Se quedó algunos minutos inmóvil como una estatua.
—¡Una pitón! —exclamó de repente, sin embargo consternado.
Un crujido repentino se oyó en medio del bambú, y luego un cuerpo oscuro, largo, flexible, bajó balanceándose por una de esas plantas. Era una monstruosa serpiente pitón, de más de veinticinco pies de largo, que se alargó hacia el cazador de serpientes esperando enlazarlo entre sus viscosos anillos y triturarlo con uno de esos terribles apretones a los que nada se resiste. Tenía la boca abierta con la mandíbula inferior dividida en dos tramos como las quijadas de una tenaza, la lengua bífida tensa y los ojos encendidos, que brillaban siniestramente en la profunda oscuridad.
Tremal-Naik se había dejado caer por tierra para evitar ser atrapado por el monstruoso reptil y reducido a un montón de huesos rotos y de carne sanguinolenta.
—Si me muevo estoy perdido —murmuró con extraordinaria sangre fría—. Si el indio que me precede no advierte nada, estoy a salvo.
El reptil había descendido tanto que su cabeza tocó la tierra. Se alargó hacia el cazador de serpientes que conservaba la rigidez de un cadáver, ondeó por un trecho lamiéndolo con la fría lengua, luego trató de hacerlo bajar para enrollarlo. Tres veces volvió a la carga silbando de rabia y tres veces se retiró contorsionandose de mil maneras, ascendiendo y descendiendo por el bambú en torno al cual estaba aferrado. Tremal-Naik temblando, horrorizado, continuaba permaneciendo inmóvil haciendo esfuerzos sobrehumanos para controlarse, pero apenas vio al reptil alzarse enrollándose sobre sí mismo, se apresuró a arrastrarse a cinco o seis metros de distancia. Creyéndose ahora fuera de peligro, se había vuelto a levantar, cuando oyó una voz amenazadora gritar:
—¿Qué está haciendo aquí?
Tremal-Naik se había alzado rápidamente empuñando el cuchillo. A siete u ocho metros de distancia, muy cerca del lugar ocupado por el reptil, de repente surgió un indio de alta estatura, extremadamente delgado, armado con un puñal y una especie de lazo que terminaba en una bola de plomo.
Su pecho llevaba tatuada la misteriosa la serpiente con cabeza de mujer, rodeada de algunas letras en sánscrito.
—¿Qué está haciendo aquí? —repitió aquel indio en tono amenazante.
—¿Y tú qué haces? —rebatió Tremal-Naik, con una calma glacial—. ¿Tal vez eres uno de esos miserables que se divierten asesinando a las personas que aquí desembarcaron?
—Sí, y sepa que ahora haré lo mismo con usted.
Tremal-Naik se echó a reír, mirando al reptil que comenzaba a desarrollar sus anillos, ondeando casi sobre la cabeza del indio.
—Crees que me matarás —dijo el cazador—, y la muerte en cambio te está rozando.
—¡Pero primero morirás tú! —gritó el indio, haciendo silbar alrededor de la cabeza la cuerda de seda.
Un silbido lastimero emitido por el reptil, lo detuvo en el momento en que lanzaba la bola de plomo.
—¡Oh! —exclamó, manifestando un profundo terror.
Levantó la cabeza y se encontró ante el reptil. Quiso escapar y dio un salto hacia atrás, pero tropezó con un bambú cortado y cayó de cabeza en la hierba.
—¡Ayuda! ¡ayuda...! —gritó desesperadamente.
El enorme reptil se dejó caer a tierra y como un relámpago aferró al indio entre sus anillos, apretándolo con el fin de quitarle el aliento y haciéndole crujir todos los huesos del cuerpo.
—¡Ayuda...! ¡ayuda...! —repitió el desventurado, abriendo terriblemente los ojos. Tremal-Naik con un movimiento espontáneo se había lanzado al grupo. Con un terrible golpe de cuchillo cortó en dos a la pitón, que silbaba rabiosamente, cubriendo de baba sanguinolenta a la víctima. Estaba a punto de recomenzar, cuando oyó el bambú agitarse furiosamente en varios lugares.
—¡Aquí está! —tronó una voz.
Otros indios fueron corriendo al lugar, compañeros del infeliz que el reptil, aunque partido en dos, trituraba, haciéndole brotar la sangre de la carne. Comprendiendo el peligro que corría, y sin esperar más se dió a una precipitada fuga a través de la jungla.
—¡Aquí está! ¡aquí está! —repitió la misma voz—. ¡Fuego sobre él! ¡fuego!
Un tiro de arcabuz atronó despertando todos los ecos de la jungla, y luego un segundo y finalmente un tercero. Tremal-Naik, escapado milagrosamente de los proyectiles, se había dado vuelta rugiendo como las fieras que él cazaba en la selva.
—¡Ah! ¡miserables! —gritó furioso.
Se había arrancado de la espalda la carabina y se había apostado contra los agresores que venían hacia él con los puñales entre los dientes y el lazo en la mano, listos para estrangularlo.
Del cañón salió una tira de fuego seguida de una detonación. Un indio lanzó un grito terrible, se llevó las manos al rostro y rodó sobre la hierba.
Tremal-Naik retomó la desenfrenada carrera saltando a diestra y siniestra con el fin de impedir que el enemigo lo ponga en la mira.
Atravesó un grupo de bambú que abatió furiosamente y se metió en medio de la densa jungla, haciendo perder el rastro a sus perseguidores.
Corrió por un cuarto de hora; se detuvo un momento para recuperar el aliento en el borde del plantío, luego se lanzó como un loco en medio de un terreno pantanoso y descubierto, surcado por innumerables canalizos de agua estancada. Tenía los ojos inyectados en sangre y espuma en los labios, pero corrió siempre como si tuviera alas en los pies, saltando lejos de los obstáculos que bloqueaban el paso, zambulléndose en los pantanos, sumergiéndose en los estanques o canales, con un solo pensamiento: interponer entre él y los agresores el mayor espacio posible.
Cuánto corrió, no lo podía saber. Cuando se detuvo, se encontraba a doscientos pasos de una soberbia pagoda, que se erguía aislada en la orilla de un amplio estanque rodeado de colosales ruinas.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Avanza la historia a paso rápido y con mucha acción, típico de Salgari. Largo capítulo con pocas aclaraciones, pero interesantes. Espero que estén disfrutando la historia.

Golpe de mano: Acción violenta, rápida e imprevista, que altera una situación en provecho de quien da el golpe.

Bans tulda: En realidad se llaman “bambusa tulda”. También llamado Bambú Bengal es un bambú grande y muy arracimado natural de India de color grisáceo de hasta 20 m de altura y 10 cm de diámetro.

Behar bans: Es el nombre bengalí del género “bambusa blumeana” o “bambusa spinosa”, más conocido como bambú espinoso.

Bans: Salgari utiliza esta palabra proveniente del asamés (idioma del estado de Assam al este de la India) que se traduciría como “bambusa”, género de plantas más habitualmente llamado bambú.

Millas: 1 mi = 1,609344 km.

Pies: 1 pie = 0,3048 m. Por lo tanto, 25 pie equivalen a 7,62 m.

Arcabuz: Arma antigua de fuego, con cañón de hierro y caja de madera, semejante al fusil, que se disparaba prendiendo la pólvora del tiro mediante una mecha móvil colocada en la misma arma.

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