miércoles, 19 de diciembre de 2012

VI. La condena a muerte


Salida de la pagoda, Ada, todavía conmovida, con el rostro aún bañado de lágrimas, pero sus ojos brillantes de orgullo, había entrado en una pequeña sala de estar cubierta con esteras pintadas y decoradas con la monstruosa divinidad, un poco diferente de aquella que ya se ha descrito. La serpiente con cabeza de mujer, la estatua de bronce de rostro horrible y la pileta de mármol blanco con el pececillo amarillo, no faltaban.
Un hombre ya había entrado y paseaba de aquí para allá con visible impaciencia. Era un indio de alta estatura, delgado como un palo, con rostro enérgico, la mirada relampagueante y feroz, y el mentón cubierto por una pequeña barba negra y desaliñada. Llevaba, envuelto en torno al cuerpo, una rica dupatta, especie de capa de seda amarilla, bordada en oro con el misterioso emblema en medio. Los brazos desnudos, estaban cubiertos de cicatrices blancas y de extraños signos, que un indio mismo se habría roto la cabeza sin siquiera descifrarlos.
Al divisar a Ada, este hombre se había detenido en seco fijando en ella una mirada que tenía un resplandor extraño, y sus labios esbozaron una sonrisa, mejor dicho una risa burlona que infundía espanto.
—Salve virgen de la pagoda —dijo, arrodillándose ante la joven.
—Salve gran jefe predilecto de la divinidad —respondió Ada con voz temblorosa.
Ambos callaron, mirándose fijamente. Parecía que buscaban recíprocamente leerse el pensamiento que atravesaba su mente.
—Virgen de la pagoda sagrada —dijo después de un tiempo el indio—, corres un gran peligro.
Ada se estremeció. El acento del indio era oscuro y amenazador.
—¿Dónde estuviste anoche? Me dijeron que entraste en la pagoda.
—Es verdad. Tú me enviaste el perfume y lo vertí a los pies de tu divinidad.
—Dí la nuestra.
—Sí, la nuestra —dijo la joven con los dientes apretados.
—¿Qué has visto en la pagoda?
—Nada.
—Virgen de la pagoda, corres un gran peligro —repitió el indio con voz aún más oscura—. ¡Lo he descubierto todo...!
Ada había dado un brinco hacia atrás, lanzando un grito de horror.
—¡Sí —prosiguió el indio con rabia concentrada—, he descubierto todo! Tu corazón, condenado a no latir más sobre esta tierra, ha palpitado de amor por un hombre que tú viste en la jungla negra. Este hombre ha desembarcado anoche en nuestros dominios y después de haber alzado su mano sobre nosotros, de haber cometido un horrendo delito, desapareció, pero lo encontraré. Este hombre ha entrado en la pagoda.
—¡Mientes! ¡mientes! —exclamó la desventurada joven.
—Virgen de la pagoda, al amar a este hombre has fallado a tus deberes. Bien por ti que ese hombre no se atrevió a alzar sus manos sobre ti.
—¡Mientes! ¡mientes! —repitió la joven, turbada.
—Pero ese hombre no saldrá vivo de aquí —repitió el indio con alegría feroz—. Loco, y quería desafiar nuestro poder, nosotros que hacemos temblar a Inglaterra. La serpiente entró en la madriguera del león y el león la destrozará.
—¡No lo hagas!
El indio comenzó a reír burlonamente.
—¿Quién se opone a la voluntad de nuestra divinidad?
—¡Yo!
—¿Tú?
—Sí, yo, miserable. ¡Cuidado!
Ada con un movimiento rápido, había arrojado a tierra el sari, se había armado con un puñal de hoja serpenteante teñida de un sutil veneno y se lo había apuntado a la garganta. El indio moreno como era, se puso negruzco.
—¿Qué quieres hacer? —preguntó él, asustado.
—Suyodhana —dijo la joven con un tono de voz que no dejaba dudas—. Si tocas un solo cabello de aquel hombre, te juro que tu diosa perderá a su virgen.
—¡Tira ese puñal!
—Suyodhana, jura sobre tu diosa que Tremal-Naik saldrá vivo de aquí.
—Es imposible. Ese hombre está condenado: su sangre ya está destinada a la diosa.
—¡Júralo! —dijo Ada con acento amenazador.
Suyodhana se recogió sobre sí mismo como para lanzarse hacia ella, pero el miedo de llegar demasiado tarde lo detuvo.
—Escucha, virgen de la pagoda —dijo, ostentando calma—. ¡Ese hombre será salvado, pero tú debes solemnemente jurar que no lo amarás más!
Ada mandó un desgarrador gemido y se retorció desesperadamente las manos.
—¡Me matas! —exclamó ella, sollozando.
—Eres la elegida de nuestra diosa.
—¿Por qué, monstruosa criatura, truncar tan pronto una felicidad apenas nacida? ¿Por qué apagar tan pronto el rayo de sol que inundaba este pobre corazón cerrado a toda alegría? No, no es posible que yo rompa esta pasión que ahora es gigante.
—Júralo y aquel hombre estará a salvo.
—¿Eres tan inexorable? ¿No hay entonces ninguna esperanza? Más yo reniego de la espantosa diosa tuya que me horroriza, que maldije desde el primer día en que la fatalidad me arrojó en sus brazos.
—Somos inexorables —apremió el indio.
—¿Pero entonces nunca has amado? —preguntó ella, llorando de rabia—. ¿No sabes entonces lo que es una pasión rota?
—No sé qué es el amor —dijo el inflexible indio—. Jura, virgen de la pagoda, o apago a ese hombre.
—¡Ah! ¡malditos...!
—¡Jura!
—¡Pues bien...! —exclamó la infeliz con voz apagada—. Yo... yo juro... que no amaré... más a ese hombre.
Emitió un grito desesperado, desgarrador, se llevó las manos al corazón y cayó sin sentido sobre la estera. El indio rompió en un estrépito de risa.
—Tú has jurado que no lo amarás —dijo él con satánica alegría, recogiendo el puñal que la joven había dejado caer—. Pero yo no he jurado que ese hombre saldrá vivo de aquí. Sonríe, excelsa divinidad y alégrate: ¡esta noche te ofreceremos una nueva víctima!
Acercó a los labios un zufolo de oro y sacó un agudo silbido.
Un indio, con el lazo estrechado alrededor de las caderas y el puñal en la mano entró, arrodillándose ante Suyodhana.
—Hijo de las sagradas aguas del Ganges, aquí estoy —dijo.
—Karna —dijo Suyodhana—, lleva a la virgen de la pagoda y vela por ella.
—Cuenta conmigo, hijo de las sagradas aguas del Ganges.
—Esa virgen intentará tal vez suicidarse, pero tú lo impedirás, ya que nuestra divinidad no tiene por ahora mas que a ella. Si muere, morirás tú también.
—Lo impediré.
—Reunirás después una cincuentena de los más fanáticos y los dispondrás en torno a la pagoda. El hombre no debe escapar.
—¿Hay un hombre en la pagoda?
—Sí, Tremal-Naik, el cazador de serpientes de la jungla negra. Ve y a medianoche estate aquí.
El indio aferró a la pobre Ada por los brazos y salió. Suyodhana, o más bien el hijo de las sagradas aguas del Ganges, esperó a que todo rumor de pasos hubiera cesado, luego se arrodilló delante de la cubeta de mármol en la que se deslizaba el pececillo dorado.
—Padre mío —dijo.
El pececillo que nadaba en el fondo del cuenco, a esa voz comenzó a emerger.
—Padre mío —prosiguió el indio—. Un hombre, un miserable, ha alzado los ojos sobre la virgen de la pagoda. Este hombre está en nuestra mano; ¿quieres que viva o que muera?
El pececillo se precipitó nadando con vivacidad. Suyodhana se levantó de un salto: un siniestro relámpago brilló en su mirada.
—La diosa lo ha condenado... —dijo con voz oscura—. ¡Ese hombre morirá!


Tremal-Naik, que permanecía solo, se había dejado caer a los pies de la estatua comprimiéndose fuertemente el corazón que latía furiosamente, como si quisiera salirse del pecho. Jamás una emoción similar había sacudido sus fibras; jamás había sentido tanta alegría, en su solitaria y selvática vida entre las cañas y los tigres.
—¡Bella! ¡bella! —exclamaba, sin perder de vista que se encontraba en la pagoda maldita y que tal vez un centenar de orejas lo escuchaban—. ¡Oh! tú serás mi esposa, sí, bella flor de la jungla, tendré que meter fierro y fuego a esta isla, sólo tendré golpear a los monstruos que te han condenado. Saldré de aquí, me reencontraré con mis bravos compañeros y luego te raptaré, te salvaré. Ellos son fuertes, has dicho, son terribles, pero yo seré más fuerte y más terrible y haré que paguen un alto precio por las lágrimas que tú, infeliz, has desparramado ante mí. El amor me dará la fuerza para realizar tal empresa.
Se levantó y empezó a pasear, agitadísimo, con los puños convulsivamente cerrados y las facciones trastornadas por una rabia concentrada.
—¡Pobre Ada! —retomó, con profunda ternura—. ¿Qué destino pesa sobre tí? ¿Por qué no puedes amarme? La muerte truncará tu vida, has dicho, el día en que te conviertas en mi esposa; pero voy a detener esta muerte, yo la quebraré con mis propias manos.
¡Oh! revelaré sí, este tremendo misterio y ese día temblarán los desgraciados que te condenaron.
Se detuvo al escuchar las agudas notas del ramsinga.
—¡Maldito instrumento! —exclamó—. ¡Suena siempre!
Se estremeció ante el pensamiento que le atravesó el cerebro.
—Esta trompeta anuncia una desventura —murmuró—. ¿Me habrán descubierto o habrán matado a Kammamuri?
Retuvo la respiración aguzando sus orejas. Al final consiguió oír un murmullo de voces, que parecían venir de fuera.
—¿Qué quiere decir esto? Allí fuera hay gente. ¿Serán indios, los habitantes de estos fúnebres lugares?
Miró a su alrededor con supersticioso terror, pero estaba completamente solo, miró a la abertura de la pagoda, pero estaba completamente libre.
—Algo está por suceder, lo siento —dijo en voz baja—, pero demostraré quién es Tremal-Naik, cuando se bate.
Examinó las cargas de las pistolas y de la carabina, temiendo tal vez que una mano misteriosa se las hubiera quitado; examinó incluso la hoja de su fiel puñal, teñido más de cien veces por la sangre de las serpientes y de los tigres, y se acurrucó detrás de la monstruosa estatua, empequeñeciéndose más de lo que era posible.
El día pasó con una lentitud espantosa para el indio, condenado a una inmovilidad casi absoluta y a un ayuno forzado.
Las sombras de la noche poco a poco invadieron los más oscuros rincones de la pagoda, luego se alzaron gradualmente hacia la cúpula: a las nueve la oscuridad era tan profunda, que no se veía a un paso de distancia, aún cuando la luna brillaba en el cielo, reflejándose sobre la gran bola de bronce dorado y sobre la serpiente con cabeza de mujer.
El ramsinga no había dejado oír sus fúnebres notas y el ruido hacía tiempo que había cesado. Un silencio misterioso reinaba en todas partes.
Tremal-Naik todavía no se atrevía a moverse; el único movimiento que hacía, era el de apoyar la oreja sobre las frías piedras de la pagoda y de escuchar con profunda atención.
Una voz interna le decía de velar y de desconfiar y pronto se dio cuenta de que la voz no mentía, ya que hacia las once, cuando más densa era la oscuridad, un ruido extraño, ni siquiera definido, llegó hacia él.
Parecía que algo descendía desde arriba, siguiendo la cuerda que sostenía la lámpara. Tremal-Naik por mucho que aguzara los ojos no era aún capaz de distinguir lo que era. Solo por precaución empuñó las pistolas y silenciosamente se alzó, poniéndose de rodillas.
—¿Quién puede ser? —se preguntó—. Ada no, porque la medianoche está todavía muy lejos. ¿Serán estos terribles hombres? —una llama de ira le subió por el rostro—. ¡Desgracia para los que aquí entran!
Un tintineo metálico resonó en la oscuridad. Era la lámpara que se agitaba, sacudida sin duda por el que descendía desde arriba. Tremal-Naik no se contuvo más.
—¿Quién está ahí? —gritó.
Nadie respondió a la pregunta, es más el tintineo cesó.
—¿Me habré engañado? —se preguntó.
Se alzó y miró al aire. Arriba, sobre la cúpula, la luna continuaba reflejándose sobre la bola dorada y divisaba una parte de la cuerda vegetal que sostenía la lámpara, pero ningún ser humano estaba colgado.
—Es extraño —dijo Tremal-Naik, poniéndose inquieto.
Volvió a acurrucarse continuando mirando alrededor. Pasaron otros veinte minutos, luego la lámpara volvió a tintinear.
—¿Quién está ahí? —repitió con voz chillona—. Si hay alguien que dé la cara, que Tremal-Naik lo espera.
Nuevo silencio. Entonces se agarró a los pies de la gigantesca estatua, subió en sus brazos, se elevó hasta poner los pies sobre la cabeza y aferró la lámpara agitándola furiosamente. Una estrepitosa risa resonó en la pagoda.
—Ah —exclamó Tremal-Naik, que se sentía invadido por la rabia—. Hay alguien que se rie arriba. ¡Espera!
Reunió su hercúlea fuerza, luego con un tirón irresistible rompió la cuerda. La lámpara se desplomó al suelo con un estrépito indescriptible, que los ecos del templo varias veces repitieron.
Un segundo estrépito de risa resonó. Tremal-Naik se precipitó hacia abajo de la estatua, escondiéndose detrás.
Había llegado el momento. Una puerta se abrió y un indio alto y delgado, ricamente vestido, con un puñal en una mano y una antorcha resinosa en la otra, apareció.
Aquel hombre era el atroz Suyodhana: una alegría infernal irradiaba su broncíneo rostro y en sus ojos relampagueaba un siniestro destello.
Se detuvo un momento a contemplar la monstruosa divinidad, detrás de la cual estaba Tremal-Naik con el cuchillo entre los dientes y las pistolas en mano, luego dio unos pasos hacia adelante. Detrás de él se adelantaron veinticuatro indios, poniéndose doce a la derecha y doce a la izquierda. Estaban todos armados de puñal y del cordón de seda con la bola de plomo.
—Hijos míos —dijo Suyodhana con un acento como para estremecerse—, ¡es medianoche! —Los indios desataron las cuerdas, blandieron los puñales y plantaron las antorchas en algunos agujeros que había en las piedras.
—¡Estamos listos para la venganza! —respondieron a coro.
—Un impío —prosiguió Suyodhana—, ha profanado la pagoda de nuestra diosa. ¿Qué merece este hombre?
—La muerte —respondieron los indios.
—Un impío se atrevió a hablarle de amor a la virgen de la pagoda. ¿Qué merece este hombre?
—La muerte —repitieron los indios.
—¡Tremal-Naik! —gritó Suyodhana con un terrible acento—. ¡Muéstrate!
Un estrépito de risas le respondió, entonces el cazador de serpientes, que todo lo había oído, apareció, lanzándose con un solo salto delante de la monstruosa divinidad.
Ya no era el mismo hombre; parecía un verdadero tigre salido de la jungla. Una feroz sonrisa rozaba sus labios, su cara era atroz, alterada por una cólera furiosa y los ojos estaban enviando siniestros relámpagos.
El salvaje hijo de la jungla se despertaba, dispuesto a rugir y a morder.
—¡Ah! ¡Ah! —exclamó riendo—. ¿Son ustedes los que quieren matar a Tremal-Naik? Se ve que no conocen aún al cazador de serpientes. Miren, asesinos, cuanto los desprecio.
Alzó en el aire las dos pistolas y las descargó, arrojándolas lejos de sus brazos. Descargó después la carabina y la empuñó por el cañón para usarla como una maza.
—Ahora —dijo—, aquellos que se sientan tan valientes como para acometer a Tremal-Naik, que avancen. Me bato por la mujer que ustedes, malditos, condenaron.
Dio un salto hacia atrás y se puso a la defensiva, emitiendo su alarido de guerra.
—¡Adelante! ¡adelante! —tronó—. ¡Me bato por la virgen de la pagoda!
Un indio, sin duda el más fanático, se le abalanzó, haciendo silbar en el aire el lazo. Ya sea porque había tomado demasiado impulso o porque resbaló, vino a caer casi a los pies de Tremal-Naik.
La terrible maza se alzó y descendió con rapidez fulminante golpeando el cráneo del indio. La muerte fue instantánea.
—¡Adelante! ¡adelante! —repitió Tremal-Naik—. ¡Me bato por mi Ada!
Los veintitrés indios se arrojaron como un solo hombre sobre el cazador de serpientes, que revoleaba como un demente la carabina.
Otro indio cayó, pero la carabina no resistió al segundo golpe y se partió en las manos de aquel que la usaba.
—¡A la muerte! ¡a la muerte! —vociferaron los indios, espumantes de ira.
Un lazo cayó sobre Tremal-Naik apretándole el cuello, pero él lo arrancó de manos del estrangulador, luego empuñó el cuchillo y se abalanzó sobre la estatua de bronce subiéndose a la cabeza.
—¡Fuera! ¡fuera! —gritó, girando en torno a las miradas feroces.
Se recogió sobre sí mismo como un tigre y saltando sobre las cabezas de los indios trató de dirigirse hacia la puerta, pero le faltó tiempo.
Dos cuerdas le apretaron los brazos, golpeándolo dolorosamente con las bolas de plomo y lo derribaron.
Lanzó un alarido terrible. Los indios como un relámpago fueron sobre él como una jauría alrededor de un jabalí, y a pesar de su fuerte resistencia estaba sólidamente atado y reducido a la impotencia.
—¡Ayuda! ¡ayuda! —agonizó.
—¡A la muerte! ¡a la muerte! —gritaron los indios.
Con un esfuerzo hercúleo cortó dos cuerdas, pero fue todo lo que pudo hacer. Nuevos lazos lo apretaron, y tan fuertemente, que la carne se le puso negra.
Suyodhana, que había asistido impasible a la desesperada lucha de un hombre solo contra veintidós, se acercó y lo contempló por algunos instantes con alegría satánica. Tremal-Naik que nada podía hacer, lo escupió.
—¡Impío! —exclamó el hijo de las sagradas aguas del Ganges.
Aferró con mano firme su puñal y lo alzó sobre el prisionero que lo miraba desdeñosamente.
—Hijos míos —dijo el indio—, ¿qué pena merece este hombre?
—¡La muerte! —respondieron los indios.
—Y la muerte será.
Tremal-Naik emitió un último grito.
—¡Ada! ¡Pobre Ada!
La hoja del vengador que penetraba en el pecho, apagó la voz. Abrió los ojos, los cerró, un espasmo violento agitó sus miembros y se endurecieron. Un río de sangre cálida avanzaba por su vestimenta, dispersandose por las piedras.
—¡Kali! —dijo Suyodhana, volviéndose hacia la estatua de bronce—. Escribe en tu negro libro, el nombre de esta nueva víctima.
A una señal dos indios alzaron al infeliz de Tremal-Naik.
—Arrójenlo en la jungla como pasto de los tigres —concluyó el terrible hombre—. ¡Así perecen los impíos...!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

¡Terrible capítulo! Corto, pero muy duro. Por suerte hubo pocas aclaraciones y dudas.

“...pececillo amarillo...”: En el texto de Salgari dice “...pesciolino rosso...”, que traducido es “...pececillo rojo...”. Pero en el anterior capítulo lo describe de color amarillo, por eso lo cambié.

Suyodhana: Nombre en sánscrito que significa “gran guerrero”. Seguramente lo tomó del texto épico-mitológico Majabhárata del siglo III AC. Suyodhana era el nombre original de Duryodhana, el mayor de los hermanos Kaurava y protagonista de la obra.

Zufolo: “Zuffolo” en el original, es una pequeña flauta, utilizada para enseñar a las aves.

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