martes, 15 de enero de 2013

VIII. Una noche terrible


Tremal-Naik, al rugido de guerra del felino, súbitamente se levantó, haciendo un brusco movimiento, procurando su fiel cuchilla. El moribundo se había reanimado como el soldado que oye el toque de trompeta que da la señal de la refriega.
—¿Kammamuri? —articuló con un esfuerzo supremo.
—¡No se mueva, amo! —dijo el maratí, que miraba a los ojos de la fiera, siempre recogida sobre sí misma.
—¡El ti... gre! ¡El ti... gre! —repitió el herido.
—Ya lo tengo. Vuelva a ponerse cómodo y no se preocupe por mi vida.
El maratí había empuñado una pistola y había dirigido el cañón hacia el tigre, pero no se atrevió a tirar, temiendo en primer lugar no matarlo en el acto y con el disparo atraer la atención de los enemigos.
El tigre, se podía ver, dudaba en acometer, tenía respeto por el cañón reluciente de la pistola, conociendo indudablemente los mortales efectos. Se golpeó tres o cuatro veces los flancos con su cola, como los gatos cuando están en cólera, emitió un segundo maullido más fuerte que el primero luego comenzó a retroceder alzando la tierra con sus poderosas garras sin apartar los ojos del maratí que sostenía impertérrito aquella mirada.
—¡Kamma... muri... el ti... gre! —volvió a balbucear Tremal-Naik, esforzándose por alzar sus brazos.
—Se va, amo. No se atreve a atacar al cazador de serpientes y a su maratí. Quédese quieto y todo irá bien.
De repente el tigre se puso en pie, aguzó las orejas como procurando recoger algún ruido, emitió un tercer pero más bajo maullido, dio una rápida media vuelta y desapareció en la jungla, dejando atrás el bien conocido olor a salvaje.
Kammamuri también se había alzado, presa de una fuerte inquietud.
—¿Quién podría haber asustado al tigre? —se preguntó con ansiedad—. Alguien seguramente se aproxima.
Se lanzó hacia los árboles y examinó la jungla que estaba distante unos cien pasos, pero no vio a nadie.
Se apresuró a regresar al lado de Tremal-Naik, que había recaído sobre el lecho de hojas.
—¿El ti... gre? —preguntó el herido con voz débil.
—Ha desaparecido, amo —respondió el maratí, disimulando su inquietud—. Tuvo miedo de mi pistola. Duerma y no piense en nada más.
El herido envió un sordo gemido.
—¡Ada! —balbuceó.
—¿Qué quiere usted, amo?
—¡Ah! ¡que... bella... be... lla!
—¿Qué quiere decir? ¿Quién era bella?
—Mal... dita sea... la han... arrebatado... pero... —rechinó los dientes con rabia y metió las uñas en la tierra.
—¡Ada!... ¡Ad... a! —repitió.
—Delira —pensó el maratí.
—Sí, la han arre... batado —continuó el herido—. ¡Pero... la encon... traré oh! ¡sí, la encontraré!
—No hable, amo, que corremos un grave peligro.
—¿Peligro? —balbuceó Tremal-Naik, sin comprenderlo—. ¿Quién habla de pe... ligro? Regresaré aquí... ¡sí, regresaré, maldita sea... con mi Darma... y ha... ré que los devore a to... dos!
Agitó los brazos con ímpetu furioso, revoleó los ojos, los cerró y permaneció inmóvil como si estuviera muerto.
—Duerme —dijo Kammamuri—. Tanto mejor: al menos sus gritos no traicionarán nuestra presencia. Y ahora, estemos en guardia, que el tigre quizá nos espía.
Se sentó cruzando las piernas a la manera de los turcos, se puso la carabina sobre las rodillas, se metió en la boca una bola de betel para combatir el sueño que lo acometía y esperó pacientemente el alba, con los ojos bien abiertos y las orejas bien aguzadas. Pasaron una, dos, tres horas, sin que nada acaeciera. Ningún maullido de tigre, ningún silbido de serpiente, ningún alarido de chacal rompió el silencio que reinaba en la misteriosa jungla. Solo de vez en cuando un soplo de aire cargando pestilentes exhalaciones, pasaba por sobre las cañas y las curvaba con dulce murmullo. Las tres debían haber pasado, cuando una especie de silbido, potente, extraño, rompió el silencio. Era una especie de ¡niff! ¡niff! muy agudo.
El maratí sorprendido y un poco aterrorizado, se alzó y aguzó las orejas conteniendo la respiración. Aquel misterioso ¡niff! ¡niff! se repitió y muy cerca.
—¡Este no es el tigre! —murmuró Kammamuri—. ¿Qué peligro otra vez nos amenaza?
Armó la carabina, se arrastró sin hacer ruido hacia los árboles y miró.
A treinta pasos de él se movía un gran animal de no menos de doce pies de largo, de formas pesadas, macizas. Tenía la piel llena de protuberancias, la cabeza grande y un poco triangular, las orejas grandes y sobre la masa ósea de la nariz un cuerno puntiagudo y muy largo.
Kammamuri reconoció de súbito qué raza de enemigo tenía que enfrentar, y sintió su corazón empequeñecerse por el espanto.
—¡Un rinoceronte! —exclamó con un hilo de voz—. ¡Estamos perdidos...!
Ni siquiera alzó la carabina, sabiendo que la bala sería aplastada contra aquella piel gruesísima que es más resistente que una coraza de acero. Podía sino golpear al monstruo en un ojo, el único punto vulnerable, pero el miedo de fallar el tiro y de ser destripado por el terrible cuerno o aplastado bajo las monstruosas patas, le sugirió la idea de quedarse quieto esperando no ser descubierto.
El rinoceronte parecía presa de una viva irritación, lo que sucede a menudo con este animal intratable, tosco, brutal y pobre de inteligencia. Se lanzaba, como si se volviera de repente loco, con una agilidad verdaderamente sorprendente para un ser de su estructura y se divertía partiendo, estrellando, dispersando el bambú, haciendo amplias brechas en la jungla.
Cada tanto se detenía respirando ruidosamente, se revolcaba por tierra como un jabalí, agitando locamente las regordetas patas y hundiendo en la hierba su cuerno, para luego levantarse de nuevo y recomenzar desde el principio sus acometidas contra el bambú.
Kammamuri ni siquiera respiraba para no atraer la atención del bruto; sudaba como reposando sobre la tapa de una caldera en ebullición, y estrechaba con mano convulsa la carabina, vuelta inútil como un bastón de hierro. Tenía miedo de que el animal se la agarrara con los árboles y se aproximara al estanque, descubriendo así a Tremal-Naik.
Se quedó allí algún tiempo, luego recuperó el jergón del amo. Su primer trato fue arrancar cuanta hierba pudo y esconder totalmente al herido, luego se largó al lado de un baniano bastante grande, llevando consigo las armas.
—No puedo hacer más —dijo—. De todos modos, recibiré al bruto con una descarga general de mis armas.
El rinoceronte continuaba brincando cerca de la jungla. Se oía al terreno temblar bajo su peso, al bambú quebrarse crepitando y a su formidable respiración comparable al sonido de una rauca trompeta.
Inesperadamente Kammamuri oyó el maullido del tigre. Se lanzó rápidamente hacia el estanque, mirando alrededor con espanto.
Sobre el árbol que justo había abandonado, vio al tigre agarrado a una de las ramas; sus ojos centelleaban como los de un gato y sus garras arrancaban la corteza de la planta.
Apuntó rápidamente el fusil hacia la fiera que, asustada, se lanzó abajo para ganar la jungla, pero se encontró delante del rinoceronte.
Los dos formidables animales se miraron recíprocamente por algunos instantes. El tigre, que tal vez sabía que nada tenía que ganar en una lucha con el brutal coloso, trató de huir, pero no tuvo tiempo.
El rinoceronte había hecho oír su grito. Bajó la cabeza mostrando su puntiagudo cuerno y se lanzó furiosamente sobre la fiera, agitando rabiosamente su corta cola.
El choque fue terrible. El tigre había dado un salto inmenso, cayendo sobre la grupa del coloso, el cual, hechos treinta o cuarenta pasos, se arrojó a tierra obligando a dejarlo.
—¡Bravo rinoceronte! —murmuró Kammamuri.
Los dos enemigos se habían levantado de nuevo, con rapidez fulmínea, precipitándose el uno sobre el otro. El segundo asalto no fue afortunado para el tigre. El cuerno del rinoceronte le rompió el pecho lanzándolo luego por el aire por más de cuarenta metros. Caído, buscó levantarse de nuevo gimoteando de dolor y de rabia y volvió a volar aún más alto perdiendo torrentes de sangre.
El rinoceronte no esperó ni siquiera que cayera. Con un tercer golpe de su terrible arma lo destripó, luego dándose vuelta contra la tierra lo aplastó con sus anchos pies reduciéndolo a un montón de carne sanguinolenta y de huesos rotos.
Todo esto había sucedido en pocos segundos. El coloso, satisfecho, emitió dos o tres veces su sordo silbido, por tanto regresó a la jungla a devastar el bambú, pero sin alejarse del estanque.
Su retirada llegó justo a tiempo, porque Tremal-Naik, presa del delirio y de una violentísima fiebre, se había despertado llamando a Kammamuri.
Esto volvió la situación de los dos indios extremadamente peligrosa, porque el intratable animal podía oír sus voces y aparecer repentinamente entre los árboles. El maratí sabía bien que no había que ilusionarse sobre la probabilidad de salvar la vida, ni siquiera con la fuga, porque todas las especies de rinocerontes sobrepasaban en la carrera al hombre más ágil.
Se apresuró a alcanzar al amo y de liberarlo de las hierbas que lo cubrían.
—Silencio —dijo él, poniéndole un dedo sobre los labios—. Si nos oye, estamos irremediablemente perdidos.
Pero Tremal-Naik, preso del delirio, agitaba locamente los brazos y de los labios salían palabras sin sentido:
—¡Ada... Ada...! —gritaba, abriendo espantosamente los ojos—. ¿Dónde estás tú, virgen de la pagoda...? ¡Ah! ¡ah! recuerdo... ¡Sí, medianoche! ¡medianoche...! Y ellos vinieron, todos armados, muchos contra uno, pero no tengo miedo no, yo, no tiemblo, sabes, Ada, soy el cazador de serpientes... ¡fuerte! ¡muy fuerte! He visto sabes a aquel hombre, aquel que te ha condenado. Era malo, muy malo y quería estrangularme. ¿Por qué estos hombres tienen lazos? ¿Por qué también tienen la serpiente en el pecho? Cuantas serpientes, cuanta cabeza de mujer. Pero no me dan miedo. ¿Qué? ¿Yo les tengo miedo? ¿Yo, Tremal-Naik...? ¡Ah...! ¡Ah...!
Tremal-Naik dio una estrepitosa risa, que hizo estremecer al maratí emocionado hasta el fondo del alma.
—¡Pero amo, esté callado! —suplicó Kammamuri, que oía al maldito animal saltar furiosamente sobre el límite de la jungla.
El delirante lo miró con ojos entrecerrados y prosiguió en voz más alta:
—Era de noche, noche muy oscura, yo descendía de lo alto y debajo mío erraba la visión. Oí el perfume caer sobre las piedras. ¿Por qué, cruel, adorar aquella divinidad? ¿No me amas entonces...? Tú sonríes, pero yo me estremezco. Tú sabes cuánto te ama el cazador de serpientes. ¿Tendré quizá un rival? ¡Ay de él...! Mira que se acercan los malditos... ríen, ríen sarcásticamente y me amenazan... ¡fuera de aquí, fuera, asesinos, fuera, fuera...! Tienen todavía los lazos, los arrojan... esperen a que venga... ¡La venganza, asesinos, está aquí...! ¡Kammamuri! ¡Kammamuri! ¡me estrangulan!
El delirante se levantó para sentarse con los ojos aturdidos y espuma en los labios y tendiendo el puño cerrado hacia el maratí gritó:
—¿Eres tú quien quiere estrangularme? Kammamuri, dame la pistola que lo mato.
—Amo, amo —balbuceó el maratí.
—¿Ah tú... no sabes quién soy? ¡Kammamuri, me estrangulan...! ¡Ayuda...! ayu...
El maratí le sofocó los gritos, poniéndole rápidamente una mano sobre su boca y derribándolo a tierra. El herido se debatía furiosamente rugiendo como una fiera.
—¡Ayuda...! —volvió a aullar.
De la parte del árbol se oyó un potente gruñido. El maratí, temblando de espanto, vio el hocico triangular del rinoceronte espiando entre el follaje. Se dio por perdido.
—¡Gran Shivá! —exclamó, recogiendo con furia la carabina.
El rinoceronte miró al grupo con sus ojos pequeños y brillantes, pero más con sorpresa que con cólera.
No había un instante que perder. Aquella sorpresa no iba a durar mucho, para el brutal coloso, que tan fácilmente se irrita.
El maratí, vuelto audaz por la inminencia del peligro, apuntó fríamente la carabina, miró a uno de sus ojos y dejó partir la descarga, pero la bala mal dirigida se aplastó sobre la frente del rinoceronte que tensó horizontalmente el cuerno preparándose para acometer.
La pérdida de los dos indios ya era casi segura. Unos pocos minutos y habrían de sufrir la misma suerte del tigre.
Afortunadamente Kammamuri no había perdido su sangre fría. Visto al animal ahora en pie, dejó caer el arma vuelta inútil, se precipitó sobre Tremal-Naik, lo levantó en sus brazos, corrió al estanque y saltó dentro, hundiéndose hasta los hombros.
El rinoceronte cargaba entonces con furia irresistible. En cuatro saltos cruzó la distancia y cayó pesadamente en el agua, levantando un destello de fango y de espuma.
Kammamuri, aterrado, procuró escapar, pero no pudo. Sus piernas se habían hundido en una arena tenacísima y de modo tal, que cualquier esfuerzo resultaba inútil.
El pobre, medio asfixiado, tembloroso, pálido, lanzó un alarido desgarrador:
—¡Ayuda! ¡Estoy muerto...!
Oyendo tras de sí sordos silbidos, se volvió y vio al rinoceronte debatirse furiosamente y arrojar a diestra y siniestra tremendos golpes de cuerno. El coloso, arrastrado por el enorme peso, se había hundido hasta el vientre y continuaba hundiéndose en las arenas movedizas.
—¡Ayuda...! —repitió el maratí, esforzándose por mantener fuera del agua al amo.
Un lejano ladrido respondió al desesperado llamado. Kammamuri se estremeció: aquel ladrido lo había oído otra vez y no una, sino mil veces. Una loca esperanza le relampagueó en la mente.
—¡Punthy...! —gritó.
Un perro negro, vigoroso, grande, apareció de la densa masa de bambú y corrió hacia el estanque ladrando con furia. Aquel perro que arribaba en tan buen punto, era precisamente el fiel Punthy, que se lanzó contra el rinoceronte intentando morderle una oreja. Casi en el mismo instante en que se oyó la voz de Aghur.
—¡Mantente firme, Kammamuri! —gritaba el bravo joven—. ¡Aquí estoy...!
El bengalí con un salto cruzó un denso matorral, desapareció entre el bambú y reapareció sobre la orilla del estanque. Armó rápidamente el fusil, se puso de rodillas y disparó contra el rinoceronte, el cual, golpeado en el cerebro, cayó sobre un flanco, desapareciendo más de la mitad bajo el agua.
—No te muevas, Kammamuri —prosiguió el diestro cazador—. Ahora realizaré el rescate; pero... ¿Qué tiene el amo...? ¿Está quizá herido?
—Cállate y apúrate, Aghur —dijo el maratí, que temblaba todavía—. En la jungla vagan los enemigos.
El bengalí desató de prisa la cuerda que le ceñía el dhoti y arrojó un extremo a Kammamuri que la aferró sólidamente.
—Mantente firme —dijo Aghur.
Reunió todas sus fuerzas y comenzó a tirar. Kammamuri se sintió arrancado de aquella tenaz arena y arrastrado hacia la orilla, sobre la cual apresuradamente se trepó.
—Pues bien —preguntó Aghur con ansiedad, mirando con ojos aterrados al amo—. ¿Qué le ha pasado?
—Lo han apuñalado.
—¡Ah...! ¿Y quién?
—Los mismos que asesinaron a Hurti.
—¿Cuándo...? ¿Cómo...?
—Te lo diré más tarde. Apresuremonos, construye una camilla y partamos; nos persiguen.
Aghur no quiso saber más. Desenvainó la cuchilla, cortó seis o siete ramas, las ató con sólidas cuerdas y sobre aquella tosca camilla amontonó algunas brazadas de hojas. Kammamuri alzó lentamente al amo que todavía no había vuelto en sí, y lo tendió encima.
—Vamos y silencio —ordenó Kammamuri—. ¿Tienes el bote?
—Sí, está encallado sobre la arena —respondió Aghur.
—¿Tienes las pistolas cargadas?
—Las dos.
—Adelante entonces y mantén los ojos abiertos.
—¿Estamos siendo espiados?
—Quizá sí.
Los dos indios alzaron la camilla y se pusieron en marcha precedidos por el perro, siguiendo un estrecho sendero abierto en medio de la jungla.
En quince minutos llegaron al río, sobre el cual flotaba el bote. En el momento que se embarcaban, Punthy ladró.
—Cállate, Punthy —dijo Kammamuri, agarrando los remos.
El perro, antes que obedecer, puso las patas en el borde del bote y redobló sus ladridos. Parecía presa de una fuerte excitación.
Los dos indios miraron hacia la jungla, pero no vieron a nadie. Sin embargo Punthy debió haber oído algún rumor.
Pusieron las pistolas sobre los bancos, aferraron los remos y se alejaron remontando el río. No habían aún recorrido trescientas brazas, que el perro recomenzó a ladrar rabiosamente.
—¡Alto ahí! —gritó una voz imperiosa.
Kammamuri se volvió hacia atrás estrechando en la mano derecha una de las pistolas.
En la orilla, en el lugar que habían abandonado, se mantenía erguido un colosal indio con el lazo en la mano derecha y el puñal en la izquierda.
—¡Alto ahí! —repitió.
Kammamuri en vez de obedecer disparó. El indio se abatió sobre sí mismo agitando los brazos, por tanto desapareció entre los matorrales.
—¡Arranca! ¡Arranca, Aghur! —gritó el maratí.
El bote hendió rápidamente el agua dirigiéndose hacia el cementerio flotante, mientras que una voz potente, llena de amenazas, gritaba desde la costa de la isla maldita:
—¡Nos volveremos a ver...!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Por fin abandonaron la isla, y vivos. Por suerte no hubo ninguna complicación en la traducción.

Pies: 1 pie = 0,3048 m. Por lo tanto, 12 pie equivalen a 3,66 m.

Jergón: Colchón de paja, esparto o hierba y sin bastas.

Rauca: Adjetivo poético. Ronco, afónico.

Grupa: Ancas de una caballería.

Brazas: Unidad de longitud náutica. En inglés se llama fathom. 1 ftm = 1,8288 m. Por lo tanto, 300 ftm equivalen a 548,64 m.

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