lunes, 11 de diciembre de 2017

VI. En el Brahmaputra


Yanez, apenas se arrojó al agua, se había puesto a nadar vigorosamente, siguiendo la corriente, imaginándose que solamente de aquel modo podría encontrar el canal de desahogo y remontar a la superficie.
Antes de irse no se había olvidado de llenar bien los pulmones de aire, ignorando cuánto podría durar aquella inmersión bajo las últimas bóvedas del templo.
El cofre que llevaba atado al dorso, le daba no poco fastidio, sin embargo no se desesperaba por volver a la superficie, estando seguro de sus propias fuerzas y de su propia habilidad como nadador.
Creyéndose ya fuera de las bóvedas, había intentando impulsarse hacia arriba, y no sin sentir un estremecimiento de terror, había golpeado la cabeza contra una masa resistente.
—Me parece que la cosa se vuelve un poco seria —había pensado, redoblando los golpes de las manos y los pies.
Habiendo recorrido otros quince o veinte pasos, siempre aturdido por los bramidos de la corriente que intentaba arrollarlo, y sintiéndose ya los pulmones exhaustos, reintentó la ascensión, sosteniéndola con dos vigorosos golpes de talón.
Su cabeza emergió sin encontrar ningún obstáculo más. Las bóvedas no existían más y se encontraba casi en medio del inmenso río, a más de doscientos pasos del islote.
Aspiró una gran bocanada de aire y se volcó sobre el dorso para tomar un poco de reposo.
El sol aún no había surgido, no obstante, la oscuridad comenzaba a disminuir. El alba no debía estar lejos.
—Intentemos alcanzar enseguida la orilla —dijo—. Antes de que el día surja es mejor encontrarse a salvo en el templo subterráneo. Los malayos y los dayak quizá ya estarán, si no han preferido esperarnos en la bagala. Espero que no hayan cometido la imprudencia de esperarnos. ¡Vamos! Cuatro buenos golpes y atravesemos el río antes de que el cielo se aclare y que los sacerdotes de la pagoda me divisen.
Se había dado vuelta y estaba por deslizarse silenciosamente entre dos aguas, cuando sintió un golpe que lo hizo retroceder algunos pasos.
—¿Quién me asalta? —se preguntó—. ¿Algún cocodrilo?
Quitó precipitadamente el kris e intentó permanecer inmóvil.
Casi enseguida vio emerger delante suyo una fea cabeza plana, de dimensiones algo similares a las de un tiburón, con una boca anchísima, armada de un gran número de dientes puntiagudos, provista en los ángulos de algunos bigotes de casi dos pies de largo, que le daban un extraño aspecto.
—¡Por Júpiter! —exclamó el portugués—. Conozco a estas feas bestias y no ignoro cuán voraces son. ¡No sabía que también en los ríos de la India hubiese ballenas de agua dulce! En guardia, amigo Yanez: valen como cocodrilos.
No se trataba efectivamente de una ballena, aún cuando a aquellos peces habían dado aquel nombre que nada lo justifica, sino de un tiburón de agua dulce o mejor aún, de un Silurus glanis.
Ballena, escualo, o siluro, el adversario era terrible, porque aquellos peces se encuentran solamente en los grandes ríos, son de una voracidad increíble y no dudan en asaltar al hombre y también en devorárselo.
Son feos monstruos que miden de dos a tres metros, con el cuerpo muy alargado que los hace asemejar un poco a las anguilas, que como hemos dicho tienen una boca anchísima y poderosamente armada, provista a los lados de seis pelos larguísimos, que parecen estar destinados a atraer a los peces.
Fuertes y audaces, constituyen un verdadero peligro también para los seres humanos. Que un niño se bañe y el siluro abandonará enseguida el cieno, donde habitualmente reposa, para asaltarlo y devorarlo, a veces entero.
Ni siquiera los animales son perdonados. Que sobrevenga una crecida y ahí estará el escualo de agua dulce dando caza a las bestias que hayan encontrado refugio sobre las plantas, con grandes golpes de cola para hacerlas caer en su terrible boca.
Yanez, que había conocido a aquellos peligrosos habitantes de los ríos en los grandes cursos de Borneo, enseguida se había puesto en guardia para no perder un brazo, o recibir algún tremendo golpe de cola.
El siluro después de haber mostrado su cabeza, cubierta por una viscosa piel de color verduzco, enseguida se había vuelto a zambullir, pero no había tardado en reaparecer, moviéndose contra el portugués.
No obstante, siendo tales escualos bastante lentos en sus movimientos, Yanez había tenido tiempo dejarse caer a pique para evitar el ataque.
El siluro no había tardado en seguirlo. No obstante, estaba frente a un adversario digno de él. Apenas se había sumergido que el portugués lo asaltó plantándole el kris entre las aletas pectorales.
Habiendo dado el golpe, Yanez cerró las piernas dejándose llevar por la corriente por varios metros, manteniéndose siempre bajo el agua; luego con dos brazadas volvió a salir a flote y no con poca sorpresa, chocó contra un cuerpo duro que lo obligó a sumergirse de nuevo.
—¿Otro escualo de agua dulce? —se había preguntado—. ¡Y yo que he dejado mi puñal en el cuerpo del otro...!
Se impulsó más adelante conteniendo la respiración, luego volvió a subir. Volvió a chocar, no ya con la cabeza, sino con un hombro y terminó por emerger.
—¡Ah! ¡Diablos! —exclamó—. ¿Qué es esto? ¡Una lámpara, por Júpiter! ¡Qué olor!
Cuatro o cinco pajarracos, que tenían las plumas negras y picos inmensos, se habían alzado volando fuera.
—¡Los marabúes! —había exclamado Yanez—. ¡Entonces aquí hay un cadáver!
Solo en aquel momento se había percatado de tener cerca de sí una tabla larga de un par de metros y ancha de uno, en una de cuyas extremidades ardía una pequeña lámpara de arcilla.
—Este es un féretro abandonado a la corriente —murmuró—. ¡Qué encuentro tan alegre! Después de todo, me ayudará a mantenerme a flote.
Alargó las manos y se agarró a aquel extraño ataúd que la corriente transportaba. Un estornudo enérgico lo cogió.
—¡Ah! ¡Por Júpiter! ¡Hay un muerto! ¡Condenados indios! Con su sagrado Ganges comienzan a cansarme.
En efecto, extendido sobre aquella fúnebre tabla, destinada a alcanzar el Ganges, se encontraba el cadáver de un viejo indio, casi desnudo, con una larga barba blanca, no obstante, reducido a un estado horrible.
Los marabúes le habían arrancado los ojos, devorado la lengua, desgarrado el vientre para devorarle los intestinos y de aquellas heridas salía un olor nauseabundo que revolvía el estómago.
—Puedes ir a terminar al Ganges incluso sin esta tabla que me es más necesaria a mí que a ti —dijo Yanez—. Y luego, tu perfume no me gusta en absoluto. ¡Ve y buen viaje!
Con un impulso vigoroso arrojó el cadáver al agua junto a la pequeña lámpara y se izó sobre la tabla.
—Intentemos ahora orientarnos —murmuró—. Los otros pensarán en ponerse a salvo como puedan. Ya, de Sandokan, de Tremal-Naik y de mis hombres estoy seguro.
Sí, miró alrededor y le pareció reconocer la orilla derecha.
—Es allí que debo desembarcar —dijo.
Se arrojó boca abajo sobre la tabla y sirviéndose de sus manos como remos, guió rápidamente al flotador fúnebre a través del río.
La corriente no era fuerte, teniendo casi todos los curso de agua de la India poquísima pendiente, de modo que le resultó fácil alcanzar la orilla.
Abandonó la tabla y tomó tierra. En aquel lugar no había mas que arrozales: cabañas, ni siquiera una.
—Remontando hacia el levante llegaré al templo subterráneo —murmuró—. No debe estar muy lejos. Apresurémonos, o despertaré una peligrosa curiosidad yo, hombre blanco, sin casaca y sin botas y con un equipaje sobre mis hombros.
Se puso rápidamente en marcha, siguiendo siempre la orilla, que estaba flanqueada por grandes árboles entre cuyas ramas comenzaban ya a dar volteretas los singalikas, aquellos delgadísimos simios que son tan numerosos en India, altos de casi un metro, con una especie de barba, que les dá un extraño aspecto y que son el espanto de los pobres aldeanos, a los que destruyen sin misericordia, las cosechas.
Yanez, que veía, no sin inquietud, aproximarse el alba, apresuraba el paso. Había ya sobrepasado la isla en la que se elevaba la pagoda de Karia, no debía por consiguiente estar muy lejos del templo subterráneo.
De vez en cuando se detenía un momento esperando divisar la bagala y no veía en cambio mas que largas filas de grotescos pajarracos, de aspecto decrépito, semi pelados, con el pico larguísimo y robusto.
Eran los marabúes que esperaban pacientemente el paso de algún cadáver, humano o animal, poco importaba, para caerle encima y en un abrir y cerrar de ojos hacerlo desaparecer en sus nunca llenos estómagos.
El sol lanzaba sus primeros rayos sobre las aguas del Brahmaputra, cuando Yanez llegó delante del templo subterráneo, ante cuya puerta velaba un hombre, que tenía el aspecto de un faquir.
—¡Ah! ¡Señor Yanez! —exclamó aquel hombre alzándose.
—¡Kammamuri! —había exclamado el portugués.
—En la piel de un bishnois, señor —respondió el maratí riendo—, que no obstante no ha renunciado ni a las riquezas, ni a los placeres de la vida, ni a los bienes de este mundo como mis correligionarios.
—¿Han regresado?
—¿El señor Sandokan y mi amo? Lo esperan para desayunar desde hace una buena media hora.
—¿Y los otros?
—Están todos. Han llegado en una bagala.
—¿Y el ministro?
—Está siempre seguro, pero tengo miedo de que el pobre diablo muera de espanto.
—Tus compatriotas tienen la piel demasiado dura como para irse tan pronto en el regazo de Shivá o Brahma.
Se abrió paso entre los arbustos que escondían la entrada y se metió en los corredores del templo, que estaban custodiados por malayos y dayak armados de carabinas y de cimitarras.
Cuando llegó a la última estancia, que ya hemos descrito y que estaba siempre iluminada por lámparas, no teniendo ninguna ventana, encontró sentados delante de la mesa a Sandokan, Tremal-Naik y al ministro.
—¡Finalmente! —exclamó el primero—. Estaba por mandar algunos hombres a buscarte, aunque no dudaba que nos irías a alcanzar.
—No he podido alcanzar la bagala. De eso hablaremos más tarde. Deja que me cambie, chorreo por todas partes y haz traer el desayuno. Aquel baño me ha dado un apetito de tigre.
—Y pon al seguro tu famosa concha —dijo Tremal-Naik.
—Después: es necesario que el señor ministro la vea.
Pasó a una estancia contigua y se cambió rápidamente, poniéndose un traje de franela blanco, bastante ligero.
Cuando regresó, el tiffin, o desayuno frío a la inglesa, estaba listo: carne, cerveza, bizcochos. El cocinero, no obstante, había añadido una terrina de karī para Su Excelencia el ministro, no comiendo carne de buey los indios.
—Comamos por ahora —dijo Yanez— y usted, Excelencia, serene un poco su rostro y beba también nuestra cerveza. Le doy mi palabra de que no contiene, esta, ningún pedazo de grasa de vaca.
En vez de serenarse, al ministro se le puso aún más oscuro el rostro, no obstante no rechazó el karī que Yanez le ofrecía, ni una taza de cerveza.
Mientras comían con un apetito envidiable, los dos piratas de la Malasia y Tremal-Naik, se contaban las aventuras que les habían tocado durante la peligrosa evasión.
Incluso Sandokan y el indio habían tenido que hacer no poco para salir de las bóvedas sumergidas, pero más afortunados que el portugués no habían encontrado ninguna ballena de agua dulce y habían podido alcanzar felizmente la bagala donde se encontraban ya los dayak y los malayos.
Temiendo, de un momento para el otro, ser sorprendidos por los sacerdotes, no habían dudado en hacerse a la mar, convencidos de que Yanez se las arreglaría fácilmente por su cuenta.
Cuando el desayuno terminó Yanez encendió, como de costumbre, el eterno cigarrillo, puso el cofre delante del ministro y lo abrió sacando la preciosa concha.
—¿Es esta, precisamente la famosa piedra de Shalágram? —preguntó al ministro que la miraba asombrado—. Respóndame Excelencia.
Kaksa Pharaum hizo con la cabeza un ademán afirmativo.
—Óigame ahora y cuidado con responderme solo con ademanes. Exijo de usted importantes declaraciones.
—¿Otra vez? —refunfuñó el ministro, que parecía de pésimo humor.
—¿Está muy interesado el rey en poseer esta piedra de Shalágram?
—Más que usted desde luego —respondió Kaksa Pharaum—. ¿Cómo se podrían hacer procesiones sin aquella preciosa reliquia, que todos los gourou nos envidian?
—¿Cuál es la próxima procesión que se hará en público? Ustedes los indios realizan muchas durante el año.
—La de Maatu Pongal.
—¿Qué es?
—Es la fiesta de las vacas —dijo Tremal-Naik— que se solemniza en el décimo mes de thai, o sea de su enero, para festejar el regreso del sol al septentrión y que se hace a continuación del Thai Pongal, o sea, de la fiesta del arroz hervido en leche.
—Es verdad —dijo el ministro.
—¿Cuándo debe ser? —preguntó Yanez.
—Dentro de cuatro días.
—Buenísimo: para aquel día el rajá tendrá su piedra de Shalágram.
El ministro había dado un sobresalto, mirando a Yanez con los ojos dilatados por el más intenso estupor.
—¿Está bromeando, milord? —preguntó.
—De ninguna manera, Excelencia —respondió Yanez—. Le doy mi palabra de honor que la piedra regresará, por medio del príncipe, a la pagoda de Karia.
—No comprendo más nada —dijo Kaksa Pharaum.
—Y yo menos que usted —añadió Sandokan que fumaba su chibuquí sin haber, hasta ahora, tomado parte de la conversación.
—Ten un poco de paciencia, hermanito —dijo Yanez—. Dígame ahora Excelencia, ¿harán investigaciones para descubrir a los autores del hurto?
—Pondrán patas para arriba la ciudad entera y lanzarán a las campiñas a toda la caballería —respondió Kaksa Pharaum.
—Entonces podemos estar seguros de nos ser molestados —dijo el portugués sonriendo—. Ya son las ocho: podemos ir a encontrar a Surama y a dar una vuelta por la ciudad. Veremos así el efecto que habrá producido el hurto de la famosa piedra.
Separó de una pared otro par de pistolas, que se puso en la ancha faja roja, se puso en la cabeza un casco de tela blanca adornado con un velo azul, que le daba el aspecto de un verdadero inglés en viaje a través del mundo e hizo acto de salir junto con Sandokan y con Tremal-Naik que se habían también provisto de armas.
—Milord —dijo el ministro—, ¿y yo?
—Usted, Excelencia, permanecerá aquí bajo buena guardia. Aún no hemos terminado nuestros asuntos, y luego si le pusiésemos en libertad, correría enseguida donde el príncipe.
—Me aburro aquí y tengo muchos asuntos importantes que despachar. Soy el primer ministro de Assam.
—Lo sabemos, Excelencia. Por otra parte, si quiere matar el aburrimiento, fume, beba, y coma. No tiene más que ordenar.
El pobre ministro, comprendiendo que habría perdido inútilmente su tiempo, se dejó caer en la silla mandando un suspiro tan largo que habría conmovido incluso a un tigre, pero que no tuvo ningún efecto sobre el ánimo de aquel diablo de portugués.
Cuando estuvieron fuera del templo, encontraron a Kammamuri siempre sentado delante de un arbusto, con su gorra roja y azul sobre la cabeza, el cuerpo envuelto en una simple pieza de tela, con una corona y un bastón en la mano: era el traje típico de los faquires bishnois, especie de peregrinos errantes que, no obstante, son tenidos en mucha consideración en la India, habiendo casi todos pertenecido a clases acomodadas.
—¿Nada nuevo, amigo? —le preguntó Yanez.
—No he oído mas que los alaridos desentonados de un par de chacales que se han divertido ofreciéndome, sin pedírselo, una molestísima serenata.
—Síguenos a distancia y recoge los rumores que oigas. Si no puedes seguir a nuestro mail-cart no importa. Nos volveremos a ver más tarde.
—Sí, señor Yanez.
El portugués y sus dos amigos se dirigieron hacia un grupo de palmeras delante de las cuales estaba detenido uno de aquellos ligeros vehículos llamados por los angloindios mail-cart, que son utilizados generalmente en los servicios postales.
No obstante, era de dimensiones más vastas que los comunes, y sobre la caja posterior podían estar cómodamente incluso tres personas en vez de una.
Era tirado por tres bellísimos caballos que parecían tener fuego en las venas y que a un malayo le costaba trabajo frenar.
Yanez subió al puesto del cochero, Sandokan y Tremal-Naik atrás y el ligero coche partió rápido como el viento, dirigiéndose hacia las partes centrales de la ciudad.
Los mail-cart van siempre a carrera desenfrenada como las troikas rusas y son tanto peores para quien no se apresure en evitarlos.
Atraviesan las llanuras como huracanes, suben las más ásperas montañas, las descienden con igual velocidad, especialmente aquellos destinados al servicio postal. Son guiados por un solo indio, provisto de una fusta con mango corto, que no deja un momento en reposo, porque no debe detenerse por ningún motivo.
No obstante, aquellas carreras no están exentas de peligros. Teniendo aquellos coches las ruedas altas y la caja sin muelle, sufrían sacudidas terribles y si uno quisiese hablar correría el riesgo de cortarse, con los propios dientes, la lengua. Yanez, como habíamos dicho, había lanzado aquella especie de birlocho a gran carrera, haciendo crepitar fuertemente la fusta para advertir a los transeúntes de mantenerse en guardia.
Los tres caballos, que brincaban como si tuviesen alas en las patas, devoraban el espacio como saetas, relinchando ruidosamente.
Bastaron diez minutos para que el mail-cart se encontrase en las calles centrales de Gauhati.
Yanez y sus compañeros notaron en seguida una animación insólita: grupos de personas se formaban aquí y allá discutiendo animadamente, con amplios gestos y también en las puertas de los negocios había un cuchicheo incesante entre los propietarios y sus clientes.
Se leía sobre el rostro de toda aquella gente impreso un verdadero espanto.
Yanez, que había frenado los caballos a fin de no lisiar a algún transeúnte, se había volteado hacia sus dos amigos guiñándoles el ojo.
—La terrible noticia ya se ha esparcido —respondió el Tigre de la Malasia, sonriendo—-. ¿A dónde nos conduces?
—De Surama por ahora.
—¿Y luego?
—Querría ver a aquel maldito favorito del rajá, si se me presentara la ocasión.
—¡Uf! Sabes que el príncipe no quiere ver a ningún inglés en su corte.
—Sin embargo, deberá recibirme y con grandes honores —dijo Yanez.
—¿Y de qué manera?
—¿No tengo quizá la piedra en mi mano?
—¿Se volverá un talismán?
—Quizá todavía más, mi querido Sandokan. ¡Oh! ¿Qué pasa?
Dos indios avanzaban entre la muchedumbre, uno dejando de vez en cuando notas ruidosas que obtenía de una larguísima trompeta de cobre y otro que sacudía furiosamente una ghanta, o sea una de aquellas campanas de bronce adornada con una cabeza que tiene dos alas y que son utilizadas en las ceremonias religiosas para convocar a los fieles.
Los seguía un soldado del rajá, con amplios pantalones blancos, la casaca roja con alamares amarillos y que llevaba una bandera blanca con un elefante de dos cabezas pintado en el centro.
—Estos son heraldos del príncipe —dijo Tremal-Naik—. ¿Qué anunciarán?
—Ya lo adivino —dijo Yanez, deteniendo el coche—. Es algo que nos concierne a nosotros.
Los tres heraldos, después de haber ensordecido a los vecinos que se habían reunido en gran número alrededor de ellos, se habían también detenido y el soldado que debía tener pulmones de hierro, se había puesto a aullar:
—Su Majestad el príncipe Sindhia, señor de Assam, advierte a su fiel pueblo que ofrecerá honores y riquezas a quien sepa dar indicaciones de los miserables que han robado la piedra de Shalágram de la pagoda de Karia. He hablado por la boca del poderosísimo rajá.
—Honores y riquezas —murmuró Yanez—. A mí me bastarán los primeros por ahora. El resto vendrá después, te lo aseguro, mi querido Sindhia. No obstante, aquellas serán para mi futura mujer.
Dejó pasar a los pregoneros que habían reanudado su música infernal y lanzó los caballos a pequeño trote, atravesando sucesivamente varias calles muy anchas, cosa algo rara en las ciudades indias que tienen callejuelas tortuosas como las de las ciudades árabes y también poco limpias.
—Ya estamos —dijo de pronto, deteniendo con un tirón violento a los tres ardientes corceles.
Se había detenido delante de una casa de bella apariencia, que surgía, como un gran dado blanco, entre ocho o diez colosales tara que la sombreaban por todas partes.
Solo con verla se comprendía que era una vivienda verdaderamente señorial, estando perfectamente aislada y teniendo pórticos, porches y terrazas para poder dormir al aire libre durante los grandes calores.
Todas las viviendas de los ricos indios son bellísimas y mantenidas también con mucho cuidado. Deben tener patios, jardines, cisternas de agua y fuentes, no solo en las habitaciones, sino también a la entrada y grandes ventiladores movidos a mano por sirvientes a fin de que reine una continua frescura.
Deben también tener alrededor pequeñas khas khana, o sea, cabañas de paja o más bien de raíces olorosas, construidas en el medio de un trecho de tierra herbosa y siempre en proximidad de un tank o fuente a fin de que la servidumbre pueda lavarse cómodamente.
Oyendo el estrépito producido por los tres caballos, dos hombres vestidos como los indios, que, no obstante por el color de su piel y por los rasgos del rostro, duros y angulosos, se reconocían incluso a primera vista como malayos, enseguida habían salido de la casa saludando con una torpe reverencia a Yanez y a sus dos compañeros.
—¿Surama? —preguntó brevemente el portugués saltando a tierra.
—Está en la sala azul, capitán Yanez —respondió uno de los dos malayos.
—Ocúpate de los caballos.
—Sí, capitán.
Subió los cuatro escalones seguido por Tremal-Naik y Sandokan y, habiendo atravesado un corredor, se encontró en un vasto patio, circundado por elegantes pórticos sostenidos por delicadas columnas.
En el medio, de una gran copa de piedra, brotaba altísimo un chorro de agua.
Yanez pasó bajo el pórtico de la derecha y se detuvo delante de una puerta donde estaban agrupadas muchachas indias.
—Adviertan a la ama —les dijo.
Una joven en cambio, abrió sin más la puerta, diciendo:
—Entra, sahib: te espera.
Yanez y sus compañeros se encontraron en un elegantísimo salón que tenía las paredes tapizadas de seda azul y el piso cubierto por un sutil colchón que se extendía hasta los cuatro ángulos.
Todo alrededor había pequeños divanes de seda, con bordados de oro y plata de exquisita confección, y anchos almohadones de raso floreado apoyados contra las paredes a fin de que los visitantes pudiesen tenderse cómodamente.
A la altura de un metro, se abrían en las murallas varios nichos donde se veían vasijas chinas llenas de flores que exhalaban agudos perfumes.
Muebles ninguno, exceptuando un taburete colocado justo en el medio de la estancia sobre el cual habían copas y un frasco de vidrio rojo encerrado dentro de un armazón de oro cincelado, y con el cuello larguísimo.
Una bellísima joven, de piel ligeramente bronceada, de facciones dulces y finas, con los ojos negrísimos y los cabellos largos entrelazados con flores de mussaenda y pequeños grupos de perlas, se había prontamente alzado.
Un espléndido traje todo de seda rosa, con bordados azules, cubría su cuerpo sutil como un junco, siendo además exquisitamente modelado, dejando ver las extremidades de los pantalones cortos de seda blanca que se extendían sobre dos graciosas babuchas de piel roja con bordados de plata y la punta realzada.
—¡Ah! ¡Mis queridos amigos! —había exclamado, moviéndose a su encuentro con las manos tendidas—. ¡También tú, Tremal-Naik! ¡Qué feliz estoy de volver a verte! ¡Ya sabía que no permanecerías sordo al llamado de tus viejos amigos!
—Cuando se trata de dar un trono a Surama, Tremal-Naik no permanece inactivo —respondió el bengalí estrechando calurosamente la pequeña mano de la bella india—. Si Moreland y Darma no estuviesen en viaje por Europa, estarían aquí también.
—¡Cómo hubiera visto con gusto a tu hija Darma!
—La recibirás en tu corte, cuando regrese —dijo Yanez—. Vamos, Surama, dá de beber a los amigos. Las calles de Gauhati son muy polvorientas y la garganta se seca rápido.
—A ti, mi dulce señor, tu licor favorito —dijo la joven india tomando el frasco y llenando las copas de cristal rosa de un licor del color del ámbar.
—A la salud de la futura princesa de Assam —dijo Sandokan.
—No tan pronto —respondió Surama, sonriendo.
—¡Y qué! ¿Crees tú, pequeña, que hemos dejado Borneo y nuestros praos y a los amigos para venir a ver solamente las bellezas poco interesantes de tu futura capital? Cuando nosotros nos movemos, hacemos siempre algún gran daño, ¿verdad Yanez?
—¿No somos aún los viejos tigres de Mompracem? —respondió el portugués—. Donde plantamos las uñas, la presa no escapa más. ¿Quieres una prueba? Tenemos ya en nuestras manos la famosa piedra de Shalágram.
—¿Aquella del cabello de Visnú?
—Sí, Surama.
—¿Ya?
—¡Diantre! Me era necesaria para introducirme en la corte.
—Y el mérito es todo de tu prometido —dijo Sandokan—. Yanez envejece, pero su extraordinaria fantasía permanece siempre joven.
—¿Y podremos finalmente conocer tus famosos proyectos? —preguntó Tremal-Naik—. Continúo rompiéndome inútilmente la cabeza y estropeándome el cerebro sin conseguir encontrar una relación entre aquella condenada concha y la caída del rajá.
—No es tiempo todavía —respondió Yanez—. No obstante, mañana sabrás algo más.
—Es inútil que lo intentes, amigo Tremal-Naik —dijo Sandokan—. Nosotros sabremos algo cuando haya llegado el momento de derramar contra los guardias reales a nuestros treinta hombres y de desenvainar nuestras cimitarras. ¿Verdad, Yanez?
—Sí —respondió el portugués, sonriendo—. No obstante, aquel día no está muy cerca. Con aquel Sindhia deberemos proceder muy cautamente. No debemos olvidarnos que estamos solos aquí y que no podemos contar con el apoyo del gobierno inglés. No obstante, no dudo del éxito final. O Surama recuperará la corona o nosotros no seremos más los terribles tigres de Mompracem.
—¡Ah mi señor! —exclamó la joven india fijando sobre el portugués sus profundos y dulcísimos ojos—. ¿Tú la dividirás conmigo, no?
—¡Yo! Serás tú, niña, la que me darás una parte.
—Toda junto con mi corazón, Yanez.
—Está bien, no obstante, esperemos quitarla de la cabeza de aquel bribón. Pagará muy cara la mala acción que te ha hecho. Te ha vendido como una miserable esclava a los thugs para hacer de ti, princesa, una bayadera; un día lo venderemos también a él.
—Siempre y cuando no tenga el fin del Tigre de la India —dijo Sandokan con acento casi feroz—. ¡Yo también estaré aquel día!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Pies: 1 pie = 0,3048 m. Por lo tanto, 2 pie equivalen a 0,61 m.

Silurus glanis: “Siluros glanis” en el original, más conocido como “siluro”, es una especie de pez de agua dulce de la familia Siluridae, originario de los grandes ríos de Europa Central. Puede llegar a medir 5 metros y pesar hasta 300 kg. Existen documentos de ataques a seres humanos.

Singalika: Nombre en el idioma canarés del Macaca silenus, conocido en español como sileno es una especie de primate catarrino de la familia Cercopithecidae en peligro de extinción. Se distribuye sobre la costa oeste, al sur de la India. Se destaca por una voluminosa barba de pelo claro. Mide hasta 60 cm de la cabeza al inicio de la cola y llega a pesar hasta 10 kg.

Bishnois: “Biscnub” en el original, proviene del hindi “bisnawi” o “veintinueve”, seguidores de los 29 principios dados por el gurú Jambheshwar. Dichos principios buscan preservar el medio ambiente.

Maatu Pongal: “Maddupongol” en el original, es el tercer día del festival “Thai Pongal” en el que se da las gracias al ganado.

Thai: “Tai” en el original, es el décimo mes del calendario Tamil, que va de mediados de enero a mediados de febrero, proveniente del estado de Tamil Nadu.

Thai Pongal: “Gran-pongol” en el original, nombre del festival de la cosecha de cuatro días en el estado de Tamil Nadu que se festeja en el solsticio de invierno. Este nombre también lo recibe el segundo y más importante día del festival en el que se prepara el “Pongal”.

Mail-cart: Palabra en inglés utilizada, como explica Salgari, para denominar a los pequeños coches tirados por caballos que repartían el correo en la India.

Troikas: En Rusia, trineo tirado por tres caballos.

Birlocho: “Birroccio” en el original, es un carruaje ligero y sin cubierta, de cuatro ruedas y cuatro asientos, abierto por los costados y sin portezuelas.

Ghanta: “Gautha” en el original, es una campana india, generalmente hecha de bronce, utilizada en rituales hinduistas.

Alamares: Presilla y botón, u ojal sobrepuesto, que se cose, por lo común, a la orilla del vestido o capa, y sirve para abotonarse o meramente para gala y adorno, o para ambos fines.

Khas khana: “Kas khanays” en el original. “Khana” significa casa en hindi. “Khas” o "khus" es como se conoce en India a la raíz de la planta vetiver que se considera refrescante estomacal y astringente, además de antídoto contra venenos, etc. También ahuyenta polillas y otros insectos y desprende un agradable olor que purifica el ambiente.

Tank: Así en inglés en el original, significa “tanque” o “depósito”.

Mussaenda: “Mussenda” en el original, es un género de plantas con flores rosadas.

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