viernes, 25 de diciembre de 2015

IX. Las confesiones del mahant


A un gesto de Sandokan, el malayo Sambigliong, que debía ya haber recibido anteriormente las instrucciones, se había dirigido hacia un gran tamarindo que se alzaba a treinta o cuarenta pasos de la hoguera, entre las ruinas de la muralla de la vieja pagoda.
Tenía en la mano una larga cuerda, un poco más gruesa que los calabrotes, y que había ya anudado en lazo.
La arrojó diestramente a través de una de las más grandes ramas y dejó correr el nudo corredizo hasta tierra.
Mientras tanto algunos marineros habían ligado estrechamente los brazos al mahant y pasado bajo las axilas dos cuerdas sutilísimas y muy resistentes.
El viejo no había opuesto ninguna resistencia, sin embargo se entendía, por la expresión de su rostro, que un indecible terror lo había imprevistamente tomado.
Grandes gotas de sudor le caían de la rugosa frente, y un fuerte estremecimiento sacudía su delgado cuerpo. Debía haber ya comprendido qué atroz suplicio estaba por probar.
Cuando lo vio bien atado, Tremal-Naik se le arrimó diciéndole:
—¿Quieres entonces hablar, mahant?
El viejo le lanzó una mirada feroz, luego dijo con voz estrangulada:
—No... no...
—Te digo que no resistirás y que terminarás por decirme lo que deseamos saber.
—Me dejaré antes morir.
—Entonces te haremos balancear.
—Alguien vengará mi muerte.
—Los vengadores están demasiado lejos para ocuparse de ti en este momento.
—Un día Suyodhana lo sabrá y probarán las delicias del lazo.
—No tememos a los thugs, y nos reímos de Kali, de sus sectarios y también de sus lazos. ¿Quieres confesarnos entonces dónde se encuentra ahora Suyodhana y a dónde han escondido a mi hija?
—Ve a preguntarle al hijo de las sagradas aguas del Ganges —respondió el mahant con voz irónica.
—Está bien: adelante ustedes.
Los cuatro malayos empujaron al viejo hacia el árbol.
Sambigliong le pasó el lazo a través del cuerpo estrechándoselo un poco bajo las costillas, de modo que la cuerda le comprimiese el vientre y por consiguiente los intestinos, luego gritó:
—¡Eh! ¡Icen!
Los malayos aferraron la otra extremidad de la soga que había pasado sobre la rama y el mahant fue levantado un par de metros.
El desgraciado había mandado un alarido de agonía. El nudo, bajo el peso del cuerpo, se había enseguida cerrado en modo de penetrarle casi en la carne.
Todos se habían reunido en torno del árbol, inclusive Yanez y Sandokan que asistían a aquel nuevo género de martirio sin pestañear.
Es más, el portugués, como siempre, había encendido su vigésimo o trigésimo cigarrillo y fumaba plácidamente.
—Empújenlo —comandó fríamente Tremal-Naik a los cuatro malayos que habían ligado al mahant—. Háganlo balancear sin preocuparse por sus gritos.
Los piratas se pusieron dos por una parte y dos por la otra y dieron el primer empujón.
El mahant estrechó los dientes para no dejar escapar ningún grito, no obstante se veía que debía sufrir atrozmente bajo aquel apretón, que a causa del balanceo aumentaba más.
Tenía los ojos brotados de las órbitas, y su respiración se había vuelto afanosa como si los pulmones, también comprimidos, no pudiesen casi más funcionar.
Al tercer empujón que le hizo penetrar la cuerda en la carne, el desgraciado no pudo más refrenar un alarido de dolor.
—¡Basta! —gritó con voz rauca—. Basta... miserables.
—¿Hablarás? —preguntó Tremal-Naik, arrimándosele.
—Sí... sí... diré todo lo... que quieran... saber... pero hazme bajar... el lazo... sofoco...
—Podrías arrepentirte y me fastidiaría tener que recomenzar el suplicio.
Hizo detener el balanceo, luego reanudó:
—¿Dónde se encuentra Suyodhana? Si no me lo dices, no hago aflojar el nudo corredizo.
El mahant tuvo una última indecisión, que no duró más que unos pocos segundos. Ya no se sentía capaz de poder resistir por más tiempo aquel espantoso suplicio, inventado por la diabólica fantasía de sus compatriotas.
—Te lo diré —dijo finalmente, haciendo una mueca horrible.
—Dímelo entonces.
—En Rajmangal.
—¿En los antiguos subterráneos?
—Sí... sí... basta... me matas...
—Una respuesta todavía —dijo el implacable bengalí—. ¿Dónde tienen escondida a mi hija?
—También aquella... la virgen... en Rajmangal.
—Júramelo por tu divinidad.
—Lo juro... por Kali... basta... no puedo... más.
—Bájenlo —comandó Tremal-Naik.
—No resistía más —dijo Yanez tirando el cigarrillo—. Estos diablos indios pueden ponerle los puntos a la Inquisición de la vieja España.
El mahant fue enseguida bajado y liberado del nudo corredizo y de las cuerdas. Alrededor del vientre tenía un surco profundo, azulado, que en ciertos puntos sangraba.
Los malayos se vieron obligados a hacerlo sentar, porque el desgraciado no resistía más sobre sus piernas.
Jadeaba afanosamente y tenía el rostro congestionado.
Tremal-Naik esperó un minuto a fin de que recuperase el aliento, luego continuó:
—Te advierto que permancecerás en nuestras manos, mientras que no tengamos las pruebas de no haber sido engañados. Si has dicho la verdad, un día serás libre y también ampliamente recompensado por tus delaciones; si has mentido no perdonaremos tu vida y te haremos sufrir torturas espantosas.
El mahant lo miró sin hacer ningún gesto. Había no obstante en sus ojos un terrible destello de odio.
—¿Dónde está la entrada del subterráneo? ¿Aún en el baniano? —preguntó Tremal-Naik.
—Eso no te lo puedo decir, no habiendo ido más a Rajmangal después de la dispersión de los sectarios —respondió el mahant—. Creo no obstante que no es más esa.
—¿Dices la verdad?
—¿Es que no he jurado por Kali?
—Si no has vuelto más a Rajmangal, ¿cómo sabes que mi hija se encuentra ahí?
—Me lo han dicho.
—¿Por qué me la han tomado?
—Para hacer de aquella niña la virgen de la pagoda. Tú has raptado a la anterior; Suyodhana te ha tomado a la hija, que tiene en sus venas la sangre de Ada Corishant.
—¿Cuántos hombres hay en Rajmangal?
—No son muchos por cierto —respondió el mahant.
—Una palabra más —dijo Sandokan, interviniendo—: ¿los thugs poseen naves?
El viejo lo miró por algunos instantes, como si buscase adivinar el motivo de aquella pregunta, luego dijo:
—Cuando estaba en Rajmangal no había mas que donga. No sé por consiguiente si Suyodhana en estos últimos tiempos ha adquirido alguna nave.
—Este hombre nunca confesará todo —dijo Yanez a Sandokan—. Por otra parte sabemos bastante y podemos irnos antes de que los sacrificadores regresen con refuerzos. ¡Ah! Y con la viuda, ¿qué haremos?
—La mandaremos a mi casa —dijo Tremal-Naik—. Se encontrará mejor que entre los thugs.
—Entonces partamos —dijo Yanez—. ¿Han llegado ya los elefantes a Khari?
—Están desde ayer, estoy seguro.
—¿Serán bellos?
—Espléndidos animales, sin duda, ya habituados a cazar tigres. Han sido pagados caros, pero merecen aquella suma.
—Vamos entonces a cazar a los Sundarbans —concluyó Yanez—. Veremos si los tigres de Bengala valen tanto como los de las florestas malayas.
Dos hombres tomaron al mahant bajo los brazos y la tropa, a una seña de Sandokan, abandonó la plaza, donde terminaban de consumirse, sobre los últimos tizones, los huesos del thug.
La floresta de cocos fue atravesada sin encontrar a nadie y hacia las dos de la mañana la expedición tomaba lugar en las dos chalupas, aumentada por el mahant y por la viuda.
Teniendo la corriente a favor, el regreso fue cumplido en brevísimo tiempo. Una hora después en efecto todos estaban a bordo del prao.
El mahant fue encerrado en uno de los camarotes del castillo y, para mayor precaución, le fue colocado un centinela delante de la puerta.
—¿Cuándo partimos? —preguntó Tremal-Naik a Sandokan, antes de volver a entrar en sus camarotes.
—Al alba —respondió el pirata—. Ya he dado las órdenes oportunas a fin de que todo esté listo antes del despuntar del sol. ¿Mañana a la noche podremos encontrarnos en Khari?
—Seguro —respondió Tremal-Naik—. No hay más que diez o doce kilómetros, de la orilla del río a aquella aldea.
—Un simple paseo. Buenas noches y hasta mañana.
Comenzaban a decaer las últimas estrellas cuando la tripulación del prao estaba toda en cubierta para prepararse para la partida.
Mientras izaban las inmensas velas, Sambigliong, que dirigía la maniobra, se percató, con cierta inquietud, de que también los dos ghrab anclados el día anterior, se preparaban para dejar el anclaje.
Sus toldillas se habían rápidamente cubierto de hombres que alzaban precipitadamente las velas latinas y desplegaban los foques, como si hubiesen tenido temor de que la brisa fuese de un momento a otro a faltar, o que la corriente del río cambiase de dirección.
El malayo, que también tenía sospechas sobre aquellas dos misteriosas naves que llevaban tripulación cuatro o cinco veces más numerosas que las que suelen tener esos veleros, permaneció profundamente turbado por aquellas maniobras precipitadas.
—Aquí hay gato encerrado —murmuró—. ¿El amo tenía razón en haber desconfiado de estos vecinos? No veo claro este asunto.
Estaba por dirigirse hacia popa, a fin de descender al castillo y advertir a Sandokan, cuando este apareció.
—Amo —le dijo—, también los dos ghrab zarpan con nosotros.
—¡Ah! —se limitó a decir el pirata.
Miró tranquilamente a los dos veleros que estaban retirando las anclas, luego dijo:
—¿Y la partida imprevista de aquellas dos naves te inquieta, verdad, mi bravo cachorro?
—No me parece natural, amo. Han llegado anteayer, no han cargado ni siquiera una bala de algodón, y he aquí que viéndonos alzar velas, se apresuran a imitarnos. ¡Y luego mire cuántos hombres tienen a bordo! Me parece que han aumentado.
—Entre las dos tienen por lo menos el doble que nosotros; si esperan no obstante darnos molestias, se engañan. Si quieren seguirnos hasta los Sundarbans, haremos jugar a nuestra artillería y veremos a quién toca lo peor. A la caña, Sambigliong, y cuida de no golpear ninguna nave.
Las inmensas velas ya habían sido alzadas con dos manos de rizos para disminuir un poco su superficie, y las anclas de proa y de popa aparecían entonces al ras del agua. La Marianna, presa de la corriente y empujada por la brisa matutina, comenzaba a moverse.
Uno de los dos ghrab ya se había puesto en marcha, deslizándose entre las numerosas naves que obstruían el río, y el otro se preparaba para seguirlo.
Sandokan, desde el alcázar, los observaba atentamente, sin dar ningún signo de inquietud. No era hombre de preocuparse incluso si aquellas dos naves tenían tripulaciones más numerosas y estaban armadas de cañones ligeros.
Se había medido con otros adversarios mucho más poderosos y más formidables como para tener algún temor.
Una mano, que se le posó sobre el hombro, lo hizo girar.
Yanez y Tremal-Naik habían subido al puente, seguidos por Kammamuri.
—¿Tenías razón? —le preguntó el portugués—. ¿O es pura casualidad?
—Una casualidad muy sospechosa —respondió Sandokan—. Estoy seguro de que nos siguen, para ver si vamos a arrojar las anclas a algún canal de los Sundarbans.
—¿Quieren asaltarnos...?
—En el río, no creo; en el mar, quizá. Aquello no obstante me fastidiaría, aún cuando tenga plena confianza en Sambigliong.
—Debemos desembarcar antes de llegar a la desembocadura del río —dijo Tremal-Naik—. Khari dista del mar muchas leguas.
—¡Si pudiese desembarazarme antes de aquellos dos soplones! —murmuró Sandokan—. Pasaremos la noche a bordo y no desembarcaremos antes de mañana a la mañana, así podremos mejor asegurarnos de las intenciones de aquellos dos veleros. Estoy resuelto a pedir a sus tripulaciones explicaciones, si esta noche anclan otra vez cerca nuestro. Finjamos por ahora no ocuparnos de ellos, a fin de no ponerlos en sospecha y vamos a tomar el té. ¡Ah! ¿Y la viuda?
—La dejaremos en mi bungalow de Khari —respondió Tremal-Naik—. Hará compañía a Surama.
—La bayadera puede sernos necesaria en los Sundarbans —dijo Yanez—. Prefiero conducirla con nosotros.
Sandokan miró al portugués de tal modo, que este se ruborizó como una niña.
—¡Oh! Yanez —dijo riendo—. ¿Tu corazón ha perdido sus corazas?
—Envejeció —respondió el portugués, con aire embarazado.
—Sin embargo creo que los ojos de Surama te harán joven otra vez.
—Cuidado —dijo Tremal-Naik—. Las mujeres indias son más peligrosas que las blancas. ¿Sabes con qué han sido creadas, según nuestras leyendas?
—Sé que son generalmente bellísimas y que tienen ojos que queman el corazón —respondió Yanez.
—Narran las viejas historias que cuando Tuastri creó el mundo, quedó muy perplejo al crear a la mujer y que debió pensar mucho, antes de escoger los elementos necesarios para formarla. Te advierto que hablo de la mujer india, y no de la blanca o amarilla o malaya.
—Oigamos —dijo Sandokan.
—Tomó la redondez de la luna y la flexibilidad de la serpiente, el impulso de la planta trepadora y el agitar del césped, el encanto del rosal, el color aterciopelado de la rosa y la ligereza de las hojas; la mirada del corzo y la loca alegría del rayo de sol; el llanto de las nubes, la inconstancia del viento; la timidez de la liebre y la vanidad del pavo; la dulzura de la miel y la dureza del diamante; la crueldad del tigre y la frialdad de la nieve; el canto de la urraca y el arrullo de la tórtola.
—¡Por Júpiter! —exclamó Yanez—. ¿Qué no ha tomado aquel dios indio?
—Me parece que fundió suficientes materiales y elementos —dijo Sandokan—. Mi querido Yanez, ¡las mujeres indias tienen incluso un poco de la crueldad de los tigres...!
—Nosotros somos los tigres de Mompracem —respondió el portugués, riendo—. ¿Por qué deberíamos, o por lo menos yo debería tener miedo de una niña que tiene... un poco de piel de tigre indio?
Estalló en una alegre risotada, luego volviéndose imprevistamente serio, dijo:
—Nos siguen siempre, Sandokan.
—¿Los ghrab? Los diviso: pero veremos si mañana flotarán aún.
—¿Qué quieres hacer?
—Lo sabrás esta noche —respondió Sandokan con acento amenazador—. Deja que nos sigan por ahora.
El prao había salido del caos de naves y de barcazas que obstruían el río, y navegaba con suficiente rapidez hacia el bajo curso.
Los dos ghrab lo seguían siempre, a una distancia de trescientos o cuatrocientos pasos el uno del otro, manteniéndose sobre la orilla opuesta.
Hacia el ocaso, después de haber pasado delante de la estación de pilotos de Diamond Harbour, la Marianna entraba en un amplio canal, formado por una orilla y por un islote boscoso a lo largo de una milla.
Era el lugar escogido por Tremal-Naik para desembarcar, encontrándose de frente al camino que debía conducirlos a Khari.
La tripulación había apenas arrojado las anclas, cuando, hacia la extremidad septentrional del canal, se vieron aparecer imprevistamente a los dos ghrab.
Sandokan, que se encontraba en cubierta, viéndolos, había fruncido la frente.
—¡Ah! —dijo—. ¿Nos siguen también aquí? Pues bien, les daré su cuenta. Artilleros: desenmascaren las piezas y los otros a sus puestos de combate. ¡Presento batalla...!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Hay más de 20 km entre el río Hugli y el pueblo de Khari, y no 10 o 12 como indica Salgari. Por otro lado, es correcta la referencia por la cual pasan delante de Diamond Harbour y quedan frente al lugar desde donde desembarcar para dirigirse a Khari, ya que justamente está a unos kilómetros más al sur. Incluso el islote que menciona también existe sobre el río Hugli.

Tamarindo: Árbol tropical, originario de África que puede alcanzar los 20m de altura.

Calabrotes: “Gherlini” en el original, es un cabo grueso hecho de nueve cordones colchados de izquierda a derecha, en grupos de a tres y en sentido contrario cuando se reúnen para formar el cabo.

Inquisición: También llamada “Santa Inquisición”, hace referencia a varias instituciones dedicadas a la supresión de la herejía, mayoritariamente en el seno de la Iglesia católica. La herejía en la era medieval muchas veces se castigaba con la pena de muerte y de esta se derivan todas las demás.

Tigre de Bengala: También conocido como tigre de Bengala real o tigre indio es la subespecie más grande.

Foques: “Fiocchi” en el original, toda vela triangular que se orienta y amura sobre el bauprés y, por antonomasia, la mayor y principal de ellas, que es la que se enverga en un nervio que baja desde la encapilladura del velacho a la cabeza del botalón de aquel nombre.

Aquí hay gato encerrado: “Qui gatta ci cova”, en el original. Esta frase traducida literalmente sería “Aquí gata se cría”.

Bala: “Balla” en el original, es un fardo apretado de mercancías, y en especial de los que se transportan embarcados.

Manos de rizos: “Mani di terzaruoli” en el original, son las fajas delimitadas por una hilera de ollaos —aberturas—, utilizadas para disminuir la superficie de la vela cuando el viento es muy fuerte.

Leguas: “Leghe” en el original, es una medida de longitud de origen romano. Principalmente existen dos variantes: terrestre y marítima. La primera, llamada solamente legua, varía según el país de uso (entre 4 km y 5,2 km aproximadamente). En tanto, la legua marina se define como la de “20 al grado”, y equivale a 5.555,55 m.

Tuastri: “Twashtri” en el original, según la religión védica, es el primer creador nacido del universo.

Corzo: “Capriuolo” en el original, es un mamífero rumiante de la familia de los Cérvidos, algo mayor que la cabra, rabón y de color gris rojizo. Tiene las cuernas pequeñas, verrugosas y ahorquilladas hacia la punta.

Urraca: Pájaro que tiene cerca de medio metro de largo y unos seis decímetros de envergadura, con pico y pies negruzcos, y plumaje blanco en el vientre y arranque de las alas, y negro con reflejos metálicos en el resto del cuerpo. Abunda en España, se domestica con facilidad, es vocinglero, remeda palabras y trozos cortos de música, y suele llevarse al nido objetos pequeños, sobre todo si son brillantes.

Tórtola: Ave del orden de las Columbiformes, de unos tres decímetros de longitud desde el pico hasta la terminación de la cola. Tiene plumaje ceniciento azulado en la cabeza y cuello, pardo con manchas rojizas en el lomo, gris vinoso en la garganta, pecho y vientre, y negro, cortado por rayas blancas, en el cuello, pico agudo, negruzco y pies rojizos. Es común en España, donde se presenta por la primavera, y pasa a África en otoño.

Millas: 1 mi = 1,609344 km.

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