La joven bayadera, que había sido transportada a uno de los camarotes del castillo y medicada prontamente por Yanez y Sandokan, tres días después estaba, si no completamente recuperada, por lo menos en grado de conducir a sus protectores a la vieja pagoda, donde debía tener lugar el anumarana.
La herida por otro lado, como hemos dicho, no era de ninguna gravedad, habiendo la bala rozado solamente a lo largo de una costilla, sin afectar ningún órgano importante.
Durante aquellos tres días se había mostrado siempre contentísima de encontrarse en aquel cómodo y elegante camarote y entre aquellos nuevos protectores, de los cuales había de súbito abrazado con entusiasmo la causa, suministrándoles valiosos detalles sobre la sanguinaria asociación de los thugs. No obstante, no había podido decir nada de la nueva virgen de la pagoda, la pequeña Darma, de la cual hasta ahora jamás había oído hablar. Demostraba luego un especial agradecimiento por el sahib blanco, como llamaba al flemático Yanez que se había hecho su enfermero y que amaba de buen grado hablar con ella que se explicaba en un inglés casi perfecto, lo que demostraba una educación elevada y algo rara entre las bayaderas.
Aquella había golpeado también en Tremal-Naik, que en su calidad de indio y sobre todo de bengalí, conocía mejor que cualquier otro a las bailarinas de su país.
—Esta niña —había dicho a Yanez y a Sandokan—, debe haber pertenecido a alguna alta casta. La fineza de sus facciones, el color casi blanco de su piel y la pequeñez de sus manos y sus pies, lo indican.
A la tarde, mientras Sandokan y Tremal-Naik escogían a los hombres que debían tomar parte de la expedición, Yanez había descendido al castillo para visitar a la herida.
La niña parecía que no sintiese más ningún dolor. Tumbada sobre una cómoda y blanda poltrona, parecía inmersa en un dulce sueño, a juzgar por la sonrisa que coronaba sus pequeños y rojos labios y por la dulzura de sus ojos.
Viendo aparecer al sahib blanco, se había levantado apoyándose en el respaldo y fijando sobre él una mirada penetrante.
—El sahib blanco me da placer, cuando lo veo —dijo con voz armoniosa—. Es a él antes que al sahib bronceado que debo la libertad y quizá también la vida.
—El sahib bronceado, como tú lo llamas —respondió Yanez sonriendo—, es bueno y quizá más que yo. Debes lo uno y lo otro a ambos. ¿Cómo va tu herida, niña?
—No siento más ningún dolor, después de que tus manos, sahib, la han medicado.
—¿Sabes que no me has dicho aún tu nombre? —dijo Yanez.
—¿Lo quieres saber, sahib? —preguntó la bayadera—. Me llamo Surama.
—¿Eres de Bengala?
—No, sahib. Soy asamesa, de Goalpara.
—Me has dicho que tu familia ha sido destruida.
La frente de la niña a aquellas palabras se había ofuscado, mientras sus ojos se cubrían de un velo de profunda tristeza.
Permaneció un momento en silencio, luego dijo con voz tétrica:
—Es verdad.
—¿Por los thug?
—No.
—¿Por los ingleses?
Surama sacudió la cabeza por consiguiente reanudó con voz más triste.
—Mi padre era tío del rajá de Assam y jefe de una tribu de chatrias, o sea de guerreros.
—Esto no me explica quién ha exterminado a tu familia.
—El rajá —respondió Surama—, en uno de sus momentos de locura.
Permaneció algunos instantes en silencio, como esperando alguna otra pregunta del sahib blanco, luego dijo:
—Era entonces una niña, porque no tenía más que ocho años, sin embargo, la horrible escena la veo aún delante de mis ojos, como si hubiese ocurrido ayer. Mi padre, al igual que todos los otros parientes, había llegado a sospechar del rajá, su sobrino que se había metido en la cabeza que todos conjuraban contra él para asirle la corona y dividirse las inmensas riquezas que poseía, por eso amaba vivir lejos de la corte, entre sus salvajes montañas. Corría entonces la voz de que el rajá, dado a todos los vicios y presa de una continua embriaguez, cometía a menudo verdaderas atrocidades contra sus sirvientes y contra sus mismos parientes que vivían en la corte. Recuerdo que mi padre me había narrado un día que aquel monstruo había asesinado incluso a su primer ministro, y por el simple motivo de haber intentado impedirle degollar a un pobre sirviente, que inadvertidamente le había dejado caer una gota de vino sobre su vestimenta.
—Debía ser una especie de Nerón —dijo Yanez que escuchaba con vivo interés.
—Habiendo la carestía caído sobre Assam, los brahmanes y gurús, o sea sacerdotes de Shivá, indujeron al rajá a dar una grandiosa ceremonia religiosa para procurar aplacar la cólera de las divinidades. El príncipe lo consintió de buen grado y quiso que asistiesen todos sus parientes que vivían diseminados en su estado. Mi padre estaba comprendido en el número de invitados, y, no sospechando mínimamente el horrible proyecto que aquel monstruo maduraba en su cerebro, me condujo a la capital junto con mi madre y mis dos hermanos. Fuimos recibidos con los honores debidos a nuestro grado y alojados en el palacio real. Cumplida la ceremonia religiosa, el rajá dio a todos los parientes un banquete grandioso, durante el cual bebió sin medida. Aquel miserable buscaba excitarse, antes de cumplir el estrago meditado quizá por largo tiempo. Siendo yo demasiado pequeña, había sido dispensada y me habían dejado entreteniéndome en una de las terrazas del palacio, junto a otras niñas. Era casi el ocaso, cuando oí imprevistamente un tiro de fusil, seguido poco después por un segundo y por un alarido de angustia y terror. Me precipité hacia una terraza que se presentaba al patio de honor del palacio y vi una escena horrible que no olvidaré jamás, aunque deba vivir mil años...
La joven se había interrumpido, como si la voz le hubiese imprevistamente faltado, mirando a Yanez con los ojos dilatados y llenos de terror.
Un temblor convulso agitaba su cuerpo, mientras sollozos sofocados morían en sus labios.
—Continua, niña —le dijo Yanez dulcemente.
—Han pasado cinco años —retomó Surama, después de algunos minutos—, sin embargo, durante las noches de insomnio, vuelvo a ver siempre aquella escena terrorífica, como si hubiese ocurrido el día anterior. El rajá estaba erguido sobre un balcón, con los ojos brotados de las órbitas, las facciones turbadas, con una carabina en mano aún humeante, circundado por sus ministros que le ofrecían continuamente de beber, no sé qué bebida infernal, mientras en el patio huían a lo loco hombres, mujeres y niños, arrojando clamores horribles: eran los parientes del príncipe. El miserable había hecho cerrar todas las puertas del patio y los fusilaba a quemarropa, aullando como un loco: “¡Mueran todos! ¡Quiero que desaparezcan estos ávidos monstruos que acechan mi trono y que conjuran para apoderarse de mis riquezas! ¡De beber, denme de beber, o los hago decapitar...!”. Los ministros, aterrados, continuaban llenándole la taza que él tragaba de un suspiro, luego recomenzaba a disparar sobre aquella masa de desgraciados, que en vano suplicaban que los perdonasen. Los tiros se sucedían a los tiros, porque aquel maníaco furioso se había hecho llevar sobre la terraza varias carabinas, que sus oficiales se apresuraban a recargar y ofrecércelas. Ahora caía un hombre con la cabeza rota, ahora una mujer con el pecho atravesado por una bala, ahora en cambio un niño o una niña, porque el rajá no perdonaba a ninguno. Así vi caer sucesivamente a mi padre, a quien un proyectil había roto la espina dorsal, luego a mi madre golpeada en medio de la frente, luego a mis dos hermanos, luego a muchos otros más. Treinta y siete eran los parientes del monstruo, y diez minutos después treinta y seis yacían dispersos por el patio entre un verdadero lago de sangre. Solo había huido uno de los hermanos del príncipe, aún cuando hubiese sido marcado por tres tiros de carabina. Aquel desgraciado, que brincaba como un joven tigre para impedir al hermano poder tomarlo en la mira, gritaba desesperadamente: “Dame la gracia de la vida y abandonaré tu estado. ¡Soy hijo de tu padre! ¡No tienes el derecho de matarme!”. El rajá, sordo a aquellos gritos desesperados, le disparó en contra aún dos tiros sin conseguir cogerlo, luego presa quizá de un súbito pensamiento, bajó la carabina que un oficial le había llevado, gritando: “Si es verdad que abandonarás por siempre mis estados, te doy la gracia de la vida con una condición”. “Estoy dispuesto a aceptar todo aquello que quieras”, respondió el joven príncipe. “Arrojaré al aire una rupia; si tú la golpeas en el aire con la bala de esta carabina, te dejaré partir para Bengala sin hacerte ningún mal”. “Acepto”, respondió el joven. El rajá le arrojó la carabina que el hermano tomó al vuelo. “Te advierto”, le aulló el loco, “que si le fallas a la moneda, sufrirás la misma suerte que los otros”, “¡Arrójala!”. El rajá hizo volar en el aire una rupia.
Se oyó un disparo, y no fue agujereada la moneda, sino el pecho del asesino. Sindhia, tal era el nombre del joven príncipe, en vez de hacer fuego sobre la moneda, había volteado rápidamente el arma contra el loco y lo había fulminado rompiéndole el corazón. Los ministros y los oficiales se prosternaron delante del joven que había liberado al estado de aquel monstruo y sin más lo aclamaron rajá. Cuando supo que yo también había escapado a la muerte, aquel hombre que debía tener el ánimo no menos perverso que el hermano, en vez de hacerme conducir otra vez entre las tribus devotas a mi padre, me hizo secretamente vender a los thugs, que recorrían el país para procurarse de bayaderas y se apoderó, sin vergüenza, de todos mis bienes. Fui conducida a los subterráneos de Rajmangal donde cumplí mi educación de bayadera, luego asignada a la pagoda de Kali y Dharmarásh. He aquí mi historia, sahib blanco. Yo que había nacido cerca de las gradas de un trono, ahora no soy más que una bailarina.
—¡Qué drama terrible! —dijo una voz.
Yanez y Surama se volvieron. Sandokan y Tremal-Naik habían entrado silenciosamente en el camarote, y desde hacía algunos minutos escuchaban a la joven bailarina.
—¡Pobre niña! —dijo Sandokan, acercándose a ella—. No habías por cierto nacido bajo una buena estrella, pero nosotros pensaremos en tu porvenir. El Tigre de la Malasia no abandona a sus amigos.
—Ustedes son buenos —respondió Surama, cuya voz aún temblaba.
—No regresarás más entre los thugs, ni serás más una bailarina. Ya estás bajo nuestra protección.
Luego cambiando bruscamente de tono:
—Que tú sepas, niña, ¿los thugs disponen de naves?
—No lo sé, sahib —respondió la niña—. He visto, cuando estaba en Rajmangal, chalupas navegar los canales de los Sundarbans, pero naves nunca.
—¿Por qué esta pregunta, Sandokan? —preguntó Yanez.
—Han llegado ahora dos ghrab y han anclado cerca nuestro.
—¿Qué le encuentras de extraordinario?
—Aquellas dos naves están montadas por tripulaciones demasiado numerosas y me dan un aire de sospecha.
—Y a mí me han dado la misma impresión —dijo Tremal-Naik—. Aquellos meriam, que llevan a popa, jamás los he visto ni a bordo de los ghrab, ni de los pariah.
—Los tendremos a ojo —respondió Yanez—. Podrían no obstante también engañarse. ¿Están cargados?
—No —dijo Sandokan.
—Admitiendo también que puedan pertenecer a los thugs, nada podrían intentar contra nosotros, por lo menos mientras estemos bajo la artillería del fuerte William. Contentémonos con vigilarlos y ocupémonos de nuestra expedición. Surama puede caminar y conducirnos a la vieja pagoda. ¿Es verdad, niña?
—Sí, sahib: yo puedo conducirlos.
—¿Deberemos remontar el río por muchas horas? —preguntó Sandokan.
—La pagoda se encuentra a siete u ocho millas de los últimos suburbios de la Ciudad Negra.
—Son ya las seis; podemos partir para escogernos el lugar antes de que lleguen los thugs. Las dos chalupas están listas y los fusiles escondidos bajo los bancos. Vamos.
Ofreció a Surama una ancha capa de seda oscura provista de capucha, y subieron los cuatro a cubierta.
Las dos chalupas habían sido ya caladas y veinticuatro hombres, escogidos entre los malayos y dayak, habían ocupado los bancos.
—¿Los ves? —preguntó Sandokan a Yanez, indicándole los dos ghrab que habían arrojado las anclas a pocos pasos del prao, uno a babor y el otro a estribor.
El portugués los miró de pasada. Eran dos sólidos veleros, un poco menos grandes que la Marianna, con la proa en punta, tres mástiles altísimos, la popa bastante elevada y que llevaban grandes velas latinas, que no habían sido aún bajadas sobre el puente.
Los marineros, todos indios, que en aquel momento estaban ocupados en alejar las cadenas para mejor asegurar el anclaje, eran de hecho demasiado numerosos para veleros tan pequeños y tan manejables.
—Puede ser que tengan algo de sospechoso aquellas naves —dijo Yanez—. Pero por ahora no nos ocupemos de ellos, ni nos preocupemos.
Descendieron en la chalupa mayor y se hicieron rápidamente a la mar, seguidos por la otra que estaba guiada por Tremal-Naik y Sambigliong.
Pasaron rápidos como flechas a través de los navíos, luego delante de la Ciudad Blanca, de allí a la Negra y continuaron su carrera hacia el septentrión, siguiendo los serpenteos del sagrado río.
Dos horas después, Surama indicaba a Yanez y a Sandokan una especie de pirámide trunca, que se alzaba sobre la orilla derecha, en medio de un monte de cocos que lindaba con una jungla formada por bambúes gigantescos.
Se encontraban en un lugar absolutamente desierto, no habiendo sobre las orillas ni cabañas y ni siquiera barcas ancladas.
Solamente algunas docenas de marabúes paseaban gravemente entre los mangles, gruñendo y abriendo de vez en cuando sus picos monstruosos en forma de embudo.
Después de haberse bien asegurado que no hubiese nadie, los veinticuatro piratas y sus jefes hicieron tierra, quitando las carabinas que hasta ahora habían mantenido ocultas.
—Escondan las chalupas bajo los mangles —dijo Sandokan—, y que cuatro hombres permanezcan aquí de guardia. Adelante los otros.
—Surama —dijo Yanez—, ¿quieres que te haga llevar por nuestros hombres?
—No es necesario, sahib blanco —respondió la joven.
—¿Cuándo debe tener lugar el anumarana?
—Hacia la medianoche.
—Tenemos una hora de ventaja y nos bastará para tender la emboscada al mahant.
Se pusieron en camino adentrándose bajo el monte de cocos, y veinte minutos después llegaban a una explanada sobre la cual surgía la vieja pagoda, ya casi toda caída en ruinas, a excepción de la pirámide central.
—Escondámonos ahí dentro —dijo Sandokan, divisando una puerta.
Estaban por cruzarla cuando divisaron hacia la jungla puntos luminosos, que parecían dirigirse precisamente hacia la pagoda.
—¡Los thugs! —exclamó Surama.
—Adentro —comandó Sandokan, precipitándose en el interior de la pagoda—. Un cuarto de hora de retraso y llegábamos quizá con todo terminado. Preparen las armas y estén listos para caer sobre el mahant.
NOTAS AL PIE DE SALGARI
Meriam: Pequeños cañones de bronce que lanzan balas de una libra.
ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN
Cuando Surama cuenta que su padre era “...tío del rajá de Assam...”, en realidad en el texto dice “...zio del rajah di Goalpara...”. Lo modifiqué para que tenga sentido con respecto a la sexta novela de la serie.
Casta: En la India, grupo social al que se pertenece por nacimiento, y que, dentro de una etnia, se diferencia por su rango e impone la endogamia.
Poltrona: Silla poltrona (la más baja de brazos que la común, y de más amplitud y comodidad).
Asamesa: Natural de Assam, estado al noreste de la India.
Goalpara: Localidad perteneciente al estado de Assam, India.
Chatrias: “Kotteri” en el original, en la India, individuo perteneciente a la segunda casta, o sea noble, guerrero.
Nerón: Nerón Claudio César Augusto Germánico fue el último emperador de la dinastía Julio-Claudia del Imperio romano entre los años 54 y 68. Su reinado se asocia comúnmente a la tiranía y la extravagancia. Se lo recuerda por una serie de ejecuciones sistemáticas, incluyendo la de su propia madre y la de su hermanastro Británico, y sobre todo por la creencia generalizada de que mientras Roma ardía él estaba componiendo con su lira, además de como un implacable perseguidor de los cristianos.
Gurús: En el hinduismo, maestro espiritual o jefe religioso.
Meriam: “Miriam” en el original, palabra utilizada por los malayos para designar a los cañones. Deriva del árabe “miriam”, o sea “María”.
Libras: 1 lb = 0,45359237 kg.
Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 7 mi equivalen a 11,27 km; 8 mi equivalen a 12,87 km.
Velas latinas: Velas triangulares, envergadas en entena, que suelen usar las embarcaciones de poco porte.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario