La plaza poco a poco se vaciaba, mientras los sacerdotes devolvían a la pagoda las estatuas de Kali, Dharmarásh y Draupadi, acompañados por los músicos y las bayaderas y por aquellos que habían soportado la prueba del fuego.
El mahant acompañó la estatua hasta delante de la gradería tocando su rudra vina; pero llegado a aquel lugar, en vez de subir a la pagoda, con un movimiento inesperado se arrojó entre un grupo de personas, esperando probablemente sustraerse de la vista de los cuatro fingidos musulmanes.
Atravesó rápidamente el grupo, luego tomó un callejón que parecía girar detrás de la pagoda y se alejó casi a paso de carrera.
Aquella maniobra, no obstante, no había escapado ni a Kammamuri ni a los tigres de Mompracem. Con igual rapidez, los cuatro hombres habían rodeado al grupo y habían llegado a la desembocadura de la calle, todavía a tiempo para divisar al mahant que se mantenía al ras de los muros de las casas.
La calle, estrecha y fangosa, estaba desierta y por demás oscurísima, no estando ninguna veranda iluminada. Los tres tigres de Mompracem y Kammamuri apresuraban el paso para no perder de vista al mahant.
No querían asaltarlo enseguida, estando aún demasiado cerca de la plaza. Un grito podía hacer acudir a las personas, y quizá también a los sectarios que llevaban la estatua de Kali que no debían aún haberse alejado de la pagoda.
El mahant alargaba siempre el paso, pero también los perseguidores no perdían terreno, es más, lo ganaban a cada momento, aún cuando no corrieran.
Estaban ya alejados doscientos o trescientos pasos de la pagoda, cuando repentinamente, por un callejón lateral, vieron irrumpir un pelotón de bayaderas provistas de platillos y de anchas fajas de seda azul, escoltadas por dos muchachos que llevaban dos antorchas.
Eran una treintena, todas bellas niñas, de ojos de fuego, con largos cabellos negros ondeantes sobre los hombros, cubiertas de muselinas y adornadas con brazaletes y collares de oro.
En una mano tenían una pequeña pandereta, en la otra, en cambio, una ancha faja de seda ligerísima, que hacían ondear en el aire con rapidez fantástica.
En un relampaguear todas aquellas bellas niñas, que parecían presa de una loca alegría, habían circundado a los cuatro hombres, danzando tempestuosamente a su alrededor y agitando siempre las fajas bien alto, como si hubiesen buscado impedir que divisen al mahant.
Sandokan había de pronto gritado:
—¡Largo, niñas! ¡Tenemos prisa!
Las bayaderas habían respondido con una risotada clamorosa, y en vez de dejar el lugar, se habían estrechado mucho más contra los tigres de Mompracem y Kammamuri, envolviéndolos tan bien, como para impedirles dar un paso adelante.
—¡Desalojen! —tronó Sandokan, que comenzaba a perder la paciencia, y que ya no veía más al mahant a través de todas aquellas bandas que revoloteaban siempre.
—¡Hunde las líneas o el bribón se escapará! —gritó Yanez—. Estas muchachas buscan salvarlo.
Estaban por abalanzarse contra las bayaderas, cuando las vieron bajarse bruscamente, dejando caer las bandas y divisaron detrás de ellas a una docena de hombres que hacían girar en el aire los lazos y los pañuelos de seda negra con la bola de plomo de los thugs.
Las bailarinas, ágiles como jóvenes panteras, escaparon por debajo de los brazos de los hombres, arrojándose a diestra y siniestra a fin de no obstaculizarlos en su ataque.
Sandokan había mandado un alarido de furor.
—¡Los thugs! ¡Encima, por la muerte de Alá...!
Con rapidez fulmínea había extraído una corta cimitarra que mantenía oculta en la alta faja y una larga pistola de doble cañón.
Cortó tres o cuatro lazos que estaban por caerle encima, luego descargó a quemarropa los dos tiros de su pistola contra los hombres que estaban delante, arrojando por tierra a dos.
En el mismo instante Yanez, Sambigliong y el maratí repuestos prontamente del estupor, cargaban a su vez con las cimitarras en puño, descargando al mismo tiempo sus pistolas.
Los thugs no opusieron resistencia. Después de haber intentado, pero en vano, lanzar sus pañuelos, se desbandaron ante aquella carga fulmínea, huyendo a toda velocidad junto a las bayaderas, que no eran menos ágiles que los hombres.
En la calle no habían quedado mas que cuatro muertos y una de las antorchas, arrojada por uno de los dos niños que acompañaban a las bailarinas.
—¡Saccaroa! —exclamó Sandokan—. ¡Otra vez hemos sido engañados! ¡Y el mahant mientras tanto ha desaparecido!
—Una bella emboscada a fe mía —dijo Yanez, poniendo tranquilamente las armas en la faja—. No creía que aquellas bellas niñas estuviesen aliadas con aquellos bribones de estranguladores. ¡Astutas! Haciendo girar las bandas para impedirnos divisar a los thugs que avanzaban con pasos de lobo. La aventura es cómica.
—Y por poco no termina trágicamente, mi querido Yanez. Me han percutido el cuello dos veces con las bolas de plomo; y creí sentirme de un momento a otro estrangulado. ¿Qué nos dices, Kammamuri?
—Digo que el mahant ha aprovechado para escapársenos de las manos.
—¡No es un imbécil ese!
—¿Si lo perseguimos? —dijo Sambigliong—. Quizá no esté muy lejos.
—A esta hora quién sabe dónde se habrá refugiado. Vamos, la partida está perdida y no nos queda más que regresar a nuestro prao —dijo Sandokan.
—E irnos a dormir —agregó Yanez.
—¡Oh! Volveremos a encontrar a aquel viejo zorro —dijo el Tigre de la Malasia, estrechando el puño—. Aquel hombre nos es necesario, especialmente ahora que sabemos que es un thug. No dejaremos Calcuta hasta que lo hayamos atrapado.
—En marcha, Sandokan. No se respira buen aire para nosotros; y los thugs pueden volver a la carga o prepararnos otra emboscada.
Sandokan recogió la antorcha abandonada por uno de los dos niños, y que no se había apagado aún. Estaba por ponerse en camino cuando un gemido atrajo su atención.
—Hay alguno por expirar —dijo, extrayendo la cimitarra.
—¿O para recoger, en cambio? —preguntó Yanez—. Un prisionero sería preciosísimo.
—Es verdad, amigo mío.
El gemido se había hecho oír nuevamente.
Venía del ángulo del callejón lateral, de donde habían aparecido las bayaderas.
—Permanezcan aquí a velar y recarguen las pistolas —dijo Sandokan, volviéndose hacia Kammamuri y Sambigliong.
Se dirigió hacia el callejón seguido por Yanez, y vio tendida en tierra, contra la pared de una casa, una bayadera que intentaba, en vano, alzarse.
Era una bellísima joven, de piel ligeramente bronceada, las facciones dulces y finas, con los ojos negrísimos y los cabellos largos, entrelazados con flores de mussaenda y cintas de seda azul.
Un espléndido vestido cubría su cuerpo sutil como un junco, estando además exquisitamente modelado, todo de seda roja, con junturas de perlas, y que terminaba en un par de pantalones que descendían hasta los tobillos.
La pobre niña debía haber recibido una bala en el pecho, porque una mancha de sangre se ensanchaba sobre el sutil peto de madera dorada que le encerraba el cuerpo.
Viendo aparecer a los dos tigres de Mompracem, la joven se cubrió el rostro con una mano, murmurando:
—Gracias...
—¡Ah! ¡Bella niña...! —exclamó Yanez, golpeado por la graciosa expresión de aquel rostro—. Son muy afortunados los thugs para tener bailarinas tan graciosas.
—No temas —dijo Sandokan, inclinándose sobre la bayadera y acercando la antorcha para observarla mejor—. Nosotros no matamos mujeres. ¿Dónde estás herida?
—Aquí... en el pecho... sahib. Una... bala...
—Veamos: entendemos de heridas, y en caso necesario sabemos también curarlas y quizá mejor que sus médicos.
Una bala había golpeado a la joven en el flanco izquierdo. Afortunadamente en vez de penetrar en la cavidad, había solamente rozado sobre una costilla, produciendo como un desgarro más doloroso que peligroso.
—Dentro ocho días podrías estar curada, niña mía —dijo Sandokan—. No se trata mas que de detener la sangre que huye en gran abundancia.
Sacó del bolsillo un pañuelo de finísima tela y lo ligó estrechamente alrededor del pecho de la bailarina, luego le volvió a abrochar el peto, diciendo:
—Por ahora bastará. ¿Dónde quieres que te llevemos? No somos amigos de los thugs y creo que ellos no regresarán por cierto a recogerte.
La joven no respondió. Miraba ahora a Sandokan y ahora a Yanez, con sus bellos ojos negrísimos y llenos de esplendor, probablemente estupefacta de que aquellos dos hombres que había intentado perder, en vez de matarla la curaran.
—Responde —dijo Sandokan—. Tendrás una casa, una familia, alguien en fin que se ocupe de ti.
—Llévame contigo, sahib —dijo la bayadera con voz trémula—. No me lleven donde los thugs. Aquellos hombres me dan miedo.
—Sandokan —dijo Yanez, que nunca había separado ni siquiera por un solo instante, los ojos de la bailarina—. Esta niña puede sernos útil y darnos informaciones preciosas. Llevémosla a bordo de la Marianna.
—Tienes razón: ¡Sambigliong!
—Aquí estoy, capitán —respondió el malayo, acudiendo.
—Toma a esta niña y síguenos. Cuidado que está herida en el pecho.
El malayo tomó entre los robustos brazos a la bailarina, haciéndole posar sobre su propio pecho la cabeza.
—Vamos —dijo Sandokan, volviendo a tomar la antorcha—. En mano las pistolas y abran bien los ojos.
Atravesaron varias calles y callejones, sin encontrar ningún ser viviente, y hacia la una de la mañana llegaron sobre la orilla del río.
La ballenera estaba a pocos pasos, custodiada por los malayos.
Sandokan hizo colocar en la popa a la bayadera, de cuyos labios no había salido ningún lamento, plantó la antorcha sobre la proa y dio la señal de la partida.
Yanez se había sentado sobre el último banco, de frente a la joven y la observaba atentamente, admirando, involuntariamente quizá, la belleza de aquel rostro y la luz profunda de aquellos ojos negrísimos, centelleantes como carbones.
—¡Por Júpiter! —murmuraba para sí—. Jamás he visto una niña tan bella. ¿Cómo se encontraba en las manos de aquellos sanguinarios sectarios?
Sandokan, casi adivinando el pensamiento de su amigo, se había vuelto a la niña que se sentaba cerca.
—¿Eres también una secuaz de Kali? —le preguntó.
La bayadera sacudió la cabeza, sonriendo tristemente.
—¿Cómo te encontrabas entonces junto a aquellos bribones?
—Me han comprado después de la destrucción de mi familia —respondió la bailarina.
—¿Para hacer de ti una bayadera?
—Las bailarinas son necesarias en las ceremonias religiosas.
—¿Dónde habitabas?
—En la pagoda, sahib.
—¿Estabas por tu voluntad?
—No; y como ha visto he preferido seguirlos antes que regresar a la pagoda donde se cumplen misterios atroces para satisfacer la insaciable sed de sangre de la diosa.
—¿Con qué objetivo las habían mandado a ti y a tus compañeras contra nosotros?
—Para impedirles seguir al mahant.
—¡Ah! ¿Conoces a aquel brujo? —preguntó Sandokan.
—Sí, sahib.
—¿Es un jefe de los thugs?
La niña lo miró sin responder. Una profunda angustia se había difundido sobre su bello rostro.
—Habla —comandó Sandokan.
—Los thugs matan a quienes traicionan sus secretos, sahib —respondió la niña con voz temblorosa.
—Estás entre personas que sabrán defenderte de todos los thugs de la India. Habla: quiero saber quién es aquel hombre que hemos perseguido en vano y que también nos es tan necesario.
—¿Son enemigos de los estranguladores, ustedes?
—Hemos venido a la India para moverlos a la guerra —dijo Sandokan—, y castigarlos por sus fechorías.
—Son malos, es verdad —respondió la niña—. No son más que asesinos.
—Dime entonces quién es aquel mahant.
—El alma condenada del jefe de los thugs.
—¡De Suyodhana! —exclamaron a una voz Yanez y Sandokan.
—¿Lo conocen?
—No, esperamos conocerlo muy pronto —dijo Sandokan—. Yanez, aquel hombre nos es más que necesario y no iremos a los Sundarbans sin haberlo antes capturado. Hablará el viejo, te lo aseguro, aunque deba arrancarle las confesiones con los más atroces tormentos.
La bayadera miraba al Tigre de la Malasia con espanto mezclado con una profunda admiración; y desde luego se preguntaba en su corazón quién podía ser aquel hombre tan audaz como para desafiar el dominio de los formidables sectarios de Kali.
—Sí —dijo Yanez—. Aquel hombre nos es necesario. Pero tú, niña, ¿no sabes decirnos dónde tienen su cueva los thugs? Se dice que han regresado a los subterráneos de Rajmangal. ¿Es verdad?
—Lo ignoro sahib blanco —respondió la bayadera—. He oído hablar del retorno del hijo de las sagradas aguas del Ganges, pero no sé donde pueda encontrarse, si en la jungla de los Sundarbans o en otro lugar.
—¿Nunca has estado en aquellos subterráneos? —preguntó Sandokan.
—He cumplido allí dentro mi educación de bayadera —respondió la joven—, luego me han destinado a la pagoda de Kali y de Dharmarásh.
—¿No sabes dónde podríamos encontrar al mahant? ¿Habita en la pagoda o en algún otro lugar?
—En la pagoda no lo he visto mas que unas pocas veces... ¡Ah! Sí, podrían volver a verlo y pronto.
—¿Dónde? —preguntaron Yanez y Sandokan al mismo tiempo.
—Dentro de tres días se realizará, sobre las orillas del Ganges, un anumarana, del cual deben tomar parte las bayaderas y las narthakis de la pagoda de Kali, y el mahant seguro no faltará.
—¿Qué es este anumarana? —preguntó Sandokan.
—Se quemará a la viuda de Ragni-Nin sobre el cadáver del marido que era uno de los jefes de los thugs.
—¿Viva?
—Viva, sahib.
—¿Y la policía anglo-india lo permitirá?
—Ninguno irá a informarla.
—Creía que aquellos horribles sacrificios no se realizaban más.
—El número es aún bastante grande, no obstante la prohibición de los ingleses. Se queman aún a muchas de las viudas, sobre las orillas del Ganges.
—¿Conoces el lugar donde arderá el cadáver y la mujer?
—Se encuentra en la extremidad de una jungla cerca de una vieja pagoda en ruinas, y que estaba antiguamente dedicada a Kali.
—¿Y crees que el mahant intervendrá en la lúgubre ceremonia?
—Sí, sahib.
—Dentro de tres días podrás caminar y nos conducirás a aquel lugar. Tenderemos al mahant una emboscada y veremos si logrará otra vez escaparse. Mi querido Yanez, decididamente somos afortunados.
En aquel momento la ballenera llegaba bajo la popa de la Marianna.
—¡Abajo la escala! —gritó Sandokan a los hombres de guardia.
Subió rápidamente sobre la toldilla y cayó entre los brazos de un hombre que lo esperaba sobre la parte superior de la escala.
—¡Tremal-Naik! —exclamó el formidable jefe de los piratas.
—Que te esperaba ansiosamente —respondió el indio.
—Buenas nuevas, amigo mío, no hemos perdido nuestro tiempo. Sígueme al camarote.
ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN
Cimitarra: “Scimitarra” en el original, es una especie de sable usado por turcos y persas.
Saccaroa: La exclamación utilizada por Sandokan no tiene ninguna traducción o definición. Es simplemente una invención de Salgari. Según la Edizione annotata: Il primo ciclo della Jungla (Mario Spagnol, 1969), esta palabra podría derivar del urdu “shakria”, que significa gracias.
Mussaenda: “Mussenda” en el original, es un género de plantas con flores rosadas.
“...descendían hasta los tobillos”: “...scendevano fino alla noce dei piedi” en el original. No encontré la traducción exacta. Fue lo que me pareció más acertado. Se aceptan sugerencias o el dato correcto.
Peto: “Busto” en el original, es una armadura del pecho.
Anumarana: “Oni-gonom” en el original, es la muerte voluntaria en funerales realizada en el norte de India. No se restringe solamente a viudas (como el satí), sino a cualquier persona vinculada al difunto que se suicida en el funeral.
Narthakis: “Nartachi” en el original, son bailarinas de danzas clásicas de la India.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario