viernes, 20 de noviembre de 2015

V. La fiesta de Dharmarásh


El sol estaba por ponerse detrás de las altas cúpulas de las pagodas de la Ciudad Negra, cuando la ballenera dejó el prao, remontando el río bajo el poderoso impulso de ocho remos, manejados por otros tantos malayos, escogidos entre los más robustos de la tripulación.
A popa estaban sentados Kammamuri, Sandokan y Yanez, los tres camuflados de musulmanes calcutenses, y Sambigliong, el maestre de la Marianna, o mejor dicho, el ayudante de campo del formidable pirata.
No tenían ningún arma a la vista, pero por cierto hinchazón de la casaca, se podía suponer que estuviesen en cambio formidablemente armados con armas de fuego y también con armas blancas.
La ballenera, que marchaba rapidísima, costeó el Strand de la Ciudad Blanca, o sea, inglesa, la más bella y más frecuentada de Calcuta, que se prolonga hasta la explanada del fuerte William, y que está flanqueada por palacios y jardines dignos de Londres; luego hiló delante de los quais, donde se seguían sin descanso, elegantes palacetes llamados bungalós, cercados por graciosos jardines; y después de una buena hora llegó frente a la Ciudad Negra, la Black Town.
Mientras que la ciudad inglesa no tenía nada que envidiar a las más bellas capitales europeas, esta no es más que un montón inmenso de casuchas, con pocos monumentos dignos de la grandiosa arquitectura india, que fulgura en cambio en Delhi, Agra, Benarés y otros lugares.
De los espléndidos palacetes ingleses, de los palacios inmensos, de los negocios fulgurantes de luces, de las iglesias anglicanas a los teatros, a las squares de la Ciudad Blanca, se pasa sin transición a las cabañas miserables, a las pagodas semi derrumbadas, a los bazares oscuros y repugnantes, a los callejones asquerosos y fangosos.
Todo es ruina, suciedad, miseria, en la antigua ciudad india. Cuchitriles o cabañas, parte de ladrillos mal conectados, parte construidos con pocas tablas clavadas, los mejores, que no tienen casi nunca más de un piso, se siguen por varios kilómetros, sin orden, sin regla alguna, divididos solo por callejuelas que son peligrosas para recorrer de noche, no obstante la continua vigilancia de los policemen blancos e indios.
Eran las ocho de la noche, cuando Kammamuri, Yanez, Sandokan y Sambigliong desembarcaron en el quai de la Ciudad Negra, lleno en aquel momento de barcas de pescadores y pinazas, provenientes del alto curso del Ganges.
Aún cuando fuese un poco tarde, cierta animación reinaba en los malecones.
De las pinazas desembarcaron numerosos indios, acudidos probablemente de las aldeas cercanas para asistir a la fiesta en honor de Dharmarásh que debía ya haber comenzado, oyéndose a lo lejos un estruendo ensordecedor de tamtan, de tambores, de sitar y de mridanga.
—Arribaremos a tiempo para asistir a la danza del fuego —dijo Kammamuri a Sandokan—. Habrá muchos pies quemados esta noche, porque es la última y por consiguiente la más importante.
Se unieron a la muchedumbre desembarcada de las pinazas que se derramaba a través de los callejones fangosos de la ciudad, apenas iluminados por mitades de coco, suspendidas de las ventanas de las casas, casi llenas de aceite en las cuales nadaba un pabilo.
Dejándose llevar por aquella ola de curiosos, después de veinte minutos se encontraron en una vasta plaza, iluminada por un gran número de astas de hierro llenas de algodón embebido en sustancias resinosas, cerrada por un lado por una vieja pagoda de antiguo estilo indio, que se elevaba en forma de pirámide trunca, con columnatas, cabezas de elefantes, divinidades monstruosas y animales fabulosos ennegrecidos por el tiempo.
La plaza estaba atestada de brahmanes, de babu o sea de burgueses, de shudra, bateleros y campesinos: no obstante en el medio había un espacio mantenido despejado por algunos pelotones de cipayos, donde ardían inmensos braseros que proyectaban alrededor un calor más que tórrido.
—¿Qué se cocinará sobre aquellos braceros? —preguntó Sandokan, que se abría fatigosamente paso entre aquella muchedumbre de curiosos y fanáticos.
—Pies, señor —respondió Kammamuri.
—¿Cuáles pies? ¿De quién? ¿De elefantes quizá? He oído decir que son exquisitos.
—Humanos, capitán —dijo el maratí—. Verá qué espectáculo; pero ya que no ha aún comenzado, apresurémonos hacia la pagoda, si podemos llegar. Aquellos que buscamos podemos encontrarlos en aquel lugar.
Haciendo fuerza con los codos, pudieron, no sin fatiga, llegar a la base de la gradería que conducía a la pagoda; pero en aquel lugar se vieron detenidos por una verdadera muralla humana, que no era posible desfondar.
Estando no obstante la terraza que se extendía delante del templo bastante elevada, podían asistir igualmente a la ceremonia que se desarrollaba ante la estatua de la diosa, colocada delante de la puerta.
Todas las pagodas indias tienen dos estatuas que representan la misma divinidad a la que el templo ha sido dedicado: una colocada en el exterior, a la cual el pueblo puede presentar sus ofrendas; la otra interna, a la cual los adoradores pueden igualmente hacer llegar sus dones por medio de los sacerdotes que se han reservado el derecho de poder acercarse solos.
A ellos les concierne lavarla con leche de vaca, o aceite de coco, adornarla con flores y hacerle unciones durante las grandes ceremonias.
El pueblo debe contentarse con mirar al ídolo interno de lejos, felices de poder tener al menos un pétalo de las flores que lo adornan, y que los sacerdotes distribuyen después de terminada la fiesta.
Alrededor de las dos estatuas de Dharmarásh y Draupadi, su mujer, habían sido encendidas un gran número de antorchas; mientras bandas de ejecutantes percutían con furor tambores y panderetas, y laceraban las orejas con sonidos agudísimos de gong y muchas parejas de bayaderas entrelazaban danzas, haciendo volteretas en el aire, con gracia, con sus velos bordados en oro o en plata.
Kammamuri y sus compañeros se detuvieron algunos minutos arrojando aquí y allá miradas en medio de la muchedumbre, con la esperanza de descubrir al viejo mahant; luego desesperando con poderlo descubrir en aquel mar de cabezas, agitándose borrascosamente, retrocedieron hacia el centro de la plaza.
—Busquemos un buen lugar junto a los fuegos —había dicho el maratí a Sandokan—. Estoy seguro de que encontraremos al viejo brujo en el cortejo de la diosa Kali. Si es verdaderamente un thug, como tenemos motivo para creer, tomará parte.
—¿No es la fiesta de Dharmarásh? —preguntó Yanez.
—Es verdad, pero estando la pagoda dedicada a Kali, llevarán por ahí también a la monstruosa estatua de aquella sanguinaria divinidad.
Empujando poderosamente a diestra y siniestra, los cuatro hombres pudieron finalmente alcanzar el centro de la plaza que estaba cubierto por un trecho considerable de tizones ardientes, que una nube de indios avivaban sirviéndose de abanicos de hojas de palma.
—¿Son para los adoradores de Dharmarásh estas brasas? —preguntó Yanez.
—Sí, y verán como aquellos fanáticos le corren encima.
—Buen gusto para tostarse las plantas de los pies.
—Pero ganarán el Kailash.
—¿O sea? —preguntó Sandokan.
—El paraíso, señor.
—Se los dejo con gusto a ellos —respondió el pirata, sonriendo—; prefiero conservar intactos mis pies.
Un estrépito endiablado y una viva oscilación de la muchedumbre les advirtió que la procesión salía en aquel momento de la mezquita, para conducir a la prueba de fuego a los devotos.
Un profundo desgarro se había producido entre aquella masa enorme de curiosos y adoradores y una nube de bailarinas se había metido dentro, seguida por pelotones de ejecutantes y portadores de antorchas.
—Manténganse todos cerca mío —había dicho Kammamuri—; sobre todo no perdamos el lugar.
Aún cuando hubiesen sido primero atropellados por aquel movimiento desordenado, habían logrado recuperar la primera fila, cerca del margen del inmenso brasero.
La procesión descendió la gradería, y avanzó hacia el centro de la plaza, siempre precedida por las bayaderas y por los ejecutantes, seguida por bandadas de brahmanes salmodiando loas en honor de Dharmarásh y Draupadi.
Seguían las dos estatuas de las divinidades, una de piedra y la otra de cobre dorado, colocadas sobre una especie de palanquín, llevado por varias docenas de fieles, luego la horrible estatua de la diosa Kali, la protectriz de la pagoda, en piedra azul y cubierta de flores.
La esposa del feroz Shivá, el dios exterminador, representaba a una mujer negra con cuatro brazos, de los cuales uno blandía una especie de daga, y otro sostenía una cabeza cortada.
Un collar de calaveras humanas le descendía hasta los pies y un cinturón de manos cortadas le estrechaba los flancos, mientras de la boca asomaba la lengua que los artistas indios habían pintado de roja, a fin de obtener un mayor efecto.
Delante estaba un gigante tendido a sus pies y a los flancos dos figuras de mujer, demacradas y delgadas, cubiertas solo por una larga cabellera, que descendía hasta sus rodillas.
Una sostenía un cráneo humano que mantenía arrimado a los labios como si bebiese dentro, mientras un cuervo parecía que esperase, con el pico abierto, alguna gota de sangre, la otra mordía ferozmente un brazo humano, y un zorro la miraba como si reclamase su parte.
—¿Es aquella la diosa de los thugs? —preguntó Sandokan, en voz baja.
—Sí, capitán —respondió Kammamuri.
—No podían inventarse una más espantosa.
—Es la diosa de los estragos.
—Lo veo, una diosa que da miedo.
—Abra los ojos, señor. Si el mahant está aquí, estará cerca de la estatua de Kali. Quizá sea uno de los portadores.
—¿Son todos thugs de Suyodhana los que circundan a la diosa?
—Puede ser y esta sospecha me es confirmada por una observación bastante importante.
—¿Cuál?
—Que la mayor parte tienen el cuerpo cubierto por una camisa, mientras como ve, casi todos los otros indios están semidesnudos y no toman cuidado alguno en esconderse el pecho.
—¿Para no mostrar el tatuaje, verdad?
—Sí, señor Sandokan, y... ¡Ahí está! ¡Es él! No me había engañado.
El maratí había estrechado un brazo del pirata, mientras indicaba a un viejo que marchaba delante de la estatua de la divinidad, tocando un extraño instrumento formado por dos calabazas de desigual grosor, truncadas a una cuarta parte y unidas por medio de un tubo de madera, en el cual había tensadas dos cuerdas: la rudra vina de los indios.
Sandokan y Yanez habían refrenado un grito de sorpresa.
—Es aquel hombre que ha venido a bordo de nuestro prao —dijo el primero.
—Y es el mismo que ha cumplido la ceremonia del puyá, en la casa de mi amo —dijo Kammamuri.
—¡Sí, es el mahant! —exclamó Yanez.
—¿Lo reconoces, Sambigliong?
—Es precisamente aquel viejo que ha degollado al cabrito —respondió el maestre de la Marianna—. Es imposible engañarse.
—Amigos —dijo Sandokan—, ya que la suerte nos ha hecho encontrarlo, no lo dejemos huir.
—No lo perderé de vista, capitán —dijo Sambigliong—. Lo seguiré, aún sobre las brasas si usted lo desea.
—Arrojémonos en medio del cortejo.
Con un impulso irresistible desfondaron las primeras líneas de los espectadores y se mezclaron con los devotos de Kali, que circundaban la estatua.
El mahant no estaba mas que a pocos pasos delante de ellos y siendo de estatura muy alta, era fácil echarle el ojo.
La procesión dio la vuelta al inmenso brasero entre un estruendo ensordecedor, luego se amontonó delante de la pagoda, formando una especie de cuadrilátero.
Sandokan y sus amigos habían aprovechado la confusión para ponerse detrás del mahant que ocupaba la primera fila, junto a la estatua de la diosa Kali, que había sido puesta en tierra.
A una seña del jefe de los brahmanes, que tenía la dirección de la ceremonia, las bayaderas suspendieron sus danzas, mientras los ejecutantes posaban sus instrumentos.
Enseguida una cuarentena de hombres medio desnudos, la mayor parte faquires, que tenían en la mano abanicos de hojas de palma, se adelantaron, dirigiéndose hacia el brasero que, alimentado por centenares de otros abanicos, manejados por robustos garzones, llameaba lanzando al aire densas volutas de humo sofocante.
Aquellos fanáticos que se preparaban para sufrir la prueba del fuego para expiar sus pecados más o menos imaginarios, no parecían en absoluto espantados por el peligro que estaban por afrontar.
Se detuvieron un momento, invocando con alaridos salvajes la protección de Dharmarásh y su esposa, se frotaron la frente con la ceniza caliente, luego se precipitaron sobre los carbones ardientes con los pies desnudos, mientras el tamtan, los tambores y los instrumentos de viento, reanudaban su música infernal, para cubrir probablemente los alaridos de dolor de aquellos desgraciados.
Algunos atravesaron el estrato ardiente a la carrera; otros en cambio a paso lento, sin dar prueba alguna de dolor. Sin embargo debían bien sentir los mordiscos atroces de los carbones, porque sus pies humeaban, y por el aire se esparcía un nauseabundo olor a carne asada.
—¿Están locos, esos? —no había podido contenerse de exclamar Sandokan.
Oyendo aquella voz, el mahant, que se encontraba justo delante del pirata, se había rápidamente volteado.
Su ojos se fijaron por la duración de un relámpago sobre Sandokan y sus compañeros, luego los volvió a otro lugar sin que un grito o un gesto se le hubiese escapado. ¿Había reconocido a los dos comandantes del prao incluso bajo sus vestimentas de musulmanes indios y también a Kammamuri? ¿O bien se había volteado por pura casualidad?
Sandokan no obstante había notado aquella mirada penetrante, aguda como la punta de un puñal, y había estrechado una mano a Yanez que estaba cerca, murmurándole al oído, en lengua malaya:
—¡Cuidado! Temo que nos haya reconocido.
—No creo —respondió el portugués—. No estaría tan tranquilo y habría buscado enseguida de alejarse.
—Aquel viejo de ahí debe ser un bribón de primera. Si no obstante intenta huir lo agarro.
—¿Estás loco, hermanito mío? Estamos en medio de una muchedumbre de fanáticos, y los pocos cipayos que se encuentran aquí, no serían capaces de protegernos. No, seamos prudentes. Aquí no estamos en Malasia.
—Sea pues, pero no lo dejaré escapar, ahora que lo hemos encontrado.
—Lo seguiremos y verás que en algún lugar lo atraparemos; pero prudencia, mi querido, mucha prudencia, o estropearemos todo.
Mientras tanto otras escuadras de penitentes atravesaban el brasero animados por los gritos entusiastas de los espectadores y por las incitaciones de los sacerdotes que prometían a aquellos desgraciados fanáticos alegrías y felicidad inenarrable en el kailash.
Aquellos pobres diablos llegaban casi todos a la extremidad opuesta del brasero, casi asfixiados por las llamaradas de calor y con los pies tan arruinados que no podían sostenerse más.
No obstante, se cuidaban bien de traicionar los dolores atroces que los martirizaban. Es más, se esforzaban por mostrarse hilarantes, y algunos, presa de una exaltación incomprensible, regresaban sobre los carbones danzando furiosamente, y saltando como bestias en furia.
Sandokan y Yanez, y también sus dos compañeros, poco se interesaban por aquellas locas carreras a través de los carbones.
Su atención estaba casi toda concentrada sobre el mahant, como si hubiesen tenido miedo de verlo desaparecer bajo sus ojos.
El viejo no se había volteado más, es más, parecía que se interesaba bastante por los penitentes, que se sucedían siempre en escuadras más o menos numerosas. Que estuviese luego completamente tranquilo era para dudar, porque de vez en cuando se limpiaba con un gesto nervioso el sudor que le goteaba de la frente, y se agitaba como si se encontrase inquieto entre la muchedumbre que lo apretaba por todas partes.
Ya la fiesta estaba por terminar, cuando Sandokan y Yanez, que eran los más próximos, lo vieron alzar el rudra vina y aprovechando un momento en el cual los ejecutantes reposaban, hizo vibrar las cuerdas utilizando sólo aquellas de acero, que dieron algunos sonidos estridentes y agudísimos, que se podían oír muy bien en todos los ángulos de la plaza y que parecieron producir una cierta emoción entre los hombres que circundaban la estatua de Kali.
Sandokan había empujado a Yanez.
—¿Qué significan estas notas? —le preguntó—. ¿Será una señal?
—Interroga a Kammamuri.
El maratí, al cual Yanez había devuelto la pregunta, estaba por responder, cuando hacia la pagoda se oyeron resonar entre el silencio que en aquel momento reinaba entre la muchedumbre prosternada en torno a la divinidad, tres toques poderosos, que parecían salidos de alguna trompeta.
Kammamuri había mandado un grito sofocado.
—¡El ramsinga de los thugs! ¡Suena a muerte! Señor Yanez, señor Sandokan huyamos. Estoy seguro de que suena por nosotros.
—¿Quién huir? —preguntó Sandokan, con una sonrisa soberbia—. ¿Nosotros...? Los tigres de Mompracem no muestran la espalda. ¿Quieren batalla? Pues bien, nosotros la daremos, ¿verdad, Yanez?
—¡Por Júpiter! —respondió el portugués, encendiendo tranquilamente un cigarrillo—. No hemos venido aquí solamente para asistir a ceremonias religiosas.
—Capitán —dijo Sambigliong, metiéndose una mano bajo la casaca—, ¿quiere que mate a aquel viejo?
—Despacio, cachorro mío —respondió Sandokan—. Es vivo que lo necesito: con su piel no sabría qué hacer.
—Cuando me diga, se lo llevaré.
—Sí, pero no aquí. La fiesta ha terminado: amigos, atentos al viejo y preparen las armas. Habremos de divertirnos un poco.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Por lo que pude encontrar, se realizan festividades en honor a Draupadi Amman, la deificación de Draupadi. En dichos festivales se realiza la caminata por las cenizas con los pies descalzos. No pude encontrar referencias a fiestas en honor a Dharmarásh.

Cuando Sandokan dice que el mahant es un “un bribón de primera”, en realidad en italiano dice: “un furbo di prima forza”, o sea: “un bribón de primera fuerza”. No encontré una traducción literal que me pareciera correcta, por lo que la adapté. Se aceptan sugerencias.

Benarés: Ciudad situada a orillas del río Ganges en el estado de Uttar Pradesh de la India. Es una de las siete ciudades sagradas del hinduismo, así como para el jainismo y el budismo.

Tamtan: “Tam tam” en el original, es un tambor africano de gran tamaño, que se toca con las manos.

Sitar: Instrumento musical tradicional de la India y Pakistán, de cuerda pulsada, similar a una guitarra, laúd, etc. Se identifica por su sonido metalizado.

Mridanga: “Mirdeng” en el original, es un tambor de terracota (arcilla modelada y endurecida al horno), de dos parches, que se utiliza en el norte y este de India como acompañamiento de música religiosa hinduista.

Pabilo: Mecha que está en el centro de la vela.

Babu: “Babù” en el original, es un título de respeto que a menudo se refiere a un clérigo indio. También se lo utiliza como el equivalente castellano de “señor”.

Gong: Instrumento de percusión formado por un disco que, suspendido, vibra al ser golpeado por una maza.

Bayaderas: “Bajadere” en el original, es una bailarina y cantora india, dedicada a intervenir en las funciones religiosas o solo a divertir a la gente con sus danzas o cantos.

Kailash: “Kailasson” en el original, es un monte que forma parte de los Himalayas, en Tíbet. Según la mitología hindú, Shivá reside en la cumbre de este monte y en algunos credos es considerado el paraíso y último destino de las almas.

Salmodiar: Cantar algo con cadencia monótona.

Rudra vina: “Bin” en el original, es un instrumento de cuerda pulsada usado en la música clásica indostaní. Tiene un cuerpo tubular largo con rango de entre 140 y 160 cm, hecho de madera o bambú. Dos resonadores grandes y redondos, hechos de calabazas secadas y ahuecadas, son adheridas al tubo. Posee 24 trastes de maderas fijados al tubo con cera.

Faquires: En la India, asceta que practica duros ejercicios de mortificación.

Garzones: Del francés “garçon”. Joven mancebo, mozo.

Ramsinga: También llamado “taré”, es una trompeta de dos metros de largo, compuesta de cuatro piezas o tubos que encajan entre sí y terminan en pabellón estrecho. Produce sonidos graves y fúnebres y se destina por esta condición a los entierros.

Júpiter: “Giove” en el original, es el dios principal de la mitología romana, padre de dioses y de hombres. Hijo de Saturno y Ops, Júpiter fue la deidad suprema de la tríada capitolina, integrada además por su hermana y esposa, Juno, y su hija, Minerva. Sus atributos son el águila, el rayo, y el cetro. Su equivalente en la mitología griega es Zeus.

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