Los huracanes que estallan en la gran península indostánica tienen normalmente una duración brevísima; no obstante su violencia es tal que nosotros europeos no podemos hacernos una idea.
Necesitan pocos minutos para devastar regiones enteras y destruir incluso ciudades. La fuerza del viento es incalculable, y solo los grandes edificios pueden resistir y los más colosales árboles como los pipal y las higueras de las pagodas.
Basta recordar, para hacerse una pálida idea, aquel estallado en Bengala en 1864, que mató a veinte mil bengalíes en Calcuta y a cien mil en las llanuras costeras al Hugli.
Las personas sorprendidas en las calles de la ciudad eran levantadas como plumas y abatidas contra las paredes de las casas; los palanquines eran transportados en el aire junto con las personas que se encontraban dentro; las cabañas de la Ciudad Negra, quebradas de golpe, corrían por las campiñas.
Lo peor fue cuando el ciclón, cambiando de dirección, despejó las aguas del Hugli, que se derramaron sobre la ciudad arrastrando a doscientas cuarenta naves que se encontraban ancladas a lo largo del río y que se estrellaron las unas contra las otras.
La enorme masa de agua, empujada por el viento, en pocos momentos barrió a todos los barrios pobres de la capital, arrastrando bien lejos los restos, y derribó pórticos, palacios, columnatas y puentes, reduciendo aquella opulenta ciudad a una pila espantosa de ruinas.
Y no es todo. Casi siempre detrás de los ciclones se suceden los vientos cálidos llamados por los indios hot winds, que no son menos temidos.
Su calor es tal que los europeos, no habituados, no pueden salir de sus casas bajo el peligro de morir asfixiados de golpe.
A los primeros soplos del simún, incluso los indígenas están obligados a tomar rápidas medidas, para impedir que sus habitaciones se vuelvan verdaderos hornos ardientes.
Tapan todas las aberturas, ventanas incluidas, con espesos colchones llamados tatti y que bañan sin pausa, a fin de que el viento pasando a través de aquellos obstáculos húmedos, pierda buena parte de su intenso calor y no vuelva el aire irrespirable.
Además hacen funcionar desesperadamente los pankah, y ciertas grandes ruedas a viento llamadas termantídotos para mantener en las estancias un poco de frescura.
Sin embargo, a pesar de todas aquellas precauciones, muchas personas mueren asfixiadas, especialmente en las altas regiones de la India occidental, siendo allí los vientos muy calientes llegando de los desiertos.
El ciclón que estaba por derramarse sobre la jungla, prometía ser no menos terrible que los otros y despertaba serias aprensiones en Tremal-Naik, que conocía la furia de aquellas trombas, y en los dos cornac.
En cuanto a Sandokan y Yanez, parecía que no se preocupasen en absoluto. Si no conocían los ciclones indios, habían desafiado por largos años aquellos que se desencadenaban sobre los mares de la Malasia, por cierto no menos formidables y no menos peligrosos.
Aún cuando las primeras ráfagas de viento comenzasen a sacudir violentamente las tiendas, el portugués, improvisado cocinero, había preparado la comida ayudado por Surama.
—Vamos —gritó—, un bocado para hacernos un poco más pesados, a fin de que el viento no nos levante tan fácilmente. Tendremos un poco de música a base de truenos, ¡pero bah! Nuestros oídos están habituados y luego...
Un estruendo espantoso, parangonable al estallido de un polvorín, resonó sobre la jungla, seguido a continuación por fragores ensordecedores que repercutían entre el cielo y la tierra, con una intensidad ensordecedora.
—¡Qué orquesta! —exclamó el señor de Lussac, extendiéndose cerca del tapete sobre el cual fumaban, entre platos de plata, salsas—. No sé si Júpiter y Eolo nos dejarán terminar la comida.
—Se diría que el cielo está por derrumbarse encima nuestro, con todos los mundos conocidos y desconocidos que contiene —dijo Yanez—. ¡Qué golpes de gran caja! Despacio, ejecutantes, o nos hundirán los tímpanos de los oídos.
Los fragores continuaban aumentando de intensidad. Parecía que millares y millares de furgones cargados de placas metálicas, fueran arrastrados a lo loco sobre puentes de hierro.
Grandes gotas de agua caían con un crepitar siniestro sobre la vegetación que cubría la inmensa llanura, mientras relámpagos deslumbrantes surcaban las negrísimas nubes.
De repente se oyeron a lo lejos silbidos agudos que se volvían rápidamente más claros y parecía que fuesen a convertirse en verdaderos bramidos.
Tremal-Naik se había alzado.
—He aquí las ráfagas que llegan —dijo—. Apóyense contra la tela o la tienda será llevada.
Una tromba de aire se derramaba sobre la jungla, desarraigando los bambúes y cuanto encontraba en su carrera.
Ramas, cañas y arbustos hacían volteretas en el aire como si fuesen ramitas de paja.
La tromba pasó sobre el campamento con un fragor ensordecedor, abatiendo las paredes de arcilla que aún permanecían de la antigua aldea, pero la tienda, reparada por los cuerpos colosales de los elefantes, por un hecho prodigioso, resistió.
—¿Regresará? —preguntó Yanez.
—Tendrá compañeros detrás suyo —respondió Tremal-Naik—. No esperes quitártela tan pronto. El ciclón apenas ha comenzado.
Aún cuando la lluvia cayese a torrentes, Sandokan y el francés habían salido para establecer si también la tienda de los malayos había resistido.
Vieron en cambio a sus hombres correr a lo loco entre los bambúes arrancados detrás de la tela que el viento transportaba, semejante a un pajarraco fantástico, a través de la jungla.
La tromba de aire había derribado todo en los alrededores del campamento. Solo un enorme pipal de tronco inmenso, había resistido a la furia del viento, perdiendo solamente buena parte de sus ramas. Fragmentos de arbustos, hojas gigantescas arrancadas a las palmeras, volaban en todas las direcciones, mientras debajo de estas se veían huir, revueltos y abatidos por el viento, marabúes argala, patos brahmánicos, cormoranes, fochas, cigüeñas y pavos reales.
Los animales brincaban por la llanura, presa de un terror loco. Se veían desfilar, a galope desenfrenado, bisontes, axis, ciervos y gamos.
Cuatro o cinco nilgó, que casi se sentían más seguros cerca de los hombres, se habían tendido detrás de un murete que se erguía en los alrededores del campamento y estaban acurrucados los unos sobre los otros, con la cabeza escondida entre las piernas.
—Deben permanecer allí hasta que haya cesado el huracán, para servir mañana de almuerzo —dijo Sandokan indicándolos al francés.
—Apenas el viento no sople más se irán como rayos —respondió el teniente—. Dejémoslos desaparecer; encontraremos otros. He aquí otra tromba, y se anuncia más terrible que la primera. Señor Sandokan reingresemos a la tienda.
Silbidos espantosos se oían a lo lejos y se veían palmeras tara, perdonadas por la ráfaga precedente, caer como si fuesen abatidas por un hacha gigantesca.
Casi en el mismo momento, como si Júpiter hubiese estado celoso del poder de Eolo, redobló sus truenos y sus rayos.
El estrépito se había vuelto tal que los hombres reunidos bajo la tienda no podían oírse más.
Los dos elefantes, espantados por aquellos estruendos, por aquellos estallidos y por los rugidos del viento, comenzaban a agitarse. No oían más los gritos de sus cornac, que se habían recostado fuera de la tienda para calmarlos.
La tromba de aire que avanzaba con velocidad extraordinaria estaba por derramarse sobre el campo, cuando el koomareah se levantó bruscamente, mandando un barrito formidable.
Estuvo un momento erguido, con la probóscide extendida, aspirando el viento, luego, presa de un terror loco se arrojó en medio de la jungla sin más cuidarse de los gritos de su cornac.
Sandokan y sus compañeros habían brincado fuera para dar una mano fuerte a los dos guardianes; pero en aquel instante la tromba les cayó encima y se sintieron primero alzar, luego arrastrar entre un nubarrón de vegetales que se revolvían en todas las direcciones.
La tienda, arrancada de golpe, huía detrás de ellos sacudiéndose como una vela.
Por cinco minutos Sandokan, Yanez, Tremal-Naik, y el francés fueron rodando entre los bambúes arrancados, hasta que se detuvieron contra el tronco de un pipal, que por fortuna se encontraba en el recorrido de aquella tromba y que había resistido al tremendo choque.
Cuando la ráfaga hubo pasado y sucedió una breve calma, se realzaron, machacados, sí, con la ropa hecha jirones, pero sin graves contusiones.
El koomareah ya había desaparecido junto a su cornac, que se le había lanzado detrás; el otro, el merghee, yacía aún en medio del campamento, con la cabeza escondida entre las patas, en una posición no obstante que no parecía muy natural.
—¡Y Surama! —exclamó de pronto Yanez, mientras se preparaban para alcanzar el campo, donde esperaban encontrar aún un refugio.
—Habrá permanecido junto al elefante —respondió Sandokan—. No la he visto salir de la tienda.
—Rápido, señores —dijo el teniente—. No nos dejemos atrapar aquí por las ráfagas. Detrás del elefante nos encontraremos mejor reparados.
—¿Y el otro?
—No te preocupes, Yanez —dijo Tremal-Naik—. Cuando el huracán haya pasado, lo veremos regresar junto a su cornac.
—Y a nuestros hombres, espero —añadió Sandokan—. ¿Dónde se habrán refugiado aquellos que no se divisan más?
—Apresurémonos, señores —dijo el teniente.
Estaban por ponerse en carrera, cuando entre los silbidos del viento y el resonar de los truenos, oyeron una voz humana gritar:
—¡Ayuda, sahib!
Yanez había dado un salto.
—¡Surama!
—¿Quién la amenaza? —aulló Tremal-Naik—. ¿Dónde está Darma? ¡Punthy...! ¡Punthy...!
Ni el perro, ni el tigre respondieron. Quizá también habían sido arrollados por la tromba y habían encontrado algún otro refugio.
—¡Adelante! —gritó Sandokan.
Todos se habían lanzado hacia el campamento, habiendo oído el grito de Surama en aquella dirección.
No se podía distinguir bien lo que sucedía en el campamento, a causa de la oscuridad ante todo, porque el espesor enorme de las nubes acumuladas en el cielo interceptaba completamente la luz solar, y luego a causa de los vegetales que daban vueltas arriba y abajo, empujados, arrollados y abatidos por las ráfagas que se sucedían sin interrupción.
Solamente la masa colosal del merghee se destacaba entre los muretes desmantelados de la antigua aldea.
Sandokan y sus compañeros corrían como si tuviesen alas en los pies. Habiendo dejado sus fusiles en los howdah, habían empuñado los cuchillos de caza, armas peligrosas en sus manos, especialmente en aquellas de los dos piratas, habituados al manejo del kris malayo.
En menos de cinco minutos llegaron al campamento. La segunda tromba de aire había dispersado todos los equipajes, los sacos de las provisiones, las cajas de las municiones, las tiendas de recambio y había incluso volcado los howdah que yacían con la parte inferior al aire.
No había nadie: ni Surama, ni el cornac, ni Darma, ni Punthy. Solo el elefante parecía que dormitase o que fuese a exhalar el último suspiro, porque se lo oía agonizar o por lo menos roncar.
—¿Y dónde está aquella niña? —se preguntó Yanez, girando la mirada en todas las direcciones—. No la diviso en ningún lugar, sin embargo ha sido ella la que mandó aquel grito.
—¿Habrá sido sepultada bajo estos montones de cañas y de hojas? —dijo Sandokan.
El portugués lanzó tres llamadas tonantes:
—¡Surama! ¡Surama! ¡Surama!
Solo los raucos quejidos del elefante respondieron.
—¿Qué tiene el merghee? —preguntó de repente el francés—. Se diría que está moribundo. ¿No oyen cómo su respiración es sibilante?
—Es verdad —respondió Tremal-Naik—, ¿habrá sido herido por algún tronco de árbol llevado por aquella maldita tromba? He visto más de uno dar vueltas en las alas del torbellino.
—Vamos a ver —dijo Sandokan—. Me parece que ha sucedido algo extraordinario.
Mientras el portugués recorría los alrededores del campamento, removiendo los montones de cañas que el viento había acumulado en gran cantidad y llamando por el nombre a la pobre niña, los otros se acercaron al elefante.
Un grito de furor huyó de todos los pechos. El merghee estaba realmente moribundo y por exhalar el último suspiro y no ya a causa de algún tronco caído por la tromba, sino por manos culpables.
El pobre animal había recibido dos horribles heridas en las patas traseras que le habían cortado los tendones, y de las cuales salía la sangre en tanta abundancia que todo el terreno estaba empapado.
—¡Lo han asesinado! —había gritado Tremal-Naik—. ¡He aquí el golpe de espada de los cazadores de marfil!
—¿Y quién? —preguntó el Tigre de la Malasia con voz sibilante.
—¿Quién? Los thugs, estoy seguro.
—Y el elefante está por morir —añadió el señor de Lussac—. Está perdido; no tiene más que pocos minutos de vida.
El Tigre de la Malasia había mandado un verdadero rugido.
—¿Aquellos miserables han aprovechado la tromba para caer sobre nuestro campo? —preguntó.
—Esta es la prueba —respondió Tremal-Naik.
—¿Y cómo pudieron haber escapado a la tromba, mientras nosotros éramos llevados como ramitas de paja?
Tremal-Naik estaba por responder, cuando un grito del francés lo interrumpió.
El señor de Lussac se había precipitado detrás del murete de barro, el único que había resistido y mostraba una piel de nilgó, aullando:
—¡Reptiles condenados! ¡Y nosotros los habíamos confundido con animales auténticos...! ¡Ah...! ¡Es demasiado...!
Sandokan y Tremal-Naik se habían apresurado a alcanzarlo.
Cerca del oficial, adosadas contra el murete, se divisaban otras pieles de animales.
—Capitán Sandokan —dijo el francés—, ¿recuerda aquellos cinco o seis nilgó, que habían buscado refugio detrás de este murete?
—Eran thugs camuflados en ciervos —dijo el Tigre de la Malasia.
—Sí, señor. ¿Recuerda cómo avanzaban arrastrándose sobre el vientre y manteniendo las patas escondidas entre las hierbas?
—Sí, señor de Lussac.
—Aquellos bribones nos la han jugado con una audacia increíble.
—Y han aprovechado la tempestad que nos ha arrojado fuera del campo para mutilar al elefante.
—Y raptar a Surama —agregó Tremal-Naik—. La niña debió haber quedado enredada entre las cuerdas de la tienda.
—¡Yanez...! —gritó Sandokan—. Es inútil que busques a Surama. A esta hora debe estar bien lejos, pero no desesperes. Daremos caza a los raptores.
El portugués que en el fondo del corazón, aún cuando no lo demostrase, debía nutrir una viva afección por la desgraciada hija del pequeño rajá asamés, por primera vez quizá en su vida, perdió la calma.
—¡Debo matarlos a todos y ay de ellos si tocan un cabello a aquella pobre niña! Ahora siento también que odio a muerte a estos monstruos.
—Si nos han matado al merghee, nos queda el koomareah —dijo Sandokan—. Daremos caza a aquellos bandidos sin darles un momento de tregua.
—Es más, ahí regresa junto a su cornac y a sus malayos —dijo el señor de Lussac—. Parece que se ha calmado.
En efecto el colosal elefante se acercaba a la carrera, llevando sobre su poderosa grupa no solo a su guardián, sino también a la escolta de Sandokan que después de una larga persecución había logrado apoderarse de la tienda, que el viento debía haber empujado bastante lejos.
Faltaban no obstante el cornac del moribundo merghee, Surama, Darma y también Punthy. Que los thugs hubiesen podido matar al primero y raptar a la segunda se podía admitir; que hubiesen enfrentado y vencido al terrible tigre y al gran perro, era un poco difícil creerlo.
—¿Qué piensas, Tremal-Naik, de tus animales? —preguntó Sandokan.
—Estoy seguro de que regresarán pronto, a menos que hayan seguido a los thugs. Tú sabes cuán inteligente es Punthy y cuánto odia a los sectarios de Kali después de que permaneció prisionero en los subterráneos de Rajmangal; y Darma divide sus rencores.
—¿El tigre habrá seguido al perro?
—No lo dudo. Han sido criados juntos y varias veces, cuando cazaba en los Sundarbans, los he visto ayudarse mutuamente y también...
Un barrito agudísimo, que parecía una nota que escapaba de una enorme trompeta de bronce, le interrumpió la frase.
El pobre merghee con un esfuerzo desesperado se había alzado sobre las patas posteriores, manteniendo la probóscide extendida casi horizontalmente.
—Muere —dijo el señor de Lussac, con voz conmovida—. ¡Cobardes! ¡Tomárselas con tan valiente bestia!
El elefante aspiraba afanosamente el aire y su cuerpazo se agitaba con temblores convulsos, que le hacían bailar las inmensas orejas.
Sandokan y sus compañeros estaban por acercársele, cuando el coloso se desplomó pesadamente, volcándose sobre un flanco y vomitando de la probóscide un ancho chorro de sangre mezclada con baba.
En el mismo instante se oyó una voz dolorida gritar:
—¡Está muerto! ¡Son malditos aquellos perros!
Era el cornac del merghee que aparecía entre los montones de cañas y de arbustos arrancados por el huracán, seguido por Darma y Punthy.
ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN
En el texto original, Salgari fecha al huracán de Calcuta en 1866, pero lo corregí por su año exacto. Llama la atención el error porque por las cifras que cita, parece haberlas tomado literalmente del libro “India and its Native Princes” (Louis Rousselet, 1875). Según pude encontrar, el ciclón sucedió el 5 de octubre de 1864, cobrándose entre 50 y 60 mil víctimas humanas y se lo considera uno de los 10 más devastadores de la historia.
Tatti: Marco de bambú cubierto con raíces de pasto que se mantienen constantemente húmedas para enfriar el aire que ingresa a la casa.
Termantídotos: “Thermantidoti”, en el original, son dispositivos para circular y refrescar el aire, consistente de una especie de ventilador de rueda de hierro incorporado a las ventanas.
Eolo: Según la Odisea de Homero, vivía en la isla flotante de Eolia, con seis hijos y seis hijas, casados entre sí. Zeus le había dado el poder de controlar los vientos.
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