El elefante se había desplomado a veinte pasos de la orilla, sobre un suelo tan fangoso y dúctil, que pocos minutos después la mitad de la enorme masa de carne se había hundido.
El agua exudaba por todas partes, como si aquel extremo borde de la inmensa jungla fuese esponjoso y agujereado como una criba.
Plantas acuáticas crecían por todas partes, con un desarrollo prodigioso y un enorme grupo de mangles exhalantes de miasmas deletéreos, costeaban la playa, avanzando mucho frente a las aguas de la laguna.
Un tufo contaminante que hacía fruncir la nariz a Yanez y al francés, y que parecía producido por la podredumbre de carroñas arrojadas al agua, reinaba en todas partes, tufo peligroso que debía producir fiebres y cólera.
—¡Bello lugar! —exclamó Yanez, que se había empujado hacia los mangles, mientras Sandokan, el cornac y Tremal-Naik vaciaban el howdah antes de que el fango lo tragase—. ¿Ha visto alguna vez uno más espléndido, señor de Lussac?
—Estos son nuestros Sundarbans, señor Yanez —respondió el francés.
—Aquí no podremos ni siquiera acampar. El terreno cede bajo nuestros pies y me parece que no se puede encontrar un palmo resistente. ¿Y de qué proviene esta catinga horrible?
—Mire delante suyo, señor Yanez: ¿no ve aquellos marabúes que dormitan en la superficie del agua y que van lentamente a la deriva?
—Sí, es más me preguntaba cómo aquellos feos pajarracos, aquellos rapaces devoradores de carroñas, se mantienen así a flote, erguidos sobre las patas.
—¿Sabe sobre qué se apoyan?
—Sobre barcazas invisibles, formadas quizá por hojas de loto.
—No, señor Yanez. Cada marabú tiene debajo de sí el cadáver de un indio, más o menos entero y que poco a poco pasará todo por su vientre. Los bengalíes que no poseen tanto como para poder pagar los gastos de la cremación, cuando mueren, se hacen arrojar al Ganges, el río sagrado que debe conducirlos al paraíso de Brahma, Shivá o Visnú, y poco a poco si por el camino no son devorados por los gaviales, pasando de canal en canal terminan aquí. En esta laguna hay verdaderos cementerios flotantes.
—Me doy cuenta por este delicioso perfume que me hace revolver los intestinos. Podían escoger un lugar mejor los señores thugs.
—Están seguros aquí.
—¿Han visto algo? —preguntó Sandokan que había terminado de vaciar el howdah.
—Sí, pájaros que duermen y cadáveres que pasean a flor del agua. Un espectáculo soberbio para los sepultureros —respondió Yanez, intentando sonreír.
—Esperemos irnos pronto.
—No veo ninguna barca, Sandokan.
—Te he dicho que construiremos una balsa. Quizá la Marianna está más cerca de lo que crees, ya que estamos sobre las orillas del canal Raimatla, ¿verdad Tremal-Naik?
—Y también cercanos a la torre de Barrackpore —respondió el bengalí—. ¿La ven erguirse detrás de aquel grupo de tara?
—¿Es habitable? —preguntó Yanez.
—Debe estar aún en óptimo estado.
—Vamos a refugiarnos en aquel lugar, amigo Tremal-Naik. Aquí no podemos acampar.
—Y luego sería peligroso detenernos sobre esta orilla, con el elefante tan cerca.
—No veo qué fastidio podría darnos aquel pobre paquidermo.
—Él no, sino aquellos que dentro de poco acudirán para devorárselo. Tigres, panteras, perros salvajes y chacales no tardarán en acudir para disputárselo, y aquellos carnívoros, movidos por el apetito, podrían arrojarse también sobre nosotros.
—Si se la tomasen al menos contra los thugs que nos han tendido la emboscada —dijo el francés—. ¡Tiraban bien, aquellos canallas!
—Y cómo han golpeado al koomareah —dijo Sandokan—. Han horadado la piel en tres lugares, en dirección de los pulmones.
Un estallido de alaridos agudísimos mezclados con ladridos raucos, resonó en aquel momento entre las inmensas cañas, a no breve distancia de la playa.
—He aquí los bighana que ya han olfateado al elefante y acuden —dijo Tremal-Naik—. Amigos despejemos y dejémoslos banquetear.
Estaban por ponerse en marcha cuando de en medio de un matorral de mussaenda se oyeron balidos.
—¡Uf! —exclamó Yanez, sorprendido—. ¿Hay ovejas aquí?
—Son las citas que preceden a los perros salvajes y a los cuales disputarán valientemente la presa.
—¿Qué animales son? —preguntó Sandokan.
—Graciosos leopardos, de una audacia a toda prueba, sanguinarísimos y que sin embargo se domestican fácilmente para hacerlos cazadores insuperables. Aquí hay uno: ¿lo ves? No tiene miedo ni siquiera de nosotros; pero no teman, no nos asaltará.
Un bello animal esbelto, sutil, con las patas un poco altas, que tenía cabeza de gato y cuerpo de perro, largo de menos de un metro y medio y alto poco más de dos pies, cubierto de un pelaje largo e híspido, había brincado ágilmente fuera de un arbusto y se había detenido a veinte pasos de los cinco hombres, fijando sobre ellos sus ojos verdosos y fosforescentes.
—Se asemeja a un pequeño leopardo, y también un poco a la pantera —dijo Sandokan.
—Y posee el coraje de uno y el impulso de la otra —respondió Tremal-Naik—. Es más ágil incluso que los tigres y alcanza en la carrera a los antílopes más veloces; no obstante no resiste más allá de los quinientos pasos.
—¿Y se domestican?
—Sin dificultad y cazan de buena gana para el amo, siempre y cuando se les deje a ellos la sangre de las presas que consiguen derribar.
—Tendrá para beber hasta estallar aquel gracioso animal —dijo Yanez—. El elefante debe tener varios barriles en su cuerpazo. ¡Buena digestión, amiga mía!
La cita en cuatro impulsos estaba ya encima del elefante.
Los dos europeos, los dos indios y Sandokan, oyendo resonar más amenazadores y en lugares diversos, los alaridos de los bighana apresuraron el paso, costeando la ribera de la laguna, donde las plantas no eran tan densas como para permitir a un tigre emboscarse.
Más allá de las inmensas hojas de los taras y las palmeras, se veía destacar la torre señalada por el bengalí, con su cima piramidal.
Procediendo cautamente, con las carabinas montadas, atravesaron aquel grupo de plantas que formaba un pequeño bosque, y llegaron finalmente a una extensión llena solamente de calamus, enroscados sobre sí mismos como serpientes desmesuradas, y en cuyo medio se erguía la torre con sus cuatro pisos.
Era un edificio cuadrangular, adornado con cabezas de elefantes y estatuas representando a los cateri, o sea a gigantes de la antigüedad, y con las paredes aquí y allá agrietadas.
A qué hubiese podido servir antiguamente aquella torre plantada en medio de aquellos pantanos, habitados solamente por bestias feroces, habría sido un poco difícil decirlo, a menos que hubiese podido servir de defensa de avanzada contra las correrías de los piratas arakaneses.
La escalera que tenía en el interior estaba derrumbada junto con parte de la muralla presentada hacia la laguna, no obstante había sido colocada otra de madera que llevaba al segundo piso. Probablemente el primero no subsistía más.
—Se ve que alguna vez los hombres han venido aquí a refugiarse —dijo Tremal-Naik—. Esta escalera de mano no se ha fabricado por sí misma.
Ya el francés había comenzado a subir primero, cuando una sombra se lanzó fuera de un grupo de calamus, cayendo en medio de un denso arbusto de mehendi.
—¡Cuidado! —gritó el cornac, que fue el primero en darse cuenta—. ¡Arriba pronto!
—¿Qué era? —preguntó Sandokan, mientras Tremal-Naik y Yanez seguían precipitadamente al francés, que estaba casi en la cima de la escalera.
—No sé, sahib, un animal...
—Sube... ¡De prisa!
El cornac no se lo hizo decir dos veces y se lanzó a su vez arriba por la escalera de bambú, que crepitaba y se encorvaba bajo el peso de aquellos cuatro hombres.
Sandokan en cambio había dado una rápida media vuelta, embrazando la carabina.
Había visto vagamente aquella sombra atravesar el espacio y caer entre los mehendi, por consiguiente no sabía si se trataba de una cita o de algún animal más peligroso.
Viendo las ramas de las plantas permanecer inmóviles, se arrojó sobre la escalera trepándola rápidamente.
Había llegado a media altura, cuando sintió un golpe que por poco no lo hizo caer abajo.
Algo se había lanzado sobre la escalera un poco por debajo de él, y los bambúes habían sentido una sacudida tan violenta como para temer que se rompiese.
En el mismo instante se oyó al señor de Lussac, que se encontraba ya sobre la pequeña plataforma, que rodeaba alrededor de la torre, gritar:
—¡Pronto, Sandokan! ¡Está por llegar!
El Tigre de la Malasia en vez de subir, se había volteado manteniéndose con una mano bien estrechada a la escalera y empuñando con la otra la carabina por el cañón.
Un gran animal que parecía un gigantesco gato, con la cabeza grande y redonda, el hocico saliente y el cuerpo cubierto de un pelaje amarillo rojizo, con manchas negruzcas en forma de medialuna, había caído sobre la escalera un poco más abajo del pirata y se esforzaba por alcanzarlo, agarrándose a los bambúes con las garras.
Sandokan no había mandado ni un grito, ni hecho acto de huir. Alzó rápidamente la carabina cuya culata estaba adornada con una gruesa placa de latón, y dio un golpe formidable sobre el cráneo de la bestia que resonó como una campana cascada.
El animal mandó un gruñido sordo, giró alrededor de la escalera intentando aún resistir con las poderosas garras, luego se dejó caer al suelo.
Sandokan había aprovechado para alcanzar a sus compañeros, antes de que la bestia renovase el asalto.
El francés que había armado la carabina estaba por hacer fuego, cuando Tremal-Naik lo contuvo, diciéndole:
—No, señor de Lussac, no señalemos con un disparo nuestra presencia en este lugar. No olvidemos que tenemos a los thugs en los talones.
—Buen golpe, hermanito mío —dijo Yanez, ayudando a Sandokan a subir sobre la plataforma—. Debes haberle partido el cráneo, porque veo que aquel animalazo se arrastra apenas entre los calamus. ¿Sabes qué era?
—No he tenido el tiempo de observarlo.
—Una pantera, mi querido. Si te encontrabas dos pies más abajo, te brincaba encima.
—¡Y qué grande era! —agregó Tremal-Naik—. Jamás he visto una semejante. Si la escalera en vez de ser de bambú hubiese sido de otra madera, no habría resistido a aquel salto y habríamos caído todos los unos sobre otros.
—Están habituadas las panteras a dar estos golpes y lo saben los encargados de renovar las provisiones de las torres de refugio diseminadas sobre el Hugli —dijo el francés—. Un día he salvado a dos, cuando estaban por ser descuartizados sobre la escalera que llevaba al refugio.
—Por precaución retiremos la escalera —dijo Yanez—. Las panteras son hábiles trepadoras y aquella que Sandokan ha tan bien castigado, podría intentar vengarse de aquel tremendo mazazo.
—Y entremos si es posible —dijo Tremal-Naik.
Una ventana llevaba al interior de la torre. El bengalí subió sobre el alféizar, pero volvió a descender enseguida al balcón.
—Todos los pisos están derrumbados —dijo—, y la torre está vacía como una chimenea. Pasaremos la noche aquí: es más fresco.
—Y podremos al mismo tiempo vigilar los alrededores —dijo Sandokan—. ¿Dónde ha escapado la pantera que no la veo más?
—Parece que se ha ido, a menos que se haya escondido entre los calamus para asaltarnos cuando descendamos —respondió Yanez.
—No me sorprendería —dijo de Lussac—. Aún cuando son mucho más pequeñas y menos robustas que los tigres, son más valientes y asaltan siempre aunque el hambre no las empuje. Es capaz de asediarnos, como aquellas que habían asaltado a los dos proveedores de la torre de Sjawrah.
—¿Aquellos que tú has salvado? —preguntó Sandokan.
—Sí, capitán.
—Señor de Lussac, cuéntenos un poco de aquella aventura —dijo Yanez, sacando de uno de sus diez bolsillos un paquete de cigarrillos y ofreciéndole a sus compañeros—. Creo que ninguno de nosotros tiene deseos de dormir.
—No me fiaría en cerrar los ojos —dijo Tremal-Naik—. Aquí estamos al descubierto y los thugs que nos han tendido la emboscada tenían carabinas y no disparaban mal.
—Sí, cuente señor de Lussac —dijo Sandokan—. El tiempo pasará más rápido.
—La aventura se remonta a cuatro meses atrás. Tenía un vivísimo deseo de hacer una partida de caza entre los cañaverales de la jungla que costean el Hugli, y siendo amigo de un teniente de marina, encargado de proveer y renovar los víveres de las torres de refugio, había obtenido el permiso de embarcarme en una de aquellas chalupas a vapor que todos los meses visitan aquellos puestos de náufragos. Éramos ocho a bordo; un master, un second master, tres marineros, un maquinista, un fogonero y yo. Habíamos ya visitado varias de aquellas torres, renovando aquí y allá los víveres, cuando una tarde, poco antes del ocaso, llegamos delante del refugio de Sjawrah, que se alzaba a un centenar de metros de la orilla, siendo el terreno bastante fangoso cerca del río. Habiendo divisado muchos gansos revolotear por encima de los cañaverales y también antílopes huir, me uní a los dos marineros encargados de llevar los víveres para depositar en la torre. Había llevado conmigo un fusil de caza; para mayor precaución me había también armado de un buen revólver de grueso calibre, habiendo sido advertido de que podía encontrar tigres o panteras. Nos habíamos adentrado sobre el sendero que conducía a la torre, abierto a golpes de hacha entre un caos de bambú y de mangles, cuando oímos al master de la chalupa aullar: “Cuidado, panteras. ¡Sálvense en la torre!”. En el mismo instante vi a la chalupa alejarse precipitadamente de la orilla, para ponerse fuera del alcance de los asaltos de aquellos feroces carnívoros. Aquella advertencia había apenas llegado a mis oídos, cuando oí detrás mío un rumor de ramas partidas. “¡Arrojen los víveres y huyan!” grité a los dos marineros que me precedían. Como pueden creer, no se hicieron repetir la orden dos veces. Dejaron caer las cargas, y huyeron a toda prisa hacia la torre que estaba ya cerquísima. Yo me había lanzado detrás de ellos, pero no había aún llegado a la base de la escalera, cuando ví a mis espaldas dos enormes panteras, que daban saltos de cinco o seis metros para caer encima mío, antes de que pudiese refugiarme sobre la plataforma de la torre. Mi fusil estaba cargado con balas, sin embargo no vacilé en utilizarlo y descargar contra las dos bestias mis dos tiros. Habría sido una locura esperar matarlos, sin embargo vi a las panteras detenerse. Aproveché para subir velozmente la escalera. A pesar de la rapidez de mi ascensión, fui enseguida alcanzado por el macho que con un solo brinco cayó a mitad de la escalera seguido de súbito por su compañera. El golpe fue tan violento que por un momento creí que los bambúes cederían. Afortunadamente no había perdido la cabeza. Comprendiendo que mi pellejo corría un peligro gravísimo, pasé el brazo izquierdo alrededor de uno de los escalones para no ser arrastrado a tierra; con el otro levanté mi revólver e hice fuego tres veces, casi a quemarropa. El macho herido en el hocico, cayó arrastrando consigo a la hembra a la cual una bala había producido una herida bajo la garganta. Habían apenas tocado tierra, que aquellas terribles bestias volvían a la carga, lanzándose nuevamente sobre la escalera. No no obstante no había perdido mi tiempo y en cuatro impulsos me había puesto a seguro sobre la plataforma, donde los dos marineros, impotentes de socorrerme, no teniendo ningún arma, aullaban desesperadamente. Las bestias hacían esfuerzos desesperados para alcanzarnos, agarrándose a los travesaños con sus poderosas garras. “¡Arrojemos la escalera!” grité a los dos marineros. Uniendo nuestras fuerzas, la derribamos junto a las dos bestias, sin pensar que, actuando en aquel modo, nos quitábamos la posibilidad de poder luego descender para volver a borde de la chalupa.
—¿Y permanecieron asediados? —preguntó Tremal-Naik.
—Toda la noche —respondió el teniente—. Las malditas bestias, aún cuando estuviesen heridas, no dejaron los alrededores de la torre con la esperanza de que nos decidamos a descender. A la mañana el master, advertido por nosotros que las panteras se encontraban siempre abajo, hizo arrimar la chalupa a la orilla e hizo tronar repetidamente el pequeño cañón revólver con el cual estaba armada la embarcación. A la segunda descarga las dos bestias cayeron, así el master y sus hombres pudieron desembarcar y volver a alzar la escalera y liberarnos.
—Son peores que los tigres —dijo Sandokan.
—Más audaces y también más resueltas, señor —respondió el francés.
—¡Oh! —exclamó en aquel momento Yanez alzándose precipitadamente—. ¡Miren allá abajo! ¡Una luz!
Todos habían vuelto sus miradas hacia la dirección que el portugués indicaba con la mano.
Sobre las oscuras aguas de la pestilencial laguna, se divisaba en efecto un punto luminoso de color rojo, que parecía avanzar hacia la torre.
Venía de oriente y describía ángulos como si la chalupa o la nave que iluminaba corriese con suaves bordadas.
—¿Será nuestro prao? —preguntó Tremal-Naik.
—¿O la ballenera? —dijo en cambio Yanez.
—A mí me parece que no puede ser ni el uno, ni la otra —dijo Sandokan, después de haber observado atentamente aquel punto luminoso que destacaba claramente sobre la negra superficie de las aguas—. ¿Entran alguna vez veleros a esta laguna, Tremal-Naik?
—Algunas barcas de pescadores —respondió el bengalí—. Podrían también ser náufragos. El ciclón que se ha derramado sobre la jungla, habrá trastornado también al golfo de Bengala.
—Estaría encantado si aquella chalupa, arribase aquí. No tendremos más necesidad de construirnos una balsa para alcanzar a nuestro prao. Debe haber velas en aquella embarcación. ¿No ves Yanez que da bordadas?
—Y veo también que se dirige esta vez —respondió el portugués—. Si pasa delante de la torre, llamaremos la atención de su tripulación con algún tiro de fusil.
—Es más, es lo que haremos enseguida —dijo Sandokan—. Oyendo disparos, vendrán aquí.
Alzó la carabina e hizo fuego.
La detonación se propagó con un estruendo prolongado más allá de las oscuras aguas, perdiéndose en la lejanía.
No había transcurrido medio minuto que se vio al punto luminoso cambiar de dirección y moverse directamente hacia la torre.
—Cuando el sol despunte aquella embarcación estará aquí —dijo Sandokan—. He allí abajo que el alba aclara la oscuridad. Preparémonos para dejar la torre y embarcarnos.
—¿Y si aquellos hombres se rehusaran a tomarnos a bordo? —preguntó el francés.
—O plomo u oro —respondió Sandokan, fríamente—. Veremos si titubean. Cornac, baja la escalera: tenemos prisa.
ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN
La pantera a la que hacen referencia es seguramente el leopardo indio (Panthera pardus fusca).
Criba: Utensilio consistente en un aro con una malla u otro material agujereado fijados en él, y que sirve para cribar (separar las partes menudas de las gruesas).
Deletéreos: Mortífero, venenoso.
Palmo: Distancia que va desde el extremo del pulgar hasta el del meñique, estando la mano extendida y abierta. Medida de longitud de unos 20 cm, que equivalía a la cuarta parte de una vara y estaba dividida en doce partes iguales o dedos.
Catinga: Olor desagradable e intenso que emana de aglomeraciones de personas.
Banquetear: Darse una comida abundante y espléndida.
Pies: 1 pie = 0,3048 m. Por lo tanto, 2 pie equivalen a 0,61 m.
Híspido: Hirsuto, disperso y duro.
Cateri: En el libro “Il costume antico e moderno...” (G. Ferrario, 1829), describiendo demonios y espíritus hindúes, se enumeraban además gigantes o genios malvados, "divididos en cinco tribus", y “muni” o “cateri”, “cuyas cualidades no son diferentes de las que una vez le dimos a nuestros duendes”. Aparentemente Salgari leyó o recordó mal.
Arakaneses: “Arracanesi” en el original, eran los habitantes de la antigua Arakán, actual estado de Rakáin en Myanmar.
Sjawrah: No encontré referencia a esta localidad o refugio.
Master: En inglés en el original, es un término histórico para un oficial naval capacitado y responsable de la navegación de un barco de vela. El rango puede equipararse a un marinero profesional y especialista en navegación, más que a un comandante militar.
Second master: “Vice-master” en el original, lo cambié porque, siendo que están los nombres en inglés, y es el que corresponde como subalterno directo del “master”, según lo que encontré.
Fogonero: “Fuochista” en el original, es el encargado de cuidar del fogón, sobre todo en las máquinas de vapor.
Cañón revólver: Tipo de cañón automático que utiliza un tambor con múltiples recámaras, como el de un revólver, para agilizar el ciclo carga—disparo—eyección.
Dar bordadas: Navegar de bolina alternativa y consecutivamente de una y otra banda.
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