viernes, 17 de junio de 2016

XXV. En el refugio de los thugs


¿Cómo es posible que aquel terrible viejo, huido casi inerme de las islas pantanosas de los Sundarbans, haya logrado escapar al veneno de las serpientes cobra, a las anillas de las formidables pitones, a los dientes de los gaviales y a las garras de las panteras y tigres, atravesado las lagunas y llegado incluso a la cueva de los sectarios de Kali?
¿Y cómo es posible que en vez de ver aparecer a Suyodhana con la pequeña Darma para cumplir la ofrenda de sangre, se encontraban en cambio delante de aquella turba de fanáticos? ¿Habían sido traicionados por Sirdar o habían sido vistos escalar la pagoda?
Ni Sandokan ni los otros tenían tiempo de encontrar la solución a aquellas preguntas. Los thugs les caían encima por todas partes con los lazos, con los pañuelos de seda, con los talwar y con los puñales, aullando espantosamente.
—¡Muerte a los profanadores de la pagoda! ¡Kali...! ¡Kali...!
Sandokan, el primero, se había lanzado fuera del nicho, apuntando la carabina hacia el mahant que precedía a los estranguladores, teniendo en la derecha el campilán que había tomado a uno de los dos centinelas del prao y en la izquierda una antorcha.
—¡A ti la primera bala, viejo! —tronó el formidable pirata.
Un tiro de fusil siguió a aquellas palabras, repercutiendo en la inmensa cúpula como el estallido de un petardo.
El mahant había dejado escapar el campilán, llevando una mano al pecho.
Estuvo un momento erguido clavando sobre Sandokan una mirada llena de odio, luego se desplomó pesadamente casi a los pies de la colosal estatua que surgía en el centro de la pagoda, aullando con voz ahogada:
—Vénguenme... Mátenlo... Extermínenlos... ¡Kali lo quiere!
Los estranguladores viendo caer al viejo, se habían detenido, dando así tiempo a Tremal-Naik, Yanez, al francés y a los cuatro malayos de estrecharse alrededor del Tigre de la Malasia, que había arrojado la carabina para empuñar el parang.
No obstante, la indecisión de los sectarios de la sanguinaria divinidad no tuvo mas que una duración de pocos segundos. Fuertes por la superioridad de su número, volvieron muy pronto a arrojarse, produciendo un fulmíneo movimiento circundante y haciendo girar en el aire los pañuelos de seda.
Sandokan que se había percatado a tiempo del peligro que corría su pelotón si se dejaba rodear, se arrojó hacia la pared más cercana, mientras sus compañeros con una descarga de carabinas le abrían el paso arrojando a tierra a cuatro o cinco hombres.
—¡Mano a los parang...! —gritó Sandokan, arrimándose a la pared—. ¡Atentos a los lazos!
Yanez, Tremal-Naik y sus compañeros, aprovechando el paso abierto por aquella descarga mortífera, lo habían prontamente alcanzado, dando golpes de sable en todas las direcciones para cortar los lazos que les caían encima, silbando como serpientes.
La jugada del Tigre de la Malasia y las pérdidas sufridas, parecían no obstante que hubiesen enfriado un poco el impulso de los estranguladores que quizá habían esperado, hasta el primer ataque, vencer fácilmente a aquel pequeño grupo de adversarios.
Un grito del mahant que no había aún exhalado el último suspiro, aún cuando se debatiese en un charco de sangre, los reanimó:
—Mátenlos... Destrúyanlos... El paraíso de Kali a quien muera... a quien mu...
La muerte le había cortado la última palabra; pero todos habían oído la promesa.
¡El paraíso de Kali a quien muera! No se precisaba más para infundir coraje a aquellos fanáticos.
Por segunda vez se habían arrojado, animándose con vociferaciones espantosas; sin embargo debieron replegarse muy pronto ante el fuego del pelotón.
Sandokan y sus compañeros habían puesto mano a las pistolas, masacrando a los más cercanos, a quemarropa.
Diez o doce thugs habían caído muertos o heridos, formando ante los asaltados una especie de barrera. Un solo lazo había caído sobre el señor de Lussac, estrechándole a la vez el cuello y un brazo; Yanez con un golpe de parang lo había cortado enseguida.
El efecto de aquella segunda descarga, más tremenda que la primera, había dispersado entre los asaltantes un verdadero pánico, más aún que el mahant no estaba más allí para animarlos.
Sandokan, viéndolos replegarse confusamente, no les dio tiempo de reordenarse para reintentar un nuevo ataque.
—¡Carguemos! —gritó—. ¡Encima de estos bandidos!
El formidable corredor del mar, ya se había arrojado con el ímpetu de la bestia de quien lleva el nombre, dando golpes terribles con el pesado parang, que manejaba como si fuese un simple espadín.
Sus compañeros lo siguieron, mientras los malayos mandaban alaridos salvajes y brincaban como antílopes, dando sablazos sin misericordia a cuantos se encontraban al alcance de sus campilán.
Los thugs, impotentes de hacer frente a aquella carga furiosa, se habían precipitado hacia la estatua estrechándose a su alrededor, pero llegados allí, arrojados los lazos y los pañuelos de seda vueltos ya inútiles en una lucha cuerpo a cuerpo, y empuñados los talwar y las cuchillas, empeñaron resueltamente la lucha, como si esperasen la protección de la monstruosa diosa.
Sandokan, furioso por volver a encontrar una resistencia que ya creía quebrada, los asaltó con un impulso formidable, intentando desorganizar sus filas.
La lucha se volvía espantosa. Los golpes de parang y campilán, armas que hacían fácilmente buen juego contra los cortos y débiles talwar y los cuchillos, granizaban densos, cortando brazos y cabezas y desgarrando pechos y torsos: sin embargo los estranguladores no ampliaban sus filas y oponían una feroz resistencia.
En vano el Tigre de la Malasia había arrastrado tres veces a la carga a sus hombres. A pesar de los estragos que hacían los terribles sables borneanos, habían debido retroceder.
Estaba por intentar otro, cuando se oyó repentinamente el redoble a lo lejos del gran tambor de las ceremonias religiosas, el dhak, seguido casi de súbito por algunas descargas de mosquetería, que retumbaban fuera de la pagoda.
Sandokan había mandado un grito:
—¡Coraje amigos! ¡He aquí a nuestros hombres que llegan en nuestra ayuda! ¡Encima de estos bandidos!
No había más necesidad de reintentar la descarga, porque los estranguladores, apenas oído el redoble del dhak, se habían lanzado en carrera desenfrenada hacia la puerta, por la cual habían entrado en la pagoda y que probablemente debía llevar a las misteriosas galerías del templo subterráneo.
Viéndolos huir, Sandokan no había dudado en lanzarse detrás de ellos, gritando:
—¡Adelante! ¡Sigámoslos a sus cuevas!
Los thugs, huyendo, habían tirado varias antorchas. Yanez y Tremal-Naik recogieron dos y se pusieron detrás de Sandokan.
Los thugs habían ya llegado cerca de la puerta y se precipitaban por la galería, chocándose los unos con los otros para ser los primeros en ponerse a salvo.
Cuando Sandokan y sus compañeros cruzaron el umbral, los estranguladores, que corrían como liebres, tenían ya una notable ventaja.
Conociendo los subterráneos, habían apagado las antorchas para no servir de objetivo a los tiros de los perseguidores, de modo que no se divisaban más. No obstante, se los oía correr a lo loco, estando el terreno dotado de una sonoridad extraordinaria.
Tremal-Naik que temía una emboscada, había intentado contener al Tigre de la Malasia, diciendo:
—Esperemos a tus hombres, Sandokan.
—Bastamos nosotros —había respondido el pirata—. Nos detendremos más adelante.
Luego, habiendo tomado la antorcha que llevaba Yanez, se había adentrado audazmente en el oscuro pasaje, sin inquietarse por el continuo redoblar del dhak, que quizá llamaba a concentrarse a todos los habitantes de los subterráneos.
Luego, otro motivo lo empujaba a ir encima de los thugs; el temor de que Suyodhana huyese con la pequeña Darma; por eso se apresuraba, sin cuidarse de los peligros que iba a encontrar.
Todos se habían puesto en carrera, voceando para propagar mayor terror entre los fugitivos y hacerles creer un número mayor, y percutiendo las paredes con los campilán y los parang.
La galería que llevaba a los inmensos subterráneos de Rajmangal, descendía rápidamente.
Era una especie de intestino, semicircular, excavado en algún banco de rocas, ancho apenas de dos metros y otros tantos de altura, interrumpido de vez en cuando por cortas gradas viscosas. La humedad se filtraba por todas partes y de la bóveda caían gototas, como si encima pasase algún río o se extendiese algún estanque.
Los estranguladores huían siempre, sin intentar oponer la mínima resistencia, lo que habría sido bien fácil intentar, en un pasaje tan estrecho.
Los piratas de Mompracem, Tremal-Naik y el francés, los seguían de cerca, vociferando y disparando también de vez en cuando algún tiro de pistola.
Estaban decididos a llegar a la pagoda subterránea y esperar allí a sus hombres que suponían ya entrados en el templo, oyendo aún un lejano fragor de fusilazos.
Habían recorrido así, siempre corriendo detrás de los sectarios, cuatrocientos o quinientos pasos, cuando se encontraron imprevistamente delante de una puerta que los thugs no habían quizá tenido el tiempo de cerrar, una puerta de espesor enorme, de bronce o algún otro metal que llevaba a una caverna circular.
—Paremos —dijo Tremal-Naik.
—No —respondió Sandokan, que divisaba vagamente a los últimos fugitivos precipitarse fuera por una segunda puerta.
—No oigo llegar a tus hombres.
—Llegarán más tarde. Kammamuri está con ellos y los guiará. Adelante antes de que Suyodhana huya con Darma.
—¡Sí, adelante! —gritaron Yanez y de Lussac.
Se precipitaron en la caverna, dirigiéndose hacia la segunda puerta, por la cual habían huido los thugs, pero de pronto oyeron dos estruendos ensordecedores, como si dos petardos o dos minas hubiesen estallado.
Sandokan se había detenido mandando un grito de furor.
—¡Han cerrado las puertas delante y detrás de nosotros!
—¡Por Júpiter! —exclamó Yanez, que sintió correr por el cuerpo un estremecimiento que apagó de golpe todo su entusiasmo.
—¿Hemos caído en una trampa?
Todos se habían detenido, mirándose unos a otros con ansiedad. Todo rumor había cesado, después del cierre de las dos macizas puertas.
No se oían más los ni los fusilazos de los cachorros de Mompracem, ni el redoblar sonoro del dhak, ni los gritos de los fugitivos.
—Nos han encerrado dentro —dijo finalmente Sandokan—. ¿Había entonces detrás nuestro otros enemigos? He cometido una imprudencia arrastrándolos detrás de aquellos bandidos y he estado equivocado en no ceder a tu consejo, amigo Tremal-Naik; pero esperaba llegar hasta la pagoda y arrebatarle Darma a Suyodhana, antes de que pudiese huir.
—Los thugs no nos han atrapado todavía, capitán —dijo de Lussac, que estrechaba aún el parang que estaba ensangrentado hasta la empuñadura—. Pensarán sus hombres cómo desfondar estas puertas, ya que tienen petardos.
—No se oyen más —dijo Yanez—. ¿Habrán sido abrumados por los estranguladores?
—Nunca lo creeré —respondió Sandokan—. Tú sabes cuán terribles son nuestros cachorros y una vez lanzados no se detienen ni siquiera ante los cañones, ni las más tremendas descargas de metralla. Estoy seguro de que a esta hora han invadido la pagoda y están forzando la puerta de la galería.
—No obstante, no estoy tranquilo —dijo Tremal-Naik, que hasta entonces había permanecido silencioso—, y temo que Suyodhana aproveche nuestra situación para huir con mi Darma.
—¿Hay otras salidas? —preguntó Sandokan.
—Aquella que conducía al baniano sagrado.
—Sirdar nos había dicho que había sido tapada —observó Yanez.
—Pudo haber sido reabierta —respondió Tremal-Naik—. Hombres de brazos sólidos no le faltan a Suyodhana.
—¿Kammamuri conocía la existencia de aquel pasaje? —preguntó Sandokan.
—Sí.
—Quién sabe si no ha mandado a algunos de mis hombres a mirarlo.
—Señores —dijo de Lussac, que había dado la vuelta a la caverna—, intentemos salir de aquí.
—Es verdad —dijo Sandokan—. Perdemos nuestro tiempo con charlas inútiles. ¿Ha examinado las puertas, señor de Lussac?
—La una y también la otra —respondió el francés—, y me parece que no se debe pensar en salir por allí si no tenemos un buen petardo. Son de bronce y deben tener un espesor enorme. Aquellos canallas huían para arrastrarnos a esta emboscada y lo han conseguido plenamente.
—¿No ha descubierto ningún otro pasaje?
—No, señor Sandokan.
—¿Y nuestros hombres qué hacen? —preguntó Yanez que comenzaba a perder su flema—. Ya deberían estar aquí.
—Daría la mitad de mis riquezas por saber algo de ellos —dijo Sandokan—. Este silencio me inquieta.
—Y a mí también —dijo Tremal-Naik—. Sandokan, no perdamos tiempo y busquemos salir de aquí lo más pronto posible, antes de que los thugs nos jueguen alguna pésima pasada.
—Si intentan entrar; tenemos pólvora y balas en abundancia.
—¿Sabías que una vez, en una de estas cavernas, donde Kammamuri y yo nos habíamos refugiado después de haber raptado a la madre de mi Darma, por poco no nos han cocinado vivos? Podrían repetir aquel suplicio espantoso para obligarnos a rendirnos.
—Espero que mis hombres no los dejen...
—¡Calla! —dijo en aquel momento Yanez, que se había acercado a la puerta que cerraba la galería que llevaba a la pagoda—. Oigo descargas lejanas.
—¿De dónde provienen?
—De la pagoda, me parece.
Todos se habían precipitado hacia la maciza puerta de bronce apoyando las orejas sobre el metal.
—Sí, descargas —dijo Sandokan—. Mis hombres continúan combatiendo. Amigos, intentemos alcanzarlos.
—Es imposible derribar esta puerta —dijo de Lussac.
—Hagámosla saltar —respondió Yanez—. Yo tengo alrededor de una libra de pólvora en mi bolsa, y ustedes deben tener casi otro tanto. Podemos por consiguiente preparar una buena mina.
—Siempre y cuando no saltemos también nosotros —observó Tremal-Naik.
—La caverna es bastante amplia —dijo Sandokan—. ¿No le parece, señor de Lussac?
—No hay peligro —respondió el francés—. Bastará con que nosotros nos recostemos boca abajo en la otra extremidad. Le aconsejo no obstante hacer un petardo de un par de libras de pólvora, no más. Bastarán para desquiciar la puerta.
—Vamos, entonces —dijo Yanez—. Cavemos un hornillo para colocarla.
—Mientras, confeccionaré la bomba —dijo el francés—, usando mi cinturón de piel. Es ancho y resistente.
Los malayos ya habían empuñado los parang y se preparaban para cavar un agujero bajo la puerta, cuando se oyeron una serie de detonaciones acompañadas por clamores espantosos.
—¿Qué sucede? —gritó Yanez.
—Deben ser los nuestros que hacen saltar las puertas de la galería —respondió Sandokan—. Parece que se combate furiosamente hacia la pagoda.
De pronto se oyó a Tremal-Naik mandar un grito de furor, seguido por un diluvio de agua que parecía precipitarse de lo alto.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Sandokan.
—Pasa que los thugs se preparan para ahogarnos —respondió Tremal-Naik con voz estrangulada—. ¡Mira!
En la extremidad opuesta de la caverna se precipitaba, por una grieta que se había abierto en un ángulo de la bóveda, un enorme chorro de agua.
—¡Estamos perdidos! —había exclamado Yanez.
Sandokan se había quedado mudo, no obstante en sus ojos, quizá por primera vez, se leía una profunda ansiedad, mientras su rostro se había ensombrecido.
—Si dentro de cinco minutos nuestros hombres no están aquí, para nosotros habrá terminado —dijo de Lussac—. Es una tromba de agua la que nos derraman encima aquellos malandrines. ¿Qué me dice, señor Yanez?
—Que la mina no podemos prepararla más —respondió el portugués.
Luego se sacó de un bolsillo un cigarrillo, lo encendió y se puso a fumar tranquilamente, calmo e impasible como si se encontrase sobre el puente del prao.
—¿Qué podemos intentar, Sandokan? —preguntó Tremal-Naik—. ¿Nos dejaremos ahogar así?
También aquella vuelta el pirata no respondió. Apoyado en la pared, con los brazos estrechados sobre el pecho, los labios contraídos, la frente borrascosamente fruncida, miraba el agua que ya había invadido todo el piso de la caverna y que trepaba rápida borboteando oscuramente.
—Señores —dijo Yanez—, preparémonos para nadar. Esperemos no obstante que los thugs me dejen terminar el cigarrillo y que...
Una terrible detonación, que hizo tambalear incluso a la puerta de hierro, le interrumpió la frase.
En el mismo momento el agua alcanzaba sus cinturas, trepando con furia creciente.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Espadín: Espada de hoja muy estrecha o triangular que se usa como prenda de ciertos uniformes.

Libras: 1 lb = 0,45359237 kg. Por lo tanto 2 lb, equivalen a 0,91 kg.

Hornillo: Concavidad que se hace en la mina, donde se mete la pólvora para producir una voladura.

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