Mientras Sandokan y sus compañeros, muerto el estrangulador que había intentado sorprender a Tremal-Naik, se preparaban para escalar audazmente la pagoda, el grueso de la banda, guiado por Kammamuri y Sambigliong, se había detenido en medio de la jungla a quinientos o seiscientos metros del estanque, esperando la señal para avanzar.
Durante la travesía desde el Mangal hasta aquel lugar no habían encontrado ningún ser viviente, ni Punthy, que los precedía, había dado nunca algún signo de inquietud.
Kammamuri que conocía los alrededores de la pagoda mejor aún que Tremal-Naik, habiendo estado por seis meses prisionero de los thugs, había colocado a sus hombres de frente a la entrada de la pagoda que se divisaba muy bien, aunque un poco de lejos, a causa de su alta gradería y sus enormes columnas que sostenían dos monstruosas estatuas representando a Kali bailando sobre el cadáver de un gigante.
El regreso de Darma les había anunciado que su amo ya debía haber escalado la cúpula de la pagoda, por eso había dado orden a la tropa de avanzar hasta el margen de la jungla a fin de estar mejor dispuestos para acudir en su ayuda y la de sus audaces compañeros.
—No faltan mas que pocos minutos para la medianoche —dijo a Sambigliong que se le había tendido al costado—. La señal no tardaremos en escucharla. ¿Están listos los petardos?
—Tenemos doce —respondió el maestre de la Marianna.
—¿Saben usarlos tus hombres?
—Todos están familiarizados con las bombas. Hacemos gran consumo cuando abordamos las naves de los ingleses. No temas: la puerta saltará, aunque sea de hierro. ¿Crees que opondrán resistencia los thugs?
—No se dejarán arrebatar a la pequeña Darma sin empeñar la lucha —respondió Kammamuri—. Los estranguladores son valientes y afrontan la muerte sin temblar.
—¿Serán muchos?
—Cuando era su prisionero no eran nunca menos de doscientos o trescientos en los subterráneos.
—Maestre —dijo en aquel momento un malayo, que estaba cerca—, veo las ventanas de la pagoda iluminarse.
Kammamuri y Sambigliong habían brincado en pie.
—Los thugs deben haber encendido la gran lámpara —dijo el maratí—. Se preparan para hacer la ofrenda de sangre.
—¿Y el Tigre de la Malasia, qué hará? —se preguntó Sambigliong.
—¡Pronto! —comandó Kammamuri.
Los treinta piratas se habían alzado como un solo hombre, armando las carabinas.
En aquel momento un clamor espantoso se alzó en la pagoda, acompañado por un primer tiro de fusil, luego de una descarga.
—¡Asaltan al capitán! —había gritado Sambigliong—. ¡Vamos, cachorros de Mompracem!
—¡Adelante! —había comandado Kammamuri.
La banda se había arrojado a través de las últimas cañas a paso de carrera, mientras en la pagoda las detonaciones se sucedían a las detonaciones y los alaridos se redoblaban.
En cinco minutos los piratas superaron la distancia, pero cuando llegaron delante de la puerta de la pagoda, parecía que el combate hubiese cesado, porque no se oían más disparos y los gritos se perdían a lo lejos, debilitándose rápidamente.
—¡Los petardos! ¡Pronto! —gritó Kammamuri, después de haber intentado, en vano, sacudir la puerta de bronce de la pagoda.
Dos malayos se habían lanzado sobre la gradería deponiendo delante de la puerta dos bombas que ya tenían la mecha encendida, cuando de los matorrales allí cerca se oyeron clamores horribles.
Dos turbas de hombres, armados de lazos y talwar, se habían imprevistamente arrojado sobre los piratas que se encontraban reagrupados en la base de la escalera.
Eran al menos doscientos estranguladores, completamente desnudos y con los cuerpos untados con aceite de coco para huir más fácilmente a los aprietes de los adversarios.
Los malayos y los dayak, aún cuando sorprendidos por aquel imprevisto e inesperado asalto, no habían perdido el ánimo.
Con rapidez fulmínea se dispusieron en dos frentes y los recibieron, los más cercanos, con terribles descargas de carabina, arrojando por tierra a una treintena entre muertos y moribundos.
—¡Mantengan estrechadas las filas! —había gritado Sambigliong.
A pesar de aquellas dos descargas, los estranguladores no se habían detenido. Aullando como bestias feroces, se habían arrojado a lo loco sobre el pequeño pelotón, creyendo aplastarlo fácilmente y dispersarlo, ignorando que tenían enfrente a los más formidables guerreros del archipiélago malayo, crecidos entre el humo de la artillería y aguerridos por cientos de abordajes.
Los Tigres de Mompracem, arrojadas las carabinas, habían empuñado sus pesados sables, armas terribles en sus manos y más adecuadas para defenderse de los lazos que silbaban en todas las direcciones, mientras Darma y Punthy trabajaban con los dientes sobre las carnes de los enemigos.
Arrimados espalda con espalda, los valientes corredores del mar, recibieron el formidable choque sin oscilar, granizando sablazos sobre los más cercanos.
Una refriega tremenda se empeñó, refriega no obstante que tuvo la duración de pocos minutos, porque los malayos a un comando de Sambigliong, a su vez cargaron contra los asaltantes, con tal impulso como para barrer el suelo.
Como había dicho Sandokan a de Lussac, una vez lanzados, sus hombres no se detenían más.
Viendo a los thugs replegarse confusamente, se habían arrojado entre las dos turbas, masacrando a cuantos se encontraban delante, mientras los dayak de Kammamuri, retomadas las carabinas, mantenían un fuego infernal para apoyar el ataque de sus camaradas.
En el momento mismo en el cual los estranguladores volvían las espaldas, los dos petardos, colocados sobre la cima de la gradería, estallaban con horrible estruendo, desquiciando y abatiendo la puerta de bronce de la pagoda.
Una banda de indios que se había replegado hacia la gradería, intentando reorganizar la resistencia, oyendo los batientes colapsar, subió precipitadamente, invadiendo la pagoda.
—¡Dejen a los otros! —gritó Kammamuri—. ¡Al templo! ¡Al templo! ¡El Tigre de la Malasia está allí! ¡Sambigliong! ¡Protégenos las espaldas!
Se lanzó sobre la gradería seguido por los dayak, mientras los malayos del maestre de la Marianna, terminaban de dispersar a los thugs que habían intentado reagruparse cerca de la orilla del estanque, obligándolos a refugiarse en la jungla y hacia un árbol inmenso que por sí solo formaba una floresta, un enorme baniano, sostenido por una multitud de troncos.
Los thugs, refugiados en la pagoda, habiendo quizá comprendido que sus adversarios apuntaban a invadir los subterráneos, hicieron no obstante frente al ataque de los dayak, cargándolos a su vez con los talwar en puño.
Cuatro veces los piratas treparon intrépidamente al asalto de la gradería y otras tantas veces debieron volverla a descender precipitadamente, dejando algún muerto y algún herido. Afortunadamente los malayos de Sambigliong corrían en su ayuda.
Con dos descargas de carabina barrieron la cima de la gradería, luego los malayos y dayak se precipitaron dentro de la pagoda. Sus adversarios no obstante no los habían esperado.
Desanimados por las enormes pérdidas sufridas, impotentes al medirse con sus ligeros talwar contra los pesados sables de los tigres de Mompracem, se habían volcado precipitadamente hacia la galería que conducía a los subterráneos, cerrando la puerta que era también de bronce y no menos robusta que la de la pagoda.
—¿Y mi amo? —gritó Kammamuri, no viendo a nadie más en la pagoda—. ¿Y el Tigre de la Malasia y el señor Yanez?
—¿Habrán salido por alguna otra parte? —dijo Sambigliong.
—¿O habrán sido hechos prisioneros? —dijo el maratí—. Aquí también han venido y eran ellos quienes hacían fuego. Miren aquellos muertos que se encuentran alrededor de la estatua de Kali. Han sido muertos por ellos, estoy seguro.
Una profunda ansiedad se había apoderado de todos, ignorando lo que había sucedido entre el pelotón de Sandokan y los thugs.
—Sambigliong —dijo Kammamuri, después de algunos instantes de angustioso silencio—. Hagamos saltar la puerta e invadamos los subterráneos.
—¿Crees que el Tigre se encuentra allí dentro? —preguntó el maestre.
—Si aquí no hay nadie y no hemos visto salir a ninguno, significa que han penetrado en la galería. Apresurémonos: quizá estén en peligro.
—Coloquen dos petardos —comandó Sambigliong—, carguen las carabinas y enciendan las antorchas.
Los malayos que llevaban las bombas estaban por obedecer, cuando una puertecita simulada detrás de una estatua representando la octava encarnación de Visnú se abrió, y una niña provista de una antorcha se lanzó en la pagoda, gritando:
—¡El sahib blanco y sus amigos se ahogan! ¡Sálvenlos!
—¡Surama! —habían exclamado Kammamuri y Sambigliong, corriendo hacia la joven.
—¡Sálvenlos! —repitió la bayadera que tenía lágrimas en los ojos.
—¿Dónde están? —preguntó Kammamuri.
—En una de las cavernas de la galería. Los thugs han cortado el tubo que les provee de agua y la han inundado para ahogar al sahib blanco, al Tigre y a los otros.
—¿Sabrías conducirnos hasta ellos?
—Sí, conozco la galería.
—¡Abajo la puerta! —gritó Sambigliong.
Dos petardos fueron encendidos y puestos en tierra, luego los piratas retrocedieron precipitadamente hasta la gradería de la pagoda.
Diez segundos después, la puerta, desfondada por el estallido de las dos bombas, se desplomaba a tierra.
—Mantente detrás de nosotros, Surama —dijo Kammamuri, tomando una antorcha—. ¡Vamos, a la carrera, tigres de Mompracem!
Se metieron en la oscura galería, empujándose los unos con los otros, todos queriendo ser los primeros en acudir en ayuda del Tigre de la Malasia; luego de recorridos cien pasos, fueron detenidos por otra puerta.
—Hay aún otra más adelante —dijo Surama—. Aquella que cierra la caverna donde están prisioneros sus jefes.
—Afortunadamente tenemos aún media docena de petardos —respondió Sambigliong.
Retrocedieron después de haber encendido la mecha.
La explosión que sucedió fue tan formidable que todos los piratas cayeron el uno sobre el otro bajo el impulso del aire, no obstante también la puerta había caído.
—¡Adelante! —comandaron Kammamuri y Sambigliong.
Reanudaron la carrera adentrándose bajo aquellas oscuras bóvedas, hasta que llegaron delante de la tercera puerta.
Más allá se oía un estruendo extraño como si una catarata de agua se precipitase de una altura considerable.
—Están allí dentro —dijo Surama.
—¡Capitán! ¡Señor Yanez! —gritó Kammamuri con voz tonante—. ¿Me oyen?
Aún cuando el fragor continuase, oyó distintamente la voz vibrante de Sandokan gritar:
—¿Son nuestros hombres?
—Sí, señor Sandokan.
—Apresúrense a desfondar la puerta; tenemos el agua hasta el cuello.
—Aléjense todos; colocamos el petardo.
—Da fuego entonces —respondió Sandokan.
La bomba fue puesta detrás de la puerta, luego los piratas se retiraron rápidamente por el corredor, yendo doscientos pasos más atrás, dentro de una galería lateral que se bifurcaba.
Habiendo sido la mecha cortada a fin de que el estallido sucediese sin retraso, la detonación no se hizo esperar mucho.
—¡Las armas listas! —gritó Sambigliong lanzándose adelante.
Todos se le habían lanzado detrás. Habían recorrido cincuenta metros cuando un torrente de agua que se derramaba a través de la galería con el fragor del trueno los embistió volviéndolos a lanzar hacia atrás.
Era una verdadera oleada que cesó no obstante casi de súbito, huyendo por la galería lateral que tenía una fuerte pendiente.
Un momento después vieron dos antorchas brillar en dirección de la caverna, luego oyeron la voz de Sandokan gritar:
—¡No hagan fuego...! ¡Somos nosotros...!
Un alarido de alegría escapado de treinta pechos saludó la aparición del Tigre de la Malasia y de sus compañeros.
—¡Salvados...! ¡Salvados...! ¡Viva el capitán...!
Aún había mucha agua en la galería porque salía siempre de la caverna, no obstante llegaba a duras penas hasta las caderas de los piratas.
Sandokan y Yanez, divisando a Surama, no habían podido refrenar un grito de estupor.
—¡Tú, niña! —habían exclamado.
—Y es a esta brava bayadera que deben también la vida, señores —añadió Kammamuri—. Ha sido ella quien nos advirtió que fueron encerrados en una caverna y en peligro de ahogarse.
—¿Quién te lo había dicho, Surama? —preguntó Yanez.
—Lo había sabido por los thugs encargados de cortar los canales de agua. Los habían atraído expresamente a aquel antro para ahogarlos —respondió la niña.
—¿Y con Sirdar, qué ha sucedido? —preguntó Sandokan—. ¿Nos ha traicionado, verdad?
—No, sahib —respondió Surama—, él está detrás de Suyodhana.
—¿Qué quieres decir, niña? —gritó Tremal-Naik, con voz alterada.
—Que el jefe de los thugs ha huido una hora antes de su arribo, después de haber hecho despejar la antigua galería que llevaba al baniano sagrado.
—¿Y mi hija?
—La ha llevado consigo.
El pobre padre mandó un grito desgarrador, cubriéndose el rostro con las manos.
—¡Huido...! ¡Huido...!
—Pero Sirdar lo sigue —dijo Surama.
—¿Y adónde ha huido? —preguntaron a una voz Sandokan, Yanez y de Lussac.
—A Delhi, a fin de ponerse bajo la protección de los insurrectos. Sirdar antes de seguirlo me ha dado esta carta para ustedes.
Sandokan se apoderó vivamente de la hoja de papel que la joven había sacado del corsé.
—¡Una antorcha! —comandó el Tigre—. Veinte hombres a las dos desembocaduras de la galería y que hagan fuego sobre el primero que se acerque.
Tremal-Naik, que se enjugaba las lágrimas, de Lussac, Yanez y Kammamuri lo habían rodeado presa de una profunda ansiedad.
Sandokan leyó:
Suyodhana ha huido por la vieja galería después de la imprevista aparición del mahant.
Ya sabe todo y les teme, pero sus hombres están preparados para la resistencia y decididos a sacrificarse hasta lo último con tal de suprimirlos.
Huimos hacia Port Canning, para Calcuta, donde nos embarcaremos para Patna y desde allí alcanzaremos a las tropas insurrectas que se concentran en Delhi.
Pase lo que pase no lo dejaré, y vigilaré a Darma.
En la oficina postal de Calcuta encontrarán nuevas mías.
Sirdar.
Después de la lectura de aquella carta había sucedido un breve silencio, roto solamente por los sordos sollozos de Tremal-Naik.
Todos miraban al Tigre de la Malasia cuyo rostro asumía rápidamente un aspecto terrible. Comprendían que el formidable hombre estaba meditando alguna espantosa venganza.
De pronto se acercó a Tremal-Naik y posándole la mano sobre el hombro le dijo:
—Te he dicho que no dejaremos estos lugares si antes tú no vuelves a ver a tu pequeña Darma y nosotros, la piel del Tigre de la India y sabes que Yanez y yo somos hombres capaces de mantener nuestras promesas. Suyodhana otra vez ha huido; en Delhi lo volveremos a encontrar y más rápido quizá de lo que crees.
—¿Seguirlo hasta allá, en estos momentos en los que toda la India septentrional está en llamas? —dijo Tremal-Naik.
—¿Qué importa? ¿Es que quizá no somos hombres de guerra? Señor de Lussac, ¿podría usted hacernos obtener del gobernador de Bengala, en recompensa del servicio que nosotros prestaremos a los ingleses, un salvoconducto que nos permita atravesar la alta India, sin ser inquietados por las tropas operantes?
—Lo espero, capitán, es más, estoy seguro, tratándose de atrapar a un hombre sobre cuya cabeza pesa desde hace veinte años una recompensa de diez mil libras esterlinas.
—¡Atraparlo! No, señor, matarlo —dijo Sandokan fríamente.
—Como quiera.
Sandokan permaneció un momento silencioso, luego retomó:
—Tú un día, Tremal-Naik, me has contado que sobre estas cavernas corre un río.
—Sí, el Mangal.
—Que en un antro se encuentra una puerta de hierro que comunica con aquel río y que tiene un grueso tubo.
—Sí, lo he visto también varias veces durante mi cautiverio —dijo Kammamuri—. Sirve para suministrar agua a los habitantes de los subterráneos.
—¿Sabrían conducirnos a aquella caverna?
—Sí —respondieron los dos indios.
—¿Está lejos?
—Deberemos recorrer cuatro largos corredores y atravesar la pagoda subterránea.
—Guíanos a aquel antro —dijo Sandokan, con una cruel sonrisa—. ¿Cuántos petardos tienen aún?
—Seis —respondió Kammamuri.
—¿Hay otro pasaje, sin desfondar la puerta de la caverna?
—La galería se bifurca a doscientos pasos de aquí —dijo Kammamuri—. Es por ahí que deben haber huido los thugs que se habían refugiado en la pagoda.
—A mí, tigres de Mompracem —gritó Sandokan—. Aquí combatiremos la última lucha contra los tigres de Rajmangal. ¡A la cabeza Kammamuri y planta tu antorcha en la punta de la carabina! ¡Adelante! ¡La última hora está por tocar para los estranguladores de la India!
ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN
Patna: Ciudad del noroeste de la India, a orillas del Ganges. Es la capital de Pradesh y centro comercial de productos agropecuarios y artesanías.
Diez mil libras esterlinas: El valor relativo de £10.000,00 en 1857 corresponden a £852.000,00 en 2014, utilizando IPC (índice de precios al consumidor).
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