No había transcurrido medio minuto, que la tropa embocaba la galería lateral que Kammamuri aseguraba conducía a la pagoda subterránea y a las principales cavernas que servían de refugio a los secuaces de Suyodhana.
Una rabia furiosa por acabar de una buena vez con aquella secta infame, que cosechaba tantas víctimas humanas, para ofrecer a su monstruosa diosa la sangre de los muertos, inflamaba en el pecho de todos.
Incluso de Lussac no había hecho la menor protesta al cruel, pero seguro merecido castigo que Sandokan se proponía infligir a aquella secta de asesinos.
Los thugs no habían dado más signos de vida después de la invasión de los piratas y hasta el dhak había cesado de redoblar en el fondo de las misteriosas cavernas, no obstante Sandokan y sus compañeros no se ilusionaban con no encontrar resistencia, es más procedían con infinita cautela, para no caer en una emboscada y se mantenían muy inclinados a fin de no recibir alguna imprevista descarga.
Kammamuri, el más práctico de todos, habiendo sido, como hemos dicho, varios meses prisionero de los estranguladores, procedía delante de todos teniendo la antorcha fija en el cañón de la carabina, para mejor engañar a los adversarios y para hacer errar sus tiros, y estaba flanqueado por el tigre y por Punthy.
Lo seguían, Sandokan, Tremal-Naik y Yanez con un pelotón de ocho malayos, escogidos entre los mejores tiradores, luego a veinte pasos el grueso, con dos antorchas, a las órdenes del señor de Lussac y Sambigliong.
Surama había sido colocada en medio del último grupo.
El agua que continuaba remontando, saliendo siempre de la caverna y que luego se vertía en la galería lateral amortiguaba sin embargo los pasos de los invasores.
Descendía borboteando entre las piernas de los piratas, con rapidez creciente, aumentando a cada instante la pendiente de la galería.
—¿Los thugs habrán huido? —preguntó de pronto Yanez—. Ya hemos recorrido ciento cincuenta pasos y aún no nos han asaltado.
—Nos esperarán en alguna caverna —dijo Tremal-Naik, que lo precedía, manteniéndose detrás de Kammamuri.
—Sin embargo, a este silencio preferiría un furioso combate —dijo Sandokan—. Temo una traición.
—¿Cuál?
—Que intenten ahogarnos en alguna otra caverna.
—No hemos visto ninguna otra puerta, por consiguiente podremos siempre retirarnos al primer indicio de que el agua se eleve.
—Sospecho que concentran la defensa en la pagoda subterránea —respondió Tremal-Naik.
—Nadie nos impedirá penetrarla, aunque fuesen diez veces más numerosos. Quiero ahogarlos a todos y destruir para siempre esta cueva de bandidos.
—¡Alto! —dijo en aquel momento Kammamuri.
Habían llegado a una abertura de la galería y Kammamuri se había parado divisando en el fondo de ella puntos luminosos, que se agitaban con extrema rapidez.
Punthy había mandado un ladrido sonoro y el tigre había hecho oír un sordo maullido.
—Nuestras bestias han olfateado un peligro —dijo Tremal-Naik.
—Recuéstense todos en el suelo —comandó Sandokan—. Alcen bien las antorchas.
Todos se habían detenido y habían obedecido. El agua que estaba bastante baja, se precipitaba rapidísimo, indicando de ese modo una fuertísima pendiente del suelo.
Las luces continuaban moviéndose, ahora apoyándose y reagrupándose hacia la derecha y ahora hacia la izquierda.
—¿Qué hacen? —preguntó Sandokan—. ¿Son señales u otra cosa?
Punthy mandó en aquel momento un segundo ladrido. ¿Era una advertencia?
—Alguien se acerca —dijo Kammamuri.
Había apenas terminado que una violentísima descarga retumbó en la galería, y se vieron, a la luz de los destellos, varios hombres adosados a las paredes.
No obstante, habían apuntado demasiado alto, donde brillaban las antorchas, no sospechando que estuviesen fijadas a los cañones de las carabinas.
—¡Fuego, y a la carga! —gritó Sandokan brincando precipitadamente en pie—. ¡En reserva las armas de fuego del grueso!
La vanguardia, que como ya hemos dicho se componía de tiradores escogidos, a aquel comando descargó las carabinas sobre los thugs que ya habían sido divisados reagrupados cerca de las paredes, luego se arrojó adelante con el parang en puño, mandando clamores salvajes, mientras que el tigre y Punthy caían a su vez sobre los más cercanos, despedazando y mordiendo ferozmente a cuantos se encontraban a su alcance.
El efecto de aquella descarga debía haber sido terrible, porque los piratas tropezaban a menudo con los seres humanos esparcidos por el suelo.
Sandokan, oyendo a los thugs huir, no permitiendo la luz de la antorcha llevada por Kammamuri distinguirlos, no procuraba más retener a sus hombres que ya no formaban mas que un grupo compacto, ya que aquellos de la retaguardia se habían confundido con los de la vanguardia, ansiosos por tomar parte también ellos en la lucha.
La galería bajaba siempre, ensanchándose en cambio poco a poco. Las luces que poco antes brillaban en su extremidad habían desaparecido; todavía los piratas podían ver dónde iban, porque las antorchas que ardían sobre los cañones de las carabinas no se habían apagado, a pesar del estrépito enorme producido por aquellas dos descargas.
Aquella carrera desenfrenada, a través de las misteriosas galerías de los estranguladores duró dos o tres minutos; luego Sandokan y Kammamuri, que estaban delante de todos, mandaron un grito tonante:
—¡Paren!
Delante de ellos habían oído un fragor metálico, como si una puerta de hierro o de bronce hubiese sido cerrada y Punthy se había puesto a ladrar furiosamente.
Los piratas después de haberse chocado impetuosamente los unos contra los otros, no habiendo podido frenar de golpe el impulso, se habían detenido apuntando las carabinas.
—¿Qué es entonces? —preguntó Yanez, alcanzando a Sandokan.
—Parece que los thugs nos han cerrado el camino —respondió el jefe de los piratas de Mompracem—. Debe haber una puerta delante de nosotros.
—La haremos saltar con un buen petardo —dijo de Lussac.
—Ve a ver, Kammamuri —dijo Tremal-Naik.
—Siempre la antorcha muy alta —aconsejó Sandokan—, y ustedes bájense todos.
El maratí estaba por obedecer, cuando algunos disparos retumbaron, no delante de los piratas, sino a sus espaldas.
—Nos toman entre dos fuegos —dijo Sandokan—. Sambigliong, toma diez hombres y cúbrenos las espaldas.
—Sí, capitán —respondió el maestre.
Los disparos se sucedían a los disparos, pero los thugs engañados por las antorchas que eran mantenidas siempre muy altas, no golpeaban mas que a las bóvedas de la galería.
Sambigliong y sus hombres, guiados en cambio por la luz de los destellos producidos por la pólvora, se arrastraron silenciosamente hacia aquellos tiradores y les cayeron furiosamente encima, asaltándolos con los parang.
Mientras su pelotón empeñaba un furioso combate, Kammamuri, Sandokan y Tremal-Naik se habían arrimado rápidamente a la puerta que les impedía avanzar, para desquiciarla con un petardo al cual habían ya encendido la mecha; sin embargo para su sorpresa la encontraron entornada.
—La han reabierto —dijo Tremal-Naik.
Estaba por empujarla, cuando Sandokan lo detuvo.
—Quizá haya una emboscada ahí detrás —dijo.
Los gruñidos del tigre confirmaban sus sospechas y también los soplidos rumorosos del perro.
—¿Esperan que abramos para fusilarnos a quemarropa? —preguntó Tremal-Naik, en voz baja.
—Estoy seguro.
—A pesar de todo, no podemos detenernos aquí.
—Haga avanzar silenciosamente a nuestros hombres, señor de Lussac, y dígales que estén listos para hacer fuego. Dame el petardo, Kammamuri.
Tomó la bomba y sopló sobre la mecha para hacerla consumir más rápido a riesgo de verla estallar en las manos, luego entornó dulcemente la puerta y la lanzó gritando:
—¡Atrás!
Un momento después se oyó una formidable detonación, seguida de alaridos horribles.
La puerta, arrancada de sus goznes por la violencia de la explosión, había caído.
—¡Adelante! —gritó Sandokan, que había sido derribado por el desplazamiento violentísimo del aire.
Hombres huían a lo loco delante de ellos, mientras en el suelo se debatían, en las últimas convulsiones de la muerte, algunos thugs, con los miembros rasgados y los vientres horrendamente destrozados.
Los piratas se habían encontrado en una vasta sala subterránea que estaba iluminada por algunas antorchas infijas en las hendiduras de las paredes, y adornada con algunas estatuas monstruosas, representando quizá a los genios indios.
Dispararon algunos tiros detrás de los fugitivos a fin de impedirles reorganizarse, luego se lanzaron en carrera desenfrenada.
Sambigliong, que había rechazado a los asaltantes, los había ya alcanzado llevando entre los poderosos brazos a Surama, a fin de que no quedase atrás y volviese a caer en manos de los thugs.
No encontraban ninguna resistencia más, ni en las galerías que atravesaban, ni en las cavernas.
Los estranguladores, ya impotentes para hacer frente a aquellos terribles adversarios que ningún obstáculo los contenía, huían por todas partes con clamores ensordecedores, una parte refugiándose en las galerías laterales, otra parte dirigiéndose hacia la pagoda subterránea para intentar quizá ganar la salida del baniano reabierta por Suyodhana.
—¡Adelante! ¡Adelante! —gritaban malayos y dayak entusiasmados por aquella carga que barría todo.
De pronto no obstante, cuando menos se lo esperaban, vieron desplomárseles encima una nube de estranguladores.
—¡Intentan defender la pagoda subterránea! —aulló Kammamuri—. ¡Está detrás de ellos!
Era quizá la última lucha que empeñaban los thugs.
Sandokan, con un comando rápido, había dispuesto a sus hombres en cuadro, maniobra que podían ejecutar sin dificultad encontrándose en aquel momento en una sala subterránea, bastante vasta y que parecía tuviese numerosas comunicaciones.
De las galerías laterales salían, corriendo furiosamente, hombres casi desnudos, agitando lazos, hachas, piquetas, cuchillas, talwar e incluso carabinas y pistolones.
Aullaban espantosamente, invocando a su divinidad, pero aquellos alaridos no asustaban en absoluto ni a los malayos, ni a los dayak habituados a los tremendos gritos de guerra de sus salvajes compatriotas.
—¡Fuego sin misericordia! —había gritado Sandokan que se encontraba en primera fila con Yanez y Tremal-Naik —¡Cuiden que no se apaguen las antorchas!
Un fusilazo nutrido, disparado casi a quemarropa, bajó a los primeros que llegaron encima del cuadro, arrojando muchos a tierra; le siguió enseguida un segundo; luego se empeñó una refriega sangrienta con armas blancas.
Aún cuando cinco o seis veces inferiores, los cachorros de Mompracem, resistían tenazmente a los furibundos ataques de los fanáticos, sin abrir sus filas.
Hombres caían también de su parte bajo los tiros de pistola y carabina de los sectarios; pero no por esto se asustaban y hacían intrépidamente frente a los enemigos, maravillando a de Lussac que creía verlos desacomodarse después de los primeros ataques.
El terreno se cubría de muertos y moribundos, no obstante los thugs, aún cuando fueran incesantemente rechazados, volvían a la carga con una obstinación admirable, intentando aplastar a aquel grupo que había tenido la audacia de descender en sus cavernas.
Aquello no podía durar largo tiempo. La tenacidad y el coraje más que extraordinario de los tigres de Mompracem, debían desorganizar a aquellas bandas indisciplinadas, que cargaban a lo loco.
Viendo a los thugs vacilar, Sandokan aprovechó para darles el último golpe.
A la vez, lanzó a sus hombres al asalto, divididos en cuatro grupos.
El impulso de los piratas fue tal que las columnas de los thugs fueron en breves instantes cortadas a pedazos con golpes de parang y campilán.
La derrota era completa.
Los fanáticos, después de una brevísima resistencia, se habían atestado en la galería que metía en la pagoda subterránea, acosados por los piratas que no perdonaban a más nadie y que daban sablazos despiadadamente a los menos ágiles.
En vano los estranguladores intentaron cerrar la puerta de bronce que metía en la pagoda. Los tigres de Mompracem no les dieron tiempo y entraron casi juntos en el inmenso subterráneo en cuyo centro, bajo una gran lámpara iluminada, se alzaba una monstruosa estatua representando a la siniestra divinidad, con un cuenco delante dentro del cual nadaban algunos pececillos amarillos del Ganges, probablemente mangos.
Los piratas, guiados por Kammamuri y Tremal-Naik atravesaron a la carrera, continuando fusilando a los thugs que huían delante de ellos, aullando desesperadamente, y entraron en una segunda caverna, menos vasta que la de la pagoda, donde reinaba una humedad extraordinaria.
De las bóvedas caían gruesas gototas y también a lo largo de las paredes descendían hilos de agua que se reunían en una fosa profunda.
Kammamuri indicó a Sandokan una gradería sobre cuya cima se divisaba una maciza puerta de hierro con numerosos tubos que se dividían en varias direcciones.
—¿Da al río, verdad? —preguntó el Tigre de la Malasia.
—Sí —respondió el maratí.
—Denme dos petardos.
—¿Qué quiere hacer? —preguntó de Lussac.
—Inundar los subterráneos: así terminará el reino del Tigre de la India.
—¡Ahogará a todos!
—Tanto peor para ellos —respondió Sandokan fríamente—. He jurado venir aquí a destruirlos y mantendré mi promesa. Prepárense para huir.
Tomó de las manos de Yanez dos petardos con las mechas ya encendidas, y las colocó cerca de la puerta, luego descendió rápidamente gritando:
—¡En retirada!
No obstante, llegado sobre la puerta de la pagoda se detuvo, mirando fijamente los dos puntos luminosos, que chisporroteaban sobre el último escalón de la escalera.
Ciertamente quería asegurarse de que la humedad no apagase las mechas.
Pasaron algunos segundos, luego un destello desgarró la oscuridad que tuvo detrás una detonación formidable, que repercutió con un denso fragor a través de las profundas galerías, seguido por un bramido ensordecedor.
Una enorme columna de agua, es más una catarata, se derramaba en la caverna, extendiéndose rápidamente por todas partes.
—¡En retirada! —repitió Sandokan lanzándose a la pagoda—. ¡El agua invade los subterráneos!
Todos huían precipitadamente al vacilante claror de las antorchas, mientras a sus espaldas oían siempre más el estruendo siniestro de las aguas del Mangal, precipitándose a través de las galerías y subterráneos.
Atravesaron como un relámpago la pagoda, mientras a los lejos se oían los alaridos espantosos de los thugs que las aguas sorprendían dentro de sus oscuros refugios, luego se metieron en el corredor.
Sambigliong, cuya fuerza muscular era prodigiosa, llevaba siempre a Surama a fin de que las aguas no la alcancen.
Estaban por atravesar la última galería, cuando oyeron un estrépito espantoso, como si las bóvedas subterráneas hubiesen caído y una ola enorme los alcanzase cubriéndolos de espuma.
Pero ya la pagoda donde habían sostenido los primeros combates y que no corría ningún peligro de quedar sumergida, no se encontraba mas que a pocos pasos.
—¡Ahóguense todos! —gritó Sandokan cruzando la última puerta—. El refugio de los thugs no servirá mas que a los cocodrilos y a los peces del Mangal.
Cuando se encontraron al aire libre, a salvo de las aguas, divisaron en dirección del baniano, hombres que huían desordenadamente hacia los pantanos de la isla.
Algunos estranguladores más afortunados, debían haber alcanzado la salida hecha abrir por Suyodhana, y habían logrado salvarse, pero eran tan pocos que Sandokan no estimó oportuno molestarlos.
—Se encargarán los tigres y las serpientes de destruirlos —dijo.
Por consiguiente volviéndose a Tremal-Naik, le dijo palmeándole un hombro:
—Y ahora, a Calcuta y luego a Delhi. ¿Cuál es el camino más breve?
—Port Canning —respondió el bengalí.
—¡Vamos! Tendré la piel de Suyodhana o no seré más el Tigre de la Malasia.
ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN
Cuadro: “Quadrato” en el original, es una formación de la infantería que se dispone a modo de cuadrilátero para hacer frente al enemigo por sus cuatro costados.
Piquetas: Herramienta de albañilería, con mango de madera y dos bocas opuestas, una plana como de martillo, y otra aguzada como de pico.
Pececillos amarillos: “Pesciolini rossi”, en el original, que traducido es “pececillos rojos”. Pero en casos anteriores se lo describe de color amarillo, por eso lo cambié.
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