lunes, 5 de marzo de 2018

XIV. Sandokan al rescate


Apenas había transcurrido media hora desde que Surama había sido raptada merced a la audacia del faquir, cuando una de las sirvientas entraba en la estancia, para anunciar a su joven ama el regreso del jefe de la escolta con una carta urgente del Tigre de la Malasia.
Aún cuando hubiese pasado ya la medianoche, la fiel india no había dudado en vestirse prontamente y entrar, habiendo recibido la orden de despertarla en caso de que algún mensajero se hubiese presentado en el palacio.
El jefe de la escolta de Yanez se había detenido delante de la puerta, no obstante, oyendo a la mujer mandar un grito altísimo, se había lanzado adelante de súbito, temiendo que algún grave peligro amenazase a la prometida del portugués.
—¿Por qué aullas así? —había preguntado, poniendo una mano en la empuñadura de la cimitarra.
—¡Desaparecida!
—¿Quién?
—¡El ama!
—¡Es imposible!
—¡Mira! El lecho está vacío.
El malayo había hecho un gesto de estupor, luego su piel se había puesto grisácea, que es como decir palidísima. Había visto el lecho deshecho, las mantas volcadas y las sábanas vacías.
—¡Raptada! —había exclamado.
—Lo ves: no está más.
—¿Habrá salido?
—No, porque la puerta estaba cerrada y dos sirvientes vigilaban.
—Llama a todos y da la orden de preparar dos caballos, los mejores que se encuentren en las caballerizas.
La sirvienta salió corriendo mientras el malayo daba una vuelta a la estancia. La ventana con las contraventanas abiertas lo golpeó enseguida.
—¡Es por aquí que la han hecho descender! —exclamó.
Se inclinó sobre el alféizar, alargó los brazos y encontró la cuerda aún colgada del gancho.
—¡Pillos! —murmuró—. Cómo han hecho para introducirse aquí sin que nadie los oyese y sacarla sin que Surama mandase un grito o...
Se había bruscamente interrumpido, llevándose una mano a la frente.
—¿Qué siento? —se preguntó, mirando rápidamente alrededor—. Se diría que mi cerebro se vuelve pesado y que un leve entorpecimiento me invade... ¿Y este sutil perfume de dónde proviene? Sin embargo, no veo ninguna flor aquí.
En aquel momento entraban los sirvientes, las sirvientas y los cuatro malayos gritando y llorando.
—Silencio —dijo el jefe de la escolta—. Díganme ante todo si sienten algún perfume sospechoso aquí.
Todos olfatearon el aire varias veces, luego uno de los sirvientes exclamó:
—¡Han escondido aquí karma-yoga!
—¿Qué son? —preguntó el jefe.
—Flores que adormecen.
—Búsquenlas.
Los sirvientes se pusieron a hurgar por todas partes, desplazando los muebles, levantando los tapetes y los cortinados y consiguieron finalmente encontrar el pequeño ramillete que el astuto faquir había escondido y los pedazos de vidrio de la botellita redonda.
—Arrojémoslas fuera enseguida —dijo aquel que las había descubierto—. Corremos el riesgo de dormirnos también nosotros.
El ramillete fue lanzado a través de la ventana abierta.
—Díganme ahora —dijo el jefe—. ¿Han visto a alguien entrar?
—No —respondieron todos a una voz.
—¿Y algún ruido?
—Tampoco.
—¿Tienen alguna sospecha?
—No.
De pronto uno de los sirvientes mandó un grito:
—¿Y el gosain? Vamos a ver si está todavía.
La puerta que comunicaba con el salón fue abierta y todos pudieron constatar que el faquir no estaba más.
Un grito de rabia escapó de todas las bocas:
—¡El miserable!
—¿Qué quieren decir? —preguntó el jefe—. ¿Quién era? ¿Un hombre quizá?
—Un faquir —dijo uno de los cuatro malayos.
—¿Tú también lo has visto?
—Sí, jefe.
—¿Están listos los caballos?
—Están frente a la puerta señor —respondió un lacayo.
—Ven conmigo Loy —comandó el jefe—. Me contarás lo que ha sucedido durante el viaje. No debemos perder un solo instante. Quizá he demorado demasiado.
Descendieron rápidamente la escalera, sin haber añadido ninguna otra palabra y habiendo encontrado los caballos que pataleaban delante de la gradería, contenidos a duras penas por dos sirvientes, brincaron en las sillas de montar aflojando las riendas.
—¿Dónde vamos, Kubang? —preguntó Loy.
—A la pagoda subterránea. Advirtamos ante todo al Tigre de la Malasia.
—¿Y el capitán Yanez?
—El palacio del rajá está cerrado de noche y luego el capitán no podría intentar nada en este momento, mientras que el Tigre y Tremal-Naik están libres y tienen hombres valientes con ellos, como Kammamuri y aquel Bindar. Impulsa tu caballo y arma tu carabina. La noche pasada he matado un espía en los alrededores de nuestro refugio.
—¿Te había seguido?
—Sí, y por muchas horas; no obstante, lo he despachado pronto. No he hecho mas que emboscarme entre los centenares de troncos de un baniano y esperar a que me pasase delante. Una bala sola ha sido suficiente para cerrarle la boca eternamente. ¡Vamos, azota! Será un golpe terrible también para el Tigre de la Malasia al enterarse de la desaparición de Surama, que la ama como si fuese su hija.
Los dos caballos, dos espléndidos corceles de Guyarat, corrían como el viento, levantando una densa columna de polvo, no estando las antiguas ciudades indias pavimentadas.
En un cuarto de hora alcanzaron el último suburbio que se extendía a lo largo de la orilla izquierda del Brahmaputra y se lanzaron a campo abierto sin que los dos malayos hubiesen encontrado hasta entonces ningún ser viviente.
Otro cuarto de hora después, galoparon entre los densos matorrales de banianos, tara y mangifera que escondían en gran parte la enorme roca en cuyas entrañas se abría la pagoda subterránea.
—Prepárate para contarle todo al Tigre de la Malasia —dijo el jefe a Loy—. Ya estamos.
Cuatro hombres habían brincado bruscamente sobre el sendero que conducía al templo, apuntando las carabinas.
—Amigos —gritó el jefe—. Pronto, acudan a despertar al amo. Noticias graves.
Dos centinelas desaparecieron en los matorrales mientras los otros se volvían a poner al acecho, a fin de impedir que algún espía se acercase.
Los dos malayos, pocos instantes después, entraban en el templo subterráneo, precedidos por dos dayak provistos de antorchas y se introducían en la sala ya descripta, donde se encontraban a medio vestir el Tigre de la Malasia, Tremal-Naik, Kammamuri y el indio Bindar.
—¿Qué noticias traes? —preguntó el primero no sin una cierta conmoción—. Si has vuelto tan pronto quiere decir que algún grave acontecimiento ha sucedido en la ciudad.
—Gravísimo, Tigre de la Malasia: Surama ha sido raptada. Mi compañero te narrará todo.
Hubo entre los cuatro hombres un momento de silencio angustioso: el pirata y Tremal-Naik quedaron como fulminados.
—¡Desaparecida! —exclamó luego el primero con voz terrible—. ¿Quién pudo haber osado tanto? ¿Yanez lo sabe?
—No amo —respondió el malayo—. Surama ha sido sacada hace quizá un par de horas.
—¿Y por quién? —preguntó Tremal-Naik estrechando los puños, mientras el maratí se arrancaba los pelos de la raída barba.
—Escuchémoslo —dijo Sandokan.
—¡Habla! ¡Habla! —gritaron todos a una voz.
El malayo que estaba al servicio de Surama narró rápidamente cuanto había sucedido, no olvidando hacer caer sus sospechas sobre el gosain del brazo anquilosado. Aquella circunstancia golpeó de súbito a Bindar.
—Un faquir que lleva un ramito encerrado dentro del puño —dijo el indio, cuando el malayo hubo terminado—. No hay más que uno en toda la ciudad: Tantia.
—¿Lo conoces? —preguntó el Tigre de la Malasia.
—Sí, de vista, sahib —respondió el indio.
—¿De qué tipo es?
—¡Uf! No goza de muy buena fama aquel faquir. Se dice que es un espía del rajá o de sus ministros.
—¿Sabes dónde habita? —preguntó Tremal-Naik.
—Normalmente sobre los escalones de las pagodas y mañana es viernes, ¿verdad?
—Sí —respondió Kammamuri.
—Lo podremos ver, por cierto, delante de la pagoda de Karia. En tal día siempre lo he visto hacer el juego de las flores en compañía de algunos sanniasines, que deben ser sus protectores y también sus explotadores.
—He aquí el punto de partida —dijo Sandokan que no había perdido una sílaba—. ¡Siempre y cuando no hayan dos de aquellos pillos!
—No, sahib, estoy seguro —respondió Bindar—. Conozco la ciudad al dedillo, habitando aquí desde hace once años y jamás he visto un gosain que se asemeje a aquel.
—¿Has notado alguna otra seña particular en aquel faquir? —preguntó Tremal-Naik al malayo de Surama.
—Sí, una ancha cicatriz en la frente, que me pareció producida más por un terrible golpe de fusta que por un arma de corte.
—¡Es Tantia! —exclamó Bindar—. También he notado aquella seña violácea que parece un ligero surco.
—¿A qué hora va a ocupar los escalones de la pagoda? —preguntó Sandokan.
—Siempre lo he visto temprano. En la tarde duerme bajo un baniano.
—¿Con sus sanniasines?
—Sí, sahib.
—¿La bagala está siempre lista?
—Está escondida entre los cañaverales de la orilla.
—Tremal-Naik, partamos. No faltan mas que tres horas para el alba.
—¿Cuántos hombres? —preguntó el bengalí.
—Una decena bastarán. Los otros permanezcan en guardia de aquel querido Kaksa Pharaum. El ministro debe estar ahora más vigilado que nunca. Si se escapara habría terminado para nosotros y para Yanez.
—Amo —dijo—, ¿debo advertir al capitán?
—Por ahora no. Vamos, amigos: una hora perdida vale como un día en estos momentos.
Kammamuri había salido enseguida para escoger a los hombres que debían acompañarlos.
Sandokan y Tremal-Naik se vistieron rápidamente, tomaron sus armas y dejaron el salón.
Fuera de la pagoda subterránea diez malayos, entre los cuales se encontraba también el malayo de Surama, los esperaban junto a Bindar y Kammamuri.
A un silbido mandado por el Tigre de la Malasia, los centinelas que velaban en los matorrales circunstantes, habían acudido.
—¿Algo sospechoso? —preguntó Tremal-Naik.
—No.
—En marcha —comandó entonces Sandokan.
Los catorce hombres desaparecieron entre los matorrales que se extendían alrededor de la roca, acercándose hacia la orilla del Brahmaputra.
Bindar se había puesto a la cabeza, seguido a continuación por Sandokan y Tremal-Naik que tenían las carabinas bajo el brazo a fin de estar más listos para utilizarlas.
El río bramaba sordamente a breve distancia, no obstante, todos abrían bien los ojos y aguzaban los oídos, sabiendo ya que el jefe de la escolta de Yanez, la noche pasada, había matado a un individuo sospechoso que lo había seguido por varias horas.
Habiendo llegado a doscientos pasos del curso de agua, se arrojaron en medio de un matorral de nag champa, bellísimos árboles, de madera tan dura que los europeos lo han llamado leño del hierro y que producen flores muy perfumadas, de las cuales se sirven las elegantes indias para adornarse los cabellos.
—La bagala no está mas que a pocos pasos —dijo Bindar, volviéndose hacia Sandokan y Tremal-Naik.
—¿Estará todavía?
—La he visitado ayer a la mañana, sahib.
Atravesaron también aquel matorral y se empeñaron entre una inmensa cantidad de calamus, que se enredaban los unos con los otros como gigantescas serpientes, impulsándose hacia la orilla donde forman extrañas bóvedas.
Bindar se sumergió entre las cañas acuáticas y muy pronto un grito de triunfo advirtió a Tremal-Naik y Sandokan que la gran embarcación había sido encontrada.
—Rápido —dijo el pirata—. Debemos arribar antes de que el alba surja.
La bagala, impulsada por Bindar, avanzaba quebrando o curvando las cañas que le obstaculizaban la marcha.
Los malayos y sus jefes se embarcaron rápidamente, haciéndose enseguida a la mar sin agitar demasiado los larguísimos remos.
—¡Derecho hacia el islote! —había comandado Sandokan.
La noche era calma, es más, tranquilísima. No se oía mas que el murmullo de las aguas rompiendo contra los cañaverales que cubrían la orilla y los gritos de los patos brahmánicos y de las ocas, los primeros en despertarse en los grandes ríos de la India.
Sandokan y Tremal-Naik, tendidos sobre la proa de la gran embarcación, miraban atentamente las dos orillas y el islote sobre el que descollaba la célebre pagoda que encerraba nuevamente, en sus subterráneos, la famosa piedra de Shalágram.
No obstante, aún cuando estuviesen segurísimos de que nadie los hubiese visto partir, no se sentían completamente tranquilos.
El rapto de Surama debía haberlos impresionado profundamente y quizá por instinto habían comprendido que alguna sospecha debía haberse filtrado en el ánimo de los ministros del rajá.
El secreto, hasta entonces tan bien custodiado, sobre los orígenes de aquella bellísima niña, debía haber sido traicionado por alguien. De otra manera, ¿con qué objetivo la habrían raptado?
—Hay un misterio aquí —dijo Sandokan a Tremal-Naik— que debemos descifrar. Jamás admitiré que Yanez pudo haber cometido alguna imprudencia para despertar sospechas en el ánimo del rajá. Nadie aquí debe acordarse más de la niña vendida a los thugs bengalíes.
—Era precisamente eso lo que estaba pensando también en este momento —respondió el indio.
—¿Y quién pudo haber traicionado el secreto? Mis hombres son de una fidelidad a toda prueba y nos adoran a mí y a Yanez como a dos divinidades. Un millón de rupias ofrecidas por el rajá, los dejaría absolutamente impasibles porque son incorruptibles.
—No tengo ninguna duda de tus malayos y de tus dayak —respondió Tremal-Naik.
—¡Ah! Si pudiese saber... ¡Saccaroa! ¿Y el griego que se ha batido con Yanez? ¿Lo has olvidado?
Tremal-Naik tuvo un sobresalto.
—¿Tú crees? —preguntó con viva emoción.
—Aquel hombre la habrá hecho raptar, no porque sospechase quizá en aquella niña una formidable rival del rajá, sino para vengarse del sablazo que recibió.
—Si solo fuese esto, no se trataría mas que de recuperarla —dijo Tremal-Naik—. Algo no demasiado difícil para nosotros, ¿es verdad Sandokan?
—¡Espera a que tenga a aquel faquir en mis manos y verás cómo lo haré cantar! Lo obligaré a decirme dónde la tienen escondida, aunque deba poner patas para arriba a toda la población de Gauhati. Cuando tengo a mano a mis malayos y mis dayak, no tengo miedo de todos los sijes del príncipe, si los tiene entonces.
—Te he oído varias veces hablar de estos sijes —dijo Tremal-Naik—. Debes tener alguna idea.
—Pienso mi querido que con más de una treintena de piratas, por muy valerosos y audaces que puedan ser, se podrá conquistar el trono —respondió Sandokan—. Tú me dijiste que aquellos valerosos soldados sirven a quien mejor les pague.
—Es verdad.
—¿Qué serán para nosotros cien mil rupias? Una corona vale más. Espera a que Surama esté nuevamente libre y me ocuparé de este importante asunto. ¡Ah! ¡Ya estamos! Desembarquemos.
—El alba despunta —respondió Tremal-Naik.
La bagala había arrojado ya el ancla a pocos pasos de la orilla meridional del islote, luego los malayos la habían impulsado hacia tierra sirviéndose de sus largos remos.
—Finjamos ser cazadores —dijo Sandokan a sus hombres—. Veo alzarse en estos cañaverales bandadas de ocas, patos, busardos y marabúes. Fusilémoslos hasta que la pagoda esté abierta y...
—Quietos —dijo en aquel momento Bindar.
—¿Qué has visto?
—Comienza el naga puyá —añadió Bindar.
—¿Qué es eso?
—Me había olvidado de decirte, sahib, que hoy caduca el oficio de la serpiente —respondió el indio.
—Sé menos que antes: te olvidas fácilmente que yo no soy indio.
—Es una fiesta que hacen las mujeres, de modo que veremos muchísimas aquí. Faltarán en cambio los hombres.
—Mejor para nosotros: así no nos darán apuros cuando caigamos sobre el faquir. ¿Y por qué vienen aquí las mujeres?
—Porque sobre estas orillas abundan las arisci y la margosa.
—¿Dos plantas acuáticas?
—Sí, sahib.
—Vamos a meternos entre las margosas entonces.
Dio orden a tres malayos de permanecer en guardia de la bagala, luego todos descendieron entre los cañaverales en los que pululaban aves acuáticas.
La luz diurna se difundía rapidísima y se oían ya resonar en la pagoda los gigantescos tumburà, aquellos enormes tambores ricos en doraduras y en pinturas, con los que se anuncian las fiestas religiosas, y los tamtan.
Entre los cañaverales y las plantas de loto que tapizaban las orillas, volaban fuera verdaderas nubes de tórtolas de plumas blancas, que mandaban leves gritos, cakinni, palomas de todos los colores, perdices, agachadizas, cuervos, busardos y gypaetus junto con ocas y patos.
Sandokan, Tremal-Naik y los malayos no tardaron en abrir fuego, más para hacerse pasar por cazadores que para hacer presas, no teniendo con ellos ningún fusil de caza.
Todo aquel alboroto en efecto no tuvo otro resultado que el de hacer desplomar alguna oca, golpeada milagrosamente por una bala de carabina.
La caza duró una media hora, luego fue suspendida, porque comenzaban a llegar a la orilla las mujeres para realizar la ceremonia del naga puyá, o sea, el oficio de la serpiente.
Aquella extraña fiesta es realizada varias veces al año y tiene por finalidad invocar la protección de las divinidades para tener una numerosa prole.
Las serpientes no tienen nada que hacer en esta función, porque los sapwala, o sea, los encantadores, no se hacen ni siquiera ver, ni figura ninguna cobra de anteojos, ni la más ínfima naja.
Todo se limita a un simple paseo que hacen las mujeres sobre la orilla de los ríos o de los estanques, donde abundan sobre todo las plantas llamadas arisci y margosa.
Llegadas bajo aquellos árboles que no nacen sino en los bajíos, las indias ponen una piedra llamada lingam, ya venerada por todos los brahmanes y por todos los shivaístas, de una forma que no se puede describir porque es demasiado obscena, pero que por la circunstancia es unida por dos pequeñas serpientes también de piedra.
Después de haberla lavado bien en el agua del río o del estanque, le encienden delante algunos pedazos de leña, destinados especialmente a esos tipos de sacrificios y le arrojan encima flores, pidiendo al dios al que le son fieles, riquezas, numerosa prole y muchos años de vida para sus maridos.
Terminadas algunas plegarias abandonan aquellas piedras en el lugar a fin de que otras mujeres que no las posean se puedan servir.
Si por casualidad en las orillas no encontraran ninguna planta de arisci o de margosa, llevan con ellas algunas ramas de aquellos árboles y las plantan por una parte u otra del lingam, a modo de formar una especie de baldaquino.
Las arisci, para las mujeres indias son consideradas como el macho y la margosa como la hembra, por consiguiente recogen más ramas de una o de otra según el deseo de sus maridos.
Sandokan, viendo llegar a las primeras formaciones de mujeres, llamó a sus cazadores a fin de no molestar aquellas ceremonias y, guiado por Bindar, se dirigió hacia la gran pagoda donde esperaba encontrar al misterioso faquir que había raptado a Surama.
Habiendo atravesado algunos boscajes de densos bananos y de bassias longifolias, que suministran a los indios flores muy carnosas y bastante nutritivas, se encontraron repentinamente delante de la vasta plaza que se extendía alrededor de las graderías de la pagoda.
Bindar que precedía siempre a la tropa, de golpe había dado un salto atrás.
—¿Qué tienes? —había enseguida preguntado Sandokan.
—¡Él!
—¿Él quién?
—¡El gosain!
Sandokan se volvió hacia el malayo de Surama mostrándole al faquir.
—¡Amo! —exclamó el malayo.
—¿Ves a aquel faquir que tiene un brazo rígido?
—¡Pillo!
—¿Lo reconoces?
—Sí, es aquel que ha venido al palacio a quitar el mal de ojo.
—¿No te equivocas?
—No, amo: es precisamente él. Ahí está la cicatriz que le hiere la frente.
—Está bien: estamos sobre una buena pista.
El gosain Tantia se encontraba sentado sobre los escalones de la entrada principal de la pagoda, teniendo en la mano una concha del tipo de cuernos de Amón, semejante a la famosa piedra de Shalágram, llena de leche, que debía, según el rito, haber sido antes vertida sobre el lingam, para poder ofrecerla eficazmente a los moribundos, a fin de que pudiesen ser dignos de gozar las delicias del kailash, o sea del paraíso hindú.
Alrededor de él dormitaban otros diez o doce faquires que pertenecían, no obstante, a la clase de los sanniasines, pésimos individuos más dedicados al bandidaje que a las prácticas religiosas y que son bastante temidos por todos los indios.
Y en efecto, más allá de las largas barbas que les daban un aspecto repugnante, de los larguísimos cabellos que por años no debían haber conocido el uso del peine y que estaban embadurnados de fango rojizo, para hacerse temer más aún, tenían a los costados nudosos bastones.
—¿Son aquellos sus protectores? —preguntó Sandokan con profundo desprecio, volviéndose hacia Bindar.
—Sí, sahib.
—¡Bella escolta!
—Cuídate, porque son malos y al mismo tiempo muy respetados.
—Me dignaré apenas a tomarlos a patadas. Sería demasiado honor para ellos, si me sirviese de la carabina o de la cimitarra. Acampemos bajo la sombra fresca de este soberbio pipal y tú, malayo mío, intenta no hacerte ver por el faquir. Podría reconocerte de nuevo.
—Sí, amo —respondió el pirata, tendiéndose detrás de sus compañeros.
—Y ahora, ya que hemos traído con nosotros provisiones, tomemos el desayuno —dijo Tremal-Naik.
Sin preocuparse por las mujeres entraban en gran número a la pagoda y que se hacían dar por el faquir algunas gotas de leche que ponían religiosamente dentro de microscópicas ampollas, para conservarlas probablemente para sus maridos o parientes, sacaron las provisiones que los malayos, siempre prudentes porque están habituados a las largas expediciones, habían encerrado en saquitos de tela y consistentes en carne fría, bizcochos y botellas de arrack.
El faquir parecía que no se hubiese percatado de la presencia de aquel pelotón que vivaqueaba bajo las plantas. Continuaba vendiendo su leche, mientras que sus protectores dormían al sol, seguros de dividir un buen jornal.
Habiendo terminado la comida, los malayos y sus jefes, se pusieron a fumar, esperando impacientemente el momento de apoderarse del faquir.
No fue, no obstante, sino hacia el ocaso que Tantia dejó los escalones de la pagoda, con la evidente intención de regresar a la ciudad.
Los sanniasines se habían despertado y armados con sus bastones, se habían puesto a los talones impacientes quizá por dividir el precio de la venta de la leche sagrada.
—En pie —había comandado Sandokan—. Los sorprenderemos bajo los matorrales. Tú, malayo permanece detrás, con el fin de que no se den cuenta de nuestras intenciones.
El pelotón se metió bajo los densos bananos, disparando algún tiro contra los papagayos que cotorreaban ruidosamente y en gran número, entre las frondosas ramas de aquellos espléndidos y majestuosos árboles.
El faquir parecía que tampoco esta vez hubiese prestado ninguna atención a aquellos cazadores y había continuado su camino siempre seguido por aquellos asquerosos sanniasines.
Ya había recorrido casi medio kilómetro acercándose siempre más a la orilla, donde tenía por cierto su barca, cuando Sandokan y Tremal-Naik, que lo habían precedido dando la vuelta a los matorrales, le bloquearon el camino, teniendo las carabinas en la mano.
—¡Alto, faquir! —gritó el primero, mientras los malayos se reunían rápidamente detrás de él.
Tantia los miró tranquilamente, diciendo:
—No tengo más leche para vender, y luego a los cazadores no les doy nunca.
—Se trata de algo más importante que la leche, amigo —respondió Sandokan.
Esta vez el gosain lo miró sospechosamente.
—¿Qué quieres? ¿No ves que soy un faquir?
—Es justo el faquir que necesito.
—Ve a buscar a otro.
—Otro no sabría decirme lo que quiero saber de ti.
—¡De mí! —exclamó el gosain con inquietud—. Tú ves que soy un pobre hombre que no se ocupa mas que de la venta de leche sagrada y del mal de ojo.
—Es justamente porque tú sabes quitar los ojeos fatales, que tenemos necesidad de ti —dijo Tremal-Naik.
—No tengo tiempo en este momento. Debo volver a la ciudad siendo esperado por un gran personaje de la corte.
—Aquel esperará —dijo Sandokan con tono amenazador—. Despide a tu escolta y ven con nosotros.
—Yo no voy nunca solo.
—¡Basta faquir! ¡Obedece!
Los sanniasines, viendo que el asunto tomaba un mal cariz, empuñaron sus garrotes y se pusieron delante del gosain a grito pelado:
—¡Largo, canallas!
Sandokan se volvió hacia sus malayos diciendo:
—¡Barran a estos bribones!
Aún no había terminado el comando que los piratas, guiados por Kammamuri y por Bindar, se habían precipitado, empuñando las carabinas por el cañón a fin de utilizarlas como mazas.
Los sanniasines dejaron escapar algunos garrotazos, luego escaparon como liebres en todas direcciones dejando allí a su protegido.
—Ahora bribón —dijo Sandokan, sacudiendo bruscamente al desgraciado faquir—, vendrás con nosotros.
—¡No me mate! —balbuceó el pobre diablo aterrorizado.
—No sabría qué hacer con tu piel —respondió Sandokan—. No sería buena ni siquiera para fabricar un tumburà. Es tu lengua la que necesito.
—¡Quiere arrancármela, señor! —chilló el gosain temblando.
—Entonces no hablarías más, mientras que nosotros, en cambio, necesitamos que cantes y muy alto. Camina y basta.
—¿A dónde quieren conducirme?
—Lo sabrás más tarde.
—Cuidado que tengo el poder de arrojar el mal de ojo.
—¡Termínala, granuja! —dijo Tremal-Naik—. Tus sanniasines ya no volverán a liberarte. ¡Adelante!
Los malayos pusieron en medio al gosain y lo empujaron hacia la orilla que no estaba lejos.
La noche ya había calado, cuando el pelotón llegó delante de la bagala que estaba escondida en los cañaverales.
—¿Nada sospechoso? —preguntó Sandokan a los tres malayos que habían permanecido a bordo.
—No, amo —respondieron a una voz.
—Embarquémonos y regresemos pronto. No sé qué es, sin embargo, no estoy tranquilo esta noche.
—¿Qué temes? —preguntó Tremal-Naik, haciendo pie en el puente—. Hasta ahora todo ha ido bien.
—Sin embargo, ya querría estar en la pagoda subterránea.
—En efecto, pareces inquieto.
—El rapto de Surama ha golpeado mi usual tranquilidad —respondió Sandokan—. No ceso de preguntarme por qué la han sacado.
—El faquir está en nuestras manos y nos lo dirá.
En aquel momento dos detonaciones rompieron el silencio que reinaba en el río, retumbando siniestramente bajo los densos boscajes que se extendían a lo largo de la orilla.
Sandokan había dado un salto.
—¡Las carabinas de mis hombres! —había exclamado—. ¡Amigos, prepárense para el combate!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Las descripciones de la festividad de las serpientes y las dos plantas utilizadas, están sacadas casi textuales del libro “Il costume antico e moderno...” (G. Ferrario, 1829).

Baniano: “Banian” en el original, es el nombre común del Ficus benghalensis. También llamado higuera de Bengala, es un árbol importante dentro de la religión Hindú. De pequeños frutos rojos, se caracteriza por tener múltiples troncos suplementarios, nacidos de raíces provenientes de sus ramas.

Sanniasines: “Saniassi” en el original, son monjes que practican meditación yoga y oraciones según su concepción de Dios. Renuncian a los pensamientos y deseos mundanos.

Nag champa: “Nagatampo” en el original, es el nombre hindi de la flor anaranjada del árbol tropical perenne Mesua ferrea con fragancias que se utilizan para incienso.

Calamus: Es un género de plantas de la familia de las arecáceas. Existen 325 especies de este género, de las cuales el “rotang” es una de ellas.

Patos brahmánicos: “Anitre bramine” en el original, es el nombre con el cual se conoce al “tarro canelo” (Tadorna ferruginea) en la India.

Busardos: “Bozzagri” en el original, nombre común con el cual se denomina al buteo, género de aves accipitriforme, de tamaño mediano, con un cuerpo robusto y fuertes alas. En hispanoamérica se los conoce como gavilanes.

Naga puyá: “Nagaputsciè” en el original, “naga” en la mitología hindú es un ser o semidiós inferior con forma de serpiente. “Puyá”, es un ritual religioso del hinduismo realizado en una amplia variedad de ocasiones para presentar respeto a una o más deidades.

Arisci: En el libro “Il costume antico e moderno...” (G. Ferrario, 1829), dice que, si bien hay referencias de personas que lo nombran, no se puede identificar este árbol.

Margosa: “Margosano” en el original, es otro nombre del árbol nim (Azadirachta indica), perteneciente a la familia Meliaceae originario de la India y de Myanmar. Puede alcanzar de 15 a 20 metros de altura y posee follaje abundante todo el año. Su tronco es corto y recto y puede alcanzar 120 cm de diámetro. Es un error de Salgari considerarlo como acuático.

Tórtolas: Ave del orden de las columbiformes, de unos 30 cm de longitud, de plumaje ceniciento azulado en la cabeza y cuello, pardo con manchas rojizas en el lomo, gris en la garganta, pecho y vientre, y negro, cortado por rayas blancas, en el cuello, con el pico agudo y negruzco, y los pies rojizos.

Cakinni: No existe referencia ni traducción para este supuesto tipo de ave. Por otro lado, la planta amaranthus campestris de la India, se la conoce con el nombre de “cakini”, entre otros.

Agachadizas: Ave limícola, semejante a la chocha, pero de alas más agudas y tarsos menos gruesos, que vuela inmediata a la tierra, y por lo común está en arroyos o lugares pantanosos, donde se agacha y esconde.

Gypaetus: “Gypaeti” en el original, es una especie de ave más conocida como “quebrantahuesos”. Es un buitre que remonta huesos y caparazones hasta grandes alturas para soltarlos y partirlos contra las rocas.

Sapwala: “Sapwallah” en el original, son los encantadores de serpientes.

Naja: Género de ofidios venenosos, que tienen los dientes con surco para la salida del veneno, la cabeza con placas y las primeras costillas dispuestas de modo que pueden dar al cuerpo, a continuación de la cabeza, la forma de disco; p. ej., la cobra y el áspid de Cleopatra.

Baldaquino: Pabellón que cubre el altar.

Bassias longifolias: “Cassie latifoglie”, en el original, es otro de los nombres del “Madhuca longifolia”, un árbol tropical de la India, que se encuentra mayormente en las planicies y bosques del centro y norte de la India. Se lo conoce con los nombres de “mahua”, “mahwa” o “Iluppai”. Sus flores son comestibles, se las utiliza para hacer jarabes y con propósitos medicinales.

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