miércoles, 28 de marzo de 2018

XV. El ataque de la pagoda subterránea


Después de aquellos dos disparos, que anunciaban algo grave, habiéndose oído hacia la izquierda, o sea en la dirección en la cual se encontraba la pagoda subterránea, había seguido un largo silencio.
Aquellos dos tiros debían haber sido disparados por los centinelas, que velaban entre los matorrales que circundaban la inmensa roca. Sandokan conocía demasiado bien las carabinas de sus hombres como para equivocarse.
—¿Habrán hecho fuego contra algún espía? —preguntó Tremal-Naik a Sandokan que, inclinado sobre la proa de la bagala, escuchaba atentamente.
—No lo sé —respondió el pirata—. Sin embargo, mi inquietud ha crecido. Diría que esperaba una traición.
—Pudo ser también una falsa alarma, amigo —dijo Tremal-Naik.
—Calla.
Otros dos disparos atronaron en aquel instante, seguidos casi al instante por una descarga nutrida.
—¡Estas no son las carabinas de mis hombres! —exclamó Sandokan—. ¡Atacan nuestro refugio! ¡Pronto amigos, métanle a los remos! ¡Los minutos son preciosos!
Los malayos, por cierto, no necesitaban ser animados. Se esforzaban furiosamente haciendo dar a la pesada barcaza verdaderos saltos.
Ya ninguno más dudaba que la pagoda subterránea hubiese sido asaltada. Las descargas se sucedían a las descargas y resonaban detrás de la roca.
Sandokan se había puesto a pasear por el puente como un tigre enjaulado. De vez en cuando se detenía para aguzar el oído, luego gritaba:
—¡Pronto! ¡Pronto, amigos! Asaltan a nuestros compañeros.
También Tremal-Naik se había puesto nerviosísimo y atormentaba el gatillo de su carabina, repitiendo a su vez:
—¡Sí pronto, pronto!
Un combate furioso debía haber sido empeñado delante de la entrada de la pagoda.
Sandokan distinguía claramente los disparos de las carabinas malayas que tenían un sonido más fuerte que las indias.
La bagala finalmente, bajo un último y más poderoso esfuerzo de los remeros, tocó la orilla casi de frente a la roca.
—¡Arrojen el ancla y síganme! —gritó Sandokan.
—¿Y el faquir? —preguntó Tremal-Naik.
—Que un hombre, pero uno solo, permanezca en su guardia —respondió Sandokan—. Ya no podrá escapar. Vamos, rápido y no hagan ruido. ¡Tomaremos a los indios por la espalda!
Brincaron a tierra y se metieron en los matorrales, mientras la fusilería continuaba retumbando con creciente intensidad repercutiendo bajo las inmensas bóvedas de verdor de los tara y de los densos bananos.
Los piratas corrían veloces, no obstante, sin hacer demasiado ruido, aún cuando las detonaciones de las carabinas cubriesen la rotura de las ramas.
Habiendo llegado a trescientos pasos de la entrada de la pagoda, Sandokan detuvo al pelotón diciendo:
—Paren aquí, y que ninguno se mueva hasta que no haya regresado. Ven Tremal-Naik: antes de empeñarnos a fondo vamos a contar a nuestros adversarios.
—Apruebo plenamente tu prudencia —respondió el bengalí—. Si nosotros fuésemos destruidos, Yanez y Surama estarían perdidos. Por consiguiente, no precipitemos las cosas.
Se arrojaron a tierra y se alejaron, arrastrándose a través de un denso matorral de bananos silvestres.
Habiendo alcanzado el margen el mismo se detuvieron.
—Ahí están —había susurrado Sandokan—. ¡Son los sijes! Me lo había imaginado.
—¿Muchos?
—Una cuarentena por lo menos.
Tremal-Naik se impulsó un poco más adelante, asomando la cabeza a través de las inmensas hojas de un banano.
Una cuarentena de hombres disparaba sin interrupción hacia la entrada de la pagoda subterránea.
Eran todos sijes y los comandaba un capitán que llevaba sobre el casco un gran penacho de plumas rojas.
Para ofrecer el menor blanco posible, estaban todos tendidos boca abajo, sin embargo, siete u ocho soldados yacían sin vida delante de la pagoda.
Probablemente aquellos valerosos guerreros habían intentado tomar por asalto el refugio y habían sido rechazados.
—¿Qué dices de hacer, Sandokan? —preguntó Tremal-Naik.
—Asaltarlos por la espalda, sin retraso —respondió el pirata—, no obstante, te confío a ti un peligroso encargo.
—¿Cuál?
—Aquel de apoderarte del capitán de los sijes. Aquel hombre me es absolutamente necesario.
—Vivo o muerto te lo traeré.
—Es vivo que lo necesito. Vamos a llamar a nuestros hombres.
Volvieron a atravesar el matorral y alcanzaron a los malayos que parecían agitados por meter mano, empezando a embriagarse con el olor a pólvora.
—¿Están listos? —preguntó Sandokan.
—Todos, Tigre de la Malasia —respondieron a una voz.
—Tú, Kammamuri seguirás a tu amo y no lo dejarás un instante.
Luego, volviéndose hacia los malayos, añadió:
—Les advierto de hacer una descarga; una sola, mandando al mismo tiempo su grito de guerra a fin de advertir a nuestros compañeros que se encuentran en la pagoda, luego carguen con las cimitarras. ¿Me han comprendido bien?
—Sí, Tigre de la Malasia.
—Adelante entonces, y no olviden que los viejos tigres de Mompracem han vencido siempre.
Partieron casi a paso de carrera, tan impacientes estaban por tomar parte del combate, teniendo el dedo sobre el gatillo de las carabinas.
Sandokan los precedía con Tremal-Naik y Kammamuri.
Cuando llegaron al borde del matorral, los sijes estaban a solo veinte pasos de la entrada del refugio y el fuego de los asediados comenzaba a disminuir.
—Llegamos en buen momento —dijo Sandokan.
Desenvainó la cimitarra, empuñó una de las dos pistolas que llevaba en el cinturón, dos espléndidas armas de doble disparo, y se lanzó gritando con voz tonante:
—¡Encima, tigres de Mompracem!
Un alarido salvaje, agudísimo, el grito de guerra de aquellos formidables corredores de los mares de la Sonda, resonó cubriendo el fragor de la fusilería, seguido a continuación por una descarga.
Sandokan y sus valerosos se habían lanzado furiosamente al ataque, cargando con las cimitarras y aullando como poseídos a fin de hacerse creer en mayor número.
Siete u ocho indios habían caído bajo la descarga, por consiguiente su número había disminuído considerablemente; sin embargo, aún cuando estuviesen tomados entre dos fuegos, porque los asediados también se habían lanzado al asalto, no desmintieron ni siquiera en aquel momento la fama de ser los más valerosos guerreros de la gran península indostana.
Con la rapidez del rayo se dispusieron en dos frentes, metiendo también ellos mano a las cimitarras y por algún instante sostuvieron el doble choque de los salvajes hijos de la Malasia, defendiéndose desesperadamente.
Desgraciadamente tenían delante suyo al más famoso guerrero de la Malasia. Con un ímpetu irresistible Sandokan se había arrojado en medio de las filas dando sablazos terribles y desacomodándolos.
Nadie podía resistir a aquel hombre, que derribaba un enemigo cada vez que su cimitarra bajaba.
Las líneas perforadas por aquel fulmíneo ataque, se rompieron a pesar de los esfuerzos que hacía el capitán para mantenerlas firmes, luego se desbandaron.
No obstante, en el momento en el que escapaban por todas partes, perseguidos vigorosamente por una docena y media de malayos, que hacían fuego a fin de impedirles reorganizarse, Tremal-Naik y Kammamuri se habían arrojado encima del capitán, derribándolo de golpe y atándolo sólidamente.
Sandokan, mientras tanto, se había acercado al viejo Sambigliong que tenía bien estrechado al ministro Kaksa Pharaum que parecía más muerto que vivo.
—¿Cuántos hombres has perdido? —le preguntó con cierta ansiedad el pirata.
—Solo dos, Tigre de la Malasia —respondió el viejo cachorro—. Nos atrincheramos enseguida detrás de las rocas, donde las balas de los sijes no podían alcanzarnos.
—Preparémonos para desalojar enseguida.
—¿Dejaremos este cómodo refugio?
—Es necesario: mañana los sijes volverán en mayor número y no tengo ningún deseo de encerrarme en una trampa sin salidas.
—¿A dónde iremos entonces?
—Eso lo pensará Bindar.
Los malayos regresaban en aquel momento. Habían perseguido a los guardias del rajá por quinientos o seiscientos metros, desbandándolos completamente, luego, temiendo caer en alguna emboscada, se habían replegado en buen orden hacia la pagoda disparando algún tiro de fusil para hacer comprender mejor a los fugitivos que se encontraban siempre en los alrededores.
—Prepárense para la partida —les dijo Sandokan—. Tomen todo lo que nos pueda ser necesario para acampar en medio de las florestas y alcáncennos en la bagala. Les encargo al ministro y al comandante de los sijes. ¡A mí Bindar! Y también tú Tremal-Naik, con cuatro hombres de escolta.
Seguro ya de no ser más molestado por los guardias del rajá se dirigió hacia el río acompañado por los dos indios y por los cuatro malayos.
—Ahora a nosotros, Bindar —dijo Sandokan al indio—. ¿Tú conoces los alrededores?
—Sí, sahib.
—¿Dónde podremos encontrar un nuevo refugio seguro?
El asamés pensó un momento, luego dijo:
—No podría estar seguro mas que en la jungla de Benar.
—¿Dónde se encuentra?
—Sobre la orilla opuesta del río, a cuatro o cinco millas de distancia, no obstante...
—Continúa.
—Es evitada porque los tigres la frecuentan.
—No te preocupes por eso —respondió Sandokan alzando los hombros—. Nosotros somos tigres, por consiguiente muy poco habremos de temer de aquellos de cuatro patas. ¿Nadie la recorre?
—¡Oh no! Tienen demasiado miedo.
—¿Es densa?
—Densísima.
—¿No hay ningún refugio?
—Sí, una antigua pagoda, semi destruida.
—No pido más.
—No obstante, sahib, se cree que sirve de refugio a los bagh.
—¡Ah! Buenísimo, los mandaremos a pasear a otro sitio si no quieren regalarnos su piel. Con un poco de plomo les pagaremos el alquiler, ¿verdad Tremal-Naik?
—El nuestro es de buena calidad —respondió el bengalí—. Vale más que el oro, cuando sale de nuestras carabinas.
—Alcancemos el río y embarquémonos —concluyó Sandokan—. Cuando estemos seguros haremos hablar a Tantia y luego veremos de entendernos con el comandante de los sijes.
—No comprendo por qué siempre la tienes con aquellos guerreros.
—Sigo un propósito —respondió Sandokan—. Si lo consigo, la corona estará asegurada para Surama. He aquí el río: apenas lleguen los malayos y los dayak partiremos.
Subieron a bordo de la bagala que se encontraba siempre anclada junto a la orilla. Los dos malayos en guardia charlaban tranquilamente con el faquir que, no obstante, habían atado estrechamente, aún cuando aquel desgraciado, con su brazo anquilosado, se encontrase en absoluta imposibilidad de intentar la fuga.
—¿Ninguna barca sobre el río? —preguntó Sandokan.
—No, Tigre de la Malasia —respondió el malayo—. Todo está tranquilo.
—Zarpen el ancla por ahora y esperemos a los otros.
—Creía que te habían matado —dijo el gosain lanzando sobre el pirata una mirada feroz—. Si espera escapar a la venganza del rajá se engaña y mucho, ¡ladrón! No te doy una semana de vida.
—Y a ti ni siquiera dos días si no confiesas, amigo —dijo Tremal-Naik—. Soy indio como tú y sé qué medios utilizan nuestros compatriotas para soltar las lenguas.
—Tantia no tiene nada que decir: ha sido siempre un pobre gosain.
—Veremos qué parte has tenido en el rapto de aquella joven india, canalla —dijo Sandokan.
El faquir tuvo un estremecimiento, no obstante, respondió enseguida, afectando gran estupor:
—¿De qué india hablas?
—De aquella a la que has quitado el ojeo.
—¡Sé maldecido por Brahma, por Shivá y por Visnú y que la diosa Kali te devore el corazón! —aulló el gosain.
—No soy indio, por consiguiente me río de tus maldiciones, pillo —respondió Sandokan.
—Brahma es el dios más poderoso del universo.
—No creo mas que en Mahoma, y también cuando me parece y tengo ganas.
—¡Pero tu compañero es hindú!
—Y también se ríe de tus divinidades. Cierra la boca y no me fastidies por ahora; tendrás más tarde tiempo para desahogarte.
—Aquí están tus hombres —dijo en aquel instante Tremal-Naik.
Los malayos y los dayak, veintiséis en total, llegaban corriendo, cargados de paquetes, mantas y de grandes bolsas de piel conteniendo víveres y municiones. En medio de ellos se encontraba el demjadar, o sea el comandante de los sijes.
—¿Los persiguen? —preguntó el Tigre acercándose a la amura.
—Nos dan caza —respondió Kammamuri.
—¡A bordo!
Malayos y dayak subieron apresuradamente a la bagala, se desembarazaron de sus cargas y de las armas y se precipitaron a los remos.
—Que ocho hombres estén listos para hacer fuego —dijo Sandokan—. ¡Y ahora a trabajar los músculos!
La pesada barca se separó de la orilla e hiló rápidamente hacia la opuesta a fin de no permanecer expuesta al tiro de las carabinas de los sijes, en el caso de que hubiesen conseguido descubrirlos.
La travesía se cumplió felizmente, y antes de que el enemigo hubiese llegado a la orilla, la bagala navegaba bajo las inmensas arcadas de las plantas curvadas sobre el río.
Siendo allí bastante densa la sombra, a causa de las inmensas ramas de los tamarindos que crecían en gran número, bañando sus colosales raíces en el agua, era ya casi imposible que los sijes pudiesen divisar a los fugitivos.
Por otra parte la anchura del Brahmaputra era tal en aquel punto, como para no permitir que una bala de carabina lo atravesase.
Sandokan, después de haberse asegurado bien de que ningún peligro lo amenazaba, al menos por el momento, pudiendo suceder que más tarde los guardias del rajá lo persiguiesen con pinazas, u otros tipos de barcas, se acercó a Bindar que estaba observando atentamente la orilla junto con Tremal-Naik.
—¿Hay aldeas por estas partes?
—No, sahib —respondió el indio—. Aquí comienza la jungla salvaje y ninguno osaría habitarla por temor a las bestias feroces, solo más allá de los pantanos, donde el terreno comienza a subir, se encuentran los brahmanes drauers.
—¿Quiénes son?
—La respuesta te la daré yo —dijo Tremal-Naik—. Son sacerdotes de Brahma que han conservado toda la pureza de su antigua religión, que hablan una lengua completamente desconocida para los otros, que se pintan la frente y el cuerpo como todos los brahmanes, añadiendo solo en el tocador algunos granos de arroz, que llevan adheridos sobre las cejas. Por otra parte, son personas tranquilas que se ocupan de prácticas religiosas y que por consiguiente no nos darán ningún fastidio.
—¿Es vasta la jungla de Benar?
—Inmensa, sahib —respondió Bindar.
—Haremos de aquella nuestro cuartel general —dijo Sandokan—. Si está lejos solo quince o veinte kilómetros, en tres o cuatro horas podremos encontrarnos en la capital de Assam.
—No obstante, me inquieta la suerte de Surama —dijo Tremal-Naik—. Por Yanez no estoy preocupado; aquel diablo de hombre sabrá siempre librarse bien y escapar a todas las insidias. Y luego tiene seis malayos, los mejores de la banda.
—¿Qué temes por Surama?
—Que el rajá la haga matar. ¿No ha destruido quizá a todos sus parientes?
—No lo osará —respondió Sandokan—. Él cree que Yanez es realmente un inglés y lo pensará cien veces antes de cometer un delito, sabiendo que Surama está bajo su protección. Estos principitos tienen demasiado miedo del virrey en Bengala.
—Esto es verdad, sin embargo, este tiempo perdido en estos momentos me disgusta. ¿Si perdemos el rastro de los raptores?
—El gosain nos pondrá en buen camino.
—¿Y si se obstinase en no hablar?
—Lo obligaremos, no temas amigo —respondió Sandokan fríamente.
Sacó de la ancha faja su chibuquí, lo cargó de tabaco y encendiéndolo, se sentó sobre la proa de la bagala, teniendo la carabina entre las rodillas.
Mientras tanto los malayos y los dayak se esforzaban con gran empeño, mientras Bindar tenía el timón.
Siendo la corriente debilísima, no teniendo los grandes ríos de la India mucha pendiente, la embarcación, aún cuando fuese pesada y tuviese la proa bastante redondeada procedía lo suficientemente rápido, hilando siempre bajo las arcadas de los árboles que se sucedían continuamente, sin la mínima interrupción.
Ahora eran colosales tamarindos, ahora mirtos, o sangre de drago o nagesar, más conocido bajo el nombre de árbol de hierro, porque difieren muy poco de los brasileños, que son tan resistentes como para romper el filo de las hachas mejor templadas.
De vez en cuando aparecían sobre la orilla bandas de chacales y de lobos indios; pero después de haber aullado o ladrado en varios tonos contra los remeros, se apresuraban a regresar a la jungla a fin de buscar presas más fáciles.
A las cuatro de la mañana, en el momento en el que los papagayos comenzaban a chillar en medio de las ramas de los tamarindos, y los patos y las ocas a levantarse por encima de los cañaverales, Bindar, que por varios minutos observaba atentamente la orilla, con un poderoso golpe de timón hizo desviar a la bagala.
—¿Qué haces? —preguntó Sandokan brincando en pie.
—Hay una laguna, sahib, delante nuestro —respondió el indio—. Dentro de la jungla de Benar y allí estaremos perfectamente seguros.
—Vira entonces.
La bagala se encontraba delante de una vasta abertura. La orilla estaba cortada por un canal lleno de plantas acuáticas que, no obstante, no impedían el paso, estando reunidas en grupos bastante lejanos los unos de los otros.
Un número extraordinario de aves hacía volteretas, gritando por encima de aquella laguna.
Cigüeñas de dimensiones extraordinarias, grandes buitres que tenían las plumas blancas y el pecho casi desnudo; miopes, aves menos fuertes que las primeras y que las segundas, pero que por destreza les ganan a ambos; pequeñas aves del paraíso y muchísimos patos escapaban en todas las direcciones describiendo giros inmensos, para volver poco después a bajar alrededor de la gran barca, sin demostrar excesivo temor.
Si en aquel lugar se encontraban tantas aves, era señal de que los habitantes faltaban absolutamente.
Sobrepasado el canal, ante las miradas de Sandokan y de Tremal-Naik apareció una cuenca inmensa, que se asemejaba a un lago y cuyas orillas estaban cubiertas de árboles altísimos, en su mayoría mangiferas, ya cargadas de aquellas grandes y bellas frutas que se hienden como nuestros duraznos, de las cuales se sirven los indios para poner en el curry, a fin de dar a aquel mejunje más gusto, y de espléndidos bananos de hojas inmensas.
—Arribemos —dijo Bindar.
—¿Dónde está la jungla? —preguntó Sandokan.
—Detrás de aquellos árboles, sahib. Comienza enseguida.
—A tierra.
La bagala hundió las plantas flotantes desgarrando verdaderas masas de plantas de loto y se encalló sobre la orilla que en aquel lugar era muy baja.
—Cubrámosla a fin de que no la encuentren y se la lleven —dijo Sandokan.
—Es inútil, sahib —dijo Bindar—. Este pantano es más peligroso y por eso más temido que el terrible lago de Jaipur.
—No te entiendo.
—Mira en medio de aquellas plantas acuáticas.
Sandokan y Tremal-Naik siguieron con la mirada la dirección que el indio les indicaba y vieron aparecer tres o cuatro cabezas monstruosas y puntiagudas.
—¡Cocodrilos! —exclamó el Tigre de la Malasia.
—Y muchos, sahib —respondió Bindar—. Aquí hay centenares, quizá también millares.
—Que no nos darán miedo. El amigo Tremal-Naik conoce a aquellos feos saurios.
—En la jungla negra pululaban —respondió el bengalí—. He matado muchísimos y también te puedo decir que son menos peligrosos de lo que se cree.
Los malayos y los dayak se cargaron sus paquetes, tomaron las armas y descendieron a tierra, después de haber anclado firmemente la bagala.
—¿Está lejos la pagoda? —preguntó Sandokan.
—Apenas una milla, sahib.
—En marcha.
Formaron la columna y se adentraron bajo los árboles, teniendo en medio al faquir, al demjadar de los sijes y al ministro Kaksa Pharaum.
Sobrepasada la zona arbolada que era muy limitada, el pelotón se encontró delante de una inmensa llanura cubierta de bambúes altísimos, pertenecientes casi todos a la especie espinosa. Escasos árboles surgían aquí y allá, a grandes distancias, en su mayoría eran borasos de fruto altísimo y de anchas y largas hojas dispuestas como un paraguas.
—Intenten no hacer ruido —dijo Bindar—. Las bestias aún no han alcanzado sus cuevas y podrían asaltarnos de improviso.
—No tengas miedo por nosotros —respondió Sandokan.
Todos se sacaron las carabinas que hasta entonces habían tenido en bandolera y la pequeña columna se metió en medio de aquel mar de vegetación, en el más profundo silencio.
Afortunadamente Bindar había encontrado un ancho surco, abierto quizá por la enorme masa de algún elefante salvaje, o por algún rinoceronte, de modo que el pelotón podía avanzar rápidamente sin tener necesidad de abatir aquellas cañas gigantescas.
De vez en cuando el indio, que caminaba a la cabeza de la columna, se detenía para escuchar, luego reanudaba la marcha más velozmente, lanzando ojeadas sospechosas en todas las direcciones.
Después de media hora se encontraron imprevistamente delante de una vasto claro, llena solamente de maleza y de kalam: aquellas hierbas altísimas que son afiladas como espadas.
En medio se erguía una construcción barroca, que se asemejaba a un cono que se ensanchaba en la base, con muchas hendiduras en toda su longitud.
Todo el revestimiento externo había colapsado, de modo que se divisaban acumulados en tierra pedazos de estatuas, animales y sobre todo un número infinito de cabezas de elefante.
Una gradería, la única quizá que se encontraba aún en óptimo estado, conducía a un portón que no tenía más puertas.
—¿Es esta la pagoda? —preguntó Sandokan deteniendo al pelotón.
—Sí, sahib —respondió Bindar.
—¿No se nos caerá encima?
—Si ha resistido tanto a los estragos del tiempo, no sabría por qué debiese desmoronarse justo ahora —dijo Tremal-Naik—. Vamos a ver en qué estado se encuentra el interior.
Estaba por dirigirse hacia la gradería seguido por Sandokan y por los malayos que habían encendido dos antorchas, cuando Bindar se les paró delante diciendo:
—Detente, sahib.
—¿Qué quieres ahora?
—Ya te he dicho que esta pagoda sirve de asilo a bestias feroces.
—¡Ah! Es verdad —dijo Sandokan—. Me había olvidado. No obstante, ¿estás seguro que tienen allá adentro su cueva?
—Así he oído contar.
—¿Qué dices tú, Tremal-Naik?
—De vez en cuando los tigres se sirven de las pagodas deshabitadas —respondió el bengalí.
—Iremos a asegurarnos si la noticia es verdadera o falsa —dijo Sandokan—. Kammamuri toma una antorcha y síguenos. Vosotros deténganse aquí, formen una cadena y si las bestias intentan huir...
En aquel momento un grito rauco, poco sonoro, resonó hacia la puerta de la pagoda y casi enseguida dos puntos verduzcos, fosforescentes, centellearon en la profunda oscuridad que reinaba dentro de aquel enorme cono.
Bindar había dado dos pasos atrás, murmurando con voz temblorosa:
—¡Las kerkal! No se habían equivocado aquellos que me lo han dicho.
—¿Son tigres? —había preguntado Sandokan.
—No, sahib: panteras.
—Buenísimo —respondió el pirata con su usual calma—. Ven, Tremal-Naik, iremos a conocer a aquellas señoras. Hasta ahora no he matado mas que panteras negras que pululan en Borneo. Vamos a ver si las indias son mejores o peores.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Benar: No encontré referencia ni traducción para esta supuesta jungla de Assam.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 4 mi equivalen a 6,44 km; 5 mi equivalen a 8,05 km.

Mahoma: “Maometto” en el original, es el profeta fundador del islam. Su tumba se encuentra en la Mezquita del Profeta, en Medina, Arabia Saudita.

Demjadar: La única referencia que encontré indica que corresponde al grado de teniente.

Pinazas: “Pinasse” en el original, es una embarcación construida totalmente de madera de pino, pequeña y movida a remo y vela, capaz de desarrollar una velocidad considerable.

Drauers: La única referencia es del libro “Il costume antico e moderno...” (G. Ferrario, 1829) donde lo describe como: “Adoran al dios Rama... se pintan la frente y el cuerpo como todos los otros brahmanes, pero llevan constantemente en medio de la frente algunos granos de arroz”.

Sangre de drago: “Sangore drago” en el original, en este caso se refiere a la palmera trepadora Daemonorops draco o Calamus draco. De la que se obtiene una resina encarnada que mediante incisiones se saca del tronco del drago y se usa en medicina como astringente.

Nagesar: “Nargassa” en el original, es el nombre en bengalí del árbol Mesua ferrea, también conocido en hindi como nag champa.

Miopes: “Miopi” en el original, la única referencia es del libro “Il costume antico e moderno...” (G. Ferrario, 1829) donde los describes como: “Otra ave de rapiña es el miope menos fuerte y grande, pero más esbelto y astuto que los otros dos”. Los otros dos, son los mismos que nombra Salgari en el párrafo: cigüeñas y buitres.

Aves del paraíso: Familia de aves del orden Passeriformes que se distribuyen por Oceanía. La mayoría de sus cuarenta especies se encuentran en Nueva Guinea. Los machos suelen tener un plumaje muy colorido.

Jaipur: “Jeypore” en el original, conocida también como la ciudad rosa, es la capital del estado de Rajastán, al noroeste de la India. Fue construida en estuco rosado para imitar la arenisca. La única referencia al lago es del libro “Le Tour du Monde” (Louis Rousselet, 1868), donde lo describe lleno de cocodrilos.

Borasos: “Borassi” en el original, es el nombre común del “Borassus flabellifer”, árbol robusto que puede vivir 100 años o más y alcanzar 30 metros de altura. De hojas largas, en forma de abanico de 2 a 3 metros de longitud. Sus flores son pequeñas, densamente agrupadas en espigas, seguidas por grandes y redondos frutos de color marrón.

Kalam: Nombre maratí del Mitragyna parvifolia, especie de planta perteneciente a la familia de rubiáceas. Alcanza los 30 m de altura, con un tronco corto.

Kerkal: Leopardo (Panthera pardus) en canarés. Al leopardo también se lo denomina pantera parda. La palabra pantera, en castellano, se suele utilizar para la pantera negra.

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