jueves, 19 de abril de 2018

XVI. Entre las panteras y la oscuridad


En la India no es raro encontrar no solo en las junglas, que un día debían haber estado cultivadas y pobladas, sino también en medio de las densas florestas, restos de ciudades y espléndidas pagodas.
Los antiguos rajás, más caprichosos que los modernos, acostumbraban a cambiar con frecuencia su residencia, ya sea para escapar a la proximidad de bestias peligrosas que no eran capaces de destruir, como por algún motivo político.
Fundar una nueva ciudad estaba entonces de moda, mucho más que la mano de obra costaba tan poco, que con algunos millones de rupias otra mejor podía surgir y en brevísimo tiempo.
Por consiguiente ocurría a menudo, incluso al día de hoy, encontrarse imprevistamente delante de ruinas grandiosas, semi cubiertas por una densa vegetación.
La fertilidad del suelo, el gran calor y la humedad de la noche, favorecen en modo extraordinario, en aquella península, el desarrollo de la vegetación.
Un campo abandonado, después de solo pocos meses, no conserva más ningún rastro. Bambúes, arbustos, bananos, pipal, tara, surgen como por arte de magia y hacen desaparecer todo. El claro antes cultivado se vuelve un monte casi impenetrable, o una jungla que más tarde se convertirá en asilo seguro para los tigres, las panteras, los rinocerontes y las serpientes de mordedura fatal.
Por consiguiente, no era para asombrarse si los piratas de la Malasia, guiados por Bindar, habían encontrado aquel refugio. Desgraciadamente no parecía que estuviese deshabitado, como al principio habían esperado Sandokan y Tremal-Naik.
Aquel maullido sordo y aquellos dos puntos luminosos enseguida les habían advertido que debían pagar antes el alquiler con balas de plomo.
—Vamos —dijo Sandokan—. Intentemos desalojar a los inquilinos.
—No obstante, no se irán sin protestar —respondió Tremal-Naik bromeando.
—En tal caso tendrán que vérselas con nosotros. Kammamuri, ¿no temblará tu brazo? Si permanecemos al oscuro no respondería por el desalojo.
—La antorcha brillará siempre delante de los adnara.
—He aquí otro nombre.
—Así les llamamos nosotros los maratíes a aquellas feas bestias.
—Ponte detrás de nosotros.
—Sí, Tigre de la Malasia.
Sandokan se volvió para ver si sus hombres estaban en posición, armó la carabina y las pistolas y avanzó hacia la puerta de la pagoda, subiendo los escalones.
Tremal-Naik lo seguía, junto a Kammamuri que tenía bien alta la antorcha.
El formidable pirata estaba tranquilo como si se tratase de ir a encontrarse con buenos vecinos.
No obstante, sus ojos no se despegaban de los dos puntos luminosos que brillaban siempre en la oscuridad, entornándose por largos intervalos.
—¿Estará solo o tendrá un compañero? —se preguntó Sandokan, deteniéndose en el rellano.
—Temo, mi querido Sandokan, que la pagoda hospeda a una familia entera de aquellas bestiuchas —dijo Tremal-Naik—. Sé prudente porque los adnara valen como los tigres.
—Quizá un poco menos que nuestras panteras negras. Probemos hacer un buen tiro. Tú no dispares por ahora.
Se arrodilló y apuntó la carabina mirando los dos puntos luminosos. Estaba por apretar el gatillo, cuando estos se apagaron bruscamente.
—¡Saccaroa! —gruñó el pirata—. ¿Aquella fea bestia se habrá percatado de que quería su piel y se ha internado en la pagoda? He aquí que los inquilinos se ponen molestos. ¡Bah! Iremos a encontrarlos en su cueva. ¡Adelante Kammamuri!
El maratí alzó la antorcha, armó una pistola de dos tiros no pudiendo servirse de la carabina con un sola mano, y avanzó intrépidamente flanqueado por Sandokan y por Tremal-Naik.
Los malayos y los dayak se habían dispuesto en forma de semicírculo en la base de la escalinata, listos para acudir en ayuda de sus amos, en el caso de que tuviesen necesidad de su apoyo o para cerrar el paso a las bestias.
No obstante, no habían omitido, incluso en aquel terrible apuro, ponerse delante del capitán de los sijes y del faquir, a fin de que no aprovechasen para escapar, cosa poco probable, no obstante, porque aquellos dos desgraciados estaban todavía bien atados.
Los cazadores, después de haberse detenido algunos instantes sobre el umbral del portón, habían entrado resueltamente a la pagoda.
Una sala inmensa, de forma ovalada, casi desnuda, porque no había mas que cúmulos de escombros caídos de lo alto y anchas rendijas que se vislumbraban a lo largo de las paredes, se abría ante ellos.
También el revestimiento interior, al igual que el exterior, se había desmoronado esparciendo por el suelo fragmentos de estatuas.
Sandokan y Tremal-Naik dieron alrededor una rápida mirada y con no poca sorpresa no divisaron, en aquella inmensa sala, a ninguna bestia.
—¿A dónde habrá escapado aquella pantera? —se preguntó Sandokan—. A través de las grietas de las paredes no por cierto, no prolongándose hasta la base.
—En guardia, amigo —dijo Tremal-Naik—. Pudo haberse escondido detrás de estos cúmulos de ruinas.
—No me parecen tan altos como para cubrirlas. Por otra parte lo sabremos enseguida.
Ante él se encontraba un gigantesco dado de piedra que quizá en otros tiempos había servido como sostén o piedra de Shalágram o lingam, la Trimurti de la religión hindú.
Con un salto se le puso encima y miró en todas direcciones.
—Nada —dijo luego—. La pantera ha desaparecido.
—Sin embargo, no debe haber salido —dijo Tremal-Naik—. Nuestros hombres la habrían visto.
—¡Ah!
—¿Qué es ahora?
—Veo una puertita en el extremo de la sala.
—Que llevará probablemente a alguna galería —dijo el maratí.
—Siempre y cuando no haya por aquella parte una salida —dijo Tremal-Naik.
—En tal caso nos ahorraríamos la molestia de cazarla —respondió Sandokan—. Vamos a ver si aquella señora ha preferido dejarnos el alojamiento sin protestar.
Atravesaron la sala y llegaron muy pronto delante de la puertita que estaba abierta. Sandokan y Tremal-Naik advirtieron enseguida un agudo olor salvaje.
—Ha pasado por aquí —dijo el primero—. Atentos a no dejarse sorprender.
—Esta galería debe conducir a los apartamentos de los sacerdotes —añadió el bengalí—. En tal caso tendremos que recorrer un buen trecho. Ponte detrás de nosotros, Kammamuri.
Apoyaron las carabinas sobre los hombros a fin de estar más listos para hacer fuego y se adentraron en aquel estrecho pasaje que tendía a subir.
Habiendo recorrido cincuenta pasos, se encontraron delante de una escalinata que describía una curva bastante acentuada.
—¡Saccaroa! —exclamó Sandokan, fastidiado—. ¿Dónde se habrá metido aquel maldito animal?
—¡Calla! —dijo Tremal-Naik.
Un sordo maullido se oyó un poco más arriba. Signo de que la pantera se encontraba allá adentro y que quizá se preparaba para disputar el camino a los tres hombres.
Sandokan, resuelto a terminarla, se lanzó arriba por la escalinata y habiendo llegado sobre el rellano, vio una sombra alejarse velozmente dentro de un segundo corredor.
—¡Haz luz, Kammamuri! —gritó.
El maratí fue dispuesto a alcanzarlo.
Divisando todavía la sombra, el Tigre de la Malasia hizo precipitadamente fuego. La detonación, que resonó en aquellas estrechas paredes como un tiro de espingarda, fue seguida por un alarido estrangulado.
—¿Golpeada? —preguntó Tremal-Naik brincando adelante.
—¡Ah! No lo sé —respondió Sandokan que recargaba el arma—. Escapaba delante mío y no podía divisarla demasiado bien. He hecho fuego al azar.
—Vamos a ver si hay rastros de sangre.
Avanzaron cautamente, con los ojos y los oídos en guardia, manteniéndose inclinados a fin de ofrecer un menor blanco en el caso de un ataque imprevisto.
El corredor, que estaba abierto en el espesor de las paredes, giraba como si siguiese la curva de la inmensa pagoda. De vez en cuando a derecha e izquierda se abrían pequeñas celdas, que un día debían haber servido a los brahmanes y a los gourou.
De pronto Sandokan se detuvo inclinándose a tierra.
—¡Una gran mancha de sangre! —exclamó.
—La has golpeado —dijo Tremal-Naik—. Dentro de poco será nuestra.
—¡Adelante!
Seguros de no encontrar ya por parte de la pantera gran resistencia, habían alargado el paso. Las manchas de sangre continuaban y siempre más abundantes.
La bala de Sandokan debía haber producido una herida gravísima.
La condenada bestia, no obstante, continuaba su retirada a través de aquel interminable corredor.
En cierto momento y cuando menos se lo esperaban, los tres cazadores se encontraron ante una sala algo vasta, llena de estatuas representando las eternas encarnaciones de Visnú.
—¡Debemos estar en el final! —había exclamado Tremal-Naik.
Apenas había pronunciado aquellas palabras cuando una masa se desplomó imprevistamente sobre ellos, derribándolos uno sobre el otro y apagando la antorcha.
Sandokan fue rápido en levantarse y hacer fuego también esta vez al azar, imitado por Kammamuri que no había dejado escapar la pistola.
Tremal-Naik, más prudente, había conservado su carga temiendo un regreso ofensivo de la bestia.
Ésta, después de haber dado aquel gran salto y haber puesto a los cazadores patas para arriba, había escapado regresando al corredor.
—¡Aquella pantera tiene el alma de Kali! —exclamó Tremal-Naik—. ¡Henos aquí en un buen apuro! ¿Quién tiene detonador?
—Yo no —respondió Sandokan.
—Tampoco yo —añadió Kammamuri.
—¿Deberemos realizar la retirada en la oscuridad?
—Ya conocemos el corredor y creo que el regreso no será difícil —respondió el Tigre de la Malasia.
—¿Y si la pantera nos espera al acecho?
—Eso es lo que temo.
—Recarga enseguida y también tú Kammamuri. De un instante al otro podemos encontrarnos nuevamente delante del kerkal.
—Y puede también...
El maratí no terminó la frase. Un maullido que terminó en un soplido ardiente lo había detenido.
—¡Hay otra pantera aquí! —exclamó de pronto Sandokan dándose la vuelta rápidamente.
—¡Pero sí! —respondió Tremal-Naik—. La primera no estaba sola.
—¡En retirada!
—Y pronto —añadió el bengalí—. Aquí corremos el peligro de ser asaltados por delante y por la espalda.
Sandokan lanzó una imprecación.
—¡Volver atrás ahora, cuando ya estaban en nuestras manos!
—Las descubriremos más tarde. ¡Ven, no perdamos tiempo!
Salieron de la sala, retrocediendo lentamente a fin de no dejarse sorprender. Kammamuri solo, que había recargado la pistola, había vuelto la espalda a la puerta para hacer frente a la primera pantera escapada a través del corredor.
El momento era terrible, sin embargo aquellos tres valerosos no habían perdido nada de su admirable calma, aún cuando estuviesen más que seguros de ser asaltados antes de poder volver a descender a la pagoda y alcanzar a sus compañeros que debían estar muy inquietos, no viéndolos regresar después de aquellos cuatro disparos.
—Mantengámonos unidos —dijo Sandokan a sus compañeros—. Si no tenemos más la antorcha poseemos aún nuestras armas de fuego.
—Y apenas divisemos los ojos de las bestias disparemos enseguida —añadió Tremal-Naik.
La retirada, en la profunda oscuridad que reinaba en aquel estrecho corredor, se terminaba lentamente, debiendo Sandokan y el bengalí retroceder con la cara vuelta siempre hacia la sala.
Kammamuri estaba por poner los pies sobre el primer escalón, cuando vio, a solo pocos pasos, relampaguear los ojos verduzcos del kerkal, que había escapado a través del corredor.
—¡Amo! —dijo, retrocediendo—. La bestia está delante mío.
—Y la segunda nos sigue —respondió Sandokan—. He allí sus ojos.
Los tres hombres se habían detenido con las armas apuntadas contra aquellos cuatro puntos luminosos. Aún cuando probaron las más terribles aventuras, no osaban hacer fuego por el temor de fallar a sus adversarios.
Entre ellos reinó un breve silencio, luego Sandokan lo rompió primero.
—No podemos permanecer aquí eternamente. Más allá de las armas de fuego tenemos también las cimitarras y un combate cuerpo a cuerpo no me da miedo. Tú, Kammamuri, haz fuego sobre la pantera que se encuentra en la escalera; yo intentaré despachar la otra.
—¿Y yo? —preguntó Tremal-Naik.
—Permanecerás en reserva —respondió el Tigre de la Malasia.
Extrajo con precaución la cimitarra sin despegar sus ojos de los dos puntos fosforescentes que brillaban siniestramente en aquella densa oscuridad, la estrechó entre los dientes, luego miró lentamente, a fin de estar bien seguro de su golpe.
Kammamuri por su parte había apuntado la pistola, que como habíamos dicho era de doble cañón.
Los tres disparos formaron una detonación sola. Al rápido resplandor producido por la pólvora, los cazadores vieron a las dos bestias lanzarse hacia adelante, luego rodaron la una encima y la otra abajo por la escalera.
Tremal-Naik, que fue el primero en llegar al fondo, oyendo hacia el rellano un maullido amenazador, disparó más para iluminar, aunque fuese por un instante la galería, que con la convicción de golpear.
Un alarido le respondió, luego una masa se desmoronó abajo por la escalera cayendo encima de Sandokan que se había detenido en el penúltimo escalón.
—¡Ah! ¡Canalla! —aulló el pirata que había tenido el tiempo de empuñar la cimitarra antes de caer.
Alzó el arma y la dejó caer con fuerza sobre aquel cuerpo que se debatía sobre su flanco aullando.
—¡Toma! ¡Toma!
Dos veces la cimitarra, manejada por aquel brazo de hierro, cortó hasta el fondo.
—¡Huyamos! —dijo en aquel momento Tremal-Naik—. Nuestras armas están descargadas.
Los tres se habían lanzado a través del corredor, corriendo a lo loco. Estaban por entrar en la pagoda, cuando oyeron una descarga resonar desde afuera.
—Nuestros hombres han fusilado a la otra —dijo Sandokan corriendo hacia la puerta.
No se había equivocado. Sobre el vasto rellano yacía una gigantesca pantera, una de las más grandes que hubiese visto hasta ahora, sumergida en un charco de sangre.
Su espléndido pellejo estaba acribillado de proyectiles.
—Sahib —dijo Bindar, adelantándose—, se temía que te hubiese sucedido alguna desgracia.
—La pagoda es nuestra —respondió simplemente Sandokan—. Ocupémosla.
—¿Estará muerta la otra? —preguntó Kammamuri.
—Mi cimitarra está sucia de sangre y cuando pego un golpe, ni siquiera un tigre puede resistir. Has poner, para mayor precaución, centinelas delante de las dos puertas y busquemos reposar algunas horas. Tenemos necesidad.
Los malayos y los dayak desataron los paquetes, extendiendo por tierra tapetes y mantas de lana e incluso almohadas destinadas a sus jefes, mientras algunos otros encendían algunas antorchas plantándolas entre los escombros.
El viejo Sambigliong hizo la selección de los hombres de guardia, llevándose tres delante de la puertita que conducía a la escalinata de la puerta mayor, no siendo improbable que otras fieras se presentasen.
Sandokan y Tremal-Naik, después de haberse asegurado bien que el faquir y el comandante de los sijes tenían las ligaduras intactas, se tendieron sobre los tapetes, no sin haber tenido la precaución de ponerse al costado las armas, aún cuando se creían perfectamente seguros contra una invasión por parte de los guardias del rajá.
El resto de la noche en efecto transcurrió tranquila. Solo algunos chacales, atraídos por aquella luz insólita, que brillaba en el interior de la pagoda, osaron subir la escalinata y mandar algún alarido.
No siendo peligrosos, los hombres de guardia no se molestaron en saludarlos con un tiro de fusil, deseando economizar sus municiones.
Habiendo preparado y devorado el desayuno, Sandokan envió a la jungla a la mitad de sus hombres, para asegurarse de que no los sorprendieran, luego se hizo traer delante al faquir.
El pobre hombre, que ya se esperaba tener que sufrir un interrogatorio, temblaba como si tuviese fiebre y de la frente le caían grandes gotas de sudor.
—Siéntate —le dijo rudamente Sandokan, que estaba cómodamente tendido sobre un tapete al lado de Tremal-Naik—. Ha llegado la hora de hacer las cuentas.
—¿Qué cosa quiere de mí, señor? —gimió el desgraciado mirando con fervor al antiguo jefe de los piratas de Mompracem, que lo miraba fijo como si intentase hipnotizarlo.
—Un hombre que tuviese la conciencia tranquila no temblaría como tú —dijo Sandokan encendiendo el chibuquí y lanzando al aire una densa nube de humo—. Cuéntame ahora cómo has hecho tú, que tienes solo un brazo disponible, para raptar a aquella niña.
—¡Una niña! —exclamó el faquir alzando los ojos al aire—. ¿Qué vienes a decirme sahib? Ya te he dicho que yo no sé nada de nada.
—De modo que no te has dirigido a la casa de una señora india para liberarla del mal de ojo.
—Puede ser, pero no te sabría decir cuál.
—Entonces te lo dirá un hombre que asistió a la ceremonia.
—Hazlo venir —respondió el gosain, no obstante, con voz para nada firme.
—¡Loy! —gritó Sandokan.
El malayo, que hasta entonces se había mantenido escondido detrás de un cúmulo de escombros, se alzó y se puso de frente al faquir preguntándole.
—¿Me reconoce usted?
Tantia lo miró fijo por largo tiempo, con una mirada que traicionaba una profunda inquietud, luego recogiendo toda su energía respondió:
—No: jamás te he visto.
—Mientes —gritó el malayo—. Cuando pasaste la cuenca delante de los ojos de la joven india, me encontraba a solo tres pasos de distancia de ti.
El gosain tuvo un ligero temblor, no obstante, respondió enseguida.
—Te equivocas: un rostro que hubiese tenido aquella fea piel no se me habría escapado tan fácilmente. Te lo repito: jamás te he visto.
—Un hombre que tiene un brazo anquilosado y que tiene en su puño un ramillete no se olvida fácilmente —respondió el malayo—. Has sido tú, lo afirmo solemnemente.
—Defiéndete ahora —dijo Sandokan—. Ves que este hombre te acusa.
El gosain bajó los hombros, sonrió irónicamente, luego respondió:
—Este hombre, o está loco o ha jurado perderme. Tantia no obstante no es tan estúpido como para caer en la infame emboscada preparada por este miserable.
—Es demasiado astuto como para comprometerse —dijo Tremal-Naik—. No obstante, el interrogatorio apenas ha comenzado y no terminará tan pronto.
—Es verdad —dijo Sandokan—. Acusa Loy.
—Digo que este hombre se ha presentado en el palacio de la joven india —retomó el malayo—, que ha pedido descansar, que fue dejado solo y que a la noche desapareció sacando a la ama: ¡que lo niegue si lo osa!
—Lo oso —respondió el faquir.
—De modo que no quieres confesar por cuenta de quién has actuado —dijo Sandokan.
—No soy mas que un pobre hombre que no tiene otro deseo que irse lo más pronto posible al Kailash. Mi esqueleto no serviría ni siquiera para una cena a los tigres.
—Kammamuri —dijo Sandokan—, este hombre aún no ha tomado el desayuno. Tráele una cazuela de karī. Como ha cedido Kaksa Pharaum, cederá también este obstinado.
El maratí que estaba mezclando cierto guiso, que se encontraba en una olla de hierro y que le hacía lagrimear abundantemente los ojos, llenó un recipiente y lo posó delante del gosain.
—Come —dijo Sandokan—. Luego reanudaremos la charla.
Tantia olfateó el arroz condimentado con especias fuertísimas y sacudió la cabeza diciendo con voz resuelta:
—No.
Sandokan se sacó de la faja una pistola, la armó y acercando el frío cañón a una sien del prisionero le dijo:
—O comes o te hago estallar la cabeza.
—¿Qué contiene este karī? —preguntó el faquir con los dientes estrechados.
—Cómelo, te digo.
—¿Me prometes que no contiene ningún veneno?
—No tengo ningún interés en suprimirte, es más deseo que vivas. ¿Te decides o no? Te doy un minuto.
El faquir vaciló un instante, luego tomó la cuchara que Kammamuri le ofrecía sonriendo irónicamente y se puso a comer haciendo horribles muecas.
—Demasiado pimiento en este karī —dijo—. Tienes un mal cocinero.
—Me proporcionaré otro —respondió Sandokan—. Por ahora, conténtate con lo que tengo.
El faquir, viendo que no bajaba la pistola, continuó comiendo aquella mezcla infernal, que debía quemarle el estómago. No obstante, estando los indios habituados a poner mucho pimiento en sus comidas, especialmente en el karī, el gosain experimentaba ciertamente menos los efectos ardientes.
Cuando hubo terminado se golpeó con la izquierda el vientre diciendo:
—También esta sopa pasará.
—Veremos si tu estómago es tan sólido —respondió Sandokan—. Ahora a ti Tremal-Naik.
El bengalí y Kammamuri aferraron al gosain bajo las axilas y lo pusieron de pie.
—¿Qué quieren ahora de mí? —preguntó el desgraciado con terror.
—¡Oh! ¿No habíamos aún terminado? —dijo Tremal-Naik—. ¿Creíste que te habías salido con la tuya así de fácil? ¿Quieres evitar el resto? Entonces confiesa.
—¡Les he dicho que no sé nada! —chilló Tantia—. No he tomado parte en el rapto de aquella mujer. Puede arrancarme la lengua, atormentarme, que no podré decirle lo que no he hecho.
—Lo veremos —dijo Tremal-Naik.
Lo empujaron fuera de la pagoda y lo hicieron descender la escalinata deteniéndolo delante de un hoyo muy profundo, que dos malayos estaban excavando.
—Bastará —dijo Sandokan a los dos piratas, después de haber dado una mirada a aquella excavación. El hombre no es gordo, todo lo contrario.
El gosain había dado dos pasos atrás mirando con desconcierto a Sandokan, Tremal-Naik y Kammamuri.
—¿Qué quieren hacer conmigo? —preguntó batiendo los dientes—. Recuerden que soy un faquir, o sea un hombre santo, que goza de la protección de Brahma.
—Llámalo que venga a liberarte —dijo Sandokan.
—Ustedes no gozarán de las delicias del Kailash, cuando la muerte los golpee.
—Me contento con el paraíso de Mahoma.
—El rajá me vengará.
—Está demasiado lejos y luego en este momento no tiene tiempo de ocuparse de ti. ¿Quieres hablar sí o no?
—¡Sean maldecidos todos! —aulló el gosain furibundo—. ¡Lanzo contra ustedes el mal de ojo!
—Mi cimitarra lo romperá —respondió Sandokan—. Métanlo dentro.
Los dos malayos se apoderaron del faquir, que no podía oponer mas que una resistencia debilísima, teniendo un solo brazo disponible y lo metieron en el hoyo dejándole sobresalir solamente la cabeza y el brazo izquierdo que nadie habría podido ya doblar sin quebrárselo.
Habiendo hecho esto comenzaron a arrojar dentro paladas de tierra a modo de envolver completamente aquel delgadísimo cuerpo y de inmovilizarlo.
El gosain, que quizá había adivinado a qué espantoso suplicio lo condenaban sus verdugos, daba alaridos espantosos que, no obstante, no producían ningún efecto sobre el ánimo de Sandokan, ni sobre el de Tremal-Naik.
—La olla ahora —dijo el Tigre de la Malasia, cuando el faquir fue enterrado.
Uno de los dos malayos corrió a la pagoda y volvió trayendo una especie de cubeta de metal, llena de agua muy límpida y la puso delante de Tantia, a la distancia de un paso.
—Cuando tengas sed la tomarás —dijo entonces Sandokan.
Viendo el agua el gosain abrió de par en par los ojos y sus labios se crisparon.
—¡Dame de beber! —rugió—. Tengo fuego en el vientre.
—Extiende tu brazo anquilosado y sírvete —respondió Sandokan—. Nadie te lo impide.
—¡Quiébrenlo entonces! Yo no puedo bajarlo.
—Es un asunto que te concierne a ti. Ven Tremal-Naik: este hombre comienza a ponerse fastidioso.
A cincuenta pasos de la escalinata se alzaba un espléndido laurel bajo el cual los malayos habían extendido algunos tapetes y colocado algunas almohadas.
Sandokan y Tremal-Naik, seguidos por Kammamuri, se dirigieron hacia aquella planta y se tendieron bajo la densa sombra encendiendo sus pipas. El gosain no cesaba de aullar como un condenado, pidiendo agua.
El pimiento comenzaba a hacer efecto, atenazándole las vísceras.
—Al otro ahora —dijo el Tigre de la Malasia—. Kammamuri ve a buscar al demjadar.
—¿Tendremos la corte de justicia bajo este árbol? —preguntó Tremal-Naik bromeando.
—Estamos más seguros aquí que en la pagoda —respondió Sandokan.
—¡Eh no sé, amigo! Te olvidas que estamos en medio de una jungla.
—Mientras mis hombres batan los bambúes, no tenemos nada que temer.
—¿Pronunciaremos otra sentencia?
—Todo dependerá de la buena o mala voluntad del prisionero.
Kammamuri volvía en aquel momento con el capitán de los sijes.
Era este un bello tipo de montañés indio, de una robustez excepcional, con una larga barba negrísima que daba mayor relieve a su piel apenas bronceada y con dos ojos llenos de fuego.
Habiéndole sido desatadas las manos, saludó militarmente a Sandokan y a Tremal-Naik, llevando la mano derecha al inmenso turbante blanco con el casquete rojo bordado en oro, que le cubría la cabeza.
—Siéntate amigo —le dijo el Tigre de la Malasia—. Tú eres un hombre de guerra y no ya un gosain.
El demjadar que conservaba una calma digna de un verdadero soldado, obedeció sin pestañear.
—Quiero saber de ti si has tomado parte en el rapto de una princesa india junto con el faquir.
—Jamás he tenido relación con aquel hombre —respondió el sij casi con desprecio—. Yo soy musulmán como todos mis compatriotas y no me ocupo de los santones.
—Entonces tú no sabes nada de aquel rapto.
—Es la primera vez que oigo hablar de eso. Luego no me ocuparía de tales cosas. Enfrentar enemigos sea pues; luchar con mujeres que no pueden defenderse, ¡nunca! Los sijes de la montaña son guerreros.
—¿Quién te ha encargado asaltarnos?
—El rajá.
—¿Quién había dicho a Su Alteza que nosotros habitábamos en la pagoda subterránea?
—Estoy habituado a obedecer a las personas que me pagan y no a preguntar por sus asuntos —respondió el sij.
—¿Cuánto te da el rajá al año?
—Doscientas rupias.
—Si hubiese un hombre que te ofreciera mil, ¿dejarías al rajá?
Los ojos del demjadar relampaguearon.
—Piénsalo —dijo Sandokan, a quien no había escapado aquel destello que traicionaba una inmensa codicia—. Me responderás sobre esto más tarde. Ahora quiero saber otras cosas.
—Habla, sahib.
—¿Eres tú quien comanda la guardia real?
—Sí, soy yo.
—¿De cuántos hombres se compone?
—De cuatrocientos.
—¿Todos valerosos?
Una sonrisa casi de desprecio despuntó en los labios del demjadar.
—Los sijes de la montaña saben morir bien y no cuentan a sus enemigos —dijo luego.
—¿Cuánto reciben tus hombres después de un año de servicio?
—Cincuenta rupias.
—¿Qué has pensado de la oferta que te he hecho?
El demjadar no respondió: parecía hacer algún cálculo difícil.
—Apresúrate, no tengo tiempo que perder —dijo Sandokan.
—El rajá de Mysore y el gaekwad de Baroda, que son los más generosos príncipes de la India, no me darían tanto —respondió finalmente el sij.
—¿De modo que aceptarías por tal suma dejar al rajá de Assam y de pasar bajo otras personas?
—Sí, siempre y cuando paguen. Nosotros somos mercenarios.
—¿También si aquella persona se sirviese de ti y de tus hombres para caer encima del rajá de Assam?
El demjadar alzó los hombros.
—No soy un asamés —respondió luego—. Mi patria está en las montañas.
—¿Responderías de la fidelidad de tus hombres si se le ofrecieran doscientas rupias a cada uno?
—Sí, sahib, absolutamente —respondió el demjadar—. A todos aquellos montañeses los he reclutado yo y no me obedecen mas que a mí.
—Te haré pagar hoy un anticipo de quinientas rupias, pero por ahora no debes dejar mi campo y no cesará la vigilancia alrededor tuyo.
—No sería necesario porque tienes mi palabra, no obstante, has como quieras. Es mejor no confiarse, y yo en tu lugar haría lo mismo.
—Ahora puedes irte: debo ocuparme del faquir. ¡Kammamuri! —llamó luego; el maratí que estaba acurrucado delante de Tantia escuchando, impasible a los aullidos feroces que mandaba el desgraciado, acudió pronto.
—¿En qué punto estamos? —le preguntó Sandokan, mientras el demjadar se alejaba.
—El gosain no puede resistir más: está hidrófobo.
—Vamos a ver si se decide a hablar. Ven Tremal-Naik: no habremos perdido nuestra jornada.
—Empiezo a desear que la corona de Surama no esté lejos —dijo el bengalí.
—También yo, amigo: ahora ya no es más que una cuestión de paciencia.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Cuando Sandokan llama a Loy para que enfrente al faquir, en el original Salgari se equivoca y lo llama a Kubang, jefe de la guardia de Yanez. O sea, en el original, el faquir no está mintiendo al decir que no lo conoce.

En realidad los sijes no profesan el islam —por lo que no son musulmanes como dice el capitán—, ni el hinduismo. El sijismo es una religión monoteísta de la India, fundada por Gurú Nanak Dev Ji.

El rajá o marajá, para ser más exactos del reino de Mysore en la época en que transcurre la novela (1877-1878 aproximadamente) era Chamarajendra Wadiyar X, quien gobernó entre 1868 y 1894, año en que falleció de difteria a los 31 años.

El rajá o Marajá Gaekwad de Baroda en la época de la novela era Sir Sayajirao Gaekwad III, quien gobernó entre 1875 y 1939.

Adnara: Pantera en hindi, utilizado en India central.

Detonador: “Acciarino” en el original, puede traducirse como “detonador”, “eslabón” o “pedernal”. Detonador: es un artificio con fulminante que sirve para hacer estallar una carga explosiva. Eslabón: es un hierro acerado del que saltan chispas al chocar con un pedernal. Pedernal: es una variedad de cuarzo, que se compone de sílice con muy pequeñas cantidades de agua y alúmina; es compacto, de fractura concoidea, translúcido en los bordes, lustroso como la cera y por lo general de color gris amarillento más o menos oscuro; da chispas herido por el eslabón.

Gaekwad: “Guicovar” en el original, o también “Gaikwad”, es un clan maratí hindú al que pertenece la dinastía que gobierna el estado de Baroda. Antiguamente se lo podía encontrar también como “Guicowar”. El título completo del soberano era: Marajá Gaekwad de Baroda.

Baroda: Fue uno de los principales principados tributarios protegidos de la India. Dependía directamente del gobierno general. Estaba formado por varios territorios intercalados entre distritos británicos.

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