martes, 12 de junio de 2018

XX. La retirada a través de los techos


Como Bindar había dicho, justo bajo la pared que sostenía la última azotea, se abrían dos ventanas bastante angostas, pero lo suficiente como para dejar pasar un hombre, y reparadas por simples esteras de cocotero.
Sandokan, que se había reunido con Tremal-Naik, Kammamuri y Surama, después de haberlas observado un momento, sacó de la faja el kris y con un golpe solo destripó el grosero tejido, introduciendo la cabeza a través del desgarro.
—¿No hay nadie? —preguntó el bengalí.
—Parece que los gritos y los fusilazos aún no han estropeado el sueño a los habitantes de esta casa —respondió Sandokan—. ¿Quién tiene una antorcha?
—Yo, sahib —respondió Bindar.
—Enciéndela, muchacho previsor.
—Aquí está, amo.
El Tigre de la Malasia desfondó la estera arrancándola completamente; tomó la antorcha, armó la pistola y entró en un cuchitril lleno solamente de viejos muebles fuera de uso.
—Que todos me sigan —comandó— y tengan listas las armas.
Con un simple impulso abrió una puerta y habiendo encontrado una escalera, se puso a descender tranquilo, como si estuviese en su casa. Muchas puertas se mostraban a diestra y siniestra, no obstante, todas estaban cerradas y no se oía ningún ruido.
—Se diría que esta casa está desierta —murmuró Sandokan.
Se engañaba, porque mientras estaba por descender el primer escalón de una escalinata, dos sirvientes indios, dos shudra, se le pararon delante haciendo girar amenazadoramente nudosos garrotes y gritando:
—¡Alto!
—Despejen —respondió en cambio Sandokan apuntando contra ellos la pistola—. Somos cuarenta y todos armados.
—¿Qué quieres? —preguntó el más viejo—. ¿Cómo han entrado aquí, sin el permiso del amo?
—Solamente deseamos irnos, sin molestar a nadie.
—¿Son ladrones?
—Ninguno de mis hombres ha tocado las cosas pertenecientes a tu amo. Vamos, saca la llave y ábrenos el portón. Tenemos prisa.
—No puedo abrir sin la orden del amo.
—Ah, ¿necesitas su orden? Lo veremos.
Se volvió hacia los malayos que habían llegado y les dijo:
—Aten y amordacen a estos dos sirvientes.
No había terminado aún aquella orden, que ya los malayos se habían arrojado como tigres sobre los shudra, desarmándolos y amordazándolos.
—¡La llave! Si no quieren que los haga arrojar abajo de la escalera —dijo Sandokan con voz imperiosa—. Les he dicho que tenemos prisa.
Los dos indios espantados no osaron rehusarse más y ofrecieron la llave.
Sandokan reanudó el descenso seguido por todo el pelotón y abrió, no sin alguna dificultad, el portón. Nadie parecía que se hubiese percatado de aquella invasión, porque ningún otro sirviente se había mostrado.
—Aquí estamos, finalmente libres —dijo Sandokan—. Como has visto, mi querido Tremal-Naik, la cosa no podía ser más fácil.
—Eres siempre el hombre extraordinario que la Malasia entera ha temido y admirado.
—Vengan todos.
No habiendo aún surgido el alba, la calle estaba desierta, de modo que pudieron alejarse tranquilos y alcanzar los callejones de un suburbio vecino, que terminaba sobre las orillas del Brahmaputra.
A lo lejos el cielo estaba teñido de rojo. Eran los reflejos del incendio que devoraba el palacio de Surama.
Viéndolos, la joven princesa no pudo contener un largo suspiro, que no escapó a Sandokan que caminaba a su lado.
—Echas de menos tu casa, ¿verdad amiga? —dijo el pirata.
—No lo niego.
—Dentro de no mucho tendrás una más bella: el palacio del rajá.
—¿Entonces lo deseas, señor?
—No habría dejado la Malasia —respondió Sandokan—, si no hubiese estado seguro de conducir a buen término la empresa. Entre Yanez, Tremal-Naik y yo, derribaremos a aquel borrachín sanguinario, que reina sobre Assam y le arrancaremos la corona que ha conquistado con un simple tiro de carabina. Él te ha mandado a ti a hacer de bayadera y nosotros lo mandaremos a él a hacer de... brahman o gourou.
Mientras tanto habían llegado bajo los densos tamarindos que sombreaban la orilla del río. Sandokan se había detenido volviéndose hacia los sirvientes y las mujeres, que se habían reagrupado detrás suyo.
—Este es el momento de dejar a su ama —les dijo—. Recibirá cada uno cincuenta rupias de regalo, que les entregará mañana a la mañana Bindar en el bungalow de paso. Apenas tengamos necesidad de ustedes, retomarán su servicio.
—Gracias, sahib —respondieron los shudra conmovidos por tanta generosidad.
—Dispérsense y no se olviden de la cita.
Las mujeres besaron las manos de Surama, los hombres el borde del vestido, luego se alejaron rápidamente tomando varias direcciones.
—Ahora a nosotros, Bindar —retomó Sandokan—, ¿puedo contar con tu absoluta fidelidad?
—Mi padre ha muerto defendiendo al de la princesa y yo, que soy su hijo, estaría muy contento de lo mismo —respondió con nobleza el asamés—. Comanda, sahib.
—Irás, ante todo, a presentar esta letra de cambio de cincuenta mil rupias al banco anglo-asamés y pagarás a los sirvientes.
—Bien, sahib: te devolveré fielmente el resto a más tardar mañana por la noche.
—No hay apuro —dijo Sandokan—. Tienes más que hacer aquí, antes de alcanzarme en la jungla de Benar.
—Comanda, sahib.
—Irás al palacio real e intentarás ver a Yanez o a alguno de sus hombres.
—¿Qué debo decir al sahib blanco?
—Contarle todo lo que ha sucedido y decirle dónde nos encontramos. Si te da una carta alquilarás una barca y vendrás a alcanzarme en la jungla. Sé prudente y cuida de no hacerte capturar.
—No me dejaré sorprender, señor —respondió Bindar.
—Ve, bravo muchacho: tu suerte está asegurada.
El asamés besó el borde del vestido de Surama, luego se alejó velozmente desapareciendo bajo los árboles.
—A la bagala ahora —dijo Sandokan—. Esperemos encontrarla aún en el mismo lugar donde la hemos dejado.
—Y hagámoslo pronto —añadió Tremal-Naik—. No estaremos enteramente seguros hasta que no nos encontremos en la pagoda de Benar.
—Si lo estamos también allí.
—¿Dudas?
—¡Eh! ¿Quién sabe? Al griego no le faltarán espías, mi querido Tremal-Naik, y tú sabes mejor que yo cuán astutos y sobre todo inteligentes son tus compatriotas.
—Eso es verdad —respondió el bengalí.
—Y haremos por esto bien en cuidarnos las espaldas. A la bagala amigos, y vayámonos antes de que el sol surja.
Se metieron en medio de los árboles siguiendo la orilla que estaba poblada solamente por marabúes, erguidos y parados sobre sus patas, en espera de que la luz avance para ir a limpiar las calles de la ciudad, siendo aquellas codiciosas aves los únicos barrenderos de los barrios indios, barrenderos económicos, pero no menos útiles que los humanos porque devoran todo: huesos, vegetales podridos, sobras de toda especie que los perros más hambrientos desdeñarían.
Las estrellas comenzaban a palidecer cuando el pelotón llegó al lugar donde había sido dejada la bagala.
—¿Nada nuevo? —preguntó Sandokan a los dos malayos que habían permanecido en guardia de la barca.
—Sí: somos espiados, Tigre de la Malasia —respondió uno de los dos.
—¿Qué has notado?
—Algunos hombres han venido a zumbar cerca de la bagala.
—¿Muchos?
—Cinco o seis.
—¿Soldados del rajá?
—No, no eran guerreros aquellos.
—¿Han regresado?
—Hace dos horas los volvimos a ver —respondió el malayo.
Sandokan miró a Tremal-Naik.
—¿Qué me dices? —le preguntó.
—Que nuestra presencia ha sido notada y que el rajá o el griego intentarán dar un golpe contra nosotros —respondió el bengalí.
—¿Vendrán a asaltarnos a la jungla?
—Tengo precisamente esa duda.
—¡Bah! Tenemos allá abajo fuerzas suficientes como para oponer una terrible resistencia. Si quieren seguirnos lo harán también: estemos listos para darles tal lección que no olviden fácilmente.
Subieron a la bagala; los malayos tomaron los remos y se hicieron a la mar remontando la corriente del Brahmaputra.
Sandokan, como era su costumbre, se había colocado en proa con Tremal-Naik y Surama. Los ojos alertas del pirata vigilaban atentamente la orilla, porque, después de todo lo referido por los dos malayos dejados en guardia de la barca, una duda lo había asaltado.
Y en efecto la bagala no había aún recorrido doscientos metros, cuando de una pequeña ensenada, escondida por gigantescos tamarindos, vio avanzar sobre el río una de aquellas ligeras barcas, que los indios llaman moor-punkee, y que se asemejan en las formas a las balleneras, aún cuando tienen la proa un poco elevada y adornada con una gran cabeza de pavo real.
—¡Ah! ¡Bribones! —murmuró—. Me esperaba esta persecusión.
—¿Y nos dejaremos dar caza por aquellos hombres? —preguntó Surama.
—Aún no hemos llegado a la jungla de Benar —respondió Sandokan.
—Quién sabe qué pueda suceder antes de embocar el canal que conduce al estanque de los cocodrilos. Espero ofrecer a aquellos feos saurios una cena apetitosa, aún cuando los deteste.
—Aquellos hombres pueden volverse un día mis súbditos.
—Tendrás siempre suficientes —respondió fríamente Sandokan—. Si yo hubiese perdonado a todos mis enemigos, no me habría vuelto el Tigre de la Malasia, ni habría podido permanecer por tantos años en mi Mompracem. Por otra parte no podría tener demasiados prisioneros: tengo ya dos en la jungla, uno de los cuales podría darme graves fastidios.
—¿Quién es?
—El faquir que te ha raptado, mi querida Surama. Si aquel consigue escaparse, a nosotros no nos quedaría mas que refugiarnos lo más pronto en Borneo, y entonces tu corona estaría perdida. ¡Ah! ¡Corren detrás de nosotros! Lo veremos, señores míos: aún tenemos balas y pólvora.
El moor-punkee que estaba montado por ocho remeros y por un timonel, hilaba rapidísimo manteniéndose en la estela de la bagala. Que aquellos hombres fuesen simples remeros, era para dudar, porque la mirada aguda de Sandokan había visto, aún cuando comenzase solo entonces a aclararse el cielo, la extremidad de varios fusiles que se apoyaban en las dos bordas.
Podía ser que fuesen cazadores en busca de patos brahmánicos o de ocas, aves que abundan siempre en las orillas de los grandes ríos de la India, especialmente en aquellos que bañan las tierras orientales de aquella inmensa península.
No obstante, de pronto la ligera ballenera se arrojó fuera de la estela, doblando a la derecha y con un esfuerzo de remos sobrepasó a la bagala, que a causa de su pesada construcción y de sus anchos flancos, no podía vencerla en velocidad, y con no poca sorpresa de Sandokan y de Tremal-Naik, se dirigió hacia la orilla izquierda, donde se divisaba vagamente, bajo los inmensos follajes de los tamarindos que costeaban el río, una masa negra.
—¿Qué significa esta maniobra? —se preguntó el pirata frunciendo el ceño.
—¿Nos hemos engañado? —dijo Tremal-Naik.
—Despacio, amigo —respondió Sandokan—. ¿Qué es, ante todo, aquella sombra grande que se esconde bajo las plantas?
—Da la orden al timonel de acercarse a la orilla. Quiero ver claramente este asunto.
—¡Uf! Mira, Tremal-Naik. El moor-punkee lo ha abordado.
—¿Será alguna bagala? En tal caso no deberíamos asustarnos. Aquellos hombres del moor-punkee pueden ser marineros que vuelven a bordo de su leño.
—¡Uhm! —dijo Sandokan—. No estoy para nada tranquilo. Eh, Kammamuri, ¡sotavento otra vez!
La bagala se desvió hacia la orilla izquierda mientras los malayos aminoraban el ritmo y pasó delante de la masa oscura a treinta o cuarenta metros de distancia.
Un doble grito de estupor escapó de los labios del pirata y del bengalí.
—¡El pulwar!
Se miraron el uno al otro interrogándose con los ojos.
—¿Será luego aquel que nos ha seguido cuando descendíamos el río? —preguntó finalmente Tremal-Naik.
—Cuando he visto una vez una nave no la olvido más —respondió Sandokan—. Aquel es el pulwar que nos ha dado caza.
—Y que se prepara para seguirnos otra vez —añadió Kammamuri, que había cedido el timón a un malayo—. Están desplegando las velas.
—Sin embargo, no deben descubrir nuestro refugio —dijo Sandokan que se había puesto pensativo.
—¿Quieres asaltarlo? —preguntó Surama—. Con una tripulación mucho más numerosa que la tuya.
—Tengo una idea —dijo Sandokan, después de haber permanecido algunos instantes silencioso—. Tú, Kammamuri, ¿serías capaz de fabricarme una bomba? Bastará una caja de lata, una de aquellas que contienen las conservas. Debemos tener aquí.
—He hecho embarcar una docena llena de bizcochos, antes de dejar la jungla.
—Bastará una de aquellas: con un kilogramo de pólvora se puede producir un buen daño. Ata, no obstante, sólidamente la caja, con alambre si encuentras y ponle una buena mecha, que no sea más larga que cinco centímetros.
—¿Y con qué cañón la lanzaremos a bordo del pulwar? —preguntó Tremal-Naik.
—Iré yo a regalársela a aquellos señores —respondió Sandokan—. Estaremos obligados a esperar la noche porque el sol ya se alza; pero no tenemos prisa y nuestros amigos, que están en la jungla, no se inquietarán por nuestro retraso.
—No consigo comprender tu proyecto.
—Lo comprenderás cuando me veas trabajar. Ve a descansar, Surama, debes estar muy cansada. Te despertaremos a la hora de la cena y tú, Kammamuri, ve a fabricarme la bomba y pon entre la pólvora tantas balas de carabina como puedas. Veremos luego cómo se las arreglará el pulwar.
Encendió la pipa y se dirigió a la popa de la nave para vigilar los movimientos de aquellos misteriosos navegantes.
El pequeño navío, habiendo levado las anclas y soltado sus dos velas cuadras, había dejado la orilla y teniendo viento favorable, se había puesto detrás de la bagala manteniéndose a una distancia de trescientos o cuatrocientos metros. Detrás de la popa remolcaba el moor-punkee.
Si hubiese querido habría podido superar fácilmente la pesada barca de Sandokan, siendo aquellos pequeños bastimentos velocísimos, incluso con viento escaso; pero se veía que su tripulación no tenía ningún deseo de hacer mucho camino, porque de vez en cuando bajaba una u otra vela para aminorar la marcha.
Ya habiéndose alzado el sol sobre las inmensas florestas del levante, Sandokan y Tremal-Naik podían distinguir fácilmente a las personas que montaban aquel pulwar.
No eran más que diez o doce y parecían bateleros, no teniendo por vestimenta mas que un simple dhoti anudado alrededor de los flancos para ser más ágiles para montar sobre la arboladura, pero quizá otros se mantenían escondidos en la bodega.
Una cosa había impresionado de pronto al pirata y al bengalí: era un enorme tambor, uno de aquellos que los indios llaman dhak y del que se sirven en las fiestas religiosas, todo adornado de pinturas y de doraduras y coronado por racimos de plumas variopintas que se encontraba colocado entre los dos mástiles, casi en medio de la cubierta.
—Aquel no es un instrumento de guerra —dijo Sandokan, a quien nada se le escapaba—, ni hasta hoy había visto aquellos tambores en veleros indios.
—Tampoco yo —respondió Tremal-Naik—. Lo han colocado ahí por algún motivo y que quizá adivino.
—¿Qué quieres decir?
—Que aquellos instrumentos cuando son vigorosamente percutidos se pueden oír a distancias increíbles.
—¿Entonces serviría?
—Para transmitir señales.
—Soy de tu opinión —dijo Sandokan—. Se prepara algo contra nosotros. Ya hemos hecho demasiadas observaciones.
—¡Bah! Esperemos esta noche y también aquel tambor irá a hacerle alegre compañía a los peces del Brahmaputra.
La bagala mientras tanto continuaba su marcha, sin apresurarse demasiado, no queriendo Sandokan alejarse demasiado del canal que conducía a la laguna, seguida obstinadamente por el pulwar que se esforzaba por mantenerse siempre a la misma distancia, aún cuando la brisa matutina se hubiese vuelto más fuerte.
El río que se desarrollaba soberbio, descendiendo dulcemente, en vez de encogerse tendía a ensancharse, fluyendo entre dos magníficas orillas cubiertas de palash, de palmeras tara, de mangiferas espléndidas y de nim de tronco enorme y de follaje oscuro y densísimo.
De vez en cuando aparecía algún arrozal, encerrado entre pequeños diques de algunos pies de altura, destinados a contener las aguas, todo cubierto por largos tallos de un bello verde y que producen granos enormes; pero muy pronto la floresta retomaba su imperio desarrollándose en un caos de lianas que formaban parrales bellísimos.
Numerosas bandas de Semnopithecus, esbeltos y ligeros simios que los indios llaman langur, de un metro y medio de altura, pero tan delgados que no sobrepasan los diez kilogramos, se mostraban sobre los árboles y saludaban a los navegantes con silbidos agudos, arrojando al mismo tiempo fruta y ramas, siendo insolentísimos.
Sobre las orillas, en cambio, entre los cañaverales, revoloteaban grupos de bellísimos patos brahmánicos, cigüeñas, busardos y marabúes y dormitaban indolentemente, calentándose al sol, grandes cocodrilos de dorsos rugosos y cubiertos por plantas acuáticas.
Al mediodía, Sandokan hizo dirigir la bagala hacia la orilla izquierda y hundir el ancla, a fin de permitir a sus hombres almorzar.
El pulwar continuó su marcha por otros trescientos o cuatrocientos metros para no despertar quizá sospechas, pero luego arribó hacia la orilla derecha arrojando sus anclas en un minúsculo seno, donde el agua era aún bastante profunda.
Del humo que escapaba de la caseta de popa, Sandokan se percató enseguida que también aquella tripulación preparaba la comida del mediodía.
—¿Tienes aún alguna duda de las intenciones de aquellos hombres? —preguntó a Tremal-Naik.
—No —respondió el bengalí que parecía preocupado—. Si no encontramos el medio de desembarazarnos de aquel leño, no nos dejarán más. Aquellos hombres deben haber recibido la orden de espiarnos.
—Esperemos esta noche.
Hicieron llamar a Surama y almorzaron en la toldilla, después de haber tenido la precaución de hacer extender una vela sobre sus cabezas a fin de preservarse de una insolación.
No fue hasta las cuatro de la tarde que Sandokan hizo dar la señal de la partida.
La bagala apenas se había movido que también el pulwar desplegaba una de sus dos velas, tomando el mismo camino.
—Ah, ¿no quieren dejarnos? —dijo el pirata—. La bomba está lista y pensará detenerlos incluso en plena carrera.
Las dos barcas continuaron navegando en conserva, una con remos y la otra a vela, manteniendo la misma distancia que variaba de los trescientos a los quinientos metros.
La región se había vuelto desierta.
No se divisaban más ni arrozales, ni cabañas y ni tampoco barcas.
La jungla, escapada por todos los habitantes que no tenían ningún deseo de recibir las visitas poco gratas de los tigres y de las panteras, no debía estar lejos.
En efecto, hacia el ocaso, la bagala que había avanzado bastante, aunque lentamente, pasaba delante del canal que conducía al pantano; pero Sandokan viéndose siempre a costillas del pulwar, se cuidó bien de dar el comando de meterse dentro.
Dejó que la barca remontase el río por un par de millas más, luego, cuando la oscuridad descendió, hizo arrojar de nuevo las anclas cerca de la orilla izquierda.
El pulwar, como había hecho al mediodía, prosiguió su marcha por algunos centenares de metros y ancló no ya en la orilla opuesta, sino en medio de río, a fin de vigilar más estrechamente a la pequeña barca.
—Cenen también —dijo Sandokan a Tremal-Naik y a Surama.
—¿Y tú? —preguntó el bengalí.
—Comeré después del baño.
—¿Qué vas a intentar?
—¿No te lo he dicho? Voy a desembarazarme de estos soplones.
—¿Y cómo?
—Tu bravo Kammamuri me ha preparado una bomba verdaderamente espléndida. Cuando tú, Surama, te conviertas en la reina de Assam lo nombrarás general de los granaderos.
—Haré todo lo que deseen mis protectores —respondió la joven con una amable sonrisa.
—Pensemos ahora nuestro asunto —dijo Sandokan—. La noche es oscura y nadie me verá atravesar el río.
—¡Quieres hacerte devorar! —exclamó Tremal-Naik espantado.
—¿Por quién?
—Hay cocodrilos y también tiburones de agua dulce en las aguas del Brahmaputra.
Sandokan alzó los hombros, luego sacándose de la faja el kris malayo dijo con descuido:
—¿Y esta arma entonces para qué debería servir? —preguntó—. Cuando el viejo pirata de Mompracem la tiene bien empuñada, se ríe de unos y de otros. Mi carne no es para ellos, tranquilízate.
—Deja que te acompañe.
—No, amigo. En estos asuntos no puede actuar mas que un solo hombre.
—No me has explicado aún tu proyecto.
—Es simplísimo. Voy a colgar mi bomba a las bisagras del timón del pulwar, enciendo la mecha y regreso tranquilamente a bordo de mi bagala. ¡Verás qué daño hará aquel kilogramo de pólvora! Kammamuri, estoy listo.
El maratí acudió trayendo con cierta precaución la famosa bomba que no consistía mas que en una caja de lata, bien rodeada con alambre sacado de las bordas de la bagala, con una mecha de ocho o diez centímetros de largo y un gancho, en una de las extremidades, formado también con alambre, para poderla colgar de las bisagras del timón.
Sandokan la examinó atentamente, hizo con la cabeza un gesto como de hombre muy satisfecho, luego habiendo entrado en la caseta de popa, se desvistió rápidamente estrechándose a los flancos un dhoti y pasándose dentro el kris.
—Ahora tú, mi bravo Kammamuri, me atarás sobre la cabeza la bomba y le unirás el detonador y la yesca. Asegura bien uno y otro, a fin de no obligarme a rehacer el viaje.
Kammamuri no se hizo repetir dos veces la orden.
—Haz calar una cuerda ahora —retomó Sandokan.
—Cuidado con los cocodrilos, señor —dijo Surama que parecía conmovida—. Arriesgas tu preciosa vida por mí.
—Y por los otros —respondió el orgulloso pirata—. Estate tranquila, mi bella niña. La carne de los viejos tigres de Mompracem es demasiado coriácea.
Tendió la mano a la joven y a Tremal-Naik, recomendó el más absoluto silencio, luego se dejó deslizar a lo largo de la cuerda, sumergiéndose, dulcemente, en la corriente del río.
Surama, Tremal-Naik y toda la tripulación, habían seguido ansiosamente con la mirada al formidable pirata preguntándose, no sin espanto, cómo terminaría aquel audaz intento, pero después de pocos instantes lo perdieron de vista estando el agua oscurísima y el cielo cubierto de vapores.
Sandokan se había puesto a nadar silenciosamente, cortando la corriente, que era por otra parte debilísima, sin hacer ruido. Con frecuentes golpes de talón se mantenía bien alto, temiendo que alguna salpicadura bañase la yesca o la mecha.
El pulwar se encontraba a solo cuatrocientos metros: una distancia irrisoria para un hombre del archipiélago de la Sonda. Ningún nadador puede competir con un malayo y un borneano de la costa. Se puede decir que aquellos audaces piratas nacen en el mar y que mueren dentro.
Sandokan, paso a paso que se acercaba al pequeño velero indio, se volvía más prudente. No era el temor de encontrar algún cocodrilo o algún tiburón de agua dulce, sino el temor de que hombres velaran a bordo y pudieran divisarlo.
De vez en cuando se detenía a escuchar, luego tranquilizado por el profundo silencio que reinaba en el río y en el velero, reanudaba su marcha silenciosa, agitando los brazos y las piernas con suma prudencia y siempre muy dulcemente.
A cincuenta pasos del pulwar sufrió un choque. Creyó por un instante que algún saurio intentaba asaltarlo: encontró en cambio secretamente un cuerpo blando, que lo apestó con su hedor nauseabundo de carroña podrida.
—Un cadáver —murmuró, respirando.
Se alargó dejando el paso al muerto y con cinco o seis brazadas llegó bajo la popa del velero.
Aún cuando hubiese tenido la precaución de no retirar las manos del agua, los hombres que velaban en el pulwar, se percataron ciertamente de algo inusual, porque oyó claro una voz decir:
—Se diría, Maot, que alguien ha rozado el borde de la nave. ¿No has oído nada?
—Solo el timón rechinar en las bisagras —respondió otra voz—. ¡Bah! Algún cocodrilo lo habrá chocado.
—Será mejor asegurarse, Maot. Me han dicho los sijes que aquellos que montan la bagala no son indios.
—Mira entonces.
Sandokan se había metido prontamente bajo la popa, agarrándose al timón.
Luego de haber transcurrido medio minuto, la misma voz de antes retomó:
—No se ve nada con esta oscuridad, Maot.
—Te repito que habrá sido un cocodrilo. Aquellas feas bestias no faltan en este río. Dame un poco de betel y retomemos nuestra guardia en proa. Del castillo observaremos mejor.
Sandokan, que escuchaba atentamente, oyó un frotar de pies desnudos alejarse.
—¡Estúpidos! —murmuró—. En su lugar no me habría contentado con charlar como papagayo. ¡Ah! ¿Saben que nosotros no somos indios? He aquí una razón más para hacerlos saltar por el aire.
Esperó todavía un minuto, luego tranquilizado por el profundo silencio, que reinaba sobre el pulwar, levantó con una mano la caja, se puso entre los labios el detonador y la yesca, cuidando bien de no mojar esta última y colgó la bomba en la segunda bisagra.
Hecho esto apretó las piernas contra el timón y con gran precaución, dio fuego a la yesca arrimándola a la mecha.
No obstante, el ruido producido por el pedernal golpeado contra el detonador, aunque muy leve, fue ciertamente oído por los dos bateleros de guardia, porque Sandokan se percató de que se acercaban.
Se dejó ir a pique nadando bajo el agua con extrema velocidad, a fin de no saltar junto con la nave.
Emergió a cincuenta metros y fijó enseguida los ojos en el pulwar.
Pequeñas chispas caían bajo la popa. Era la mecha que ardía.
—Ahí tienen —murmuró, volviendo a zambullirse y recorriendo siempre bajo el agua otros cincuenta o sesenta metros.
Cuando volvió a flote, alaridos agudísimos partían del pulwar.
—¡Fuego! ¡Fuego!
Casi en el mismo momento un destello desgarró la oscuridad, seguido por una detonación que parecía un tiro de cañón.
La popa del pequeño velero había sido desgarrada por la bomba, y por la enorme falla el agua entraba a torrentes. El timón ya había sido hecho pedazos.
A aquel fragor, que se propagó largamente bajo las interminables bóvedas vegetales que se extendían sobre las dos orillas, siguió detrás un breve silencio, luego los gritos de la tripulación volvieron a hacerse oír:
—¡El pulwar se hunde! ¡Sálvese quién pueda!
Sandokan con pocas brazadas alcanzó la bagala y habiendo aferrado la cuerda, que no había sido retirada, se izó sobre el puente.
Surama y Tremal-Naik habían acudido.
—¡Ah! ¡Tigre de la Malasia! —exclamó la primera—. Ahora no dudo más en convertirme en reina, cuando el hombre que me protege posee tal audacia.
—Eres un demonio —añadió el bengalí.
—Deja que me lo digan aquellos pobres diablos que se hunden —respondió Sandokan, sacudiéndose el agua.
El pulwar se hundía rápidamente, inclinándose hacia la popa. Numerosos hombres saltaban al agua, mientras otros se salvaban en la arboladura mandando gritos de terror, con la esperanza de que el río no fuese en aquel lugar tan profundo como para engullir toda la nave.
—Dejémoslos aullar y alcancemos el canal —dijo Sandokan fríamente—. Que se arreglen solos. A los remos, amigos.
Los malayos que habían asistido impasibles a aquel desastre, para ellos ya no nuevo, aferraron las pagayas y la bagala volvió a descender velozmente el río, ayudada por la corriente, que se hacía sentir algo fuerte a lo largo de la orilla izquierda.
Por algunos minutos los fugitivos oyeron todavía los aullidos desesperados de los desgraciados que eran arrastrados al fondo junto con el navío, luego el gran silencio volvió a imperar en el Brahmaputra.
Sandokan, que se había apresurado a ponerse la ropa, había alcanzado a Surama y a Tremal-Naik, que de lo alto de la popa intentaban aún discernir al pulwar.
—No me había engañado —les dijo—. He tenido la prueba de que aquellos bateleros habían tenido el encargo de vigilarnos y quizá también de capturarnos. A bordo había sijes del rajá.
—¿Y cómo lo has sabido? —preguntó el bengalí estupefacto.
—Por una conversación hecha por dos de aquellos hombres, en el momento en el que estaba enganchando la caja al timón. Es un verdadero milagro que no me hayan descubierto.
—¿Entonces saben quiénes somos? —preguntó Surama.
—No lo creo —respondió el pirata—, pero algo se ha filtrado, por cierto, de nuestros proyectos. Tú debes haber hablado, Surama.
—Es posible, si me han dado de beber algún narcótico.
—Y eso me inquieta por Yanez.
—¡No se asuste, señor! —exclamó la bella asamesa—. Sabes cuánto amo al sahib blanco.
—Hasta que Yanez no nos mande algún mensajero, no debes preocuparte. Esperemos que regrese Bindar.
—No obstante, sospechas que pueda correr algún peligro.
—Por el momento no, y luego mi hermanito es un hombre de arreglárselas también sin mi ayuda. Como se la ha jugado a James Brooke, el rajá de Sarawak, sabrá burlar también al rajá de Assam. Esperemos sus novedades.
La bagala que descendía el río con gran rapidez, ya había llegado delante del canal que conducía al pantano.
Kammamuri, que había retomado su lugar en el timón, guió la barca dentro del paso, después de haberse antes asegurado bien que ninguna otra nave espiaba la bagala.
Veinte minutos después hundían las anclas en medio del vasto estanque.
Siendo la jungla peligrosísima de noche, Sandokan mandó a dormir a sus hombres, que caían por la fatiga, envió luego a Surama, y se tendió en el puente, sobre una simple estera junto a Tremal-Naik, después de haberse puesto al costado su confiable carabina.
La mañana siguiente, después de haber asegurado bien la bagala que les era muy necesaria y de haberla escondido bajo un enorme montón de cañas y de ramas, Sandokan y sus compañeros atravesaron felizmente la jungla y llegaron a la pagoda de Benar.
Los malayos y los dayak se encontraban reunidos, vigilando atentamente al faquir y al demjadar de los sijes.
Durante la ausencia del Tigre de la Malasia, ningún acontecimiento había perturbado la calma que reinaba en aquella parte de la jungla.
Solo algún tigre y alguna pantera habían hecho su aparición, no obstante, sin osar asaltar el campamento, demasiado formidable incluso para aquellos feroces animales.
Sandokan hizo preparar lo mejor que se podía, en una de las estancias de los gourou, un modesto alojamiento para Surama, no presentando la vasta sala de la pagoda, en parte destruida, mucha solidez, y esperó pacientemente el regreso de Bindar.
Fue la tarde del séptimo día que el fiel asamés finalmente apareció. Había remontado el río en una pequeña donga, o sea un barco excavado en el tronco de un árbol, y había atravesado la jungla antes de que las bestias, que la habitaban se hubiesen puesto a buscar presas. Traía una terrible noticia.
—Sahib —dijo apenas fue conducido delante de Sandokan que estaba fumando bajo un tamarindo, disfrutando de un poco de fresco junto con Tremal-Naik—, una catástrofe nos ha golpeado.
Sandokan y el bengalí brincaron en pie presa de una vivísima agitación.
—¿Qué quieres decir? —gritó el primero.
—El sahib blanco ha sido arrestado y sus malayos han sido decapitados.
Un verdadero rugido salió de los labios del pirata.
—¡Él... preso!
—Y tú estás por ser asaltado. La jungla mañana será rodeada.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Letra de cambio: Documento mercantil dotado de fuerza ejecutiva, por el cual el librador ordena al librado que pague en un plazo determinado una cantidad cierta en efectivo al tomador o a quien este designe.

Moor-punkee: “Mur-punky” en el original, es un tipo de embarcación de placer de la India con un pavo real como mascarón de proa. Viene del hindú “morpankhi”, literalmente “cola de pavo real (mor)”.

Sotavento: “Poggia” en el original, La parte opuesta a aquella de donde viene el viento con respecto a un punto o lugar determinado.

Dhak: “Hauk” en el original, es un gran instrumento de membranófono del sur de Asia. Puede ser con forma casi cilíndrica o barril. La manera en que se estira la piel sobre la boca y el cordón también varían. Se cuelga del cuello, se ata a la cintura o se mantiene en el regazo o el suelo, y generalmente se toca con palos de madera. El lado izquierdo está cubierto para darle un sonido más pesado.

Semnopithecus: “Semnopiteci” en el original, es un género de primates catarrinos de la familia de los cercopitécidos, conocidos con el nombre común de langures grises. Por la zona en la que transcurre la historia, deberían ser Semnopithecus entellus, o sea, Langures comunes o hanumán. Es considerado el mono sagrado de la India.

Arribó: “Poggiò” en el original, es maniobrar un velero de modo que la proa se aleje de la dirección de donde proviene el viento.

Navegar en conserva: Compañía que se hacen varias embarcaciones navegando juntas para auxiliarse o defenderse, y más comúnmente cuando alguna o algunas de guerra van escoltando a las mercantes.

Tiburones de agua dulce: Se trata del tiburón del Ganges (Glyphis gangeticus) que se encuentra en ambos ríos (Ganges y Brahmaputra). Puede llegar a medir entre 1,78m a 2,04m y actualmente está en peligro de extinción.

Pedernal: Variedad de cuarzo, compacto, traslúcido en los bordes y que produce chispas al ser golpeado.

Pagaya: “Pagaie” en el original, es un remo filipino, especie de zagual, pero más largo y de pala mayor, sobrepuesta y atada con bejuco (planta trepadora). Sirve indistintamente para bogar y sustituir al timón, como la espadilla.

Donga: “Gonga” en el original, es un cayuco —embarcación india de una pieza, más pequeña que la canoa, con el fondo plano y sin quilla, que se gobierna y mueve con el canalete— hecho con el tronco de una palmera.

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