viernes, 22 de junio de 2018

XXI. Una cacería emocionante


Mientras Sandokan trabajaba tenazmente y con buena suerte para liberar a Surama, Yanez descansaba, al menos aparentemente, en la corte del rajá, pasando su tiempo bebiendo, comiendo y fumando la mayor cantidad de cigarrillos que podía y admirando a las bellísimas bayaderas, que cada noche entrelazaban danzas en el vasto patio del palacio al sonido de los tambores de todo tipo, y a los luchadores, teniendo siempre un buen número los príncipes indios.
No obstante, no perdía de vista al griego y no dejaba de informarse minuciosamente, cada mañana, de la recuperación de su adversario, sabiendo bien que el mayor peligro estaba oculto en el cerebro de aquel aventurero.
Una cosa, no obstante, lo había atormentado enseguida, cierta frialdad que había notado en el rajá. Después de aquella famosa representación teatral y su duelo, el príncipe no se había ocupado más de él, ni tampoco lo había hecho llamar, como si en todo el reino los animales feroces hubiesen desaparecido.
Esto aburría no poco a aquel hombre de acción que era todo menos un amante de la pereza y la indolencia india.
—¡Por Júpiter! —exclamaba cada mañana, rodando bajo su espléndido lecho dorado y tallado—. ¿Qué cazador soy entonces? ¿Es posible que los animales feroces no coman más indios en Assam? Sin embargo, los tigres no deben faltar en este país que tiene tantas florestas y tantas junglas.
Hacía tres días que holgazaneaba, no sabiendo más cómo emplear su tiempo, cuando la mañana del cuarto, un oficial del rajá, se presentó diciéndole:
—Milord, el rajá tiene necesidad de su gran cazador.
—¡Finalmente! —exclamó el portugués que se encontraba aún en el lecho—. ¿El príncipe se ha acordado entonces que tenía a sus servicios a un destructor de bestias feroces? Comenzaba a aburrirme. ¿De qué se trata?
—Los habitantes de una aldea, que se encuentra junto a las orillas del río, se lamentan porque un rinoceronte destruye cada noche sus cosechas. Todas las plantaciones de añil, que formaban su principal riqueza, se perdieron.
—Lo lamento por aquellos desgraciados cultivadores, pero serán vengados. ¿Dónde desmoraliza aquel bestión?
—A veinte millas de aquí.
—Dirás al rajá que lo mataré y que le traeré el cuerno. Haz preparar caballos y elefantes.
—Todo está listo, milord.
—Y también mi carabina está lista —respondió Yanez—. ¿Y el favorito cómo va?
—Ayer a la tarde se levantó unas horas.
—¡Por Júpiter! Aquel hombre tiene la piel más gruesa que el rinoceronte al que iré a matar —murmuró el portugués—. Si otra vez se me presenta la ocasión lo pasaré de lado a lado.
Saltó ya del lecho, llamó a su mayordomo para darle algunas órdenes, luego se vistió rápidamente.
—Quién sabe si saliendo del palacio no pueda tener alguna noticia de Surama y Sandokan —dijo cuando estuvo solo—. Y quién sabe si el rajá, después de semejante cacería, se acuerde más a menudo de mí. El griego actúa con sigilo y yo haré otro tanto, amigo. Veremos quién saldrá con las costillas rotas de esta batalla. La popularidad avanza y cuando esté bien asegurada tendré un buen juego sobre ti y sobre el príncipe, tu protector. No es más que cuestión de paciencia, como dice siempre Sandokan.
Tomó su carabina, la misma que ya había abatido al terrible tigre negro, llamó a los malayos entre los cuales se encontraba Kubang, que se había cuidado bien de contarle sobre el rapto de Surama, y descendió al gran patio, donde se encontraban listos doce caballos, dos elefantes, muchos perros y una veintena de sijes, que debían ayudarlo en la peligrosa cacería.
No obstante, se sorprendió un poco al encontrar, en vez de un mayordomo o de un conductor de shikaris, a un alto oficial del rajá que le dijo sin preámbulos:
—Milord, la dirección de la cacería me concierne exclusivamente a mí.
—¡Oh! —dijo Yanez cruzando los brazos—. ¿Y a mí qué me espera?
—Matar al rinoceronte.
—¿Y si lo mata usted en cambio?
—Yo no soy el gran cazador de la corte —respondió secamente el alto oficial.
—¡Ah!
—¿Me ha comprendido milord? Yo solo tengo la dirección.
—Espero que me pongas delante del bestión entonces.
—Deja hacer a los sijes, milord.
Yanez subió a uno de los dos elefantes, de muy mal humor y también un poco pensativo.
—No veo claro en este asunto —murmuró—. El griego debe intentar algún golpe. ¿Cómo es que el rajá ha cambiado tan pronto de humor hacia mí? Aquí hay algo que se me escapa. Estemos en guardia. En una cacería es fácil errar al animal y matar en cambio a un cazador. Advertiré a mis malayos de abrir bien los ojos y de no perder de vista un solo instante a los sijes. El peligro está ahí.
Se tendió sobre los cojines de la caja, encendió el cigarrillo y afectando una calma completa que realmente no sentía, hizo señas al cornac de mover el elefante que ya comenzaba a dar signos de impaciencia.
La caravana atravesó la ciudad desfilando entre dos alas de pueblo, que observaba con curiosidad, no exenta de cierta simpatía, al famoso cazador; luego remontó la orilla derecha del río dirigiéndose a los grandes bosques que se extendían hacia el poniente, formados por soberbias tecas de leño durísimo e incorruptible, de goma laca, de nagesar, o sea, de árboles de madera de hierro porque sus troncos y sus ramas son tan duras como para embotar las hachas más afiladas, y de imponentes banianos.
El oficial del rajá que montaba el segundo elefante, se había puesto a la cabeza de la tropa, flanqueado por los sijes que montaban bellísimos caballos, de formas perfectas, de origen ciertamente árabe o por lo menos persa. Parecía que incluso se hubiese olvidado de la presencia del gran cazador de la corte al que le esperaba el poco envidiable honor de abatir al terrible rinoceronte.
Por cinco horas la caravana continuó costeando la orilla del río, sobrepasando de vez en cuando mezquinas agrupaciones de cabañas, formadas por ramas entrelazadas, mezcladas con barro rojizo o grisáceo; luego el oficial hizo un alto en los alrededores de una aldea bastante grande, que surgía en medio de vastísimas plantaciones de añil, que se veían realmente aquí y allá gravemente dañadas, como si una tropa de bestias se hubiese divertido haciéndoles encima carreras desenfrenadas.
—¿Es este el lugar que el rinoceronte frecuenta? —preguntó Yanez al cornac que estaba a horcajadas del elefante.
—Sí, señor —respondió el indio—. Aquel feo animal ya ha destruido tanto añil, que seiscientas rupias no bastarían para recompensar a estos pobres granjeros. Oh, pero tú lo matarás señor, ¿verdad?
—Haré lo posible.
—Nos detenemos aquí, señor.
La población de la aldea guiada por su jefe, un bello viejo aún vigoroso, había avanzado al encuentro de la caravana, dando a todos la bienvenida y poniéndose a su disposición.
Ya habiendo sido anteriormente advertida por un mensajero mandado por el rajá, había preparado una especie de campo cerrado por bambúes cruzados y sólidamente atados, elevándose en el medio ocho o diez cabañas formadas con ramas y cubiertas por ramas aún verdes. Yanez sin preocuparse por el alto oficial, escogió la más cómoda y la más amplia, instalándose con sus malayos.
En su calidad de gran cazador, creía tener el derecho de hacerlo.
Los cocineros sirvieron a los cazadores y a los sirvientes un almuerzo frío y abundante, regado con el excelente toddy, luego el jefe de la aldea, acompañado por el oficial del rajá, preguntó a Yanez:
—¿Eres tú sahib, el encargado de liberarnos del dañino animal?
—Sí, amigo —respondió el portugués—, pero para poder hacer eso, debes darme indicaciones y también un guía.
—Te daré todo lo que quieras, señor, y también un premio.
—Ese lo darás a los damnificados. ¿Dónde crees que el rinoceronte tiene su cueva?
—En la floresta que costea el estanque de los cocodrilos.
—¿Lejos?
—Una hora de marcha.
—¿Alguna vez se ha mostrado de día?
—Nunca, sahib. Es solamente tarde a la noche que deja la floresta para venir a devastar nuestras plantaciones.
—¿Lo has visto?
—Sí, hace tres noches le he disparado dos tiros de carabina y probablemente no conseguí golpearlo.
—¿Es grande?
—Jamás he visto uno tan colosal.
—Está bien. Déjame descansar hasta después del ocaso y advierte a tu hombre que debe guiarnos, de estar listo.
—Seré yo quien te conduzca al lugar que la dañina bestia frecuenta.
—Una palabra, milord —dijo el oficial del rajá—. ¿Cómo intentará cazarlo?
—Lo esperaré en una emboscada.
—No conseguiría nada, porque al primer tiro de fusil, aquellos animales acometen y escapan, y tú sabes que una bala sola no basta para derribarlos. El rajá ha puesto a tu disposición uno de sus mejores caballos, a fin de que puedas perseguir al animal después de haber hecho el tiro.
—Lo usaré —respondió Yanez—. Ahora déjame tranquilo porque esta noche no sé si tendré tiempo de dormir.
Esperó a que el jefe y el oficial se hubiesen alejado, luego volviéndose hacia sus malayos que estaban sentados en tierra, a lo largo de las paredes, les dijo:
—Pase lo que pase, no me dejarán solo en la floresta. No tengan miedo del rinoceronte: pienso abatirlo yo.
—¿Temes alguna traición, amo? —preguntó Kubang.
—Estoy segurísimo de que el maldito griego intentará vengarse con todos los medios posibles del golpe de cimitarra que le he dado y por eso dudo de todo y de todos. En una cacería en medio de la floresta sucede de vez en cuando que matan a un cazador en vez del animal.
—No perderemos de vista a los sijes, capitán Yanez. Al primer movimiento sospechoso, les caeremos encima como tigres y veremos cuántos escapan a nuestras cimitarras.
—Que uno de ustedes monte guardia fuera de la cabaña y descansemos un poco.
Se tendió sobre una estera e invitado por el gran calor que reinaba y por el profundo silencio, porque también los elefantes y los indios se habían adormecido, cerró los ojos.
Fue despertado hacia el ocaso por los ladridos de los perros, por los relinchos de los caballos, por los barritos de los elefantes y por los gritos de los cornac y de los sijes.
Los malayos ya estaban en pie y limpiaban sus carabinas y sus pistolas.
—La cena —dijo Yanez—. Luego iremos a descubrir a este señor coloso.
Los cocineros habían preparado la cena y no esperaban mas que la orden del gran cazador para servir.
Yanez comió a las apuradas, tomó su magnífica carabina de doble cañón, cargada con balas revestidas de cobre, verdaderos proyectiles de caza mayor, y salió.
Los hombres escogidos para acompañarlo, no eran mas que seis y tenían por las riendas algunos espléndidos caballos, entre los cuales había uno todo negro que parecía tuviese fuego en las venas y que estaba ricamente enjaezado, con estribos cortos al estilo oriental.
—¿El mío? —preguntó Yanez al oficial.
—Sí milord —respondió el indio—. No obstante, no lo monte ahora.
—¿Por qué?
—Los caballos deben llegar fresquísimos al lugar de la cacería. Los rinocerontes corren con la velocidad del viento cuando cargan y ay del caballo que en aquel momento se encuentre cansado.
—Tienes razón. ¿Y el guía?
—Nos espera más allá de las plantaciones.
—Partamos, pero sin perros: estorbarían la cacería.
—Así he pensado también, siendo que deseas cazar emboscado.
Dejaron el campamento y tomaron un sendero que atravesaba las plantaciones de añil, seguidos por las miradas de todos los aldeanos que se habían dispuesto sobre los márgenes de los campos.
La noche era espléndida y propicia para una buena cacería. Una fresca brisa, que descendía de los altiplanos gigantescos del Bután, soplaba a intervalos, susurrando entre las plántulas de añil, y la luna surgía majestuosa detrás de los lejanos picos de la frontera birmana. En el cielo las estrellas florecían por millones y millones, proyectando una luz dulcísima.
Yanez con su eterno cigarrillo entre los labios, con la carabina bajo un brazo, seguido a continuación por sus malayos, marchaba a la cabeza del pelotón. El oficial, en cambio, guiaba a los sijes que conducían los caballos.
Sobrepasadas las plantaciones el pelotón encontró al viejo jefe.
—¿Lo has visto? —le preguntó Yanez.
—No, sahib, pero he sabido dónde se encuentra su cueva. Un cazador de nilgó me la ha indicado.
—¿Crees que ya ha salido a pacer?
—¡Oh! No todavía.
—Mejor así: lo sorprenderemos en su cueva.
Reanudaron la marcha dirigiéndose hacia una floresta que se ennegrecía hacia el poniente y que parecía inmensa.
Bastó una hora de marcha rapidísima, siendo los indios caminantes agilísimos e infatigables no menos que los abisinios, para que la alcanzaran.
Por un caso verdaderamente raro, aquella floresta se componía casi toda de higueras de India, plantas colosales de una longevidad extraordinaria, de hojas ovales lanceoladas, coriáceas, mezcladas con pequeños frutos de un sabor dulzón que poco tienen que hacer con nuestros higos de Europa, y de cuyos troncos los indios extraen, mediante una simple incisión, una especie de leche que, no obstante, no es bebible, pero que en cambio sirve óptimamente para preparar una especie de goma laca, que nada tiene que envidiar a la que es usada por los chinos y por los japoneses.
El viejo jefe hizo una breve parada sobre el borde de la floresta poniéndose a escuchar, luego no oyendo mas que los aullidos lejanos de algunos lobos indios, se adentró resueltamente entre aquella miríada de troncos, diciendo a Yanez:
—Aún no ha dejado su cueva. Si hubiese salido se lo oiría, porque cuando pasea por el monte hace siempre oír su “niff-niff”.
—Mejor así —respondió Yanez.
Tiró el cigarrillo, armó la carabina, hizo señas a los malayos de hacer lo mismo y siguió al guía que se adentraba con paso seguro bajo las inmensas bóvedas de las higueras, teniendo en mano un viejo fusil que muy poco habría podido servir contra aquellos colosales animales, que tienen una piel casi impenetrable a los mejores proyectiles.
La floresta, paso a paso que los cazadores avanzaban, se volvía siempre más densa. Además, enormes matorrales crecían aquí y allá, envueltos en una verdadera red de calamus y nepentes.
Los cazadores habían recorrido una buena media milla, cuando el viejo indio les hizo una seña de detenerse.
—¿Estamos? —preguntó Yanez en voz baja.
—Sí, sahib: el estanque de los cocodrilos está poco lejos y es sobre sus orillas que el rinoceronte tiene su cueva. Has envolver las cabezas de los caballos en las gualdrapas a fin de que no relinchen. El animal puede estar de buen humor y escapársenos, en vez de cargarnos.
Yanez transmitió las órdenes a los sijes, luego dijo al guía:
—¿Tendrías miedo de seguirme?
—¿Por qué sahib?
—Deseo descubrir al rinoceronte sin tener detrás mío a los sijes y a mis hombres. Dispararán después de mí si no consigo abatirlo.
—Eres el gran cazador del rajá, por consiguiente nada debo temer.
—Espérenme aquí y estén listos para montar a caballo —dijo Yanez a la escolta—. Si fallo, hagan fuego y apunten bien. Si nos carga será un asunto serio detenerlo en plena carrera. Vamos amigo: condúceme al lugar preciso donde se encuentra la cueva.
—Ven, sahib.
Se alejaron en silencio, pasando con precaución entre las innumerables columnas de las higueras, con los ojos en guardia y aguzando bien los oídos.
Reinaba un profundo silencio. Incluso los bighana, los lobos de la India, callaban en aquel momento. También la brisa nocturna había cesado y no hacía más susurrar al follaje de los inmensos árboles.
Habiendo recorrido otros trescientos pasos, el viejo indio volvió a detenerse.
—Déjame escuchar —dijo en voz baja a Yanez—. El estanque de los cocodrilos está delante nuestro.
—¿Oyes algo?
—La respiración del rinoceronte. Debe estar escondido en medio de aquel vasto matorral.
—¿No tendrá hambre esta noche?
—Se habrá alimentado abundantemente esta mañana.
—Lo obligaré a mostrarse.
Miró alrededor y habiendo divisado un gran trozo de rama, lo arrojó, con cuanta fuerza tenía, por encima del matorral.
Enseguida una especie de silbido rauco se alzó entre el follaje seguido por un extraño grito.
Era el “niff-niff” del rinoceronte.
—Se ha despertado —susurró Yanez poniéndose rápidamente la carabina en el hombro—. Que se muestre y le meteré dos balas en el cerebro.
Transcurrieron algunos instantes sin que el animal se mostrase.
Incluso el indio, aún cuando tuviese escasa confianza en la eficacia de su viejo fusil, estaba listo para disparar.
De pronto el matorral se agitó en todas las direcciones, como si una tempestad hubiese imprevistamente estallado en su seno, luego se abrió bruscamente y un enorme rinoceronte apareció lanzando furiosamente su grito de guerra.
Enseguida tres detonaciones atronaron una detrás de la otra, seguidas pronto por un altísimo grito lanzado por el indio:
—¡Huye, sahib...!
El rinoceronte aún cuando debía haber recibido alguna bala, porque Yanez no fallaba nunca sus tiros, cargaba a lo loco con ímpetu furibundo, que es particular de aquellos animalazos.
El portugués viéndolo, había dado la espalda lanzándose a toda carrera hacia el lugar donde se encontraban los malayos y los sijes.
Afortunadamente los innumerables troncos de las higueras de India, que en ciertos lugares crecían tan unidos como para no permitir el paso de un gran animal, habían frenado el impulso terrible del coloso, dando así tiempo a los fugitivos de alcanzar a sus compañeros.
—¡A los caballos! —gritó Yanez.
Un sij lo condujo prontamente delante de aquel caballo que el rajá le había destinado. El portugués con un solo impulso estuvo en la silla de montar sin servirse de los estribos.
Los malayos y los sijes viendo al rinoceronte aparecer entre los troncos de los banianos en carrera desenfrenada, hicieron una descarga, luego se dispersaron en varias direcciones, transportados a su pesar por los caballos espantados que no obedecían más ni a las riendas, ni a las espuelas.
El oficial del rajá había sido el primero en escapar, sin perder tiempo en hacer fuego.
Yanez había hecho dar a su negro corcel un salto terrible para evitar el choque del furibundo coloso, mientras el viejo indio, más afortunado, se ponía a salvo, con una agilidad simiesca, sobre una higuera.
El rinoceronte, vuelto feroz por las heridas recibidas, continuó su carrera por unos doscientos o trescientos pasos; luego dando una brusca media vuelta volvió atrás lanzando por segunda vez su grito de guerra: ¡“niff-niff”...!
Si los otros habían escapado, Yanez había permanecido en el lugar de la cacería y no por su voluntad, sino por la extravagancia de su caballo que parecía se hubiese vuelto repentinamente loco.
Daba terribles saltos de carnero como si el peso de su jinete le partiese los riñones, se encabritaba relinchando dolorosamente, luego lanzaba patadas en todas las direcciones.
No obstante, el portugués no se dejaba desmontar y estrechaba nerviosamente las rodillas y no escatimaba ni tirones de riendas, ni golpes de espuelas, blasfemando como un turco.
—¡Fuera! ¡Escapa! —aullaba—. ¿Quieres hacerte destripar?
El caballo no obedecía y el rinoceronte volvía a la caza, con la cabeza baja y el cuerno extendido, listo para hundirlo todo en el vientre del enemigo.
Un frío sudor bañaba la frente de Yanez. Una terrible sospecha se le había ocurrido en el cerebro, que el griego le hubiese preparado alguna trampa para perderlo en el momento más peligroso.
Miró rápidamente al aire. Apenas a un metro sobre su cabeza se extendían horizontalmente las ramas de las higueras.
—¡Estoy salvado! —exclamó, arrojándose en bandolera la carabina.
En aquel momento el rinoceronte cayó encima del nervioso corcel. El cuerno desapareció entero en el vientre del pobre animal, luego con un golpe de cabeza alzó caballo y jinete. No obstante, uno solo cayó: el primero, porque el segundo, que había conservado una maravillosa sangre fría también en aquel terrible apuro, se había asido desesperadamente a una rama, izándose prontamente.
El caballo, destripado de golpe, se desplomó en el suelo, se alzó otra vez encabritándose, luego cayó de cuartos mandando un relincho sofocado.
El rinoceronte, con la brutalidad y ferocidad instintiva de los animales de su raza, volvió encima del pobre animal hundiéndole por segunda vez en el cuerpo el cuerno, luego tomado por un exceso de furor indescriptible, se puso a pisotearlo rabiosamente mandando silbidos agudos.
Bajo su peso enorme, los huesos del caballo crujían y se partían, y de los desgarros producidos por los dos golpes de cuerno, salían juntos chorros de sangre, intestinos y pulmones.
Yanez que había recuperado prontamente su calma, apenas se puso a horcajadas de la rama, recargó la carabina, barboteando:
—Ahora vengaré al caballo del rajá, aún cuando aquel testarudo, por poco, no me ha despachado derecho al otro mundo.
En aquel momento algunos disparos atronaron a breve distancia: luego los seis malayos pasaron a unos ciento cincuenta metros de Yanez, transportados en un galope desenfrenado.
—Vayan pues, mis valientes —dijo Yanez—. Yo me ocuparé del rinoceronte.
Se acomodó lo mejor que pudo sobre la rama y apuntó la carabina.
El bestión que parecía enloquecido aún no había dejado a su víctima. La destrozaba con grandes golpes de cuerno revolcándose en la sangre, la pisoteaba dejándose luego caer con todo su enorme cuerpazo y no dejaba de mandar alaridos estridentes.
Una bala que lo golpeó un poco sobre el ojo izquierdo, lo calmó por un instante.
Se detuvo mirando al aire, con la boca abierta. Era el momento que Yanez esperaba.
El segundo tiro de carabina partió golpeando al animal en el paladar y penetrándole en el cerebro.
La herida era mortal, sin embargo, el bestión no cayó. Al contrario, se puso a galopar vertiginosamente alrededor de los troncos de las higueras quebrando varios.
—¡Por Júpiter! —exclamó Yanez recargando el arma—. Para estos animales se requeriría una espingarda o mejor un cañón.
Esperó a que le pasase por abajo e hizo fuego casi a quemarropa, golpeándolo entre la nuca y el cuello.
El efecto fue fulminante. El animalazo se enderezó de golpe sobre sus patas posteriores, luego se desplomó pesadamente a tierra permaneciendo inmóvil. Había recibido cinco balas y todas forradas en cobre y de gran calibre.
—¡Era hora de que murieses! —exclamó Yanez dejándose deslizar abajo por uno de aquellos innumerables troncos—. He matado a tantos animales, pero ninguno me ha hecho sudar ni pasar un mal momento como este. Veamos ahora qué juego intentarás, maestro Teotokris del Archipiélago griego. ¡Qué un tigre me devore si aquí no está tu mano! El caballo estaba demasiado enloquecido.
Se acercó con precaución al rinoceronte y después de haberse asegurado bien de que estaba verdaderamente muerto y que no había más peligro de que se pusiera de nuevo de pie, volvió su atención al corcel del rajá.
¡Desgraciado animal! Intestinos, corazón, pulmones e hígado yacían alrededor suyo, arrancados por el brutal cuerno del coloso y su cuerpo aplastado, mostraba heridas espantosas de las cuales la sangre goteaba todavía abundantemente.
—Parece casi un bollo —murmuró Yanez—. No obstante, espero aún poder encontrar el por qué tenía el diablo en el cuerpo. Debe haber aquí abajo alguna bribonada.
Miró a lo largo del cadáver, luego desabrochó la faja del bajo vientre y levantó la silla de montar.
—¡Ah! ¡Pillos! —exclamó.
En la parte interior habían sido clavadas tres puntas de acero, de un centímetro de largo.
—He aquí por qué el pobre animal se había vuelto furibundo —retomó el portugués—. Saltando en la silla de montar se le habían clavado en las carnes. Esta es una jugada del griego. Esperaba que el rinoceronte me destripara. No, mi querido, también esta ha ido al vacío. Yanez tiene la piel más dura de lo que crees y, debo decirlo, también una suerte prodigiosa. Punto en boca por ahora y dejémoslo correr, pero te juro, pillo, que un día te haré pagar, y todo junto, tus traiciones. Ya aquel altísimo oficial, que debe ser una de tus criaturas, me era sospechoso.
Cargó flemáticamente la carabina y disparó, con cierto intervalo el uno del otro, dos tiros al aire.
Las dos detonaciones retumbaron otra vez bajo las infinitas bóvedas de follaje, cuando vio llegar, a breve distancia el uno del otro, a sus fieles malayos seguidos por el oficial del rajá.
—Está hecho —dijo Yanez con cierta ironía, mirando al indio—. Como ves el asunto ha sido despachado sin demasiado esfuerzo.
El oficial permaneció por algunos instantes mudo, mirándolo con profundo estupor.
—Muerto —dijo luego.
—No se mueve más —respondió Yanez.
—Eres el más grande cazador de toda la India.
—Es probable.
—El rajá estará contento contigo.
—Lo espero.
—Haré cortar por los sijes el cuerno y tú mismo lo regalarás al príncipe.
—Lo presentarás tú, así podrás tener una propina.
—Como quiera, milord.
—Hazme conducir otro caballo, siempre y cuando sea más dócil que el primero. Tu señor tiene algunos muy extravagantes.
El oficial fingió no oírlo y habiendo llegado en aquel momento los sijes acompañados por el viejo indio, hizo señas a uno de ellos de desmontar.
Yanez estaba por montar en la silla cuando una imprevista agitación se manifestó entre los sijes, seguida casi de súbito por gritos:
—¡El jangli khulga...! ¡El jangli khulga!
Yanez oyendo detrás de sí abrirse los arbustos se volteó rápidamente.
Un animal que a primera vista parecía un bisonte indio, había aparecido imprevistamente abriéndose paso entre las lianas y los nepentes.
—¡Fuego, amigos! —gritó.
Los seis malayos, que tenían las carabinas aún cargadas, hicieron fuego simultáneamente, ignorando el grito mandado por el viejo indio:
—¡Alto!
El rumiante golpeado por cinco o seis balas se desplomó entre las hierbas, sin mandar un mugido.
—¡Desdicha a los malditos extranjeros! —aulló el jefe de la aldea lanzándose hacia el animal que agonizaba y alzando los brazos hacia el cielo—. ¡Han matado a la vaca sagrada de Brahma!
—Eh jefe, ¿te volviste loco? —preguntó Yanez—. Si es para sacarme algunas rupias, estoy listo para pagarte a tu bestia.
—Una vaca sagrada no se paga —respondió el oficial del rajá.
—¡Váyanse todos al diablo! —gritó Yanez que perdía la paciencia.
—Temo, milord que deberás hacer frente al rajá, porque aquí, como en toda la India, una vaca es un animal sagrado, que nadie puede matar.
—¿Por qué entonces tus hombres han gritado el jangli khulga? Si bien no conozco profundamente la lengua hindi, aquel nombre se le da, si no me equivoco, a los terribles bisontes de la jungla, que no son menos peligrosos que un rinoceronte.
—Se habrán equivocado.
—Peor para ellos.
Mientras intercambiaban aquellas palabras, el viejo indio continuaba girando alrededor del cadáver de la vaca, manifestando la más violenta desesperación y vomitando docenas infinitas de injurias contra los asesinos del animal sagrado.
—¡Termínala, corneja! —gritó Yanez, siempre más fastidiado—. Te he liberado del rinoceronte que arruinaba tus plantaciones, y no dejas de injuriarme. Eres el más grande canalla que he conocido desde que nací. Si no retiras tu mala lengua de carne, te haré apalear por mis hombres.
—No lo harás —dijo el oficial del rajá con voz dura.
—¿Quién me lo impediría, señor oficial? —preguntó Yanez.
—Yo, que aquí represento al rajá.
—Tú no eres, para mí, que soy un milord inglés, mas que un empleado de la corte, inferior a mis sirvientes.
—¡Milord!
—Vete al infierno —dijo Yanez, montando a caballo.
Luego volviéndose hacia los malayos que miraban ferozmente a los sijes, dispuestos a cargárselos al primer movimiento sospechoso, les dijo:
—Volvamos a la ciudad; tengo suficiente de este asunto.
—Milord —dijo el oficial—, los elefantes nos esperan.
—Arrójalos al río, no los necesito.
Hizo subir detrás suyo al malayo que le había dado el caballo y partió al galope, mientras el viejo indio le aullaba detrás una vez más:
—¡Malditos extranjeros! ¡Qué Brahma los haga morir a todos!
Habiendo salido del bosque, los tigres de Mompracem se arrojaron entre las plantaciones, sin cuidarse si arruinaban más o menos el añil, y tomaron el camino a Gauhati.
Cuando entraron en la ciudad era todavía de noche. Los guardias que velaban delante del portón, se apresuraron a introducirlos en el vasto patio de honor, donde, bajo los pórticos espaciosos, dormitaban en simples esteras, escuderos y lacayos, a fin de estar más preparados para cada llamada de su señor.
Yanez les confió los caballos y subió a su apartamento despertando al khidmatgar.
—¡Tú, señor! —exclamó el mayordomo restregándose los ojos.
—¿No me esperabas tan pronto?
—No, señor. ¿Ya has matado al rinoceronte?
—Sí, lo he puesto en tierra con cuatro tiros de carabina. Llévame una botella a mi habitación, algunos cigarrillos y espérame, que debo pedirte importantes explicaciones.
—Estoy a tus órdenes, sahib.
Yanez se desembarazó de la carabina, mandó a sus malayos a tenderse, luego alcanzó al khidmatgar, que ya había encendido la lámpara y puesto sobre la mesa una botella de licor y una caja de cigarrillos indios, formados por una hoja de palma enrollada y tabaco rojo.
Vació un vaso de vieja ginebra, luego tendiéndose sobre una silla poltrona, le contó sucintamente cómo se había desarrollado la cacería, alargándose solo en la matanza de aquella maldita vaca sagrada, que lo había sacado de sus casillas:
—¿Qué me dices ahora de este asunto?
—Es algo grave, milord —respondió el mayordomo que parecía preocupado—. Una vaca es siempre sagrada, y quien la mate incurre en graves fastidios.
—Me habían dicho que era un bisonte de la jungla y he comandado el fuego sin mirarla bien.
El khidmatgar sacudió la cabeza murmurando:
—¡Asunto serio! ¡Asunto serio!
—Debieron mantenerla en la aldea.
—Tienes razón, milord, pero la culpa será tuya.
—Aquel jefe es un verdadero bribón. ¿No le he matado al rinoceronte que devastaba las plantaciones de la aldea? ¡Ah! ¿Y si en este asunto estuviese detrás la mano del favorito del rajá? Las puntas de hierro estaban en la silla de montar.
—No me asombraría —respondió el mayordomo—. Sé que aquel hombre te odia a muerte.
—Ya me he percatado y luego querrá vengarse de aquel golpe de cimitarra.
—Cierto, milord.
—Entonces ha sido urdida una verdadera conjura. Primero ha intentado hacerme destripar por el rinoceronte, luego me ha mandado una vaca sagrada. ¿Estaría de acuerdo también el jefe de la aldea?
—Es probable, señor.
—¡Por Júpiter! No me dejaré meter en la bolsa. Voy a descansar y si antes del mediodía el rajá manda a alguno de sus sátrapas, responderás que duermo y que no quiero ser molestado. Si insisten, lanza contra ellos a mis malayos. Es hora de mostrar a aquel griego perro y a aquel borrachín al que sirve, que un milord no se deja tomar el pelo. Ve, khidmatgar.
Apagó la lámpara y se arrojó sobre el riquísimo lecho sin desvestirse, adormeciéndose casi enseguida.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Cuando Yanez dice que “el griego actúa con sigilo...”, en italiano se lee “il greco lavora sott’acqua...”. “Laborare sott’acqua” se traduce literalmente como “trabajar bajo el agua”. Sin embargo es una frase que hace referencia a actuar a escondidas, complotar o intrigar.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 20 mi equivalen a 32,19 km; 0,5 mi equivalen a 0,80 km.

Cornac: Hombre que en la India y otras regiones de Asia doma, guía y cuida un elefante.

Teca: “Tek” en el original, es un árbol de la familia de las Verbenáceas, que se cría en las Indias Orientales, corpulento, de hojas opuestas, grandes, casi redondas, enteras y ásperas por encima. Su madera es tan dura, elástica e incorruptible, que se emplea preferentemente para ciertas construcciones navales.

Goma laca: Savia que en India se extrae del árbol nuez de la India (Aleurites moluccanus) y se utiliza como barniz. En Japón y China, se extrae del árbol de la laca (Toxicodendron vernicifluum).

Nagesar: “Nagassi” en el original, es el nombre en bengalí del árbol Mesua ferrea (también conocido en hindi como nag champa).

Bután: Oficialmente Reino de Bután,​ es un país del sur de Asia ubicado en la cordillera del Himalaya y sin salida al mar. Limita al norte con la República Popular China y al sur con la India.

Plántulas: Planta joven, al poco tiempo de brotar de la semilla.

Abisinios: Natural de Abisinia, hoy Etiopía.

Higueras de India: “Fichi d’India” en el original, otro de los nombres con el que se conoce al “Ficus benghalensis” (baniano).

Lanceoladas: Dicho de una hoja o de sus lóbulos: De forma semejante al hierro de la lanza.

Nepentes: Planta tipo de la familia de las Nepentáceas, insectívoras, de hábito trepador o postrado.

Punto en boca: “Acqua in bocca” en el original. La traducción utilizada significa: para prevenir a alguien que calle, o encargarle que guarde secreto.

Jangli khulga: “Jungli-kudgia” en el original, palabra hindi que significa “búfalo de la jungla”, otro de los nombres del gaur (Bos gaurus), el búfalo indio, bovino salvaje distribuido por la India, Nepal e Indochina, estrechamente emparentado con las vacas domésticas, aunque miembro de una especie diferente. Los machos adultos pueden llegar a los 2,2 metros de altura y más de 3 de longitud. El color del pelaje varía entre el pardo rojizo y el marrón oscuro.

Tabaco rojo: La única referencia que encontré al tabaco rojo es el Gutka, un preparado en base a nuez de areca, tabaco, parafina, cal y saborizantes, pero no se fuma, sino que se mastica. Pero no creo que se trate del mismo.

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