viernes, 29 de junio de 2018

XXII. La prueba del agua


Soñaba con Surama, que ya veía sentada sobre el trono del rajá, con un dhoti azul todo estrellado de diamantes de Guyarat y de Visapur, cuando tres golpes fuertísimos, dados contra la puerta de su habitación, lo hicieron brincar en pie.
—¡Entra, por Júpiter! —exclamó con voz tonante—. ¿Ese es el modo de despertar a un milord?
El mayordomo, todo humilde, avanzó diciendo:
—Señor, es mediodía.
—¡Ah! Buenísimo. No me acordaba más de la orden que te había dado. ¿Han preguntado por mí?
—Varias veces, señor, un oficial del rajá se ha presentado insistiendo en verlo.
—¿Y mis malayos no se han fastidiado?
—Han terminado por arrojarlo escaleras abajo.
—¿Se ha roto por lo menos una pierna aquel pelmazo?
—Por cierto, se habrá abollado las costillas.
—Habría preferido que se hubiese roto el cuello —dijo Yanez—. ¿Han regresado aquellos bribones que me han acompañado en la cacería?
—Sí, poco después de despuntar el sol.
—¡Bandidos! Quién sabe qué cosa habrán dicho de mí después del servicio rendido. No obstante, el rajá encontrará esta vez un hueso duro de roer, y el señor Teotokris tendrá poco de qué reír. ¡Por Júpiter! Un milord no se deja devorar como un pez del Brahmaputra.
Se higienizó un poco, luego salió, después de haber recomendado a los malayos no moverse. Parecía presa de una viva agitación, de una sorda cólera: cosa bastante extraña en un hombre que parecía más flemático que un verdadero inglés.
En la puerta del salón real encontró a un oficial.
—Ve a decir a tu señor que deseo verlo —le dijo con tono imperioso.
Dicho esto entró en el magnífico salón tendiéndose en uno de los divanes, que se extendían a lo largo de las marmóreas paredes, poniéndose a fumar como si estuviese en su propia estancia.
No transcurrió un minuto, que las cortinas de seda que colgaban de detrás de aquel lecho-trono, se abrieron y el príncipe apareció.
—¡Ah! ¡Es usted! —dijo Yanez arrojando el cigarrillo y acercándose a la plataforma.
—Te he hecho llamar tres veces —dijo el rajá con voz un poco dura.
—Dormía —respondió Yanez también secamente—. La cacería me había cansado mucho.
—He recibido el cuerno del rinoceronte que tú, milord, has matado. Su dueño debía ser un animal muy grande.
—Y también muy malo, Alteza.
—Lo creo. Los rinocerontes están siempre de mal humor.
—No son solo aquellas bestias las que llevan el humor negro: hay también hombres.
—¿Qué quiere decir, milord? —preguntó el príncipe fingiendo gran estupor.
—Que en su corte, Alteza, hay bribones.
—¿Qué dice, milord?
—Sí, porque mientras yo arriesgaba mi vida, para hacer mi bravo deber de gran cazador del rajá de Assam, otros intentaban asesinarme a traición —dijo Yanez con cólera.
—¿En qué modo?
—Poniendo puntas de hierro bajo la silla de montar del caballo, que usted me ha mandado. El animal enloqueció en el momento en el cual necesitaba que estuviese calmado para permitirme hacer fuego, y si no hubiese habido una rama sobre mi cabeza, no estaría aquí, Alteza, contándole cómo terminó la cacería.
—Haré buscar al culpable y lo castigaré como se merece —dijo el rajá—. No obstante, no te oculto que será un poco difícil descubrirlo. Otra cosa, en cambio, es la falta que has cometido y que es gravísima. Esta mañana ha venido a mí el jefe de la aldea donde has cazado, y que para tu desgracia es uno de los más influyentes del reino, a decirme que tú y tus hombres han matado una vaca sagrada, que gozaba de la protección de Brahma.
—Creía de buena fe que era un bisonte de la jungla.
—El jefe de la aldea sostiene lo contrario y te desafía a una prueba.
—¡Me desafía! —exclamó Yanez, estallando—. ¿Con disparos de carabina quizá? Que venga y le saldaré la cuenta con una bala en la cabeza.
—No creo que sea capaz de tanto —dijo el rajá con una sutil sonrisa—. Quiere desafiarte a probar lo contrario.
—¡Cómo! ¿Quiere tener razón?
—Y la tiene.
—¿Dónde está aquel bribón?
El príncipe tomó una pequeña maza de plata que estaba sobre una pequeña ménsula, y dio tres golpes sobre un disco de bronce colgado de la pared.
Enseguida la puerta principal del magnífico salón se abrió y entró el viejo indio, acompañado por el oficial y por los seis sijes, que habían asistido a la matanza de la vaca sagrada.
Al verlos Yanez no pudo contener un movimiento de cólera. Había comprendido que estaban por tenderle una segunda emboscada y quizá más peligrosa que la primera.
—¡Bribones! —murmuró—. Estas son las almas condenadas de aquel maldito griego.
El rajá se había tendido en su lecho-trono, apoyándose en un gran cojín de seda crema con bordados de oro, mientras una mano pasando entre las cortinas, le había dado un soberbio narguile de cristal azul, ya encendido, con una larga caña de piel roja y la boquilla de marfil.
El jefe de la aldea avanzó hacia la plataforma y se arrojó tres veces a tierra, sin que el rajá se dignase a responder a aquel humillante saludo.
—Ah, estás aquí, viejo bribón —dijo Yanez con desprecio—. ¿Qué quieres?
—Solamente justicia —respondió el indio.
—¿Después de que te he desembarazado del rinoceronte? ¡Bello agradecimiento el tuyo!
—Me has matado la vaca sagrada y quién sabe ahora qué calamidades caerán sobre la aldea. Los daños que causaba el rinoceronte, serán nada comparados con aquellos que nos golpearán ahora.
—Eres un imbécil.
—No, soy un indio que adora a Brahma.
Yanez estaba por mandar a casa del diablo también al dios, no obstante, se contuvo a tiempo.
El rajá se había alzado un poco y después de haber mirado por un instante tanto al jefe como al europeo, dijo arrojando al aire una bocanada de humo:
—¿Qué quieres Kadar?
—Justicia, rajá.
—Este hombre blanco que he nombrado gran cazador de mi corte, sostiene que estás equivocado.
—Tengo testigos.
—¿Y qué dicen?
—Que el sahib ha matado la vaca sagrada a pesar de haber reconocido que no era un jangli khulga.
—¡Eres un canalla! —gritó Yanez.
—Calla, milord —dijo el rajá con acento severo—. Eestoy administrando justicia y no debes interrumpir ni a Kadar, ni a mí.
—Pues bien, escuchemos a este bandido que jamás ha sabido lo que es la gratitud.
—Continúa, Kadar —dijo el rajá.
—Aquella vaca había sido consagrada a Brahma, a fin de que protegiese mi aldea, tal es la costumbre. Nadie podía matarla, ni habrían osado cometer tan execrable delito. Brahma, por cierto, se vengará y entonces ¿qué sucederá con nuestras plantaciones? La miseria más espantosa caerá sobre todos nosotros y terminaremos por morir todos de hambre.
—Te regalaré una, así tu dios se calmará —dijo Yanez irónicamente.
—No será más aquella.
—¿Qué quieres entonces?
—Tu condena.
—No la he matado para hacer una afrenta a tus creencias religiosas.
—Sí.
—Mientes como un shudra.
—Apelo a estos hombres.
—Es verdad —dijo el oficial que lo había acompañado a la cacería—. Has ordenado el fuego a los tuyos, por desprecio a este hombre y para hacer una afrenta a todos los habitantes.
—¿También me acusas?
—Y también los sijes.
Yanez se contuvo a duras penas y volviéndose hacia el rajá, que estaba vaciando un enorme vaso lleno de licor provisto por la mano misteriosa que le había dado el narguile, le dijo:
—No creerá, Alteza, a estos miserables.
El rajá engulló con esfuerzo el líquido, luego respondió entornando los ojos:
—Son ocho que te acusan, milord, y yo debo, según nuestras leyes, creerles más a ellos porque son muchos.
—Haré venir aquí a mis hombres.
—Los sirvientes no pueden testimoniar delante de los guerreros. Su casta es demasiado baja.
—¿Qué debo hacer entonces?
—Confesar que has matado a la vaca sagrada por desprecio y dejarte castigar. El delito es grave.
—Así que debería sufrir alguna pena.
—Si fueses mi súbdito, milord, debería hacerte aplastar la cabeza por mi elefante verdugo, como lo requieren nuestras leyes; pero eres extranjero y además inglés y puesto que no deseo tener problemas con el virrey en Bengala, con gran pesar, deberé desahuciarte del estado.
—Si te juro, Alteza, que estos hombres han mentido.
—¡Te desafío! —dijo el jefe—. ¡Ven conmigo a intentar la prueba del agua! Si tú permaneces abajo más que yo, la razón será tuya.
—¿Qué me propones, gamberro?
—Te propone la prueba del agua.
—¿En qué consiste?
—Se trata de zambullirse en las aguas del Brahmaputra, de descender a lo largo de un palo fino hasta el fondo del río y de resistir lo más que se pueda. El primero que salga estará equivocado.
—¡Ah! —dijo Yanez.
Examinó al viejo de pies a cabeza luego le dijo fríamente:
—¿Para cuándo esta prueba?
—Para mañana a la mañana, sahib; si no te molesta.
—Está bien y le demostraré al rajá que tú estás equivocado.
—Y entonces le haré dar cincuenta azotes —dijo el príncipe, haciendo una seña para dar a entender que la audiencia había terminado.
Yanez hizo una ligera inclinación y fue el primero en salir no sin haber lanzado sobre sus acusadores una mirada de profundo desprecio y de haber escupido en los zapatos rojos que el oficial calzaba.
—Ah, me tienden otra emboscada —murmuró subiendo las escaleras que conducían a su apartamento—. También esta vez serán engañados, bribones. Permaneceré aquí a pesar suyo. ¡Por Júpiter! Valgo tanto como un buzo y serás tú, viejo bribón, el que sacarás primero la cabeza, si no quieres morir asfixiado. No sabes que aún cuando yo sea un europeo, soy ya medio malayo, la raza más acuática del mundo.
El khidmatgar lo esperaba en la puerta del apartamentito presa de una vivísima agitación, porque aquel buen hombre amaba sinceramente al gran cazador de la corte.
—¿Entonces, milord? —le preguntó.
—La sacaré barata —respondió Yanez—. Me tienden redes alrededor, sin embargo, no desespero con escapar entre la malla. Luego vendrá mi turno y todos estos bribones saldarán sus cuentas. Tráeme el almuerzo y no me preguntes más.
No obstante sus preocupaciones, comió con apetito envidiable, luego escribió una tarjeta para Surama encargando a Kubang de llevársela. Quería advertir a Sandokan de cuanto le había sucedido y de la pésima situación en la que comenzaba a encontrarse.
Las emboscadas del griego, demasiado poderoso por el momento, comenzaban a preocuparlo, aún cuando estuviese muy decidido a tener la cabeza de aquel aventurero del archipiélago griego.
Pasó la velada charlando con sus malayos y fue a acostarse pronto, a fin de estar listo para cumplir, la mañana siguiente, la prueba del agua.
Si se hubiese encontrado en otro país, ciertamente hubiese matado a sus acusadores y quizá también al rajá, pero encontrándose solo en una corte que podía arrojarle encima centenares de guerreros, Yanez, que no era un estúpido, se veía demasiado forzado, a su pesar, a sufrir los acontecimientos.
Sin embargo, aún cuando serios pensamientos lo perturbasen, también aquella noche durmió no menos sabrosamente que lo usual, confiando en su propia audacia y sobre todo en su estrella y en el apoyo del formidable Tigre de Mompracem, el vencedor de los thugs y de su no menos formidable jefe.
El reloj de la torre que se alzaba sobre el palacio real, tocaba las cinco, cuando el khidmatgar lo despertó, trayéndole el té.
—Milord —dijo el fiel mayordomo—. El jefe indio, los jueces del rajá y los testigos, ya han partido para el Brahmaputra y un elefante te espera en la plaza.
—¡Por Júpiter! —exclamó Yanez—. Aquellos canallas tienen prisa por verme emerger asfixiado. Veremos si dentro de una hora aquel viejo lobo tendrá el dorso roto por los golpes de bastón, o si yo estaré en viaje para la frontera de Bengala.
Un buen jarro de licor dame, khidmatgar, a fin de que me caliente un poco la sangre. ¿Y el favorito, cómo está?
—Me han dicho que ya se ha levantado y que asistirá a la prueba.
—¡Por Dios! ¿Tiene la piel dura como un cocodrilo aquel aventurero? La próxima vez, en lugar de la cimitarra utilizaré armas de fuego, con balas forradas en cobre. Si he matado a un rinoceronte, agujerearé también el estómago de aquel griego del archipiélago. Esperemos la ocasión.
Vació la taza de té y el vaso que le había traído el mayordomo y bajó. En la plaza, delante de la marmórea escalinata del palacio real, lo esperaban cinco malayos, ya que Kubang todavía no había aparecido, después de haber sido mandado al palacio de Surama.
Un elefante, enjaezado suntuosamente, con una inmensa gualdrapa de terciopelo rojo y grandes pendientes de plata en las orejas y en la frente, lo esperaba.
—Parte, mahout —dijo subiendo rápidamente la escala de cuerda y tomando lugar en la caja que estaba cubierta por una pequeña cúpula de madera pintada en blanco con arabescos dorados—. Haz trotar al animal.
Los malayos lo habían seguido, tomando lugar frente a él.
—Amigos —les dijo—, suceda lo que suceda, dejen reposar sus armas, tanto las de fuego como las de corte. Dejen que me las arregle solo. Estoy jugando una carta que puede hacerme perder la partida. Sean prudentes y no se muevan si no les doy la señal.
El elefante se había puesto en movimiento alargando el paso.
Siendo todavía muy temprano, pocas personas, la mayoría shudras, provistos de enormes canastos destinados a recibir las provisiones, recorrían las calles de la capital.
Ver pasar elefantes era luego algo tan común que a nadie le importaba, así que Yanez pudo llegar a la orilla del río casi sin haber sido notado.
La prueba debía tener ciertamente un carácter privado y no público, porque en la noche el rajá había hecho levantar una especie semicerco, cuyas alas extremas terminaban en el río.
Numerosos personajes pertenecientes todos a la corte, ya se habían reunido. También el viejo indio había llegado y charlaba con los tres jueces escogidos por el rajá, que estaban sentados sobre un tapete colocado de frente a dos palos plantados en el lecho del Brahmaputra, a dos metros de distancia el uno del otro, en un lugar donde el agua era muy profunda.
Viendo llegar al gran cazador, todos los invitados habían interrumpido sus conversaciones, mirándolo con viva curiosidad. Quizá creían divisar en el rostro del europeo alguna preocupación por aquella prueba que jamás había sufrido; pero se quedaron muy desilusionados.
Yanez estaba calmado como de costumbre y saboreaba pacíficamente el humo de su cigarrillo.
—¡Aquí estoy, viejo bribón! —dijo después de haber atravesado el recinto, deteniéndose delante del indio—. Quizá esperabas que no viniese.
—No —respondió secamente Kadar.
Los tres jueces se habían alzado inclinándose ante el gran cazador, luego el más anciano le dijo:
—¿Sabes de qué se trata, milord?
—Me lo ha explicado el rajá —respondió Yanez—. ¡Bah! Un baño no hace mal en esta estación, es más, servirá para aguzar el apetito.
—Deberás resistir lo más que puedas.
—Oh, cansaré fácilmente a este viejo bandido.
—Lo veremos, sahib —dijo Kadar con voz irónica.
—Si no quieres morir asfixiado deberás sacar la cabeza.
—Sí, después de la tuya.
—No me conoces todavía.
Se sacó la chaqueta, los pantalones y las botas, conservando solo la camisa y los calzoncillos y con un salto fue a la orilla diciendo:
—Ven bribón.
—Un momento, milord —dijo uno de los jueces—. Cuando hayas alcanzado tu palo, espera nuestra señal antes de sumergirte.
—Un momento también para ustedes, señores jueces —añadió a su vez Yanez—. Les advierto que si no actúan lealmente los haré matar por mi escolta.
Así dicho brincó al agua, seguido a continuación por Kadar y con cuatro brazadas alcanzó su palo, agarrándose estrechamente, a fin de que la corriente no lo llevase.
Se había hecho un profundo silencio entre los espectadores. Los tres jueces erguidos en la orilla, esperaban que los dos hombres estuviesen listos.
De pronto el más anciano alzó un brazo gritando con voz tonante:
—¡Abajo...!
Yanez y el viejo indio se sumergieron en el mismo instante, dejándose deslizar por algunos metros a lo largo del palo y estrechando alrededor del mismo las piernas.
Todos los espectadores se habían acercado a la orilla, mirando fijo atentamente los dos palos que el ímpetu de la corriente hacía oscilar fuertemente. Una viva ansiedad se divisaba en todos los rostros.
Transcurrió un minuto, pero ninguna cabeza apareció. La corriente continuaba su marcha borboteando sobre los dos sumergidos.
Pasaron todavía algunos segundos, luego un cráneo, desnudo y lúcido como una bola de billar, apareció bruscamente; por consiguiente el rostro de Kadar, espantosamente alterado, emergió.
Una salva de invectivas cubrió al desgraciado.
—¡Canalla!
—¡Estúpido!
—¡Bueno para nada!
—¡Ve a cultivar los campos!
—¡Te has dejado embolsar por el hombre blanco!
—¡Carroña!
Kadar medio asfixiado no respondía sino con furiosos ataques de tos y con contorsiones de mono. Sus ojos estaban inyectados de sangre y su respiración jadeante.
Otros tres o cuatro segundos habían transcurrido, cuando también Yanez apareció a flote aspirando ruidosamente una larga bocanada de aire. No estaba en tan malas condiciones como Kadar. Más desarrollado que el delgado indio, con pulmones más amplios y también más habituado a las largas inmersiones, había resistido mejor a la prueba peligrosa.
Viendo cerca suyo a su adversario todo abatido, le dijo irónicamente:
—Te había dicho que no me ganarías. Ve a ofrecer tu dorso al bastón del verdugo. Consuélate que tienes la piel dura y poca carne sobre tus huesos.
Dejó el palo y alcanzó la orilla.
Los espectadores que habían puesto todas sus esperanzas en Kadar, lo recibieron con un silencio glacial.
Solo el juez más viejo le dijo:
—Has vencido, milord, por consiguiente tú tenías razón y aquel miserable tendrá el castigo que se merece, a menos que pidas su gracia.
—Para los bribones de aquella especie no la pediré nunca —respondió el portugués.
Se secó lo mejor que pudo con un dhoti que le había dado uno de sus malayos, se vistió rápidamente y dejó el recinto sin saludar a nadie, mientras las invectivas continuaban granizando sobre el desgraciado Kadar que aún se mantenía agarrado al palo, por miedo de tener un recibimiento peor por parte de sus compatriotas.
—Enseguida, al palacio real —dijo el portugués subiendo al elefante.
Diez minutos después, advertido por un oficial que lo había esperado en la base de la marmórea escalinata, entraba en la sala del trono donde el rajá lo esperaba.
—Sé que has vencido la prueba —le dijo el príncipe con una sonrisa benévola—, y estoy contento.
—Y yo muy poco. Su justicia india está muy por debajo de la inglesa, Alteza.
—Por millares de años ha permanecido siempre igual y no tengo tiempo de modificarla. ¿Qué puedo hacer ahora por ti? Te debo una recompensa por la muerte del rinoceronte.
—Usted sabe, Alteza, que me he puesto a sus servicios sin ninguna pretensión. Deje que vaya a descansar: es todo lo que pido.
—Pensaré más tarde el mejor modo de mostrarme generoso contigo, milord.
Yanez, que parecía un poco irritado, se inclinó sin rebatir una palabra y subió a su apartamento.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

En el sueño de Yanez, Surama aparece con un “dhoti” (vestimenta masculina), en lugar de un “sari” (vestimenta femenina). ¿Será un error involuntario o un divertimento de Salgari?

Visapur: Pequeña aldea cerca del pueblo de Dapoli en el distrito de Ratnagiri, estado de Maharastra.

Narguile: Pipa para fumar muy usada por los orientales, compuesta de un largo tubo flexible, del recipiente en que se quema el tabaco y de un vaso lleno de agua perfumada, a través de la cual se aspira el humo.

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