martes, 3 de julio de 2018

XXIII. Las terribles revelaciones del griego


Yanez aún no debía haber llegado a su apartamento, cuando las cortinas que servían, como habíamos dicho, de fondo al lecho-trono, sobre el que se encontraba todavía el rajá, se abrieron y Teotokris apareció. Este no estaba aún completamente recuperado y ciertamente el príncipe no lo esperaba, porque, al divisarlo, no pudo frenar un gesto de sorpresa, exclamando al mismo tiempo:
—¡Tú...!
—Yo, Alteza —respondió el griego.
—¿Por qué has dejado tu lecho? Esa es una imprudencia.
—La gente que pertenece a mi raza, es la más sólida de Europa —dijo— y luego no me gusta cansarme en el lecho.
—¿Entonces está mejor tu herida?
—Dentro de pocos días no quedará sobre mi piel ningún rastro más.
—¿Y por qué te has levantado?
—Porque quería escuchar lo que decía aquel milord.
—¿No sabes entonces que ha vencido?
—Desgraciadamente —respondió el griego con los dientes estrechados—. Sin embargo, había urdido bien la cosa y si perdía, habrías podido desembarazarte para siempre de aquel espía.
—¡Espía! —exclamó el rajá.
—¡Sí, aquel hombre es un espía! —insistió el griego—. Y tengo las pruebas.
—¡Tú!
—Estaba de acuerdo con una princesa venida de no sé dónde que lo ayudaba...
—¿Quieres asustarme, Teotokris? —interrumpió el rajá que se había puesto grisáceo, y que por la imprevista emoción, había dejado caer sobre la rica manta de su lecho-trono, la copita de licor fuerte que tenía en la mano.
—No, porque incluso estando en el lecho he previsto todo.
—¿De qué modo?
—Arrebatando y haciendo secuestrar a la amiga de milord.
—¡Por todos los cateri de la India! ¿Has hecho eso?
—Sí, Alteza —respondió Teotokris.
—¿Y dónde se encuentra ahora?
—En mi palacio.
—¿Y me aseguras que aquella princesa es una espía?
—Y algo más todavía puedo probar.
—Continúa.
—Parece que ella te está urdiendo una conjura para tomarte la corona. Mis hombres y uno de tus ministros la han obligado a confesar.
El rajá, que había tomado del taburete situado cerca del trono, otra copita, dejó caer también aquella sin haber tenido el tiempo de vaciarla.
Un fuerte temblor asaltó a aquel príncipe borrachín, mientras de su rostro se filtraba un espanto imposible de describir.
—¡Pero haré triturar a todos aquellos traidores bajo las patas de mi elefante verdugo! —aulló luego con un arrebato de furor.
—Entonces debería comenzar por milord.
—¿Por qué por él?
—Es el amigo íntimo de aquella princesa y antes de que fuese nominado gran cazador, la visitaba frecuentemente.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Un faquir que pedía limosna en los alrededores del palacio de la misteriosa princesa.
—¿Y alguna otra prueba? Comprenderás que debemos actuar con la mayor prudencia. El milord pudo haber sido enviado aquí por el virrey en Bengala, y sabes que los ingleses están habituados a aprovechar incluso de las más pequeñas ocasiones, para extender sus manos rapaces sobre principados aún independientes.
—Pero aquella princesa es una india y no ya una mujer blanca.
—Pues bien, la haré desahuciar de mi estado.
—¿Y a los otros?
—¿Qué otros?
—Los cómplices. ¿Sabe qué creo? Que toma parte de la conjura un príncipe de no sé qué país, no obstante, no de raza blanca y que es el mismo que rechazó a nuestros sijes, cuando asaltaron la pagoda subterránea.
—¡Y me lo dices ahora, Teotokris! —gritó el rey con cólera. Y vaciando un par de copitas para tomar probablemente un poco de ánimo, saltó o mejor se dejó deslizar abajo del lecho-trono, poniéndose a pasear nerviosamente por la plataforma.
Teotokris, apoyado en el estípite de la puerta, lo miraba con una sonrisa burlona en los labios.
—Y entonces —preguntó finalmente el príncipe—, ¿qué me aconsejas hacer?
—Acusar directamente al gran cazador y, ya que no osa hacerlo aplastar por el elefante, ponerlo bajo llave.
—¿Y luego?
—¡Eh! —dijo el griego—. En la cárcel se pueden hacer suceder tantas cosas.
—¿O sea?
—Si pasado cierto tiempo, sin que el virrey en Bengala presente algún reclamo por el arresto de su súbdito, un poco de veneno hará desaparecer todo: carne y huesos.
El rajá lo miró con admiración.
—Eres un gran ministro, Teotokris —dijo luego—. ¡Ah! ¡Estos europeos son maravillosos!
—¿Está decidido, Alteza?
—Tengo plena confianza en ti.
—¿Lo acusará directamente?
—Sí —respondió el rajá.
—¿Cuándo?
El rajá pensó un momento luego respondió:
—Con el fin de disimular mejor las cosas, esta noche daremos una fiesta en la sala de los elefantes, y cuando la alegría esté al colmo, le pediré cuentas a mi gran cazador de sus relaciones con la misteriosa princesa. Tú tendrás listos cincuenta sijes, porque aquel milord está siempre armado y no da un paso si no tiene detrás a esos seis feos morros verdosos.
—¿No se arrepentirá Alteza?
—No, estoy resuelto a cortar la cabeza de esta conjura. He matado a mi hermano para tener la corona; no la cederé a extranjeros mientras tenga una gota de sangre.
El griego abrió las cortinas y desapareció, mientras el príncipe subía a su trono-lecho, extendiéndose sobre la manta de seda azul floreada, empapada de güisqui...
Mientras el griego preparaba la perdición de Yanez, este, que no sospechaba ni siquiera remotamente qué desgracia estaba por caerle sobre la cabeza, especialmente después del espléndido éxito de la prueba y las promesas del rajá, tomaba tranquilamente su almuerzo charlando con el khidmatgar y con sus malayos.
Aún cuando las maniobras del griego lo preocupasen no poco, estaba profundamente convencido de hacer dentro de no mucho la escalada al trono, y de ofrecérselo a su adorada Surama. En cambio, lo que lo inquietaba era la falta de noticias por parte de Sandokan y de Surama, que no había vuelto a ver más, después de su entrada en el palacio real, temiendo comprometerla.
¡Si hubiese sabido que en aquel momento ella ya era prisionera del griego! Kubang afortunadamente se cuidó bien de advertirle, confiando en la audacia del Tigre de la Malasia.
Habiendo devorado concienzudamente el excelente almuerzo, preparado por el khidmatgar, se había adormecido pacíficamente sobre la amplia silla alta de bambú, con el cigarrillo medio apagado entre los labios.
Los malayos no tardaron en imitarlo después de haberse retirado a su amplia estancia que les servía, en cierto modo, de cuartel.
Por otra parte, era la hora en la que todos descansaban, ricos y pobres, porque del mediodía a las cuatro de la tarde, en todas las ciudades de la India, todo trabajo es suspendido, para evitar los tremendos golpes de sol, que son casi siempre fuertísimos, como lo son los golpes de luna para aquellos que durante la noche se duermen al aire libre, sin tener la precaución de arrojarse algún trapo sobre el rostro. Los primeros casi siempre mueren, los segundos en cambio enceguecen o se les produce hinchazón a la cara, acompañado por malestar y por fuertísimas fiebres.
A las cinco el khidmatgar despertó al portugués llevando, en una bandeja de plata, una tarjeta perfumada y una pequeña caja de oro finamente cincelada.
—¡Ah! —exclamó Yanez, levantándose—. El rajá ciertamente quiere recompensarme por la muerte del rinoceronte. Si eso le da placer aceptemos pues.
La cajita contenía otro magnífico anillo con un espléndido rubí, del valor de unos millares de rupias; la carta era una invitación para una fiesta que el rajá ofrecía a su corte en la sala de los elefantes.
—¡Por Júpiter! —exclamó nuevamente Yanez—. El rajá comienza a ser gentil y a apreciar mis servicios. Esperemos inducirlo poco a poco para desembarazarse de aquel griego bribón. Fuera aquel individuo, Sandokan y yo no tendremos mas que alargar las manos y sacar, de la cabeza de aquel borrachín, la corona que ya le pesa demasiado.
Se puso en un dedo el precioso anillo y dado que la fiesta debía comenzar enseguida después de la desaparición del sol, se dio un cuidadoso baño, poniéndose un nuevísimo traje de franela blanca, muy ligero, y botas de montar brillantísimas. A los riñones ciñó luego una anchísima faja de seda con varios colores, doblándola de modo de poder esconder sus pistolas y el kris, dejando solo a la vista la cimitarra.
—Jamás se sabe lo que podría suceder en la corte de un príncipe indio —murmuró.
Incluso sus malayos se habían vestido de nuevo y habían limpiado bien sus carabinas y sus cimitarras, llenándose los bolsillos y las fajas de municiones, como si debiesen dirigirse a una partida de caza, antes que a una fiesta, siendo por instinto no menos desconfiados que su amo.
Cuando Yanez oyó resonar en el amplio patio los baunk, que son una especie de pequeñas trompetas de sonido agudísimo, y retumbar los grandes tambores, dejó el apartamento precedido por el khidmatgar, que se pavoneaba en un amplio dhoti de seda amarilla y seguido por sus malayos.
La sala de los elefantes se encontraba en planta baja y se abría en uno de los cuatro ángulos del patio. Era la más vasta y la más espléndida de las que el rajá usaba para las recepciones, con magníficas columnas ricas en esculturas y en doraduras, y tampoco en aquella faltaba un trono.
Era una inmensa silla alta sostenida, como la del Gran Mogol, por seis pies de oro macizo, que partían de una hoja de palma de dimensiones enormes, de madera tallada. Sobre el respaldo un pavo real todo de bronce dorado, extendía su cola variopinta, que tenía encastrados diamantes, zafiros y rubíes de un efecto espléndido.
El rajá ya se había sentado, circundado por sus ministros y por sus favoritos y recibía los obsequios de los peces gordos de la capital, ofreciendo a todos copas de licores.
En un ángulo de la inmensa sala, sobre una plataforma, cubierta por una bellísima alfombra de Persia, una treintena de ejecutantes soplaban desesperadamente dentro de aquellas largas trompetas de cobre llamadas ramsinga, o dentro de los sundari que se asemejan a nuestros clarinetes, mientras que otros pellizcaban las cuerdas de seda del sitar, que son las guitarras indias, o aquellos del omerti, aquel extraño instrumento formado por media nuez de coco, cubierta en un tercio por una piel finísima, o aquellos de los sarinda.
Entre las ocho columnas que sostenían la bóveda de la sala, una cincuentena de canceni, o sea de bailarinas, todas bellísimas y suntuosamente vestidas, con los pechos encerrados en corazas de metal dorado, con los largos cabellos sueltos, que tenían en las extremidades ramilletes de flores, realizaban la danza de la ram-genye, el más gracioso de todos los bailes indios.
En el extremo de la sala, en cambio, otros tantos balok, o sea jóvenes bailarines, con el cuerpo semidesnudo, pintados en varios lugares y con las cabezas adornadas con flores y con cintas, danzaban la ram-genye, ejecutando pasos dificilísimos, muy admirados por los numerosos espectadores que habían acudido a la invitación del rajá.
Yanez, después de haber dado una rápida mirada a todos aquellos invitados, atravesó la sala siempre seguido por sus malayos y fue a saludar al príncipe que, a cambio, le ofreció una taza de arrack birmano, ofreciéndosela de su propia mano.
El príncipe parecía de muy buen humor, quizá porque ya estaba muy achispado; no obstante, tenía en la mirada cierto destello falso que no escapó al portugués, que era un observador profundo. No obstante, no viendo al griego entre los ministros, se tranquilizó un poco y después de haber vaciado la taza, fue a sentarse en uno de los divanes, que estaban alrededor de toda la sala.
Las danzas seguían a las danzas, ahora acompañadas por el rudra vina, el sitar y otros instrumentos de cuerda, que utilizan los indios y ahora por el tabla, el hula y el sarinda, como utilizan en cambio los musulmanes de la India central y septentrional.
Las canceni y los balok hacían maravillas, dando prueba de una resistencia increíble.
De vez en cuando una multitud de sirvientes, espléndidamente vestidos, que sostenían inmensas bandejas de plata o de oro, irrumpían en la sala, ofreciendo a los invitados pastelería, helados, bebidas de varios tipos, o pipas ya cargadas de excelente tabaco, o cajas llenas de betel.
Ya la danza llevaba un par de horas cuando, para sorpresa de todos, se vio reinar una imprevista agitación en la plataforma del trono.
Los ministros que hasta entonces habían estado siempre sentados junto al trono, bebiendo y fumando, se habían alzado conversando animadamente entre ellos y gesticulando, mientras el rajá había brincado ya del trono, haciendo gestos que parecían de cólera.
Oficiales subían y descendían de la plataforma, como para recibir y dar órdenes.
—¿Qué pudo haber sucedido? —se preguntó Yanez a quien no se le había escapado aquel ajetreo—. ¿Habrá estallado alguna revolución en alguna parte del reino?
Apenas se había hecho aquella pregunta cuando vio al rajá dejar la plataforma y desaparecer detrás de una cortina, seguido por uno de sus ministros. Casi al mismo tiempo un oficial de la guardia se dirigió hacia el diván que él ocupaba.
Yanez viéndolo acercarse, sintió un estremecimiento en el corazón. Se le había ocurrido de golpe la sospecha de que Sandokan hubiese intentado alguna de sus audaces locuras y que le hubiese tocado alguna desgracia.
—Milord —dijo el oficial, deteniéndosele delante e inclinándose, a fin de que los vecinos no pudieran oírlo—. El rajá desea hablarte.
—¿Qué ha sucedido?
—Lo ignoro: solo sé que me ha dicho de conducirte sin demora con él.
—Te sigo —respondió Yanez forzándose a mostrarse tranquilo.
Los malayos que estaban apoyados en las paredes, viendo a su amo levantarse, se habían separado para seguirlo, pero el oficial fue rápido en decir:
—El rajá desea hablar a su gran cazador sin testigos, por eso ustedes deben permanecer aquí. Es la orden que he recibido.
—Quédense entonces —dijo Yanez volviéndose a sus malayos.
Hizo con la mano un gesto que quería decir:
—Estén listos para todo.
Luego siguió al oficial, mientras las danzas continuaban animadísimas y los instrumentos musicales hacían resonar las alegres melodías en la amplia sala de los elefantes.
Salieron por una de las dos partes que se abrían a los dos lados del trono, y Yanez se encontró en una pequeña sala amueblada con mucho gusto, con divanes, espejos y lámparas de techo bellísimas. El rajá estaba allí, sentado en una silla poltrona de bambú, apoyada contra una cortina, que debía esconder por cierto alguna puerta.
No tenía consigo mas que un ministro y dos oficiales de su guardia.
Yanez comprendió a primera vista, por la expresión alterada del rostro, que el rajá no estaba más de buen humor.
—¿Qué desea, Alteza, de mí? —preguntó Yanez deteniéndose a dos pasos del príncipe—. ¿Hay alguna otra cacería que organizar?
—Quizá, milord —respondió bruscamente el rajá—, pero dudo mucho que te dé el encargo a ti esta vez.
—¿Por qué, Alteza?
—Porque podrías ser tú la caza.
Yanez con un esfuerzo prodigioso contuvo un sobresalto, luego mirando bien el rostro del príncipe le preguntó fríamente:
—¿Quiere bromear, Alteza, o arruinar la fiesta?
—Ni lo uno, ni lo otro.
—Entonces explíquese mejor.
El rajá se alzó y dando un paso adelante, le preguntó a quemarropa:
—¿Quién es aquella princesa india?
Por segunda vez el portugués estuvo obligado a hacer un nuevo y más terrible esfuerzo, para mantenerse calmado y no traicionarse.
—¿De qué princesa quiere hablar, Alteza? —preguntó mientras palidecía a vista de ojo.
—De aquella que tiene su palacio delante de la vieja pagoda de Tabri.
—¡Ah! —dijo Yanez intentando sonreír—. ¿Quién ha sido el imbécil que le ha dicho que aquella es una princesa?
—No importa que lo diga, milord. ¿La conoces?
—Desde hace mucho tiempo.
—¿Quién es?
—Una bellísima india, que he descubierto en el Mysore, y que me acompaña siempre en mis viajes, porque ella me ama y yo la amo. ¿Está satisfecho ahora, Alteza?
—No —respondió secamente el príncipe.
—¿Qué desea saber todavía?
—Saber qué motivo te ha impulsado para venir a mi reino.
—Ya se lo he dicho: la pasión por las grandes cacerías.
—En tal caso no se conducen tantos hombres.
—No tengo más que seis.
—¿Y aquellos que ocupaban el templo subterráneo y que se me han escapado de la mano?
Yanez, a pesar de su extraordinario coraje, se sintió vacilar.
—¿Cuáles? —preguntó después de un breve silencio—. No sé de qué hombres quiere hablar.
—¿No los conoces?
—No sé quiénes son, ni por qué motivo se han refugiado en aquella pagoda.
—Es extraño que tu mujer jamás te lo haya contado.
—¿Quién? —preguntó Yanez con ímpetu.
—Aquella que llaman princesa.
—¡Que esa niña conoce aquellos hombres! ¿Quién le ha contado eso, Alteza? ¡Eso es una infamia!
—Lo ha confesado ella misma.
Yanez llevó ambas manos a la faja donde tenía escondidos las pistolas y miró ferozmente al príncipe.
Una bella cólera, poco a poco, lo invadía. Había entendido demasiado y se sentía faltar el suelo bajo sus pies.
—¡Alteza! —dijo con voz amenazadora—. ¿Qué ha hecho con aquella niña?
—La hemos hecho raptar.
—¡Miserables! —tronó Yanez con acento terrible—. ¿Quién le ha dado permiso?
El rajá que había tomado un ánimo insólito por la excitación de los licores poco antes bebidos de un trago, respondió prontamente:
—¿Desde cuándo un príncipe, que reina absolutamente, debe pedir permiso a los extranjeros, milord?
—Le he rendido servicios.
—Y yo te he pagado.
—Un hombre como yo no se compra, ni con diez mil, ni con cien mil rupias, ¿me ha comprendido, Alteza?
Se arrancó de los dedos los dos anillos y los arrojó con desprecio a tierra diciendo:
—Esto es lo que hago con sus regalos. Hágalos recoger por sus sirvientes.
El rajá un poco aterrado por aquel estallido de ira y por aquel acto, permaneció en silencio, limitándose a fruncir el ceño.
—Alteza —respondió Yanez con rabia concentrada—, usted ha actuado no como un príncipe, sino como un malandrín. No obstante, recuerde que soy un súbdito inglés, que soy además milord, que mi mujer está bajo la protección del gobierno inglés y que en las fronteras de Bengala hay tropas suficientes como para invadir su estado y conquistarlo.
—Me has ofendido, milord —respondió el rajá con cólera.
—No me importa. Devuélvame aquella niña o yo...
—¿Qué osarías hacer?
—No te tendré más en cuenta como un príncipe.
—Y yo te responderé invitándote a deponer las armas.
—¡Yo! —gritó Yanez brincando atrás.
—Tú, milord, debes tenerlas bajo tu faja —dijo el rajá.
—Un inglés cuando se encuentra en países todavía bárbaros, no deja nunca sus pistolas.
—Entonces estaré obligado a hacértelas quitar con violencia.
Yanez cruzó los brazos sobre el pecho y mirándolo fijo con tono de desafío:
—Pruebe y verá lo que sucederá aquí...
El rajá, visiblemente espantado por la audacia del portugués, había permanecido en silencio, volviendo los ojos ahora hacia el uno y ahora hacia el otro de sus guardias, como para pedir una pronta protección.
Su ministro, que temblaba como si tuviese fiebre, había batido prudentemente la retirada hacia una de las dos puertas de la sala de los elefantes.
—¿Entonces? —preguntó Yanez viendo que el príncipe no se decidía a retomar la palabra.
—Milord —dijo finalmente el rajá tomando un poco de coraje—, ¿te olvidas que tengo aquí más de doscientos sijes, listos para dar su sangre por mí?
—Láncemelos encima: estoy aquí para esperarlos.
—Entonces depón las armas.
—¡Nunca!
—¡Terminémosla! —gritó el rajá exasperado—. ¡Oficiales, desarmen a este hombre!
—¡Ah! ¿Es así que tratas a tu gran cazador? —gritó Yanez.
En tres saltos atravesó la estancia y se precipitó en la sala tronando:
—¡A mí, malayos...!
Había extraído las pistolas y las había apuntado hacia la puerta, listo para fulminar a los dos oficiales de la guardia, si lo hubiesen seguido.
Los malayos, oyendo la voz de su jefe y viéndolo precipitar entre las bailarinas y los espectadores con las armas en puño, brincaron adelante como tigres, armando precipitadamente las carabinas y apuntándolas hacia la muchedumbre.
Un inmenso grito de terror resonó en la vasta sala.
—¡Fuera todos —gritó Yanez—, o comando el fuego!
Las bailarinas, los ejecutantes y los espectadores, que estaban inermes y que ya sabían cuán audaz era el gran cazador, se volcaron confusamente hacia la puerta, que daba al patio de honor, apretándose y compitiendo tenazmente para llegar antes al exterior. Aullaban todos presa de un vivísimo espanto, creyendo de buena fe que la escolta del gran cazador, se preparaba para hacer fuego detrás de sus espaldas.
Yanez aprovechó la confusión para cerrar las dos pequeñas puertas de bronce macizo, que daban a las estancias vecinas y atrancarlas, a fin de impedir a los sijes irrumpir en la sala.
Cuando los últimos espectadores, después de haberse aplastado hacia la salida, consiguieron a su vez ponerse a salvo en el patio, los malayos cerraron con gran estrépito también aquella puerta, que era también de bronce, y tan gruesa como para desafiar el fuego de una pieza de artillería.
—Ahora —dijo Yanez—, preparémonos para vender cara la piel, amigos. Sepan que todo ha sido descubierto, que Surama ha sido raptada, y que no se sabe nada de Sandokan. No nos queda mas que morir, pero nosotros, viejos tigres de Mompracem, no tenemos miedo de la muerte. ¿Tienen muchas municiones?
—Cuatrocientos tiros —respondió Burni.
—Pecado que Kubang no haya regresado a tiempo. Sería una carabina más. ¿Cómo es que no ha aparecido?
—Capitán, ¿habrá sido asesinado? —dijo uno de los cinco malayos.
—Puede ser —respondió Yanez—. Lo vengaremos también a él. Burni, tú por el momento tomarás el lugar de Kubang.
—Está bien, capitán.
En aquel instante, por una de las dos puertas que comunicaban con las estancias, se oyó resonar un golpe sonoro que parecía producido por el choque de una maza de metal, seguido a continuación por una voz imperiosa que gritaba:
—¡Abran, orden del rajá!
Yanez que estaba dirigiéndose ya hacia el portón de bronce, imaginándose que el ataque más vigoroso se intentaría por aquella parte, volvió prontamente atrás, gritando a su vez:
—Ve a decir a Su Alteza que su gran cazador no tiene por el momento ningún deseo de recibir sus órdenes.
—Si no obedece, milord, haré derribar las puertas.
—Detrás de las puertas encontrarás hombres dispuestos a hacerte frente, porque todos nosotros estamos resueltos a vender carísimo nuestra piel.
—¿Se rehúsa, milord?
—Absolutamente.
—¿Es tu última palabra?
—Sí, la última —respondió Yanez.
La voz no se hizo oír más.
Yanez se acercó a la puerta de bronce que daba al patio y se puso a escuchar.
Afuera se oía un rumor de voces, como si muchos hombres se hubiesen reunido delante de la puerta.
—Serán los sijes del rajá —murmuró—. ¡Por Júpiter! ¡El asunto amenaza con volverse serio! ¡No poder advertir a Sandokan! ¿Cómo terminará todo esto? No podremos resistir indefinidamente, y esta puerta, por muy robusta que sea, terminará por caer.
¡De pronto se estremeció!
Había oído un barrito espantoso, como el de un elefante enfurecido, retumbar a breve distancia de la puerta.
—¡Ah por Júpiter! ¡No había pensado en esto! —exclamó—. ¡A mí, malayos!
Los cinco hombres se replegaron rápidamente hacia el centro de la sala.
—¿Qué debemos hacer, capitán Yanez? —preguntó Burni.
—Toma todos estos divanes, estas sillas y levanta una barricada detrás de la gran puerta de bronce.
Aún no había terminado de hablar que ya los malayos estaban trabajando. Les bastaron pocos minutos a que aquellos hombres infatigables, para elevar detrás de la puerta una barricada imponente, más para obstaculizar el paso del elefante que para detenerlo. No obstante, Yanez estaba seguro de poder abatirlo con tiros de carabina, antes de que pudiese arrojarse a través de la sala.
—Detrás de todos estos divanes, nos defenderemos de maravillas —dijo a los malayos—. Que permanezca un hombre solo en guardia de las dos pequeñas puertas. El ataque se hará aquí por ahora.
En aquel instante otro y más formidable barrito se hizo oír de afuera, seguido de algunos gritos. Eran los cornac que excitaban al animal para ir encima de la puerta.
—¡Todos a mi alrededor! —comandó Yanez—. Sea lo que sea que suceda, no dejen la barricada, o morirán aplastados por las puertas de bronce.
Un estruendo metálico hizo temblar incluso las paredes de la vasta sala y oscilar espantosamente las macizas puertas de bronce.
El elefante había dado el primer golpe con las partes traseras.
—¡Qué fuerza prodigiosa tienen estos paquidermos! —murmuró Yanez—. Siete u ocho de estos golpes y el paso estará abierto.
Transcurrió medio minuto de angustiosa expectativa para los asediados, luego otro golpe fue dado a la puerta que osciló de la base a la cima. Parecía que hubiese estallado una gran granada, o que los asediantes hubiesen dado fuego a un mortero de gran calibre.
Le siguió un tercero, luego un cuarto, siempre más violento. Al quinto las puertas, arrancadas de las bisagras, cayeron con un fragor ensordecedor encima de los divanes, aplastando un gran número, pero reforzando al mismo tiempo con su masa, la barricada.
—¡Amigos! —gritó Yanez, que ya estaba preparado para aquella caída—. Preparémonos para dar a estos indios una lección que haga historia.

NOTAS AL PIE DE PÁGINA DE SALGARI

Cateri: Gigantes maléficos.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Cateri: En el libro “Il costume antico e moderno...” (G. Ferrario, 1829), describiendo demonios y espíritus hindúes, se enumeraban además gigantes o genios malvados, "divididos en cinco tribus", y “muni” o “cateri”, “cuyas cualidades no son diferentes de las que una vez le dimos a nuestros duendes”. Aparentemente Salgari leyó o recordó mal.

Baunk: La única referencia que encontré es que “baunk” es la palabra que designa a los trompetistas.

Gran Mogol: “Gran Mogollo” en el original, es otro de los nombres con que se conoce al Imperio mogol. Fue un poderoso estado turco islámico que gobernó el subcontinente indio entre los S. XVI y XIX.

Ramsinga: También llamado “taré”, es una trompeta de dos metros de largo, compuesta de cuatro piezas o tubos que encajan entre sí y terminan en pabellón estrecho. Produce sonidos graves y fúnebres y se destina por esta condición a los entierros.

Sundari: “Surnae” en el original, es un instrumento de viento de doble lengüeta de la India, fabricado en madera y tiene de 7 a 9 orificios.

Omerti: Instrumento musical de la India de dos cuerdas. El cuerpo se compone de dos tercios de un coco cubierto con una piel estirada. Se frota con un arco.

Sarinda: “Sarindàh” en el original, también llamado “saroh”, es un instrumento de cuerda de la India derivado del sarangi que se tañe con arco. Dispone de entre diez y treinta cuerdas.

Ram-genye: Según el libro “Il costume antico e moderno...” (G. Ferrario, 1829), se trata de un tipo de bailarinas y no de un baile en sí.

Balok: Según el libro “Il costume antico e moderno...” (G. Ferrario, 1829), se trata de un tipo de bailarines.

Rudra vina: “Bin” en el original, es un instrumento de cuerda pulsada usado en la música clásica indostaní. Tiene un cuerpo tubular largo con rango de entre 140 y 160 cm, hecho de madera o bambú. Dos resonadores grandes y redondos, hechos de calabazas secadas y ahuecadas, son adheridas al tubo. Posee 24 trastes de maderas fijados al tubo con cera.

Tabla: “Tobla” en el original, es un instrumento de percusión membranófono compuesto de dos unidades. Puede utilizarse como acompañamiento rítmico, pero también como instrumento solista.

Hula: Según el libro “Il costume antico e moderno...” (G. Ferrario, 1829), “se golpea con la mano en la piel superior, y sobre la inferior con la varilla, y hace un sonido mudo, que sirve de acompañamiento para todo tipo de música”.

Pagoda de Tabri: No encontré referencias a esta supuesta pagoda de Gauhati.

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