jueves, 12 de julio de 2018

XXIV. La rendición de Yanez


El elefante, habiendo derribado el obstáculo, se había alejado apresuradamente una veintena de pasos, luego se había volteado presentando a los asediados su formidable trompa, que estrechaba en la extremidad una maciza barra de hierro.
Sentado entre las dos orejas estaba su cornac, armado con el gancho a fin de empujarlo al ataque.
Detrás y a los flancos se habían reunido treinta o cuarenta sijes; no obstante, otros debían encontrarse en el patio a juzgar por los gritos y por los comandos que se oían.
La puerta era tan amplia que el elefante podía entrar sin esfuerzo a la sala que quizá en otros tiempos había servido de cuadra para aquellos colosales paquidermos.
Antes de que el gran animal subiese al primer escalón, una veintena de sijes se arrojaron adelante, disparando a lo loco entre los divanes y las sillas, con la esperanza de hacer descargar las carabinas de los asediados; estos, no obstante, que estaban bien reparados de las balas de los adversarios, se cuidaron bien de caer en la trampa.
No recibiendo respuesta, los sijes, después de haber consumido sin ningún resultado un centenar de cartuchos, dejaron el paso al paquidermo que avanzó valientemente obstruyendo, con su cuerpazo, toda la puerta.
Era el momento esperado por Yanez.
—He aquí otra barricada —murmuró—. No lo dejemos pasar del todo.
Levantó su gran carabina, manteniéndose arrodillado detrás de un diván y dejó partir uno después de otro dos disparos, enseguida imitado por sus hombres.
El elefante golpeado en la articulación de los hombros, los dos puntos más vulnerables, y acribillado por los proyectiles de los malayos, intentó retroceder para salir de aquel estrechamiento; pero las fuerzas imprevistamente le faltaron y se abatió de golpe, obstruyendo todo el pasaje con su masa enorme.
Afuera se levantó un coro de aullidos de rabia, mientras el desgraciado animal, después de haber lanzado tres o cuatro poderosos barritos, comenzaba a agonizar. Gruesas lágrimas le caían de los ojos y su trompa, sacudida por un temblor convulso, soplaba sangre: indicio seguro de una próxima muerte.
—¡Por Júpiter! —exclamó Yanez—. He aquí un golpe magnífico que los sijes no se esperaban. Veremos ahora cómo harán para entrar. Estarán obligados a asaltarnos por la parte de las dos pequeñas puertas, y aquellas aberturas no serán difíciles de defender. ¡Burni!
—Capitán.
—Toma dos hombres y ve a demoler el palco de los ejecutantes. Es necesario levantar una barricada en las dos puertas pequeñas.
Por consiguiente volviéndose hacia los dos malayos que estaban arrodillados a los flancos, espiando los últimos sobresaltos del paquidermo, les dijo:
—No pierdan de vista un solo instante la puerta, y hagan fuego sobre el primero que intente entrar. Podrán verlo fácilmente porque estará obligado a pasar sobre el cuerpo del elefante. Y ahora veremos cómo están las cosas.
Se alzó con precaución y asomó la cabeza entre dos divanes, lanzando una rápida mirada hacia la puerta. El elefante aún agonizaba y detrás de su masa se veían surgir numerosas carabinas. No obstante, era evidente que los sijes esperaban a que el pobre paquidermo exhalara su último suspiro, antes de aventurarse sobre su cuerpo, por temor a recibir algún golpe de la probóscide.
Burni y sus dos hombres apenas habían terminado de armar la barricada en las dos puertas pequeñas, acumulándoles detrás mesas, palos gruesísimos y los últimos divanes, cuando una nota metálica salió de las fauces del paquidermo: la muerte estaba por sorprender al desgraciado animal.
—Es su barrito supremo —dijo Yanez—. Estén listos para rechazar el ataque. Los sijes no tardarán en abrir fuego.
—Veo ya uno que está trepándose sobre el dorso del elefante —dijo Burni.
Un guerrero sij, seguro ya de que el elefante estaba muerto, o que ya no estaba en grado de poder hacer uso de su terrible probóscide, se había trepado sobre el gigantesco cuerpo y avanzaba arrastrándose.
Burni, que no lo perdía de vista, se irguió en pie, apuntó un instante, manteniéndose semi escondido detrás de un diván, luego dejó partir un tiro seco que resonó en la inmensa sala.
El indio rodó hacia uno de los estípites de la puerta, dejando escapar el fusil que tenía en la mano, sin hacer ni siquiera un gesto, ni mandar un grito.
—He aquí uno que ya no gritará más —dijo Yanez fríamente—. Si todos los proyectiles golpearan tan bien, con las municiones que tenemos, no le quedará ni un solo sij a aquel maldito rajá.
Otros dos sijes habían tomado el lugar del muerto. Viendo levantarse detrás de los divanes una pequeña nube de humo, hicieron fuego casi a la vez, creyendo golpear al asesino de su compañero, pero Burni se había escondido detrás de la barricada.
—A mí, ahora —dijo Yanez—. Les mostraré cómo tira el gran cazador.
Dos disparos fuertísimos siguieron a aquellas palabras. La gran carabina del portugués había fulminado también a aquellos nuevos asaltantes, haciéndolos rodar uno a la derecha y el otro a la izquierda del elefante.
Aquellos tres tiros maravillosos desencadenaron un clamor ensordecedor y enlentecieron, al mismo tiempo, el ataque. El gran cazador del rajá, ya admirado por su extraordinaria audacia, comenzaba a aterrorizar también a aquellos valientes guerreros, que todos los indios creían invencibles.
—¡Ah! ¡Si pudiese advertir al Tigre de la Malasia...! —exclamó Yanez—. ¿Pero dónde se encontrará? Debe estar comprometido en algún grave asunto mi hermanito, si no nos ha mandado noticias. ¡Es malo! ¿Cómo terminará este feo asunto? ¡Vamos, no desesperemos e intentemos resistir lo más que podamos! Los lamentos son completamente inútiles en este momento.
Una detonación fuertísima sacudió la inmensa sala, luego un gran trecho del sofito se precipitó al suelo, a breve distancia de los asediados.
Los sijes, no osando atacar resueltamente a los malayos, habían puesto en batería, en la extremidad del patio de honor, una pieza de artillería y habían comenzado el fuego.
La frente de Yanez se había nublado.
—Esto no me lo esperaba —murmuró—. Esperemos que no utilicen granadas.
Una segunda detonación retumbó más aguda que la primera, y un proyectil, después de haber atravesado al elefante casi al nivel de la espina dorsal, pasó silbando sobre la barricada de los divanes, clavándose profundamente en la pared opuesta.
—¿Hasta cuándo podremos resistir? —dijo Yanez.
Un tercer disparo retumbó en el patio y se vio un espectáculo horrible. El elefante había sido golpeado por una granada y esta, estallando en su cuerpo, había destrozado horrendamente la masa, arrojando, contra los estípites de la puerta, enormes pedazos de piel y carne y salpicando de sangre las paredes vecinas, las puertas de bronce, los divanes e incluso las sillas.
La detonación no se había aún apagado, cuando diez o doce sijes se lanzaron sobre el cuerpo mutilado del paquidermo, mandando alaridos feroces y haciendo fuego en todas las direcciones.
Los malayos ya habían alzado las carabinas para responder al ataque; Yanez estuvo listo para detenerlos:
—¡No: con disparo seguro!
Los sijes, habiendo superado el cuerpazo del paquidermo, se habían lanzado sobre las dos puertas de bronce que, como habíamos dicho, habían caído encima de los divanes, y estaban por atravesarlas, cuando una voz seca, cortante, se hizo oír:
—¡Fuego, malayos!
Una descarga terrible, casi a quemarropa, golpeó al minúsculo pelotón de avanzada.
Seis sijes cayeron en medio de los divanes, más o menos fulminados. Los otros, que tenían las carabinas descargadas, brincaron rápidamente sobre el elefante a través del desgarro sangriento y escaparon a todo meter.
—Estos montañeses son testarudos —dijo Yanez—. No obstante, yo en su lugar sería más prudente, sabiendo que tengo delante hombres que tiran maravillosamente y a tiro seguro.
—¡En guardia, capitán! —exclamó Burni.
—¿Vienen otra vez?
—Sí, vuelven al ataque.
Turbantes y cañones de carabina volvían a mostrarse detrás del elefante. Los sijes se preparaban por cierto para intentar un esfuerzo supremo.
Debían estar furibundos por las pérdidas sufridas, por consiguiente, mucho más terribles que antes.
Un alarido feroz, el grito de guerra de aquellas intrépidas tribus montañesas, les advirtió que el ataque estaba por ser reanudado.
Y en efecto, un momento después, una avalancha de hombres escalaba el elefante, protegiéndose con un fuego violentísimo, no obstante, sin ningún efecto para los asediados que se encontraban reparados, primero por las puertas de bronce que habían permanecido inclinadas y luego por todo aquel montón de divanes y sillas.
—¡Denle adentro! —comandó Yanez a sus hombres.
Los malayos no se hicieron repetir el comando. Maravillosos tiradores, a su vez abrieron fuego abatiendo un hombre con cada tiro que disparaban.
Los sijes, aún cuando aterrorizados por la precisión de aquel fuego, que no cesaba un solo instante, si no osaban avanzar, se mantenían aún obstinadamente sobre el dorso del paquidermo, respondiendo tiro por tiro, mientras que la pieza de artillería, emplazada en el fondo del patio, tronaba mandando balas sobre sus cabezas, intentando hundir el sofito y provocar la caída por aplastamiento de los defensores de la sala.
Afortunadamente la bóveda había sido muy bien construida y no se desplomaban mas que algunos ladrillos y grandes pedazos de escombros, proyectiles que no inquietaban en absoluto ni a Yanez, ni a los malayos.
El fuego se había vuelto terrible por ambas partes y también rapidísimo. Cada sij que caía, era subrogado enseguida por otro no menos obstinado, ni menos valeroso que el compañero y que no tardaba en capitular muerto o herido.
Una veintena de hombres ya habían sido puestos fuera de combate, cuando la señal de la retirada fue dada.
Aquel comando llegaba en buen punto, porque los malayos ya se encontraban incómodos de hacer frente a tantos adversarios, y se quemaban las manos, habiéndose puesto los cañones de las carabinas ardientes.
Incluso esta vez el fuego de los sijes no había obtenido ningún resultado, porque solo Burni había sido golpeado por una bala de rebote, que le había llevado el lóbulo de la oreja derecha, provocando una hemorragia que no podía tener ninguna consecuencia grave.
—Capitán —dijo Burni—, ¿cómo nos las arreglaremos? ¿Qué intentarán los sijes?
—Ahí están reunidos alrededor de la pieza —gritó Yanez—. Amigos, prepárense para desalojar o recibir en pleno pecho una bala de buen calibre.
Los malayos fueron solícitos en alejarse, reparándose detrás de las dos alas extremas de la barricada, que se encontraban fuera de la línea del portón. Apenas habían alcanzado su puesto, cuando el cañón se inflamó con un ensordecedor retumbo.
La bala rebotó sobre las puertas de bronce, astillando la de la derecha, atravesó la barricada de los divanes, hundiendo varios y fue a clavarse en una pared.
—Tendrán trabajo que hacer, para desfondar las puertas de bronce, capitán —dijo el malayo.
—Cederán también aquellas. La pieza que los sijes utilizan debe ser buenísima —observó Yanez.
Otro tiro siguió al primero y la bala volvió a rebotar, hundiendo, no obstante, otra buena parte de la barricada.
—Se va —dijo Burni sacudiendo tristemente la cabeza.
Los tiros se sucedían a los tiros, haciendo temblar los vidriados de la sala. Las balas rebotaban por todas partes, diluviando sobre las puertas de bronce que poco a poco cedían, y se clavaban contra las murallas abriendo agujeros enormes.
Yanez y los malayos, agazapados detrás de los divanes, oscuros, pensativos, estrechaban sus carabinas sin disparar un solo tiro, sabiendo bien que habrían sido cartuchos perdidos sin ningún provecho, porque la masa del paquidermo les impedía divisar a los artilleros.
El cañoneo duró una buena media hora, luego, cuando las dos puertas cayeron partidas, y la barricada fue hundida, el fuego fue suspendido y un hombre, subido sobre los restos del elefante, se presentó, teniendo fijado sobre la bayoneta un pedazo de tela blanca.
Yanez ya se había levantado, listo para fulminarlo, pero percatándose a tiempo de que se trataba de un parlamentario, bajó la carabina preguntando:
—¿Qué quieres?
—El rajá me manda para intimarlos a la rendición. Su barricada ya no los protege más.
—Dirás a Su Alteza que nos protegerán nuestras carabinas y que su gran cazador tiene todavía los brazos férreos y la vista excelente como para poner fuera de combate a los guardias reales.
—El rajá me ha mandado para proponerte condiciones, milord.
—¿Cuáles son?
—Te perdona la vida, con tal de que te dejes conducir a la frontera de Bengala.
—¿Y a mis hombres?
—Han matado, no son hombres blancos y pagarán con sus vidas.
—Ve a decir entonces a tu señor, que su gran cazador los defenderá mientras tenga un cartucho y un soplo de vida. ¡Despeja o te fusilo en el lugar!
El parlamentario fue rápido en desaparecer.
—Amigos —dijo Yanez con voz perfectamente tranquila—, aquí se trata de morir: el Tigre de la Malasia pensará en vengarnos.
—Señor —dijo Burni—, nuestra vida te pertenece y la muerte jamás le ha dado miedo a los viejos Tigres de Mompracem. Caer aquí o sobre el mar es lo mismo, ¿verdad camaradas?
—Sí —respondieron los malayos a una voz.
—Entonces preparémonos para la última defensa —dijo Yanez—. Cuando no podamos disparar más, atacaremos con las cimitarras.
A los tiros de cañón de poco antes, había sucedido un profundo silencio. Los sijes se aconsejaban y estaban preparando la columna de ataque.
Ellos, en vez de exponerse al tiro de aquellas infalibles carabinas, habían arrastrado la pieza de artillería cerca de la puerta y puesto que el elefante, ya casi enteramente destruido por las granadas, no impedía apuntar más, se preparaban para ametrallar a los defensores de la sala.
—¡Aquí está el final! —dijo Yanez, que se había percatado de la maniobra—. Intentemos morir como valientes.
Una andanada de metralla diluvió sobre los restos de la barricada, fulminando a Burni que había avanzado para ver cómo estaban las cosas.
Siguió una segunda descarga que hizo caer a otro malayo, luego el parlamentario volvió a mostrarse entre el cuerpazo despedazado del elefante, gritando por segunda vez:
—El rajá me manda para intimarlos a la rendición. Si se niegan los exterminaremos a todos.
La defensa era insostenible.
—Estamos listos para rendirnos —respondió finalmente el portugués—, no obstante, con la condición de que mis hombres tengan, como yo, la vida a salvo.
—Mi señor te lo promete.
—¿Estás seguro?
—Me ha dado su palabra.
—Aquí estoy.
Brincó sobre los restos de la barricada seguido por sus malayos, superó al elefante y saltó sobre el escalón, deteniéndose delante del cañón aún humeante.
El patio estaba lleno de sijes y en medio de ellos se encontraba el rajá con sus ministros que sostenían antorchas.
Yanez arrojó a tierra la carabina, rechazó a los artilleros que intentaban aferrarlo y se movió hacia el príncipe con la cabeza alta, con los brazos estrechados sobre el pecho, diciendo con acento sarcástico:
—Aquí estoy Alteza. Los sijes han vencido al asesino de tigres y rinocerontes, que exponía su vida para la tranquilidad de sus súbditos.
—Eres un valeroso —respondió el rajá evitando la mirada llameante del portugués—. Pocas veces me he divertido como esta noche.
—De modo que Vuestra Alteza no lamenta los sijes que han caído bajo mi plomo.
—Les pago —respondió brutalmente el príncipe—. ¿Por qué no deberían distraerme?
—He aquí una respuesta digna de un rajá indio —respondió Yanez irónicamente—. ¿Qué hará ahora conmigo?
—En esto pensarán mis ministros —respondió el príncipe—. No quiero tener diferencias con el gobernador en Bengala. No obstante, te advierto que mientras no se hayan decidido, serás mi prisionero.
—¿Y mis hombres?
—Los haré encerrar mientras tanto en una estancia apartada.
—¿Junto conmigo?
—No, milord, al menos por ahora.
—¿Por qué?
—Para mayor seguirdad. Ustedes son hombres demasiado astutos como para dejarlos juntos.
—No obstante, le advierto Vuestra Alteza que también mis sirvientes son súbditos ingleses, habiendo nacido en Labuan.
—No sé qué es este Labuan —respondió el príncipe—. Sin embargo, tendré en cuenta cuanto me dices.
Hizo luego una seña con la mano y enseguida cuatro oficiales cayeron sobre el portugués, aferrándolo estrechamente por los brazos.
—Condúzcanlo donde ustedes saben —dijo el rajá—. No obstante, no olviden que es un hombre blanco y además un inglés.
Yanez se dejó llevar sin oponer resistencia.
Apenas había entrado en una de las salas de planta baja, cuando los sijes se arrojaron, con el ímpetu de bestias feroces, contra los tres malayos, arrancándoles de la mano las carabinas y atándolos sólidamente.
Casi en el mismo instante, por una de las amplias puertas que se abrían al patio, salía un colosal elefante, montado por un cornac barbudo y de aspecto feroz.
Colgado de la trompa sostenía un cepo, no muy diferente de aquel sobre el cual los carniceros suelen dividir los cuartos de buey. Aquel bestión era el elefante verdugo.
En todas las cortes de los príncipes indios hay un animal semejante, amaestrado en el mejor modo de mandar al otro mundo a todos los que le hacen sombra a aquellos crueles soberanos.
Mientras los sijes se retiraban para dejarle paso, el gigantesco paquidermo puso, justo en el centro del patio, el cepo, posándole encima una de sus grandes patas, como para probar la solidez.
—Adelante el primero —dijo el rajá que estaba cómodamente sentado en una silla poltrona, con un cigarro entre los labios—. Quiero ver si estos hombres, que se baten con el coraje de los tigres, serán igualmente valientes ante la muerte.
Cuatro sijes aferraron a uno de los tres malayos y lo arrastraron delante del elefante, haciéndole apoyar la cabeza sobre el cepo y reteniéndolo con todo su vigor.
El gigantesco verdugo, a una orden del cornac, dio dos o tres pasos atrás, alzó la probóscide sacando un largo barrito, luego avanzó hacia el cepo, levantó la pata izquierda y la dejó caer sobre la cabeza del pobre malayo.
El cadáver fue arrojado a un lado, y cubierto por un ancho dhoti; luego uno después del otro, fueron ajusticiados del mismo modo, los otros dos malayos.
—Teotokris estará contento —dijo el rajá—. Vamos a descansar.
Comenzaba entonces a alborear.
Se alzó y entró en uno de los edificios laterales, seguido por sus ministros y por sus oficiales, mientras los sijes se preparaban para sacar a sus camaradas, caídos bajo el plomo de los tigres de Mompracem.
El príncipe quizá apenas se había tendido, cuando un hombre entraba apresuradamente en el palacio real y subía de cuatro en cuatro los escalones, que conducían al apartamento de Yanez.
Era Kubang que volvía, después de haber asistido al ataque del palacio de Surama y a la fuga de Sandokan y de Tremal-Naik hacia el río.
Oyendo golpear apresuradamente, el khidmatgar, que después de los primeros fusilazos disparados en la sala se había refugiado precipitadamente allí arriba, no osando tomar parte por el gran cazador, había abierto enseguida.
El pobre hombre, que por una ventana que daba al patio de honor, había asistido a la rendición de Yanez, y a la ejecución de los tres malayos, estaba deshecho por el intenso dolor y lloraba como un niño.
—¡Ah, mi pobre sahib! —exclamó viéndose delante de Kubang—. ¿Quieres morir también, entonces?
—¿Qué dices khidmatgar? —preguntó el malayo, espantado por el llanto de aquel hombre.
—Tu señor ha sido arrestado.
—¡El capitán! —exclamó el malayo dando un salto.
—Y tus compañeros han sido todos ajusticiados.
Kubang retrocedió como si hubiese recibido una bala de fusil en medio del pecho.
—¡Pobre Tigre de la Malasia! —exclamó con voz estrangulada—. ¡Pobre capitán Yanez!
Luego reponiéndose prontamente y aferrando estrechamente los brazos del khidmatgar, le dijo:
—Cuéntame lo que ha sucedido, todo, todo.
Cuando fue informado del combate ocurrido en la noche, el malayo se pasó varias veces una mano por los ojos, sacando algunas lágrimas, luego preguntó:
—¿Crees que el rajá ajusticiará también a mi amo? Es necesario, antes de que deje este palacio, que lo sepa.
—No sé nada, sin embargo, según mi modesto parecer, el rajá no osará alzar la mano sobre un milord inglés. Tiene demasiado miedo del gobernador en Bengala.
—¿Dónde han encerrado a mi amo?
—Si no me engaño deben haberlo conducido al subterráneo azul, que se encuentra bajo la tercera cúpula del patio de honor.
—¿Un lugar inaccesible?
—Seguro, por cierto.
—¿Bien custodiado?
—Sé que día y noche velan sijes delante de la puerta de bronce.
—¿Hay carceleros?
—Sí, dos.
—¿Incorruptibles?
—Eh, esto no lo puedo saber.
—¿Bajo la tercera cúpula me has dicho?
—Sí —respondió el khidmatgar.
—¿Podrías hacerme salir sin que me vean?
—Por la escalera reservada a los sirvientes, que sale detrás del palacio.
—Una última pregunta.
—Habla, sahib.
—¿Dónde podría volver a verte?
Tengo una casita en el suburbio Kaddar, que está toda pintada de rojo, lo que la hace destacar entre todas las otras, que son en cambio blanquísimas, y donde tengo una mujer que me quiere mucho y que dos veces a la semana puedo ver. Allí podrás encontrarme hoy, después del mediodía.
—Eres un buen hombre —dijo el malayo—. Ahora hazme escapar.
—Sígueme: el sol apenas ha surgido y los sirvientes aún no se han levantado.
Atravesaron una pequeña azotea que se extendía detrás del alojamiento de Yanez, se metieron por una pequeña escalera abierta en el espesor de las murallas, y tan estrecha como para no permitir el paso mas que a un solo hombre a la vez y descendieron a los jardines del rajá, que tenían una notable extensión y que, debido a la hora de la mañana, estaban desiertos.
El khidmatgar condujo al malayo hacia una pequeña puerta de metal, adornada con las usuales cabezas de elefante y la abrió, diciéndole:
—Aquí no hay centinelas. Te espero en mi casita. Me he encariñado con tu amo y todo lo que pueda hacer para liberarlo de su prisión, te lo juro por Brahma, mi sahib, lo intentaré.
—Eres el más bravo indio que he conocido hasta hoy —respondió Kubang, conmovido—. El amo, si un día es liberado, no te olvidará.
Se envolvió en el dhoti y se alejó apresuradamente, sin volverse atrás, dirigiéndose a la casa de Surama, con la esperanza de encontrar en aquellos alrededores a alguien conocido.
Estaba por llegar, divisando ya las últimas columnas de humo que se alzaban sobre las ruinas del palacio, enteramente devorado por el fuego, cuando un hombre que venía en sentido contrario con mucha prisa, le bloqueó bruscamente el paso.
Kubang, ya demasiado exasperado por la catástrofe que había golpeado a su amo, estaba por disparar un pistoletazo sobre el insolente, cuando un grito de alegría se le escapó:
—¡Bindar!
—Sí, soy yo, sahib —respondió enseguida el indio—. Surama y el Tigre de la Malasia ya están en viaje para la jungla de Benar y venía para advertir a tu amo.
—Demasiado tarde, amigo —respondió Kubang con voz triste—. Él es prisionero y mis camaradas han sido masacrados. Parece que todo ha sido descubierto y que aquel perro griego ha vencido sobre todos. No pierdas un momento, ve a alcanzar enseguida al Tigre de la Malasia y a advertirle lo que ha sucedido.
—¿Y tú?
—Me quedo aquí para vigilar al griego. Tengo el modo de saber lo que puede suceder en la corte. Mi presencia en Gauhati puede ser más útil que en otro lugar.
—¿Necesitas dinero? He cobrado ahora por cuenta del jefe.
—Dame cien rupias.
—¿Y dónde podré encontrarte?
—En el suburbio de Kaddar hay una casita toda roja, que pertenece al khidmatgar, que había sido puesto a disposición del capitán Yanez. Allí iré a establecerme. Ahora parte sin demora y ve a advertir al Tigre. Aquel hombre liberará por cierto al capitán.
Bindar le contó cien rupias, luego partió a carrera desenfrenada dirigiéndose al río, donde contaba con adquirir o alquilar algún pequeño barco.
Kubang prosiguió su camino para alcanzar la aldea que, encontrándose lejos del palacio real, tenía menos probabilidad, en aquel lugar, de ser descubierto.
No obstante, su primera diligencia fue la de entrar donde un ropavejero baniano y cambiar su vestimenta demasiado vistosa, por una musulmana; luego, después de haber tomado un desayuno en un modestísimo bungalow de paso, reanudó la marcha adentrándose en los tortuosos callejones de la ciudad baja.
Excepto los grandes centros, o en los alrededores de los palacios reales o de las más célebres pagodas, las ciudades indias no tienen calles anchas.
La limpieza es una palabra poco conocida, de modo que aquellos callejones, privados de aire, siempre rotos y polvorientos, siendo raras las lluvias, se asemejan a verdaderas cloacas.
Un hedor nauseabundo se alza en aquellos laberintos, también porque de vez en cuando se encuentran vastas fosas, donde son arrojadas las inmundicias de las casas, el estiércol de los establos y las carroñas de los animales muertos. Ay si no hubiese marabúes, aquellos infatigables devoradores, que de la mañana a la noche hurgan en aquellos basureros, atiborrándose hasta casi estallar.
Fue solamente hacia las tres de la tarde que Kubang, que varias veces había equivocado el camino, no conociendo sino imperfectamente la ciudad, logró finalmente descubrir la casita roja del khidmatgar.
Era una minúscula construcción de dos pisos, que parecía más una torre cuadrada que una verdadera casa, que se elevaba en medio de un jardincito donde surgían siete u ocho majestuosas palmeras, que esparcían alrededor una deliciosa sombra.
—Es un verdadero nido —murmuró Kubang—. Esperemos que el propietario ya esté.
Abrió la puertita de madera que no estaba trabada y se adentró bajo las plantas.
El mayordomo estaba sentado delante de su casita, junto a una bella y joven india de piel aterciopelada, apenas un poco bronceada, con largos cabellos negros adornados de ramilletes de flores.
—Te esperaba, sahib —dijo el indio moviéndose solícitamente al encuentro del malayo—. Hace dos horas que he llegado. Aquí está mi mujer, una buena niña, que estará muy contenta de recibirte como huésped, si tú, como creo, tienes intenciones de parar aquí. Al menos estarás seguro, especialmente ahora que te has cambiado la ropa.
—Es una oferta que acepto con mucho gusto, habiendo dado cita aquí a los amigos de mi amo.
—Serán siempre bien recibidos por mí y por mi mujer.
—¿Has recogido noticias del capitán?
—Muy pocas. Solo puedo decirte que está siempre encerrado en el subterráneo de la tercera cúpula, no obstante...
—Continúa.
—He encontrado el modo de poder hacerle llegar tus noticias, si crees que pueden serle útiles.
—¿Y cómo? —preguntó el malayo con ansiedad.
—El rajá ha renovado a los carceleros que estaban antes, y uno es pariente mío.
—¿Y se prestará al peligroso juego?
—Es demasiado astuto como para dejarse sorprender. Con un poco de rupias, estará a nuestra disposición.
—Dame un trozo de hoja.
—Más tarde: ahora almorcemos.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Kaddar: No encontré referencias a este supuesto suburbio de Gauhati.

Ropavejero: Persona que vende, con tienda o sin ella, ropas y vestidos viejos, y baratijas usadas.

Baniano: Comerciante de la India, por lo común sin residencia fija.

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