lunes, 23 de julio de 2018

XXV. La retirada del Tigre de la Malasia


Aún cuando el golpe, que por cierto no se esperaban, hubiese sido terrible, Sandokan y Tremal-Naik no habían tardado en recobrar su sangre fría. Eran hombres demasiado bien templados como para permanecer por largo tiempo bajo la impresión de un desastre, por muy grave que fuese.
Después de haber advertido a Surama de lo que había sucedido y de haberla tranquilizado, reunieron fuera de la pagoda a todos sus hombres para concentrarse en qué hacer.
De aquel consejo no brotó mas que una sola idea, compartida por todos. Salvar lo más pronto que fuese posible a Yanez, antes de intentar el choque supremo que debía atropellar al rajá y privarlo de la corona.
Desgraciadamente un gravísimo peligro los amenazaba, peligro que no estaban muy seguros de poder evitar. Bindar, después de haber anunciado la captura del portugués, también había traído la noticia de que su refugio había sido descubierto y que las tropas del rajá se preparaban para rodear la jungla. Por consiguiente, era necesario, ante todo, escapar de aquel peligroso cerco.
Por eso apenas terminado el consejo, Sandokan, después de haber lanzado una decena de hombres en todas direcciones, a fin de no dejarse sorprender, volvió a llamar a Bindar que estaba comiendo dentro de la pagoda:
—¿Has visto, con tus propios ojos, a las tropas del rajá avanzando hacia la jungla?
—He divisado tres grandes pulwar, cargados de sijes y de guerreros asameses, arrojar las anclas en el pantano de los cocodrilos y dos bagalas también montadas por soldados, remontar el río con la evidente intención de desembarcar más a oriente.
—¿Cuántos hombres supones que había a bordo de aquellos cinco veleros?
—No menos de doscientos —respondió el indio.
—¿Has visto artillería a bordo?
—Los pulwar tenían una pieza cada uno, las bagalas solamente espingardas.
—¿Estás realmente seguro que aquellos hombres aspiran con apoderarse de nosotros, o se tratará de alguna expedición dirigida contra tribus rebeldes?
—No hay habitantes por estas partes, sahib, por un trecho inmenso. Aquí las junglas y los estanques se siguen por varias docenas de millas y no hay mas que una sola villa, la de Orang, y es demasiado pequeña como para rebelarse a la autoridad del rajá, o para rehusarse a pagar las tasas. No, sahib, aquellos guerreros tienen la intención de moverse hacia nosotros.
—¿Dónde se encuentra aquella aldea?
—Al oriente de la jungla.
—¿Se podrían encontrar allí elefantes? —preguntó Sandokan.
—El jefe tiene un pequeño parque donde alimenta a media docena de aquellos animales.
—¿Pagándole bien nos los vendería?
—Desde luego, sahib. No los hace amaestrar por puro capricho.
—¿Podrías alcanzar aquella aldea?
—Una quincena de millas no me dan miedo.
—¿Qué quieres hacer con aquellas bestias? —preguntó Tremal-Naik, que asistía al coloquio junto con Surama y con Kammamuri.
—Tú sabes que siempre tengo extrañas ideas —respondió el Tigre de la Malasia.
—Y siempre de resultado seguro —añadió el maratí.
—Tengo necesidad de al menos cuatro elefantes —retomó Sandokan volviéndose a Bindar—. ¿Has cobrado las rupias?
—Sí, sahib.
—¿Crees que los hombres que han remontado el río, ya hayan rodeado la jungla hacia oriente?
—Es imposible: por aquel lado es muy vasta e incluso si ya hubiesen desembarcado, estaría más que seguro de poder pasar a través de sus centinelas sin correr el peligro de ser descubierto y fusilado.
—Amigo, tienes en tus manos la suerte de todos —dijo Sandokan con voz grave—. Parte enseguida, indícanos el camino que deberemos seguir para llegar a la aldea, adquiere los elefantes y no te preocupes por nosotros. Esta noche levantaremos campamento y atravesaremos la jungla a pesar de los sijes y de los guerreros asameses. ¡Ah! Me olvidaba algo importantísimo. ¿Sabes dónde volver a ver a Kubang?
—Sí, en la casa del khidmatgar, que el rajá había puesto a disposición del sahib blanco.
—Me basta.
—Sandokan —dijo Surama que tenía todavía lagrimones en los ojos—, ¿qué vas a hacer? ¿No abandonarás a mi prometido, verdad?
Un destello terrible se inflamó en los ojos del formidable hombre.
—Aunque estuviese seguro de perder ambos brazos, te juro, Surama, que Yanez, el hombre que quiero más que si fuese mi hermano, será liberado, y que vengaré también a mis hombres caídos bajo las patas del elefante verdugo. Cuando hayamos escapado al cerco, el rajá y el griego tendrán que vérselas conmigo.
—¿Y por qué quieres los elefantes? —preguntó Tremal-Naik.
—Deseo, antes de volver a descender hacia Gauhati, ver las montañas donde nació Surama. Y luego necesito fuerza a mano, y una fuerza terrible como para arrojar encima de aquellos dos miserables. A los sijes los tengo a mano y cuando quiera, el demjadar se encargará de ponerlos a mi disposición; pero aquellos no bastan para acabar con un trono. Espera que pueda tener quinientos o seiscientos montañeses y verás cómo tomaremos por asalto la ciudad y cómo Assam entero gritará: ¡Viva nuestra reina! Vamos, hagamos nuestros preparativos.
—¿Y los prisioneros?
—Vendrán con nosotros, por ahora.
Dos horas antes del ocaso, como ya había sido convenido, los diez hombres mandados a explorar, regresaron a la pagoda. Todos traían noticias poco tranquilizadoras.
Realmente muchos hombres habían desembarcado en el estanque de los cocodrilos, y habían acampado en el margen de la jungla.
—Bindar no se había equivocado —dijo Sandokan—. Es precisamente contra nosotros que se preparan para actuar. Pues bien, tomarán por asalto la pagoda vacía.
Los malayos y los dayak cargaron los fardos, conteniendo tapetes, tiendas, mantas, municiones y un poco de víveres y se pusieron en marcha en doble fila, teniendo en medio a los prisioneros y a Surama.
Tremal-Naik y el Tigre de la Malasia, con seis hombres escogidos entre los mejores tiradores, abrían la marcha, mientras Kammamuri y Sambigliong con otros cuatro, también escogidos, la cerraban para cubrir las espaldas de la columna.
La oscuridad calaba rápido y los gritos de las numerosas aves, acurrucadas sobre las cimas de los altísimos bambúes, poco a poco se apagaban, mientras, en cambio, a lo lejos comenzaban a hacerse oír los lúgubres alaridos de los perros salvajes.
Paso a paso que la pequeña columna se alejaba de la pagoda, el camino se hacía siempre más difícil, porque en aquella dirección no existían los senderos. Gigantescos matorrales de bambú, de vez en cuando, bloqueaban el paso, obligando a los hombres de la vanguardia a trabajar con las cimitarras para abrirse paso.
Afortunadamente de trecho en trecho se encontraban claros bastante vastos; pero también ahí los fugitivos se veían obligados a avanzar con infinitas precauciones, porque el suelo estaba todo erizado de aquellas hierbas cortantes y rígidas como sables, llamadas kalam, que tienen las puntas tan agudas, como para perforar las suelas de los zapatos.
La marcha, como consecuencia de aquellos obstáculos, se volvía lentísima, mientras Sandokan habría deseado que hubiese sido velocísima, temiendo, y no injustamente, que también las tropas, desembarcadas en el pantano de los cocodrilos, aprovechase la oscuridad para avanzar en la jungla, con la esperanza de sorprender a los habitantes de la pagoda todavía dormidos.
Después de una hora la columna apenas había recorrido dos millas, y el margen oriental de la jungla estaba todavía lejísimos.
—Sin embargo, es necesario alcanzarlo antes de que despunte el alba —dijo Sandokan a Tremal-Naik—, si queremos pasar inadvertidos. Los indios que han remontado el río ya pueden haber desembarcado y estar al acecho. Nuestra salvación está en nuestra rapidez y en los elefantes, si Bindar consigue procurárnoslos. Con aquellos animales dejaremos atrás a sijes y asameses.
De vez en cuando algún animal, molesto por el ruido producido por las cimitarras y por el caer de las gigantescas cañas, brincaba fuera de los arbustos vecinos y escapaba precipitadamente.
No obstante, no eran siempre los nilgó o los axis, los elegantes ciervos de las junglas indias, que escapaban frente a la columna: alguna vez era una pantera que mostraba alguna veleidad de resistencia, pero que se decidía, ante el destello de las cimitarras de la vanguardia, a batirse en retirada, aunque gruñendo y refunfuñando.
Otras tres millas habían sido ganadas y a lo lejos comenzaba a delinearse algún árbol, cuando una detonación débil, se propagó a través de los bambúes de la jungla.
—¿La detonación viene de oriente, verdad, Tremal-Naik? —preguntó Sandokan.
—Sí —respondió el bengalí que escuchaba atentamente.
—Entonces quiere decir que los indios han alcanzado el margen de la jungla.
Otro disparo, no obstante, un poco más claro, se oyó en aquel momento y no ya hacia oriente, sino hacia occidente.
—Las dos columnas se corresponden —retomó Sandokan, cuyo ceño se había ensombrecido—. La que viene del pantano de los cocodrilos, está mucho más cerca que la otra.
—No obstante, tenemos una ventaja de tres o cuatro millas por lo menos —dijo Kammamuri.
—Que perderemos si consiguen encontrar nuestra pista —respondió Sandokan—. Mientras nosotros estamos obligados a abrirnos camino, ellos en cambio seguirán aquel que dejamos a nuestras espaldas. ¡Apresurémonos!
La vanguardia fue acrecentada con otros cuatro hombres: dos armados con palos, flanqueaban la vanguardia tirando furiosos golpes a diestra y siniestra, para hacer huir a las serpientes que prefieren habitar los matorrales más densos para sorprender mejor a las presas. Todas las junglas indias, ya sea del septentrión, del centro como del mediodía, están infestadas de serpientes del minuto, que en menos de cuarenta segundos fulminan al hombre más robusto; de gulabi, llamadas también serpientes rosa; de cobra de anteojos, las más terribles de la especie, y de manyaar, largas de apenas un pie, de color azul y finísimas y también peligrosas, y de colosales rudiramandali, que alcanzan de vez en cuando la longitud de diez e incluso once metros, y de pitones que poseen una fuerza tan prodigiosa como para triturar, entre sus poderosos anillos, a los formidables búfalos e incluso a los ferocísimos tigres.
A medianoche Sandokan concedió un poco de reposo a sus hombres, tanto para cuidar a Surama que debía estar cansadísima, como para mandar a Kammamuri con dos dayak a hacer una rápida exploración a las espaldas de la columna.
Aquella carrera, realizada por el maratí con velocidad extraordinaria, no obstante, no dio ningún resultado apreciable. Los guerreros desembarcados en la bahía de los cocodrilos debían estar aún lejos.
Una detonación que atronó hacia oriente, más clara que la primera, decidió a Sandokan a levantar apresuradamente el campo. Una segunda respondió, después de un minuto, en dirección opuesta.
—Nos estrechan —dijo Sandokan a Tremal-Naik—. ¿Si nos desviamos hacia el norte?
—¿Y la aldea donde Bindar nos espera con los elefantes? —preguntó el bengalí.
—La encontraremos más tarde. Lo que ahora oprime más es no dejarnos encerrar en un cerco de hierro y de fuego.
—Probemos —concluyó el bengalí.
Volvieron a formar la columna y después de haber recorrido el tramo de sendero abierto por la vanguardia, doblaron decididamente hacia el septentrión.
La idea de Sandokan fue óptima, porque después que hubieron recorrido otros quinientos o seiscientos metros, la jungla permaneciendo siempre como tal, y conservando sus inextricables matorrales, comenzó a disminuir.
La columna encontraba con mayor frecuencia espacios libres, donde no había mas que hierbas que no tenían la rigidez de los kalam y donde podía avanzar con mayor rapidez, no obstante, aumentaba el peligro por parte de los habitantes de la jungla.
Si ciervos y corzos escapaban, de vez en cuando algún gigantesco búfalo o algún rinoceronte, se precipitaba a lo loco encima de la vanguardia y no volvía la espalda si no después de haber recibido una media docena de balas de pistola en el cuerpo.
A las dos de la mañana Sandokan hizo dar un segundo alto. Estaba inquieto, y antes de doblar hacia oriente, no queriendo apartarse demasiado de la línea, sobre la cual debía encontrar la aldea, quería tener por lo menos noticias de las dos bandas indias, para saber cómo ajustar el camino que debía seguir.
Habiendo descubierto un baniano, que por sí sólo formaba una pequeña floresta y cuya cúpula inmensa estaba sostenida por varios centenares de troncos, como el famoso ficus llamado por los indios Kabirvad, que es célebre en Guyarat, hizo esconder allí en medio a su columna, luego habiendo llamado a dos hombres y a Tremal-Naik, partieron a descubrir, después de haber recomendado a todos los acampantes el más absoluto silencio.
—Retomemos el camino recorrido —dijo al bengalí—. No debemos proceder tan a ciegas sin antes saber si nuestros enemigos nos pisan los talones o si nos preparan alguna nueva emboscada.
Se habían puesto a correr, siguiendo el mismo camino tomado antes, señalado por los bambúes abatidos y por los kalam decapitados.
Un silencio profundo reinaba en la jungla. No se oían ni los alaridos de los bighana, ni los aullidos de los chacales: aquel no era un indicio tranquilizador.
Si extraños no hubiesen recorrido los matorrales, aquellos eternos cazadores no habrían estado en silencio. Si callaban, eso quería decir que estaban asustados.
Bastaron veinte minutos, a aquellos infatigables corredores, para llegar al sendero que habían abierto antes de cambiar de dirección.
Sandokan, no oyendo ningún ruido y no pareciéndole divisar ningún enemigo, estaba por realizar una breve exploración también sobre aquel, cuando Tremal-Naik, que estaba cerca, le posó enérgicamente una mano sobre el hombro, empujándolo luego casi con violencia hacia un grupo de bananos selváticos, que desplegaban en todas direcciones sus gigantescas hojas.
Habían transcurrido apenas dos minutos, cuando oyeron claramente los bambúes agitarse y crujir, luego cuatro hombres, armados de fusiles, aparecieron en el pequeño claro que se abría entre las gigantescas cañas y el grupo de bananos.
Eran no ya sijes, sino shikaris, o sea batidores de las junglas, personas habilísimas, es más, inigualables para seguir pistas, ya sea de hombres como de bestias feroces.
Enseguida se habían detenido examinando atentamente el terreno y removiendo las hierbas que lo cubrían.
—Han cambiado de dirección, Moko —dijo uno de aquellos shikaris—. No marchan más hacia oriente.
—Lo veo —respondió aquel que debía llamarse Moko—. Deben haberse percatado de que marchamos sobre sus rastros y enfilan hacia el septentrión.
—Entonces escaparán al cerco.
—¿Y por qué?
—No tenemos tropas en aquella dirección. Que uno de nosotros alcance a los sijes que nos siguen, y nosotros continuemos caminando sobre la pista.
Mientras uno partía a la carrera rehaciendo el camino, los otros tres se habían vuelto a poner en camino, inclinándose de vez en cuando al suelo, para no perder de vista las pistas de la columna fugitiva.
Sandokan y Tremal-Naik esperaron a que se hubiesen alejado, luego, a su vez, se pusieron en camino, rodeando el matorral de bananos por el lado opuesto.
—Debemos competir en velocidad y adelantarlos —dijo el Tigre de la Malasia.
—¿Y si en cambio le tendiésemos una emboscada a aquellos shikaris? —preguntó Tremal-Naik.
—Un tiro de carabina en este momento traicionaría nuestra presencia. Pensaremos más tarde cómo desembarazarnos de ellos. ¡Corramos, amigos!
Tremal-Naik, que había pasado su juventud en las grandes junglas de los Sundarbans, poseía una orientación natural, algo común a muchos pueblos del oriente, por consiguiente estaba más que seguro de poder conducir a sus compañeros al lugar donde la columna había acampado.
No obstante, por temor de encontrar nuevamente a los shikaris sobre sus pasos, se desvió hacia el poniente, describiendo un largo giro.
Aquella carrera rapidísima, ya que todavía todos tenían las piernas sólidas, aún cuando el malayo y el indio no fuesen más jóvenes, duró una veintena de minutos.
—Listos para volver a partir sin demora —comandó Sandokan a sus hombres, cuando hubo alcanzado el campamento.
—¿Nos siguen? —preguntó Surama.
—Han descubierto nuestros rastros —respondió Sandokan—. No obstante, no te inquietes, niña. Escaparemos al cerco, aunque debamos desfondar alguna línea.
La columna se volvió a formar, poniendo a los prisioneros en el medio y partió a paso acelerado. Sandokan había redoblado los hombres de la retaguardia, temiendo de un instante al otro un ataque por parte de los shikaris. No obstante, había recomendado a Kammamuri, que la comandaba, de rechazarlos con armas blancas no queriendo señalar con disparos, su dirección al grueso de los asameses.
La jungla continuaba disminuyendo y tendía a cambiar. A los matorrales intrincados y difíciles de atravesar, se sucedían, de vez en cuando, grupos de árboles, generalmente palmeras tara, no obstante, rodeadas por arbustos densísimos, que tenían extensiones extraordinarias, óptimos refugios en caso de peligro.
La marcha se volvía siempre más precipitada. Todos sentían por instinto que solo de la velocidad de las piernas, dependía su salvación y que estaban por jugar una partida extremadamente peligrosa, además de la corona de Surama. ¿Qué habría sucedido si las tropas del rajá los hubiesen aplastado en la jungla? ¿Quién habría salvado a Yanez? La catástrofe habría sido completa y habría marcado el fin absoluto de los últimos y formidables tigres de la gloriosa Mompracem.
A las tres de la mañana Kammamuri, que había permanecido siempre con la retaguardia, a una notable distancia, alcanzó a Sandokan.
—Amo —dijo con voz afanosa por la larga carrera—, los shikaris nos han alcanzado.
—¿Cuántos son?
—Seis o siete.
—¿Entonces han aumentado de número?
—Parece, Tigre de la Malasia. ¿Qué debo hacer?
—Tenderles una emboscada y destruirlos.
—¿Y si hacen fuego?
—Harás lo posible por sorprenderlos y matarlos antes de que pongan mano a las carabinas.
Kammamuri volvió a partir a carrera desenfrenada, mientras la columna continuaba la retirada entre los matorrales y los árboles.
Otros diez minutos transcurrieron, minutos largos como horas para Sandokan y para Tremal-Naik, luego gritos horribles y un chocar de armas rompieron el silencio, que reinaba en la oscura jungla, seguido un instante después por un tiro de arma de fuego.
—¡Maldición! —exclamó Sandokan, deteniéndose—. Este disparo no lo quería.
—Ni tampoco estos —añadió Tremal-Naik.
A aquella detonación aislada había seguido detrás una descarga de carabinas fuertísima. Debían haber sido los sijes y los asameses haciendo fuego.
—¡Están lejos todavía! —exclamó Sandokan, cuyo rostro enseguida se había serenado.
—Una milla por lo menos —respondió Tremal-Naik.
—Esperemos a Kammamuri.
No esperaron mucho. El maratí llegaba a la carrera seguido por la retaguardia.
—¿Destruidos? —preguntó Sandokan.
—Todos, amo —respondió Kammamuri—. Desgraciadamente no hemos podido impedir a un shikari descargar su carabina.
—¿Ha matado a alguno de los nuestros? —preguntó Tremal-Naik.
—He tenido tiempo de hacerle desviar el cañón del fusil.
—Vales como un tigre de Mompracem —dijo Sandokan—. Reanudemos la carrera. Tenemos una milla de ventaja y quizá podremos aumentarla.
—O perderla —dijo en aquel momento Sambigliong.
—¿Por qué? —preguntó Sandokan.
—Los kalam recomienzan más allá de estos matorrales y nos harán nuevamente atribular, amo.
—¿Están secas aquellas hierbas?
—Quemadas por el sol.
—Buenísimo, tendremos, en caso desesperado, un respaldo precioso.
—¿En qué modo? —preguntó Tremal-Naik.
En vez de responder Sandokan se mojó la punta del pulgar y la alzó como hacen los marineros, para adivinar la dirección del viento.
—Sopla del septentrión la brisa —dijo luego—. Al despuntar el sol estará más viva. Dios, Mahoma, Brahma, Shivá y Visnú, todos unidos, nos protegen. ¡Dennos caza ahora, mis queridos sijes! ¡Amigos, adelante, respondo por todo!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

En este capítulo Salgari le otorga a la Rudiramandali una longitud seis veces y media superior a la real.

Orang: “Aurang” en el original, actualmente hay un Parque Nacional Orang, en la orilla norte del río Brahmaputra, al noreste de Gauhati. Hasta el año 1900 la zona estaba habitada por tribus locales que abandonaron el sitio por epidemias.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 15 mi equivalen a 24,14 km; 2 mi equivalen a 3,22 km; 3 mi equivalen a 4,83 km; 4 mi equivalen a 6,44 km.

Serpiente del minuto: Se la nombra así, y también en inglés —“minute snake”—, en el libro “Le Tour du Monde” (Louis Rousselet, 1868) donde se dan señas tanto de su color, negro y amarillo, como de su pequeñísimo tamaño. Este último dato, es una leyenda que aparece también en el libro “The Jungle Book” (Rudyard Kipling, 1894) referido al “krait”. Se trata por lo tanto del “Bungarus fasciatus” o krait rayado, una serpiente venenosa de color amarillo y negro, que puede alcanzar los 2,1 m de longitud. Su mordedura rara vez causa la muerte.

Gulabi: Nombre tomado del libro “Le Tour du Monde” (Louis Rousselet, 1868) que significa “rosa” en hindi, por lo que seguramente se trate de algún tipo de serpiente albina.

Manyaar: “Cobra manilla” en el original, es el nombre en maratí de la “Bungarus caeruleus” o “krait indio”, una serpiente venenosa que mide 90 cm y de color azulado, perteneciente al grupo de las “cuatro grandes” especies. Su veneno es muy potente, con una tasa del 70 a 80% de probabilidad de muerte. El nombre y descripción utilizados por Salgari están tomados del libro “Il costume antico e moderno...” (G. Ferrario, 1829). Decidí cambiar “manila” por “manyaar” por el parecido fonético que presentan.

Pies: 1 pie = 0,3048 m.

Rudiramandali: “Rubdira mandali” en el original, es la especie de serpiente venenosa, más conocida como “víbora de Russell” (de hasta 166 cm de longitud), responsable de la mayor cantidad de casos de mordeduras y muertes en el mundo. Su veneno genera hemorragia en encías y orina. El nombre hace referencia a “rudra mandali” o “guirnalda de Rudra” (dios védico asociado al viento o la tormenta y a la caza, que lleva puesta una guirnalda).

Corzos: “Caprioli” en el original, es un mamífero rumiante de la familia de los Cérvidos, algo mayor que la cabra, rabón y de color gris rojizo. Tiene las cuernas pequeñas, verrugosas y ahorquilladas hacia la punta.

Ficus: Planta de clima subtropical, de porte arbóreo o arbustivo, con hojas grandes, lanceoladas y de haz brillante.

Kabirvad: “Cobir-bor” en el original, también encontrado como “Cubbern Burr”, es un baniano gigante ubicado en una isla del distrito de Bharuch, estado de Guyarat, en el río Narmada. El árbol está relacionado con el poeta, músico, místico, filósofo y santo Kabir del S.XV.

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