martes, 7 de agosto de 2018

XXVI. Entre el fuego y el plomo


¿Qué había descubierto? Él solo lo sabía y si tal hombre había pronunciado aquellas palabras, quería decir que estaba seguro del éxito de su plan.
Sambigliong había dicho la verdad anunciando la presencia de los kalam, aquellas hierbas altas y durísimas, rígidas como cuchillas. En efecto, apenas la columna hubo atravesado el último matorral, cayó en medio de un vastísimo claro, todo erizado de aquellas peligrosas plantas. No obstante, no faltaban aquí y allá, grupos de arbustos que tenían extensiones poco comunes.
La vanguardia fue redoblada y retomó su ardua maniobra, dando sablazos a las hierbas para abrir paso a los compañeros, que corrían el peligro de estropearse las piernas y los pies.
Y mientras tanto la oscuridad comenzaba a desaparecer. Las estrellas palidecían rápidamente, a oriente la luz comenzaba a hacer su aparición propagándose por el cielo, la jungla continuaba extendiéndose como si jamás terminara.
No obstante, Sandokan se mantenía siempre tranquilo. Su mirada estaba fija sobre una masa todavía oscura que sobresalía más allá de la llanura de los kalam y que parecía una floresta o un gigantesco matorral de altísimos bambúes.
Ciertamente era aquella la que deseaba alcanzar, antes de decidirse a poner en acción su plan.
Se había puesto detrás de la vanguardia y estimulaba a los segadores a apresurarse, temiendo que su tropa pudiese ser alcanzada antes de arribar a aquel refugio, que ya había adivinado y donde esperaba poder oponer una encarnizada resistencia, incluso si hubiesen sido asaltados por la espalda.
La llanura de los kalam finalmente fue atravesada, en el momento en el cual el sol surgía, llameante, sobre el horizonte.
Todos estaban agotados, especialmente Surama que había plantado cara a aquellos poderosos caminantes de las florestas del Borneo.
Habían llegado al margen de un pequeño bosque, formado casi exclusivamente por bananos salvajes y yaca, que sostenían frutas colosales.
Sandokan amparó a su tropa bajo aquellas hojas soberbias, luego habiendo llamado a Kammamuri le preguntó:
—¿Tenemos botellas de gin en nuestros equipajes?
—Una docena.
—Hazlas poner delante mío, luego harás recoger cuanta leña seca se pueda encontrar. Apresúrate, porque los sijes y los asameses, no deben estar lejos.
—Sí, amo.
Llamó a algunos hombres y se metió en el bosque.
Sandokan y Tremal-Naik mientras tanto se habían adelantado hacia los kalam, vigilando atentamente el claro que poco antes habían atravesado. Esperaban de un momento a otro ver aparecer a los asaltantes y estaban seguros de no engañarse.
Un silbido de Kammamuri les advirtió que las órdenes habían sido cumplidas. No viendo aparecer a los adversarios, se replegaron hacia el bosque, donde encontraron listas una treintena de fardos de leña seca, dispuestos en semicírculo delante del campo.
—Prepárense para abrir fuego —dijo Sandokan a sus malayos y a sus dayak, que esperaban apoyados en sus carabinas—. Disparen a tiro seguro y no hagan derroche de municiones: hoy las necesitamos más que nunca. Mientras tanto, que seis hombres atraviesen el bosque y nos cuiden las espaldas. Los hombres que han desembarcado río arriba, pueden habernos cerrado la retirada hacia el norte. Silencio y dejemos avanzar a aquellos que nos preceden del poniente.
Se habían tumbado todos detrás de las últimas filas de los kalam, teniendo la carabina al costado.
De pronto una palabra escapó de todos los labios:
—¡Aquí están!
En el extremo del vasto claro, a plena luz, porque el sol avanzaba rápidamente detrás de los grandes árboles, habían aparecido algunos hombres, que llevaban sobre la cabeza turbantes monumentales.
Eran los sijes del rajá que precedían a los asameses, y que avanzaban en dos columnas, listos para lanzarse al ataque.
Sandokan se acercó a las botellas, las rompió una a una dejando correr el líquido sobre los fardos de leña, luego de encendida una rama resinosa, los incendió todos. Llamas lívidas se alzaron enseguida, comunicándose a los kalam, semi quemados por el sol.
Bastaron pocos segundos para que una verdadera cortina de fuego, se extendiese delante del margen de la floresta.
—¡Ahora, amigos! —gritó el formidable hombre, arrojando la rama llameante y aferrando la carabina—. Saluden a los montañeses de la India. Son dignos adversarios de los tigres de Mompracem, y tienen derecho.
Los sijes, que habían avanzado rapidísimo, no estaban mas que a cuatrocientos metros.
Una descarga nutrida, los detuvo de golpe, haciendo caer a varios a tierra.
Los montañeses indios, aún cuando no se esperaban tan mala acogida, ensancharon sus filas para ofrecer menos presa a las balas enemigas, y a su vez comenzaron a disparar, no obstante, al azar, porque las llamas que se alzaban altísimas y los nubarrones de humo mezclados con inmensos chorros de chispas, cubrían enteramente a los dayak y a los malayos.
Estos por otra parte, se habían escondido tan bien en medio de las plantas, como para no poder ser golpeados.
El fuego de los sijes y de los soldados asameses tuvo una duración brevísima, porque el incendio se propagaba con rapidez prodigiosa, soplando una fuerte brisa del septentrión.
Los kalam embestidos por las llamas se retorcían, crepitaban y desaparecían a vista de ojo. Parecía que toda la jungla fuera a ser destruida por el elemento devorador.
Los sijes, ante aquel formidable enemigo que los amenazaba por todas partes, y contra el que nada podían hacer, habían comenzado a batirse rápidamente en retirada.
Nubes de cenizas ardientes y de chispas, llovían sobre ellos, obligándolos a redoblar la carrera.
Sandokan, apoyado en el tronco de un tara, miraba tranquilamente el incendio y a los enemigos escapar a una velocidad vertiginosa.
—No pensé que hubiera nacido en tu fantástico cerebro tan espléndida idea —le dijo Tremal-Naik, que estaba al lado con Surama—. Todavía eres el terrible e invencible Tigre de la Malasia.
—Este incendio no se apagará, si no cuando haya devorado el último bambú de esta jungla; y los sijes, si quieren salvarse, estarán obligados a recobrar el pantano de los cocodrilos.
—¿Y los otros, los has olvidado? Ya pudieron haber realizado el rodeo a nuestras espaldas.
—Hundiremos sus líneas.
—No obstante, algo me atormenta. ¿Dónde se encontrará la aldea? Nos hemos arrojado muy lejos del camino.
—Veo una colina a tres o cuatro millas hacia el septentrión. Desde allí arriba podremos divisarla muy bien y alcanzarla.
La columna de Sandokan ya estaba por alcanzar a las avanzadas mandadas a explorar los márgenes septentrionales del matorral, cuando vio avanzar a Sambigliong, haciendo amplios gestos como para recomendar el más absoluto silencio.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó el Tigre de la Malasia cuando el viejo pirata estuvo cerca.
—Pasa amo, que hemos llegado demasiado tarde a los márgenes de la jungla— respondió Sambigliong.
—¡Quieres decir que tenemos delante a nuestros otros enemigos!
—Sí, y no me parecen pocos.
—¡Saccaroa! —exclamó Sandokan con ira—. ¿Son pájaros estos indios como para recorrer en tan breve tiempo tales distancias? Aquellos guerreros deben ser los que desembarcaron en lo alto del río.
—Cierto —dijo Tremal-Naik.
—¿Dónde están?
—Emboscados a cuatrocientos o quinientos pasos de nosotros —respondió Sambigliong.
—¿Cuándo han llegado?
—Hace pocos minutos. Corrían como gacelas, atraídos sin duda por el incendio.
—¿Lo han divisado?
—Sí y por esto se han detenido.
—Pues bien, los atacaremos y pasaremos a través de sus filas —dijo Sandokan—. Formemos dos pequeñas columnas de ataque, con Surama y los prisioneros en la cola custodiados por seis hombres. ¿Están listos?
—No esperamos mas que tu señal —respondió Kammamuri por todos.
—¡Al ataque, cachorros de la Malasia!
Dayak y malayos se diseminaron como tiradores y avanzaron a través de las hierbas y los arbustos, guiados unos por Tremal-Naik y Kammamuri, y los otros por Sandokan y Sambigliong.
La fusilería comenzó intensísima por una parte y también por la otra. No obstante, los indios, que no contaban entre ellos con ningún sij, tiraban como conscriptos en las primeras pruebas de tiro al blanco, mientras los hombres de Sandokan, que eran todos maravillosos tiradores, rara vez fallaban sus tiros.
Sandokan, que no quería exponer demasiado a sus hombres al fuego, por muy irregulares y pésimos que fueran, empujaba rápidamente al ataque, deseoso por llegar a las armas blancas.
Se había arrojado en bandolera la carabina y había empuñado su terrible cimitarra, aquella arma que maniobrada por su formidable brazo, no podía encontrar ninguna defensa.
Corría delante de sus hombres, brincando como un verdadero tigre a diestra y siniestra, aullando como una bestia feroz:
—¡Abajo, cachorros de Mompracem! ¡Al ataque!
Los dayak y los malayos, que no eran menos ágiles que él, cayeron con las cimitarras en puño encima de la columna asamesa, como una bandada de buitres hambrientos.
Hundirla y fugar a los enemigos con grandes golpes de sable, fue cosa de pocos segundos. Una descarga de carabinas los decidió a desalojar completamente el frente de ataque y refugiarse en la jungla.
—Toda aquella gente no vale un sij —dijo Sandokan—. Si el rajá cuenta con estos guerreros está perdido.
—Antes de que puedan reunirse y reintentar el ataque, alcancemos la colina —dijo Tremal-Naik—. Podrían regresar a la caza y atormentar nuestra marcha hacia la aldea.
—Y luego allí arriba podremos oponer una mayor resistencia —añadió Sambigliong.
—Ustedes hablan como generales prudentes —dijo Sandokan, sonriendo—. Reanudemos nuestra carrera amigos.
La colina no distaba mas que quinientos o seiscientos metros y surgía perfectamente aislada. Era un montículo que empujaba su cumbre a setecientos u ochocientos pies, y con los flancos cubiertos por una exuberante vegetación.
La columna, vuelta a formar, atravesó a paso de carrera la distancia, disparando de vez en cuando algún tiro de fusil.
La ascensión fue realizada en menos de media hora, no obstante, los obstáculos opuestos por toda aquella masa de plantas y sin que los asameses hubiesen reintentado el ataque.
Habiendo llegado a la cima, Sandokan hizo acampar a los compañeros, a fin de otorgarles un par de horas de descanso, bien merecido por otra parte, después de tan larga carrera a través de la jungla, siempre batallando; luego con Tremal-Naik y Kammamuri se treparon sobre una roca que formaba la cumbre de la colina, y que estaba completamente despojada de toda vegetación.
De allí arriba la mirada podía dominar un inmenso espacio, que se extendía todo alrededor de la llanura.
El incendio continuaba todavía en la jungla amenazando con extenderse hasta las orillas del Brahmaputra y hacia el pantano de los cocodrilos.
Era un verdadero mar de fuego, que tenía un frente de cinco o seis millas y que devoraba todo a su paso.
Enormes columnas de humo negrísimo y chorros inmensos de chispas, ondeaban en aquel desmesurado brasero, envolviendo ya la floresta que se extendía detrás de la jungla. Incluso la vieja pagoda de Benar había colapsado, y no había permanecido en pie mas que algún pedazo de muralla.
Sandokan y sus compañeros volviendo las miradas hacia el levante, no tardaron en descubrir una pequeña aldea, formada por una minúscula pagoda y por un centenar de cabañas.
Se encontraba muy lejos del incendio y fuera de cualquier peligro, porque vastos arrozales, con los canales llenos de agua, la circundaban.
—No puede ser mas que aquella —dijo Sandokan indicándola a los compañeros—. No veo otra en ninguna dirección.
—Yo tampoco —respondió Tremal-Naik—. ¿Cuánto crees que dista de nosotros?
—Cinco millas.
—Una simple corrida.
—Sí, si los asameses nos dejaran tranquilos.
—¿Los ves?
—Están siempre escondidos entre los kalam.
—¿Nos espían?
—Estoy seguro. Probaremos engañarlos descendiendo por la otra vertiente de la colina.
Se dejaron deslizar a lo largo de la pared rocosa, que tenía ya una notable pendiente y alcanzaron a sus compañeros, que habían acampado entre las plantas.
—Todo va bien, al menos por ahora —dijo Sandokan a Surama—. Espero poder alcanzar la aldea en un par de horas, teniendo en cuenta las dificultades que encontraremos en la floresta. Si encontramos a los elefantes, haremos correr a los sijes, si quieren darnos caza.
—¿Y Yanez? —preguntó la joven con angustia.
—Como bien puedes comprender, por el momento, nada podemos hacer por él. Su liberación requerirá cierto tiempo. Por otra parte, no te inquietes: no corre ningún peligro, porque el rajá, convencido de que es un inglés, no osará tocarle un cabello. A lo sumo lo hará trasladar a la frontera bengalí.
—¿Y cómo podremos encontrarlo luego?
—¡Oh! Será él quien se moverá a nuestro encuentro, cuando le lleguen las buenas noticias de que los tigres de Mompracem y tus montañeses hayan tomado por asalto la capital de tu futuro reino. ¡Ah! Me olvidaba de pedirte una valiosa noticia. ¿El Brahmaputra atraviesa tus montañas?
—Sí.
—¿Tiene barcas aquella gente?
—Bagalas y también grandes donga.
—No esperaba tanto —dijo Sandokan.
Se tumbó luego bajo un banano salvaje, encendió su pipa y se puso a fumar con estudiada lentitud, teniendo la mirada fija sobre los kalam, en medio de los cuales debían encontrarse aún los asameses, no pudiendo alejarse a causa del incendio, que les bloqueaba la retirada hacia el río. Los otros ya lo habían imitado, quienes fumando y quienes masticando nueces de areca.
Había transcurrido una hora y quizá más, cuando Sandokan vio sombras humanas deslizarse entre los kalam y reunirse cerca de una doble fila de arbustos, que se extendían casi ininterrumpidamente hacia la base de la colina.
—De pie amigos —comandó—. Es momento de desalojar.
—¿Qué sucede ahora? —preguntó Surama.
—Tus futuros súbditos se preparan para desanidarnos —respondió Sandokan— y no tengo ningún deseo de esperarlos aquí arriba. Preparen sus piernas, porque se trata de hacer una verdadera carrera. Manténganse siempre entre las plantas, hasta que hayamos alcanzado la vertiente opuesta.
Arrastrándose entre los sarmientos y los arbustos y manteniéndose al reparo de las grandes hojas de los bananos, la pequeña columna giró alrededor de la roca y llegó, inadvertida, a la pendiente septentrional, que se presentaba llena de soberbias mangiferas, que formaban grupos gigantescos de mangos y de areca de troncos sinuosos, ligados estrechamente entre ellos por un número infinito de plantas parásitas, que habían alcanzado longitudes extraordinarias.
La vanguardia fue obligada a reanudar su fatigoso trabajo, para practicar un pasaje a través de aquella muralla vegetal, que no presentaba ninguna abertura.
Sandokan, siempre prudente, había reforzado su retaguardia, no pudiendo venir el peligro mas que de la vertiente opuesta.
Quizá en aquel momento los asameses ya habían atravesado la distancia que los separaba de la colina y estaban subiendo, seguros de sorprender a los fugitivos aún acampados.
Si subían a prisa, también los malayos y los dayak, descendían no menos rápidamente, desfondando rabiosamente aquel caos de plantas. Los hombres de la vanguardia, se cambiaban de cinco en cinco minutos, a fin de que siempre hubiera trabajadores frescos a la cabeza.
La fortuna protegía ciertamente a la columna, porque esta pudo finalmente alcanzar la floresta, que Sandokan y Tremal-Naik habían divisado de lo alto de la roca, y sin que hubiese sido disparado un tiro de fusil, ni de una parte, ni de la otra.
Contrariamente a cuanto habían creído primeramente, aquella floresta era poco densa, estando compuesta por plantas de teca y de nagesar, o sea, de árboles de hierro, vegetales que conservan una cierta distancia y que no permiten a los arbustos que nacen bajo sus hojas, desarrollarse demasiado. La marcha podía por consiguiente volverse rapidísima como en el último trecho de la jungla.
Era por cierto verdad que también los asameses, si habían descubierto la pista, lo que no era difícil con el sendero abierto por las cimitarras, podían a su vez apresurar la persecución; pero a Sandokan ya poco le importaba, estando seguro de que Bindar ya habría preparado los elefantes.
Ya no distaba de la aldea mas que media milla, cuando Sandokan y Tremal-Naik, oyeron resonar a sus espaldas algunos disparos, seguidos de súbito por una nutrida descarga de carabinas.
—¡Ya están encima! —exclamó el primero deteniéndose.
—La retaguardia ha respondido con un fuego de fila —añadió el segundo.
—Diez hombres conmigo: los otros con Kammamuri continúen el camino. Les encomiendo hacer preparar los elefantes enseguida.
Diez malayos se separaron de la columna y siguieron a paso de carrera a los dos jefes, que ya rehacían el camino recorrido, armando las carabinas.
Después de trescientos pasos se encontraron con la retaguardia, que estaba conducida por Sambigliong.
—¿Han sido atacados? —preguntó Sandokan.
—Sí, por un pequeño grupo de exploradores, que ha huido a rienda suelta a nuestra primera descarga.
—¿Tenemos heridos?
—Ninguno, Tigre de la Malasia.
—¿Cómo es que aquellos hombres nos han alcanzado tan pronto?
—Corrían como gacelas.
—¿Estás bien seguro de que se han dispersado?
—Los hemos perseguido por doscientos o trescientos metros.
—Apresurémonos: la aldea no está mas que a dos pasos y quizá encontremos los elefantes listos.
Reunió a los dos pequeños pelotones y volvió atrás siempre a carrera, temiendo que el grueso de los asaltantes, se encontrase a poca distancia.
Cuando alcanzó a la columna, esta se encontraba ya alrededor de cinco colosales elefantes, montados cada uno por un cornac y provistos por una caja destinada a contener a los hombres.
Bindar estaba con ellos.
—¡Ah, sahib! —exclamó el bravo muchacho—. ¡Cuántas preocupaciones he sentido por ti, viendo el incendio devorar la jungla y oyendo tantas descargas! Temía que hubieses sido abrumado y tus guerreros destruidos.
—Nosotros somos gente diferente de los indios —se limitó a responder Sandokan—. ¿Hay otros elefantes en la aldea?
—Hay solo dos más.
—¿Bastarán estos para transportar a toda mi gente?
—Sí, sahib.
Hizo subir a Surama sobre el primer elefante, luego dio órdenes a sus hombres de ocupar los otros y de estar listos para saludar con una buena descarga a los asaltantes, en el caso de que se mostrasen sobre el margen de la floresta.
Bindar también se trepó, con la agilidad de un simio, sobre el primer elefante, que estaba montado, además de la futura reina, por Sandokan, Tremal-Naik, Kammamuri y por tres malayos, que se habían acomodado detrás de la caja sobre el enorme dorso del bestión.
—Adelante, cornac y apresura la carrera. Veinte rupias de regalo, si los haces galopar como caballos espoleados a sangre —gritó Sandokan.
No se necesitaba más para animar a los conductores, que quizá no ganaban tanto en un año de servicio.
Mandaron un largo silbido estridente empuñando al mismo tiempo los cortos arpones y enseguida los cinco colosales paquidermos se pusieron en marcha con paso rapidísimo, con aquel extraño balanceo que da la impresión, a quien los monta, de encontrarse sobre un barco sacudido ahora por el rolido y ahora por el cabeceo.
Bindar, que como hemos dicho, se encontraba en el elefante montado por Sandokan, había dado órdenes a los cornac de remontar hacia el noreste, siguiendo la larga y estrecha frontera bengalí, que se interpone como un cojinete entre Bután y Assam, envolviendo a este último estado a septentrión y al levante, a modo de separarlo de los montañeses del Himalaya y de los montañeses de la vecina Birmania.
Sadiya, la antigua capital del pequeño principado, regido por el padre de Surama, última ciudadela de la frontera asamesa, debía ser la meta de su carrera.
Apenas sobrepasados los arrozales, que se extendían todo alrededor de la aldea por un espacio considerable, los cinco elefantes se encontraban en medio de las eternas junglas, que seguían, por centenares y centenares de millas, la orilla derecha del Brahmaputra, entrando casi ininterrumpidamente hasta los primeros escalones de la cadena del Dapha Bum y del Harungi.
La floresta que estaban por atravesar, no era tan densa como la de Benar, sin embargo, esta también tenía inmensas extensiones de bambú de dimensiones extraordinarias, óptimas para servir de emboscada a hombres y a bestias, infinitas extensiones de kalam y de arbustos; no obstante, no faltaban las plantas de alto fuste, como el tara, pipal, palas y palmeras espléndidas, que extendían desmesuradamente sus hojas dentadas o con flecos.
Sandokan, que esperaba de un momento para el otro alguna fea sorpresa por parte de los asameses que podían haberse percatado de la nueva dirección tomada por los fugitivos, recomendó a sus hombres no deponer las carabinas y vigilar atentamente los matorrales.
Estaba seguro de que no se saldrían con la suya, aún cuando los elefantes avanzaban con la velocidad de caballos impulsados a buen galope.
Más adelante las cosas deberían ciertamente cambiar, porque los enemigos por muy buenos corredores que fueran, no podrían resistir por largo tiempo a la carrera endiablada de los elefantes, pero por el momento era de esperarse alguna mala jugada.
—¿Temes alguna otra sorpresa, verdad? —le preguntó Tremal-Naik, sin cesar de observar atentamente los densos matorrales de bambú, que los elefantes costeaban, abriéndose paso con grandes golpes de probóscide, cuando se los encontraban delante.
—Dudo siempre, y luego me parece imposible que aquellos hombres hayan interrumpido tan bruscamente la persecución. Deben habernos divisado y me espero, entres estos matorrales, algo de golpe y porrazo.
En aquel momento, para sorpresa de todos, los elefantes, que hasta entonces habían continuado acelerando la carrera, la aminoraron bruscamente.
—Eh, cornac, ¿qué tiene tu elefante piloto? —preguntó Tremal-Naik, que se había percatado enseguida—. ¿Siente la cercanía de algún tigre quizá? Somos hombres de matar incluso a una docena.
—Pésimo terreno, señor —respondió el conductor sacudiendo la cabeza.
—¿Qué quieres decir?
—Que las últimas lluvias han vuelto el terreno excesivamente fangoso y que las patas de nuestros animales se hunden hasta la rodilla. No me esperaba semejante sorpresa.
—¿No podemos desviarnos?
—En otro lugar el terreno no estará mejor. Hay arcilla bajo esta jungla y las aguas logran filtrarse.
Sandokan y Tremal-Naik se alzaron mirando el terreno. Aparentemente parecía estar seco en la superficie, pero mirando las grandes huellas, dejadas por los elefantes, se podía fácilmente comprender que debajo existía una reserva de agua, porque aquellos agujeros enseguida se habían llenado de un líquido fangoso y que aparentaba ser muy tenaz.
—Eh, cornac, intenta apresurar lo más que puedas a tu elefante —dijo Sandokan.
—Haré lo posible, señor.
Los cinco paquidermos no parecían demasiado contentos con haber encontrado aquel terreno, que detenía su impulso. Barritaban sordamente, agitaban la trompa y las grandes orejas y sacudían sus cabezas macizas, manifestando su mal humor.
No obstante, aún cuando se hundiesen de vez en cuando hasta la rodilla y sintiesen a veces alguna dificultad para extraer sus patonas de aquel fango tenaz, como si hubiesen comprendido que de su velocidad dependía la salvación de los hombres que los montaban, hacían esfuerzos prodigiosos, para no aminorar demasiado la carrera.
Desgraciadamente, paso a paso que avanzaban, el terreno se volvía siempre menos resistente. El agua y el fango brotaban por todas partes, manchando las rojas gualdrapas de los paquidermos.
Era sobre todo bajo los bambúes que se encontraba la mayor cantidad de materia líquida: allí los elefantes no podían divisar dónde ponían los pies; avanzaban a paso casi de hombre y no cesaban de barritar, señalando así su presencia, mientras Sandokan habría deseado el más escrupuloso silencio.
Una buena media hora había transcurrido, desde que habían dejado la aldea, cuando Bindar, que se mantenía detrás del cornac del primer elefante, con una mano estrechada al borde de la caja, teniendo en la otra la carabina, dejó escapar una exclamación. Casi en el mismo momento el elefante se detenía, alzando rápidamente la trompa y olfateando el aire a diversas alturas.
—¿Qué tienes, Bindar? —preguntó enseguida Sandokan, alzándose precipitadamente.
—He visto bambúes agitarse —respondió el indio.
—¿Dónde?
—Sobre nuestra izquierda.
—¿Será algún tigre? Me parece que el elefante está inquieto.
—Un bagh no espantaría a estos cinco colosos, que marchan uno junto a otro. Debe haber olfateado algo más.
—¡Quieto, cornac!
—El elefante no avanza más —respondió el conductor.
—¡Preparen las armas! —continuó Sandokan, alzando la voz.
Malayos y dayak se habían alzado como un solo hombre, armando las carabinas.
También los otros elefantes, que se habían apretado contra el primero, manifestaban cierta inquietud.
Transcurrieron algunos minutos sin que nada extraordinario sucediese. Los bambúes no se habían movido más, sin embargo los paquidermos aún no se habían tranquilizado completamente.
Sandokan, que estaba impaciente por ganar camino, estaba por ordenar a los cornac de reanudar la marcha, cuando algunas detonaciones estallaron dentro de un gran matorral de bambú, que se extendía a alrededor de doscientos metros de los paquidermos.
—¡Los asameses! —exclamó Sandokan—. ¡Fuego allá en medio!
Los malayos primero, luego los dayak con un intervalo de pocos segundos, hicieron una descarga poderosa, mientras el elefante piloto mandaba un barrito espantoso, derribándose encima de sus compañeros.
Alguna bala debía haberlo golpeado, porque los otros se mantuvieron impasibles, como bravas bestias, habituadas al fuego.
Los asameses no respondieron más. A juzgar por los movimientos desordenados de los bambúes, se debían haber batido precipitadamente en retirada, por temor quizá de sufrir una carga furiosa por parte de los paquidermos.
—¡Quince hombres vayan a explorar aquel matorral! —gritó Sandokan—. Si el enemigo resiste, repliéguense hacia nosotros haciendo fuego.
Las escalas fueron arrojadas y un pelotón compuesto por dayak y malayos, bajo la guía del viejo Sambigliong, se lanzó a través del pantano, brincando entre los bambúes y las hierbas, cuyas raíces oponían cierta resistencia.
Sandokan y los otros, de lo alto de las cajas, vigilaban mientras tanto el matorral, dispuestos a apoyar a sus compañeros.
El elefante piloto continuaba lanzando barritos formidables y retrocediendo, no obstante, las buenas palabras que le decía su conductor.
—Ha recibido ciertamente una bala en el cuerpo —dijo Tremal-Naik a Sandokan.
—Lamentaría que hubiese sido herido gravemente —respondió el Tigre de la Malasia—. Sin embargo, es cierto que nos quedan otros cuatro.
—Cornac, ve a ver dónde ha sido tocado.
—Sí, señor —respondió el conductor alcanzando rápidamente la escala de cuerda y dejándose deslizar sobre el pantano.
Rodeó al paquidermo observándolo atentamente a lo largo de los flancos y se detuvo junto a la pierna izquierda posterior.
—¿Entonces? —preguntó Tremal-Naik.
—Sangra aquí, señor —respondió el cornac—. Ha recibido una bala junto a la articulación.
—¿Te parece grave la herida?
El conductor sacudió la cabeza varias veces, luego dijo:
—Durará lo que pueda. Estos colosos poseen una fuerza prodigiosa, sin embargo, son de una sensibilidad extrema y difícilmente se curan.
—¿Puedes hacer un vendaje?
—Probaré, señor, solo para detener la sangre. Extraer el proyectil, que se ha metido bajo la piel, sería imposible.
—Hazlo pronto.
En aquel momento Kammamuri y su pelotón regresaban.
—¿Huyeron? —preguntó Sandokan.
—Desaparecieron otra vez —respondió el maratí.
—¡Canallas! No tienen el coraje de enfrentarnos en campo abierto.
—Los volveremos a encontrar más adelante, si los elefantes no encuentran un terreno mejor. Sufriremos emboscadas mientras no puedan galopar furiosamente.
—¿Continúa el fango?
—Siempre.
—Monten y tengan siempre listas las carabinas.
Malayos y dayak se treparon como ardillas por las escalas de cuerda, seguidos poco después por el cornac del elefante piloto, que había logrado detener la hemorragia.
—¡Adelante! —comandó Sandokan—. Veremos qué harán aquellos condenados asameses.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Cuando suben a los elefantes, Salgari dice que se dirigen hacia el “sudeste”, pero en realidad debería ser al “noreste”, ya que las ciudades de Makum y de Sadiya están en esa dirección.

El cojinete entre Bután y Birmania (hoy Myanmar) es el actual estado indio de Arunachal Pradesh que en ese momento era parte de Bengala Oriental.

Cambié Makum por Sadiya, porque posteriormente veremos que Sandokan y sus amigos se dirigen en realidad a esta última ciudad, y no a Makum. Además, Sadiya fue la capital del Reino Chutiya (1187-1673), que ocupó gran parte del Assam.

Yaca: “Giacchieri” en el original, es el Artocarpus heterophyllus, también conocido como Árbol de Jaca, Jack o Panapén, produce la fruta nacional de Bangladés. Su sabor es similar al mango.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 3 mi equivalen a 4,83 km; 4 mi equivalen a 6,44 km; 5 mi equivalen a 8,05 km; 6 mi equivalen a 9,66 km; 0,5 mi equivalen a 0,80 km.

Pies: 1 pie = 0,3048 m. Por lo tanto, 700 pie equivalen a 213,36 m; 800 pie equivalen a 243,84 m.

Sadiya: “Makum” en el original y posteriormente nombrada como “Sadhja”, es una ciudad del distrito Tinsukia, en el estado de Assam, India que está ubicada sobre el río Dibang, tributario del Brahmaputra, cerca de la frontera con el estado de Arunachal Pradesh. Por otro lado, Makum, es una localidad de la India en el distrito de Tinsukia, estado de Assam que se encuentra a 130 metros sobre el nivel del mar y su nombre deriva del chino “makam”, “punto de encuentro”.

Dapha Bum: Cadena montañosa ubicada en la frontera entre Assam, Myanmar y Arunachal Pradesh. Es la segunda montaña más alta de Arunachal Pradesh con 3.932 m.

Harungi: No encontré referencias a estas supuestas montañas.

“...golpe y porrazo...”: “...colpo di testa...” en el original. En realidad la traducción literal sería “golpe de cabeza” o “cabezazo”, pero no refleja el sentido de la expresión. En italiano por “colpo di testa” se entiende un comportamiento o acción inesperada realizada sin haber evaluado racionalmente las consecuencias. En tanto, según la RAE, la definición de “...de golpe y porrazo...” es “precipitadamente, sin reflexión ni meditación”.

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