lunes, 14 de octubre de 2019

I. El abordaje de los malayos


Aquella noche todo el mar que se extiende a lo largo de las costas occidentales del Borneo era de plata.
La luna que subía al cielo con su cortejo de estrellas, a través de una purísima atmósfera, derramaba torrentes de luces celestes de una dulzura infinita.
Los navegantes no podían esperar una noche mejor, porque incluso el mar estaba calmadísimo y solamente una fresca brisa, impregnada de miles de perfumes de aquella isla maravillosa, lo hacía apenas encrespar.
Una gran nave a vapor que venía del septentrión se deslizaba dulcemente entre el banco de Saracen y la isla de Mengalum, humeando alegremente.
Sobre su estela, noctilucas y medusas subían, volviendo más viva la luminosidad de las aguas.
Había una fiesta aquella noche a bordo, porque el salón central estaba todo iluminado.
Un piano tocaba un walzer de Strauss, mientras la voz robusta de un tenor vibraba, lanzándose a través de las ventanillas abiertas y esparciéndose lejos sobre el mar de plata.
De pronto un grito se alza a proa.
—¡Stop la máquina!
El capitán, que había subido al puente para dar libremente una calada de agrio tabaco inglés, apenas oído aquel comando se precipitó abajo de la pasarela y gritó:
—¡Good God! ¿Quién detiene mi nave?
—Soy yo, capitán —dijo el marinero avanzando.
—¿Con qué derecho? ¡Yo comando aquí!
—Porque tenemos delante nuestro a una flotilla de pescadores malayos, llegada no sé cómo, y aquella flotilla es bien grande.
—Si no nos dejan el lugar, pasaremos sobre sus malditos praos y mandaremos al fondo del mar a todos aquellos gusanos que los montan.
—¿Y si fuesen en cambio piratas, señor? No es la primera vez que asaltan también a los piróscafos.
—¡Por todos los truenos! ¡Veamos!
El capitán subió al castillo de proa, donde ya se encontraba el oficial de navegación y miró en la dirección que el marinero le indicaba.
Veinticinco o treinta grandes praos, con sus inmensas velas variopintas sueltas al viento, avanzaban lentamente contra el piróscafo, con la evidente intención de cortarle el paso.
Detrás de aquella flotilla luego, una pequeña nave a vapor que parecía un yacht daba bordadas para no sobrepasar a los veleros, arrojando a la luz lunar una columna de humo negrísimo mezclado con escorias centelleantes.
—¡Por todos los truenos! —gritó el capitán—. ¿Qué quieren aquellos veleros? No me parece en absoluto que pesquen.
Se volvió hacia el oficial de guardia que esperaba sus órdenes y le dijo:
—Señor Walter, haga cargar el cañón de proa con buena metralla y aminore la marcha.
—¿Quién cree que sean, comandante?
—No lo sé; pero sé que navegamos en mares batidos por los piratas borneanos y malayos. No le digas nada a nadie, no quiero arruinar la fiesta organizada en honor de Su Graciosa Majestad Victoria.
El oficial dio rápidamente las órdenes recibidas a los marineros de guardia, que se habían reunido sobre el castillo de proa no poco impresionados por el acercamiento de aquella misteriosa flotilla.
La marcha del piróscafo había de pronto aminorado, pero los pasajeros no se habían percatado de nada, porque el tenor acompañaba al piano en otro walzer de Strauss, Sangre vienesa.
Cuatro hombres, guiados por el armero a bordo, desenmascararon rápidamente el cañón escondido bajo una gran lona y se pusieron a cargarlo.
Los praos mientras tanto continuaban su marcha como un conjunto maravilloso, aprovechando la brisa que soplaba del sur.
El pequeño barco a vapor los escoltaba siempre, girando por los dos flancos de la doble columna.
Ya no había ninguna duda: eran piratas ferocísimos que se movían al abordaje del piróscafo.
Si hubiesen sido pescadores, viendo avanzar a la nave a vapor, no habrían tardado en dividirse para no perder sus redes.
El capitán y el oficial de guardia se habían puesto a vigilar, mientras el contramaestre distribuía a prisa fusiles y municiones y hacía subir a cubierta a la guardia de franco para prestar mano fuerte en el caso de un ataque.
—Señor Walter, ¿qué piensa de todo esto? —preguntó el capitán que aparecía bastante preocupado.
—Temo que aquellos canallas vengan a arruinar la fiesta.
—Tenemos armas.
—Pero aquella flotilla es diez veces más numerosa que nosotros. Usted sabe cómo están armados los praos de corso.
—¡Sí, desgraciadamente lo sé! —respondió el capitán.
La flotilla en aquel momento se encontraba a solo quinientos metros del piróscafo.
Con una rápida maniobra abrió las dos líneas y dio paso al yacht a vapor que avanzaba audazmente.
Transcurrió un minuto, luego una voz poderosa, que cubrió a la del tenor, se alzó sobre el mar gritando amenazadoramente:
—¡Stop la máquina!
El capitán se había embocado un portavoz y había prontamente preguntado:
—¿Quiénes son ustedes y qué quieren de nosotros?
—Divertirnos a bordo de su nave.
—¿Qué ha dicho?
—Que esta noche me siento en condiciones de bailar un walzer.
—¡Haga abrir las filas o hago fuego!
—Acomódese —respondió la misteriosa voz con un poco de ironía.
La sirena del yacht había hecho oír su alarido. Era ciertamente un comando, porque los treinta praos en un instante se dispusieron en dos columnas y se movieron veloz y resueltamente contra la nave que se había detenido.
—¡Belt, tira un cañonazo sobre aquellos gusanos! —gritó el capitán.
El armero hizo temblar la pieza con un estruendo que repercutió incluso en el salón central, donde los pasajeros se divertían.
La respuesta fue fulmínea.
Seis praos habían descargado sus grandes espingardas, haciendo diluviar la metralla sobre las planchas metálicas de la nave, mientras otros seis arrojaban a cubierta una tempestad de clavos, pero a una altura como para no golpear a los hombres.
Casi enseguida un destello brilló sobre la proa del yacht y el trinquete, quebrado sobre la cofa con matemática precisión, cayó en cubierta con gran estruendo.
Los pasajeros aterrorizados habían interrumpido la fiesta e intentaban invadir el puente; pero el oficial de guardia, apoyado por ocho marineros armados con carabinas y sables de abordaje, había cerrado inexorablemente el paso tanto a los hombres como a las señoras, diciendo:
—Nada, nada: son asuntos que conciernen a los hombres de mar.
Por segunda vez la voz poderosa resonó sobre la proa del yacht:
—Ríndase o desencadeno todas mis artillerías. Usted no podría resistir ni siquiera diez minutos.
—¡Canalla! ¿Qué quiere de nosotros? —gritó el capitán, furioso.
—Ya se lo he dicho: divertirme a bordo de su nave y nada más.
—¿Y saquearnos?
—¡Ah, no! Le doy mi palabra de honor.
—La palabra de un bandido.
—Oh, señor mío, no sabe todavía quién soy. Haga bajar rápido la escala y dé órdenes de que se reanude la fiesta. Le otorgo solo un minuto.
La resistencia era imposible.
Aquellos treinta praos debían disponer de al menos sesenta espingardas y llevar tripulaciones numerosísimas y muy aguerridas en los abordajes.
Además estaba la artillería del yacht, artillería grande sin duda, capaz de abrir brechas al ras del agua y hundir al vapor en menos de cinco minutos.
—¡Abajo la escala! —comandó de pronto el capitán, viéndose ya perdido.
El yacht, una espléndida nave a vapor de trescientas toneladas, armada de dos grandes piezas de caza, avanzó entre los praos y fue a amarrarse sobre el estribor del piróscafo, justo bajo la escala.
Un hombre subió enseguida, seguido por treinta malayos armados de carabinas, parang y kris.
El desconocido que quería divertirse vestía un elegantísimo traje de franela blanca y llevaba puesto en la cabeza un amplio sombrero con bellotas de oro, como usan los ricos mexicanos.
En la faja de seda azul llevaba un par de pistolas de doble cañón con la culata de marfil laminado en oro y una corta cimitarra de manufactura india con la vaina de plata finamente cincelada.
Los marineros habían llevado fanales, de modo que el desconocido apareció finalmente en plena luz.
Era un bello hombre de estatura alta, entre los cincuenta y nueve y los sesenta y un años, con una larga barba ya abundantemente canosa.
Fijó sus ojos oscuros, aquellos ojos que son comunes solamente a los españoles y a los portugueses, sobre el capitán diciendo:
—Buenas noches, comandante.
El desconocido hablaba tranquilamente como un hombre seguro de sí mismo.
Por otra parte los treinta malayos se habían alineado detrás de él, plantando sobre el puente, con un ruido pavoroso, las enormes hojas de sus parang.
—¿Quién es? —preguntó el capitán bufando.
—Un nabab indio que quiere divertirse —respondió el desconocido.
—¿Usted, un indio? ¿Qué fruta me viene a vender?
—Me he casado con una rani que gobierna una de las más populosas provincias de la India y por eso puedo hacerme pasar por un indio, aún cuando sea nativo de Portugal.
—¿Y con qué derecho ha detenido mi nave? ¡Por todos los truenos! Haré un informe a las autoridades de Labuan.
—Nadie se lo impedirá.
—Esté seguro que lo haré, señor...
—Yanez.
—¿Yanez, ha dicho? —exclamó el capitán—. He oído otra vez este nombre. Usted debe ser el compañero de aquel formidable pirata, que se hace llamar pomposamente Tigre de la Malasia.
—Se engaña, comandante; en este momento no soy mas que un príncipe consorte que viaja para distraerse.
—¡Con un séquito de treinta praos!
—¡Le he dicho que soy un nabab! Me puedo dar estos pequeños caprichos.
—¡Abordando las naves en plena carrera como un vulgar pirata! ¿Qué pretende usted? ¿La entrega del piróscafo y el saqueo a los pasajeros?
Yanez se puso a reír.
—Los nabab son demasiado ricos como para tener necesidad de estas miserias, señor mío. El Estado le rinde a mi mujer millones y millones de rupias.
—Termínela. Lleva un rato burlándose de mí.
—Dé órdenes a los pasajeros para que reanuden el baile y asegúrese de mis intenciones.
—¡Es extraordinario! —exclamó el capitán, que caía de sorpresa en sorpresa.
—Le advierto que si no obedece enseguida lanzaré trescientos hombres al abordaje de su nave, y son hombres que jamás han tenido miedo ni del Profeta ni del diablo. Le advierto además que dispongo de sesenta bocas de fuego, que los cubrirán a todos de metralla, en el caso de que se le antojara oponer la más mínima resistencia. Guíeme, comandante; pagaré abundantemente sus molestias.
Se sacó de la corbata de seda azul un soberbio broche de oro montado sobre un diamante grande como una avellana y se lo ofreció, añadiendo:
—Cierre los ojos y tome. Es un diamante de Guyarat de un agua bellísima.
Viendo que el capitán, al colmo del estupor, no se movía, lo tomó por la chaqueta y le plantó el broche a la altura del cuello, diciendo:
—¡Complázcame, entonces! ¡El baile será bien pagado!
Ya toda resistencia era inútil.
Los praos habían terminado de confluir alrededor del piróscafo y sus tripulaciones no esperaban mas que un comando del nabab, para montar al abordaje y barrer a todos, hombres y mujeres.
—Venga —dijo con los dientes apretados, blasfemando en su corazón, aún cuando hubiese recibido un regalo principesco—. ¿Usted me dá la palabra de honor de que respetará a mis pasajeros?
—¡Palabra de rajá! —respondió el hombre que se llamaba Yanez, con una ligera punta de ironía—. Ya no soy un bandido, aunque tenga una escolta de praos malayos.
Atravesaron la toldilla y descendieron juntos en el gran salón central espléndidamente iluminado.
Los treinta malayos, silenciosos, amenazadores, los habían seguido, manteniendo al descubierto sus terribles parang, con los que de un solo golpe podían hacer volar una cabeza.
Los bandidos del archipiélago se dispusieron en la extremidad del salón, en dos líneas compactas, mientras Yanez avanzaba con el sombrero en mano hacia los pasajeros, que no osaban respirar más, y decía:
—Señores, reanuden, les ruego, sus bailes, y los hombres hagan de caballeros. Mis hombres no amenazarán a nadie, a pesar de su aspecto poco tranquilizador, porque bajo mi puño de hierro se vuelven corderitos.
Una rubia miss toda vestida de blanco y con ricos encajes estaba sentada al piano, y miraba como verdadera inglesa, más con curiosidad que con aprensión, la escena que estaba por suceder.
El tenor en cambio había prudentemente desaparecido por temor a que su voz estropeara los nervios del terrible hombre, que comandaba como un verdadero amo en una nave que no era suya.
—Miss —dijo a la ejecutante, inclinándose galantemente y quitándose el sombrero—, hace poco, navegando en alta mar, he oído tocar un walzer que desde hace muchos años que no he bailado más. ¿Querría ser tan gentil de repetirlo?
—Tocaba Sangre vienesa, señor...
—Llámeme pues milord, o mejor Alteza, siendo un rajá indio que ya ha dado no poco que hacer a sus compatriotas.
—¿Pues bien, Alteza? —balbuceó la miss.
—Repítame aquel walzer, se lo ruego. Lo he bailado una noche en Batavia y todavía lo recuerdo. Este Strauss, es necesario decirlo, es insuperable en escribir walzer. Pero había alguien hace poco que cantaba en esta sala. ¿Dónde se ha metido aquel señor? No soy una orca como para devorarlo de un solo bocado y apelo a ustedes, señoras y señoritas.
Un jovencito rosado y regordete con los cabellos rubios y los ojos azules fue impulsado adelante por una enérgica señora que era holandesa o inglesa, que le dijo:
—¡Canta entonces Wilhelm! Su Alteza desea oírte.
—Más tarde señora —respondió el portugués—. El alba todavía no ha despuntado.
El capitán, que se mordía rabiosamente los bigotes a pesar del magnífico regalo que había recibido y que no debía valer menos de mil rupias, se puso amenazadoramente adelante de Yanez, preguntándole:
—¿Usted ha dicho que el alba todavía no ha despuntado?
—Llámeme Alteza ante todo. Yo lo he llamado hasta ahora capitán.
—Sea pues, Alteza; pero le pregunto si usted tendría la idea de inmovilizar mi piróscafo hasta mañana a la mañana. Nos esperan en Brunéi.
—¿Quién? —preguntó Yanez irónicamente—. ¿Aquel famoso sultán? Está demasiado ocupado en digerir el champagne que se hace mandar de Francia y que bebe como agua fresca. Ahora déjenos tranquilos y no estropee más la fiesta con sus protestas, que por otra parte no tendrán ningún efecto.
Luego, volviéndose hacia los treinta malayos, inmóviles y silenciosos como estatuas de bronce, siempre apoyados en sus grandes sables, añadió:
—¡Ahí está la fuerza!
Dio una mirada alrededor y la fijó sobre una bellísima señora de formas opulentas, que se pavoneaba en un azul vestido de percal adornado con encajes de Bruselas.
—Señora —le dijo quitándose el sombrero y haciendo una profunda inclinación—. ¿Querría hacerme el honor de concederme un walzer? Ya no soy joven, sin embargo estoy seguro de bailarlo mejor que todos los que se encuentran aquí.
—Con gusto, Alteza —respondió prontamente la señora.
—Miss, ¿quiere comenzar? Aprovechemos la inmovilidad del piróscafo.
—Enseguida, Alteza —respondió la joven pianista.
Hizo correr sus ágiles dedos sobre las teclas, luego atacó vigorosamente el magnífico walzer de Strauss, haciendo resonar toda la amplia sala.
Yanez, siempre cortés, aunque un poco burlón, ofreció la mano a su dama, diciéndole:
—Aprovechemos.
—¿Qué cosa, Alteza? —preguntó la señora con visible emoción.
—Esta es la tregua de Dios, y por eso seré para usted un perfecto gentilhombre. No pido mas que divertirme y hacerme obedecer. Señora, estoy a sus órdenes.
El extraño nabab indio abrazó a la dama y mientras la joven miss tocaba vigorosamente, se lanzó a través del salón, bailando con gracia suficiente, dada su edad.
Todos los otros, impresionados por la presencia de los malayos, habían permanecido inmóviles. Ninguno había osado seguir a aquel terrible hombre, aún cuando, mientras bailaba, había gritado repetidamente:
—¡Diviértanse entonces, señores! ¿Qué esperan?
El piano, un óptimo Roeseler, vibraba soberbiamente en la magnífica sala.
Yanez continuaba bailando, pero sus ojos inquietos se fijaban de vez en cuando en los pasajeros, como si buscase a alguien.
De pronto, entre la ansiedad general, se interrumpió.
Un hombre, que llevaba puesta una casaca roja con alamares de oro, pantalones de tela candidísima dentro de altas botas medievales, con dos largos favoritos rubios que le descendían a lo largo de las mejillas, se había abierto paso a través de los pasajeros.
Yanez se inclinó hacia la dama y le dijo:
—¿Me permite, señora? Reanudaremos el baile un poco más tarde.
Se movió directo hacia el hombre que llevaba puesta la divisa roja, tan querida por los ingleses, con un movimiento fulmíneo sacó y armó las pistolas y se las apuntó contra el pecho.
Un grito de espanto resonó en la gran sala, enseguida sofocado por el ruido sordo y amenazador de los parang malayos que eran plantados en el entablado.
—Señor mío —le dijo—, ¿quiere hacerme el honor de decirme quién es?
—Un hombre protegido en cualquier lugar por el vasto estandarte inglés —respondió el otro, también palideciendo porque estaba completamente inerme.
—Inglaterra pensará más tarde, si lo estima, en tomarse su revancha y vengar una ofensa hecha a uno de sus embajadores. Por el momento el amo aquí soy yo.
—¿Con qué derecho? —preguntó el inglés.
—El del más fuerte.
—¡Esa no es una razón, bandido!
—Le ruego que me llame Alteza, porque la gran Inglaterra ha reconocido perfectamente los derechos que tengo sobre una gran provincia próxima a Bengala.
—¿Y qué pretende de mí?
—Se ha olvidado, milord, de llamarme Alteza.
—A los bandidos del archipiélago malayo no les otorgo tanto honor.
—Y a mí milord, me tiene profundamente sin cuidado. ¿Quién es? Hable o dentro de pocos segundos aquí habrá un hombre muerto.
—¿Tanto le interesa? —preguntó el inglés, pálido de ira, retrocediendo un paso.
—Claro, milord.
—¿Y si me rehusase?
—¡Lo mataría! —respondió fríamente Yanez, apoyándole contra el pecho las dos magníficas pistolas.
—E Inglaterra...
—Sí, se vengará, demasiado tarde para su desgracia. Su bandera todavía no ha llegado a cubrir este piróscafo. ¿No quiere decirme quién es? Se lo diré yo entonces. Usted es el embajador inglés que Inglaterra manda a Varani para vigilar, o mejor dicho, para espiar los actos de aquel sultán imbécil. ¿Me equivoco?
El inglés había permanecido como fulminado. Había comprendido tener delante de sí a un hombre capaz de cumplir al pie de la letra la amenaza y de hacerlo desplomar, con cuatro balas de pistola en el pecho, sangrando sobre la alfombra del gran salón.
El momento era trágico. Nadie respiraba.
La rubia miss había interrumpido su walzer, mientras los treinta malayos habían dado un paso adelante, haciendo centellear amenazadoramente, a la luz de las innumerables velas, sus enormes sables.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Como pueden ver, esta novela tampoco tiene una ubicación temporal exacta. Salgari describe a Yanez en el texto original como de entre 45 y 48 años, sin embargo en “A la conquista de un imperio” ya lo establecía en sus “cincuentas”. Si dicha historia sucedía aproximadamente entre 1877 y 1878, la siguiente, entre el 79 y 80, esta debería estar ambientada, al menos, en el 81. Por lo que Yanez debería tener no menos de sesenta años. Como ven, hasta los héroes de las novelas se sacan años.

Borneo: Es la tercera mayor isla del mundo, ubicada en el sudeste de Asia. Está dividida en el sultanato de Brunéi y los países de Malasia e Indonesia.

Banco de Saracen: Este banco está registrado en la actualidad, se ubica en las coordenadas 6°09’ N 115°20’ E al oeste de la isla Mengalum.

Mengalum: “Mangalum” en el original, llamada también “Pulau Mengalum”, o sea, “Isla Mengalum”, pertenece al estado Sabah de Malasia y está bastante alejada de la costa. Actualmente es un destino popular entre los turistas chinos que visitan Sabah.

Noctilucas: Protozoo flagelado, marino, de cuerpo voluminoso y esférico y con un solo flagelo, cuyo citoplasma contiene numerosas gotitas de grasa que al oxidarse producen fosforescencia. A la presencia de este flagelado se debe frecuentemente la luminosidad que se observa en las aguas del mar durante la noche.

Walzer: “Waltzer” en el original, es vals en alemán.

Strauss: Puede tratarse de Johann Strauss o de Johann Strauss II, padre e hijo, ambos compositores austríacos famosos por sus valses.

Stop: “Alto” en inglés, así en el original. La traducción completa sería: “¡Paren las máquinas!”

Good God: “Buen Dios” en inglés, así en el original.

Praos: “Prahos” en el original, embarcaciones malayas de poco calado, muy largas y estrechas.

Piróscafos: Buques de vapor.

Castillo de proa: “Castello di prora” en el original, es la parte del buque que se eleva sobre la cubierta principal en el extremo de proa.

Oficial de navegación: “Ufficiale di rotta” en el original, es el segundo oficial, el encargado de elaborar la derrota, según criterios del capitán, corregir las cartas y publicaciones náuticas y de la guardia de navegación a su cargo.

Yacht: Salgari utiliza la palabra en inglés para denominar al “yate”, embarcación de gala o de recreo.

Daba bordadas: “Bordeggiava” en el original, navegar de bolina alternativa y consecutivamente de una y otra banda.

Su Graciosa Majestad Victoria: Reinó el Reino Unido desde la muerte de su tío paterno Guillermo IV, el 20 de junio de 1837 hasta fallecer el 22 de enero de 1901. A partir del 1° de enero de 1877 se convirtió en la primera Emperatriz de la India.

Sangre vienesa: Wiener Blut, en alemán, es una opereta compuesta por Johann Strauss II.

Contramaestre: “Quartiermastro” en el original, para la Marina Real es el marinero cuya función es la de timonel, o sea, la persona que gobierna el timón de la nave. En puerto es responsable de la seguridad.

Espingarda: Antiguo cañón de artillería algo mayor que el falconete y menor que la pieza de batir.

Trinquete: “Albero di trinchetto” en el original, es el palo de proa, en las embarcaciones que tienen más de uno.

Cofa: “Coffa” en el original, es una meseta colocada horizontalmente en el cuello de un palo para fijar los obenques de gavia, facilitar la maniobra de las velas altas, y antiguamente, también para hacer fuego desde allí en los combates.

Parang: Es un gran cuchillo utilizado en Malasia y las islas Molucas, similar al machete. Mide entre 25 y 61 cm de longitud y pesa cerca de 1 kg.

Kris: “Kriss” en el original, es una daga, de uso en Filipinas, que tiene la hoja de forma serpenteada.

Cimitarra: “Scimitarra” en el original, es una especie de sable usado por turcos y persas.

Nabab: “Nababbo” en el original, es, en la India musulmana, el gobernador de una provincia.

¿Qué fruta me viene a vender?: “Che carote mi venite a vendere?” en el original. La traducción literal de “carote” es “zanahorias”. Pero lo ajusté para que tenga más sentido en castellano.

Rani: “Rhani” en el original, del hindi “rānī” y esta del sánscrito “rā́jñī” que significa “reina, princesa”. Es la esposa del “rajá” o una soberana en la India.

Labuan: Isla principal del Territorio Federal de Labuan, Malasia, cuya capital es Victoria. Localizada a 9,7 km de la costa noreste de Borneo.

Yanez: Para los que leyeron ya aventuras de Sandokan en castellano quizá les parezca extraño leer así el nombre y no “Yáñez”. Preferí mantener el original de Salgari. Según Antonio Palermo, Salgari utilizó referencias del Diario de a bordo del primer viaje de Cristóbal Colón. Tomó el segundo nombre de Vicente Yáñez Pinzón, capitán de La Niña y el nombre de una de las 8 islas principales que forman el archipiélago de las Canarias, La Gomera, primera parada del viaje. Por lo tanto, el nombre de Yanez es bien español y para nada portugués. Como detalle, algunas ediciones portuguesas de las novelas de Sandokan, nombran a su hermanito como Eanes de Gomes, donde Eanes es Yáñez en portugués y Gomes, un apellido típico lusitano.

Rupia: Moneda utilizada en India, Pakistán, Sri Lanka, Nepal, Mauricio y Seychelles.

Guyarat: Salgari lo denomina provincia de “Guzerate”. En realidad es un estado que en la época de la colonia británica pertenecía a la provincia de Bombay. Está al noroeste de India limitando con Pakistán, actualmente es su estado más industrializado después de Maharashtra. En la ciudad de Surat, se concentra un importante centro de comercio de diamantes.

Agua: Visos o destellos de las piedras preciosas.

Rajá: “Rajah” en el original, es el soberano índico. Viene del francés “rajah” y éste del sánscrito “raja”, rey.

Toldilla: “Tolda” en el original, es la cubierta parcial que tienen algunos buques a la altura de la borda, desde el palo mesana al coronamiento de popa.

Miss: Así en el original. Palabra en inglés que significa señorita.

Milord: Es el tratamiento inglés que se da a los lores, o señores de la nobleza inglesa.

Batavia: Nombre con el que se conoció entre 1619 y 1942 a la ciudad de Yakarta, capital y ciudad más poblada de Indonesia, situada en la isla de Java. Es la undécima ciudad más poblada del planeta y su área metropolitana es conocida como Jabodetabek. Es el centro político, industrial y financiero del país.

Sultán de Brunéi: En el tiempo en que transcurre la historia —1881, aproximadamente—, eran los últimos años del vigésimo cuarto sultán de Brunéi, Abdul Momin. Nació el 21 de mayo de 1788 y reinó entre 1852 y 1885, cuando falleció a los 97 años. Su esposa, Pengiran Anak Zubaidah, era la hermana del anterior sultán. Durante su reinado, cedió varios territorios a James Brooke y a los ingleses, hasta la firma de la declaración de Amanat, por la cual Brunéi no iba a ceder más territorios.

Roeseler: Marca de piano.

Botas medievales: “Stivali alla scudiera”, en el original. No encontré una traducción exacta para este tipo de botas. La definición correspondiente al original en italiano es: botas altas hasta la rodilla, que tienen la solapa de diferente color.

Varani: “Varauni” en el original. Según el libro “Il Politecnico. Repertorio di Studj Applicati alla Prosperità e Coltura Sociale, Volume VI” (Luigi Di Giacomo Pirola, 1843), Brunéi es una alteración de Varani. Por lo que el sultanato de Varani no es otro que el sultanato de Brunéi.

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