jueves, 31 de octubre de 2019

II. El embajador inglés


Nunca el inglés, incluso durante sus cacerías en India o en otras regiones de Asia, había visto la muerte tan cerca.
Yanez, firme a dos pasos de distancia, tenía siempre apuntadas las pistolas y sus manos no temblaban.
Una negativa, una indecisión, y cuatro disparos resonarían ahí donde hasta ahora había vibrado el piano.
—¡Vamos! —dijo Yanez, alzando un poco las pistolas—. ¿Se decide sí o no? ¡Por Júpiter! Yo a esta hora, tomado así entre la espada y la pared o, si le place más, entre la vida y la muerte, no habría dudado. Es verdad que un portugués no es un inglés.
—En fin, ¿qué quiere de mí? —preguntó el hombre de los favoritos rojos.
—Le hago observar que no me ha llamado todavía Alteza, milord.
—No le reconozco ese título.
—La corona que mi mujer, la rani, lleva sobre la frente, en la frontera de Bengala, es lo suficientemente pesada, señor mío, como para hacerse respetar por las personas. Soy un rajá y basta. Dígame en cambio quién es usted. Hace dos minutos que espero su respuesta y que espero para perdonar o matar a un hombre.
El inglés, aún cuando hiciese esfuerzos supremos para mantenerse tranquilo, palidecía a ojos vistas.
—¡La respuesta! —repitió Yanez.
—¿Qué quiere hacer conmigo? No lo sé todavía.
—Solamente impedirle ir a Varani como embajador de Inglaterra, porque el puesto será ocupado por otra persona que ahora no puedo nombrar.
—¿Y querría detenerme?
—Desde luego, milord: lo embarcaré en mi yacht donde será tratado con todo el respeto posible.
—¿Y hasta cuándo?
—Tanto como me plazca.
—Es un secuestro de persona.
—Llámelo como quiera, milord: con eso no me perturbará el sueño. Y entonces, milord, condúzcame a su camarote y entrégueme las credenciales para el sultán de Borneo.
—¡Es demasiado! —aulló el inglés.
—Pero obedeciendo salva su vida. Apresúrese: hemos aburrido bastante a estas señoras y señoritas.
Se había volteado y hecho una seña.
Enseguida cuatro malayos, robustos como pequeños toros, lo alcanzaron en medio de la sala.
—Ustedes, entonces —gritó Yanez volviéndose hacia la escolta siempre inmóvil—, al primer intento de revuelta hagan fuego.
Tomó un candelabro que se encontraba sobre el piano y avanzó hacia el inglés que ya no se sentía capaz de intentar la mínima resistencia.
—¡Vamos! —le dijo.
Atravesaron el salón, abriéndose paso entre los pasajeros aterrorizados e impotentes, y siempre seguidos por los cuatro malayos alcanzaron el castillo de popa, donde se encontraban los camarotes de primera clase.
Yanez se había puesto a leer las etiquetas pegadas en las puertas que llevaban el nombre, apellido y condiciones de los viajeros.
—Sir William Hardel, embajador inglés —leyó—. ¿Es entonces este su camarote?
—¡Sí, señor bandido! —respondió el inglés, furibundo.
—Haría mejor en llamarme Alteza: ya se lo he dicho. Abra, señor mío.
Sir William no osó rehusarse. Sentía encima a los cuatro malayos que parecía tuviesen unas ganas locas de hacerlo pedazos con sus terribles parang.
La puerta fue abierta y los seis hombres entraron en un bellísimo y espacioso camarote amueblado con mucho lujo y sobre todo con buen gusto.
Yanez que observaba todo, brincó hacia el cantarano donde se encontraba una pistola; la tomó y la pasó a sus hombres, diciendo al desgraciado embajador:
—Ciertas veces suceden cosas que no se pueden prever, y estoy casi seguro de que si usted hubiese podido aferrar antes que yo aquella arma, me la habría descargado en el pecho.
—Las ocasiones no faltarán —respondió Sir William.
Mientras los malayos lo rodeaban para impedirle hacer el más mínimo acto de rebelión, abrió su gran y espléndida valija de cuero amarillo con los ángulos de acero.
—¿Están aquí las credenciales? —preguntó Yanez.
—Sí, bandido.
—Déjeme verlas.
—Están en aquel paquete de papel rojo sellado.
—Muy bien.
El portugués rompió los sellos, quitó el envoltorio y sacó diversos documentos que divisó rápidamente.
—Están en perfecta regla, Sir William Hardel.
Los volvió a meter en el equipaje, luego volviéndose hacia dos de sus hombres añadió:
—Lleven todo esto a bordo de mi yacht.
—¡Asesino! —gritó el inglés—. ¡Me priva incluso de mi ropa y mi dinero!
—No, Sir William, solo los mantengo a salvo.
—¿Y ahora qué quiere hacer conmigo?
—Seguirá a estos otros dos hombres que anteriormente han recibido todas las órdenes necesarias. Cuidado con intentar la fuga, porque entonces tendría que vérselas con los parang y sé cómo cortan.
—Mi gobierno no dejará impune semejante infamia.
—Cierto, Sir Hardel —respondió Yanez un poco burlonamente—. No sé por otra parte quién le advertirá.
—Los pasajeros de la nave o el capitán. Apenas hayan llegado a Varani telegrafiarán al gobernador de Labuan.
—Todavía no han llegado a la capital del sultanato. Vamos, señor embajador, que no quiero dejarme sorprender al alba por alguna cañonera, aún cuando tenga una flotilla poderosa.
Los dos malayos a una seña del portugués habían aferrado estrechamente por los brazos al pobre Sir, y los otros llevaban la valija que parecía pesadísima.
Cuando regresaron al gran salón todavía todos vivos, los pasajeros mandaron un gran suspiro de satisfacción y asistieron, al igual que los marineros perfectamente inmóviles, a la salida del embajador.
El capitán del piróscafo se acercó a Yanez, preguntándole con voz rabiosa:
—¿Qué quiere ahora de nosotros?
—Terminar el walzer con aquella graciosa señora —respondió el portugués tranquilamente.
—¿Otra vez? ¿Y cuándo se pondrán fuera del camino?
—Ah, hay tiempo, capitán.
Se acercó al piano, donde estaba siempre sentada la rubia miss y le dijo:
—Señorita, por circunstancias ajenas a mi voluntad he debido interrumpir mi baile. ¿Querría reanudarlo? ¡Ah, los walzer de Strauss son verdaderamente maravillosos!
—¡Este hombre está loco! —pensó ciertamente el capitán.
Yanez se había volteado bruscamente, con el rostro sombrío, hacia el comandante.
—Señor mío —le dijo—, ¿querría decirme cómo se llama?
—¿Tanto le interesa?
—Nunca se sabe.
—John Foster: no tengo miedo de decírselo.
—Gracias.
Sacó del bolsillo una pequeña libreta encuadernada en cuero y oro y escribió aquel nombre, luego se movió, siempre pacato, siempre magnífico en su gran calma, hacia la señora con la que había comenzado el walzer y que parecía que lo esperaba.
—¿Quiere terminarlo... señora...?
—Lucy Van Harter.
—¡Ah! ¿Una holandesa?
—Sí, Alteza.
—Me acordaré de usted.
El walzer había recomenzado y los pasajeros, viendo al terrible hombre lanzarse entre los vórtices de la danza y sonreír a su dama, primero tímidamente, luego más animadamente habían seguido el ejemplo pero cuidando bien de mantenerse lejos de la pareja que bailaba en el centro del salón.
Solamente el tenor no se había hecho oír más. El espanto debía haber paralizado sus cuerdas vocales.
El walzer había terminado y Yanez había conducido hacia un diván a la bella holandesa que no dejaba de mirarlo intensamente, con aquella olímpica calma que es una especialidad de los pueblos bañados por el frío y tempestuoso mar del Norte.
Una profunda ansiedad se había apoderado de todos. Parecía que se preguntasen qué quería hacer ahora el terrible hombre.
Yanez se enjugó el sudor que le mojaba la frente, luego dijo, volviéndose hacia los pasajeros:
—Señoras y señores: les otorgo diez minutos para hacer traer sus equipajes a cubierta.
El capitán, que rechinaba los dientes junto al piano, se impulsó adelante con el puño cerrado preguntando:
—¿Qué quiere hacer ahora, bribón?
—Mi Alteza desea ver una nave saltar por el aire —respondió francamente el portugués.
—¿La mía?
—Es de la Compañía; por consiguiente no es suya en absoluto.
—Me ha sido confiada.
—Defiéndala, si se cree lo bastante fuerte. Soy un hombre que jamás rechaza un combate.
—¡Miserable pirata! Me ha tomado por el cuello y ahora intenta ahogarme.
—A la nave, no a usted.
—Tiene treinta praos, haga saltar uno si quiere divertirse, o también media docena.
—¡Oh! Es enérgico, usted.
—Es hora de terminarla con esta infame canallada.
Yanez sacó una cigarrera agobiada de brillantes, retiró un cigarrillo, lo encendió, y después de haber arrojado al aire algunas bocanadas de humo perfumado, dijo con una voz que no admitía réplica:
—Cuando haya terminado de fumar este cigarrillo, el piróscafo deberá estar despejado de las personas que lo montan. Los maquinistas han sido todos arrestados y ya he hecho colocar junto a los hornos un barril conteniendo cien kilogramos de pólvora. Vamos fuera, capitán: haga llevar a cubierta los equipajes de las señoras y de los señores y dé la orden de que se pongan al mar todas las chalupas.
—Es necesario que lo mate: acuérdese de John Foster.
—Es más, marcaré su nombre. A veces los hombres se encuentran cuando menos lo esperan.
—¡Y yo bien espero encontrarlo un día! —rugió el capitán al colmo de la exasperación.
—Y yo estaré contento de ofrecerle una buena botella de vino portugués a bordo de mi yacht. Cuidado que he fumado ya medio cigarrillo y que mis malayos comienzan a impacientarse.
—¡Por todos los truenos! ¡Obedezco a la fuerza brutal de un bandido!
—¡Príncipe! —dijo Yanez un poco burlonamente.
Las órdenes habían sido dadas y transmitidas a los hombres que se encontraban en cubierta, vigilados por otros treinta malayos, perfectamente armados, desembarcados de uno de los treinta grandes praos.
Los pasajeros, aterrorizados por la idea de que aquel terrible hombre hiciese de un momento a otro saltar el piróscafo, subían confusamente a la toldilla.
Yanez los había precedido con sus malayos.
Los marineros estaban calando las chalupas y retirando por la escotilla mayor las valijas de los pasajeros.
Una gran confusión se había manifestado entre aquellas ciento cincuenta personas. Todos se empujaban adelante para ser los primeros en descender a las chalupas.
Solamente la bella dama holandesa conservaba una calma olímpica.
Yanez, viendo a los hombres más vigorosos atropellar a los más débiles, se lanzó adelante, seguido por una veintena de malayos.
—¡Primero los niños! —gritó—. Luego las señoritas, luego las señoras y últimos los hombres. Si no me obedecen, haré barrer el puente con una descarga.
Sabiendo ya con qué tipo de individuo se las tenían que ver, los pasajeros se detuvieron. Los malayos por otra parte, habían abrazado sus pesadas y cortas carabinas de mar, listos para hacer fuego a la primera señal de su jefe.
—¡Cálmense! —dijo Yanez sacando otro cigarrillo—. Todavía no he dado la orden de encender la mecha que he hecho colocar en el barril. Tienen tiempo de ponerse cómodos.
Luego, viendo pasar a la bella dama holandesa empujada por los otros, la sacó del grupo.
—Señora —le dijo—, ¿a dónde va? ¿A Varani o a Pontianak?
—A Varani, señor.
—Entonces espero volverla a ver pronto.
—¿También usted va a la capital del sultanato?
—Eso espero.
Se quitó de un dedo un soberbio anillo con un magnífico rubí y se lo ofreció:
—Señora Lucy —retomó—, por haberme hecho divertir.
—Y yo lo tomaré muy gustosamente, porque me fue dado por un hombre que no tiene miedo de nadie.
Le dio el brazo y le hizo lugar entre los pasajeros que se agolpaban encima de las amuras, impacientes por descender a las embarcaciones ya todas puestas en el agua.
—Mientras yo esté aquí no hay ningún peligro, señores míos, porque no tengo ningún deseo de saltar al aire con las máquinas de esta nave. ¡Dejen lugar para esta señora!
La levantó entre sus robustos brazos, pasándola por sobre la batayola y la confió a dos marineros que se encontraban sobre la plataforma de la escala.
Hecho esto, el portugués se apoyó en un cabrestante, mientras continuaba fumando y también vigilando el salvamento.
Los malayos estaban siempre alrededor suyo para prestarle ayuda.
Ya a bordo no quedaban mas que unas pocas personas que se apresuraban a llevar sus equipajes, cuando se mostró el capitán de la nave, que hasta entonces no se había dejado ver, ocupado probablemente en poner a salvo los documentos de navegación y la caja.
—Espero, señor —le dijo, enfrentándolo irritadamente—, que nos volvamos a ver.
—¿Y por qué no, capitán? —respondió Yanez.
—No se arrastrará continuamente por el mar su flotilla sin tocar alguna vez tierra: ¡Ay de usted, si lo encuentro en algún puerto! ¿Sabe cómo se trata a los piratas?
—Se los cuelga —respondió el portugués, mientras continuaba fumando.
—Acuérdese del capitán John Foster.
—Ya he marcado su nombre.
El comandante se mordió los puños, luego le volvió bruscamente la espalda blasfemando.
Alcanzó la escala y se detuvo otra vez un instante para aullar contra Yanez impasible:
—¡Ladrón! ¡Tres veces ladrón!
La respuesta fue una irónica carcajada.
Las chalupas bien cargadas de pasajeros se alejaban apresuradamente, intentando alcanzar la isla de Mengalum que no distaba más que una quincena de millas hacia el levante.
—¿Está todo listo? —gritó Yanez embocando el portavoz de la sala de máquinas—. Suban enseguida y enciendan la mecha.
Un momento después cuatro hombres se trepaban prontamente arriba por la escala de hierro y se arrojaban a cubierta.
—¡Pronto, capitán, se quema! —dijo uno de los cuatro.
—¡En retirada! —comandó Yanez.
El yacht se encontraba siempre amarrado contra la escala de babor y tenía los fuegos encendidos.
Los treinta malayos y su jefe subieron a bordo.
La sirena lanzó un silbido agudo y la pequeña nave se alejó pasando entre los praos que habían ampliado sus filas.
El gran piróscafo abandonado a sí mismo, siempre lleno de luz, flotaba lentamente, sacudiendo las cadenas de las anclas.
Yanez había hecho detener su yacht a quinientos metros y se había colocado en proa, para no perder nada del espectáculo.
Junto a él había aparecido un viejo malayo, todo arrugado, con los cabellos completamente blancos.
—¿Es guerra esta? —preguntó Yanez al viejo.
—Comienza bien, señor. Yo, por otra parte, habría conservado aquella bella nave.
—¿Y qué habría podido hacer? En cualquier puerto que la hubiese conducido me habrían arrestado, por eso prefiero destruir todo. Que me acusen también los pasajeros, si quieren: no les temo. Es solamente de aquel John Foster que puede llegar el peligro, pero estaremos en Varani mucho antes que él si...
Un destello enceguecedor desgarró en aquel momento la nave, seguido por un estruendo ensordecedor.
El barril había estallado y la nave se hundía.
Por algunos instantes una lluvia de escombros cayó sobre el mar, mientras hacían un giro muy amplio, luego la masa que bebía agua en cantidad enorme por sus flancos destrozados, se hundió por popa, levantando la proa como una cuchilla monstruosa.
Permaneció un momento en aquella posición, luego se hundió rápidamente, formando un gran remolino.
—Ajustemos ahora nuestros asuntos, querido Sambigliong. En este momento no tengo necesidad de la flotilla que has reclutado, por consiguiente por ahora puedes ponerla a seguro en la Bahía Ambong. Si las cañoneras inglesas u holandesas la encuentran, no la dejarán tranquila y quiero tener a mano a estos leños.
—¿Y cómo hará para transmitirme sus órdenes?
—Mandarás a Varani al prao de Padar, que es el más ligero y el más rápido y que tiene el aspecto de un honesto velero. De Mompracem en este momento no te ocupes. Todavía no ha tocado la hora de tomarla por asalto; y luego actuará ahora más la diplomacia que la fuerza.
—¿Tiene algo más que decirme, señor Yanez?
—Intenta cuidarte de las cañoneras y de no dejar la barca sin mi orden.
—¿Y Sandokan?
—Vela en las fronteras del sultanato junto con sus dayak y está listo para cruzar las Montañas de Cristal. Pondremos al sultán entre dos fuegos y ya que los ingleses han cometido la tontería de cederle Mompracem, tendrá que vérselas con nosotros. Parte, Sambigliong: tengo prisa por volver a ver Varani después de tantos años.
Fue calada al mar una chalupa y el viejo fue transbordado al velero más grande.
Los jefes, advertidos de las órdenes dadas por Yanez, hicieron desplegar cuanta tela tenían, siendo el viento favorable y después de diez minutos se alejaban hacia el septentrión para refugiarse en Ambong.
En el lugar no había quedado mas que el prao de Padar, un magnífico velero largo y sutil como un falucho, que con una buena brisa podía reírse incluso de los buques blindados que Holanda e Inglaterra mandaban allí abajo para impedir, siempre con escaso provecho, la piratería.
—¡Fuerza a la máquina! —gritó Yanez.
El yacht brincó sobre las olas como un pura sangre que por primera vez siente las espuelas del jinete, y se lanzó hacia el sudeste, dejando detrás una soberbia estela fosforescente, en medio de la cual las bellas medusas, semejantes a globos de luz eléctrica, bailaban.
El pequeño prao también se había puesto en marcha, deslizándose silenciosamente sobre las aguas iluminadas.
—¡Muy bien! —dijo Yanez cuando la flotilla no fue más visible—. No creí que nuestros asuntos comenzarían tan bien. Vamos a intercambiar dos palabras con aquel querido Sir William Hardel. Estará ciertamente de pésimo humor: tengo no obstante té para ofrecerle y se calmará.
Tomó un catalejo, que en aquel momento un malayo había llevado a cubierta y lo apuntó hacia todas las direcciones.
Nada: solo el gran mar de plata, sin una mancha oscura que pudiese hacer sospechar la presencia de una cañonera o de un crucero.
—La fortuna sonríe siempre a los antiguos piratas de Mompracem —murmuró—. Pero me he embarcado en una aventura que no sé dónde terminará, porque los ingleses de Labuan no dejarán de apoyar al sultán. Por otra parte, ¿qué puede hacer un príncipe consorte en la corte de los rajás de Assam? ¿Hacer saltar en mi regazo a mi hijo para hacerme reír detrás de aquellos grandes nabab mal educados y envidiosos? Surama por otra parte sabe que soy un hombre de acción, incapaz por consiguiente de adormecerme entre los perfumes y los bailes de las bayaderas. Eh, cocinero, ¿está listo el té?
—Sí, señor Yanez —respondió el cocinero, avanzando con una gran bandeja de plata cincelada y el correspondiente servicio de tazas, tarrinas y azucareros.
—Entonces sígueme: vamos a domesticar a John Bull.
Descendió la pequeña escalera y entró en el castillo, amueblado con muy buen gusto y habiendo atravesado el salón, amplio, espacioso y bien iluminado, abrió la puerta de un camarote señalado con el número 3. Dos malayos velaban con los parang en mano y las carabinas en el hombro, listos para mandar al otro mundo al desgraciado embajador, si hubiese intentado la fuga.
—Buen día, Sir William —dijo familiarmente Yanez entrando.
La respuesta fue un alarido de bestia.
El portugués lo miró con fingido estupor.
—¿Mis hombres han realizado alguna descortesía para encontrarlo tan excitado? Hable y los haré fusilar.
—¡Es a usted al que quisiera hacer fusilar, canalla!
—Quizá las balas que deben alejarme de la tierra todavía no han sido fundidas —respondió Yanez alzando los hombros—. Vamos cálmese, Sir William, y tome el té conmigo, un té exquisito, porque yo uso solo aquel que los chinos llaman gunpowder.
—¡Váyase al diablo! —aulló el inglés.
—Le calmará los nervios: usted, como inglés, lo debe saber mejor que todos los otros.
—Bébaselo usted, su té; y luego no me fío.
—¿Me creería capaz de envenenarlo?
—Después de lo que ha hecho, lo creo capaz de asesinar fríamente a un gentilhombre.
—Usted no me conoce.
—Hace muchos años se ha hablado mucho en estos mares de dos audaces malandrines, que se hacían llamar, uno el Tigre de la Malasia y el otro el señor Yanez de Gomera.
—Jamás he sido ni uno, ni otro.
—Sin embargo por el capitán del piróscafo he oído pronunciar su nombre y Dios me ha dado dos buenas orejas para oír.
—¡Incluso demasiado grandes! —estaba por añadir Yanez insolentemente.
Pero se contuvo a tiempo para no sacar completamente de quicio al descendiente de John Bull.
Tomó una silla y se sentó delante de la mesita, en la cual humeaba el té, esparciendo un delicioso perfume.
—Sir William, hágame compañía —dijo el portugués.
El embajador, que olfateaba ávidamente el aroma de la bebida preferida de los ingleses, frunciendo de vez en cuando la nariz como un gato en cólera, no supo más resistir la tentación.
—¿Beberá usted también? —preguntó.
—Es más, seré el primero, si no le molesta. Así estará completamente a salvo de un envenenamiento que jamás he soñado.
El inglés, que no podía resistir más, tomó a su vez una silla y se puso de frente a Yanez con un codo apoyado sobre la mesita.
Tomó la taza que Yanez le ofrecía y la vació toda de un trago, a riesgo de quemarse la garganta.
La bebida china produjo en aquel momento sobre el embajador el efecto contrario de calmar sus nervios, porque se irguió de golpe clavando un terrible puñetazo sobre la mesita y aullando:
—¡Y ahora explíqueme qué quiere hacer conmigo, malandrín!
—Ya le he dicho diez veces que soy un rajá indio. Como lo llamo a usted Sir, llámeme Alteza.
—Cuando sea colgado.
—Entonces esperará mucho tiempo, Sir William.
—Tengo paciencia para vender.
—Esperaría demasiado, Sir.
—En fin, ¿quiere decirme por qué me ha hecho raptar de aquel piróscafo? ¿Qué intenciones tiene usted conmigo?
Yanez abrió tranquilamente su estuche, siempre lleno de cigarrillos y le ofreció al inglés, diciéndole:
—Después del té un buen cigarrillo hace bien.
—Y habrá dentro probablemente algún narcótico.
—Escoja de su preferencia el mío y el suyo: así estará perfectamente seguro.
—Si fuese católico, le creería el diablo —dijo Sir William después de haber aspirado una bocanada.
—No tengo tanto honor —respondió Yanez riendo.
—Entonces explíqueme.
—En seguida, señor embajador. Como le he dicho soy un rajá indio y jamás he sido capaz de obtener ni siquiera un simple consulado, que velase por el funcionamiento de mi Estado. Habiendo aprendido, por una extraña combinación, que Inglaterra mandaba nada menos que un embajador a aquel imbécil de Sultán, se lo he quitado.
—¿Y qué hará conmigo?
—Lo conduciré a la India, donde le ofreceré un puesto principesco en mi corte, con doce mil rupias al año. ¿Está contento, Sir William?
—Creo muy poco en sus palabras.
—Entonces no hablemos más.
—Yo sé que me encuentro prisionero, mientras debería estar libre.
—Me ha dicho hace poco que tiene paciencia para vender: espere entonces, Sir William.
—¿Qué? ¿Alguna muerte violenta?
Yanez se había levantado.
De las troneras bien atrancadas con hierros entraban las primeras luces del alba.
—Sir William —dijo—, será mejor que tome un poco de reposo. Espero volver a verlo más tarde.
Se tocó con la mano derecha el borde del sombrero, sin que el inglés se dignase a responder y salió del camarote, mientras los dos malayos retomaban sus puestos delante de la puerta.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Entre la espada y la pared: “Fra l'uscio e il muro” en el original. La expresión en italiano hace referencia a la utilizada en la traducción. Sin embargo, la traducción literal sería: “Entre el umbral y el muro”.

Castillo de popa: “Quadro di poppa” en el original, es la parte del buque que se eleva sobre la cubierta principal en el extremo de popa.

Cantarano: Mueble la mitad cómoda y la mitad escritorio.

Compañía: Podría tratarse de la North Borneo Chartered Company —Compañía Privilegiada de Borneo del Norte—. Fundada a fines de 1881, administraba y explotaba las posesiones inglesas en el norte de Borneo. Funcionó hasta 1946.

Escotilla mayor: “Boccaporto di maestra” en el original, abertura en la cubierta para servicio del buque cerca del palo mayor.

Pontianak: Actualmente es la capital de la provincia de Borneo Occidental en Indonesia. Anteriormente fue capital del sultanato del mismo nombre. Estuvo controlada por los holandeses y fue centro de extracción de oro y del comercio con Kalimantan Occidental y la ciudad de Kuching, capital de Sarawak.

Amuras: “Murate” en el original, es la parte de los costados del buque donde éste empieza a estrecharse para formar la proa.

Batayola: “Bastingaggio” en el original, es la barandilla, fija o levadiza, hecha de madera, que, encajada en los candeleros, se colocaba sobre las bordas del buque para sostener los empalletados.

Cabrestante: “Argano” en el original, es un torno de eje vertical que se emplea para mover grandes pesos por medio de una maroma o cable que se va arrollando en él a medida que gira movido por la potencia aplicada en unas barras o palancas que se introducen en las cajas abiertas en el canto exterior del cilindro o en la parte alta de la máquina.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 15 mi equivalen a 24,14 km.

Bahía Ambong: Bahía del noroeste Sabah, Borneo, en el distrito de Tuaran.

Mompracem: “Es relevante subrayar que la isla de Mompracem (...), aparece en numerosas cartas geográficas antiguas y, en particular, en la carta de E von Stulpnagel (Hand Atlas de Adolf Stieler, 1873). Las modernas cartas, sin embargo, nada indican respecto de la ubicación de la isla. Rolando Jotti y Giulio Raiola, viajeros y estudiosos de Salgari, después de una larga búsqueda creyeron identificar en Kuraman a la antigua Mompracem, pero, con respecto a la posición original, es necesario tener en cuenta que las viejas cartas no eran precisas, debido a los métodos de detección aproximados.” (Giuseppe Cantarosa, en el prólogo de la edición de Fabbri Editor de “Le Tigri di Mompracem”). La isla Kuraman es una pequeña isla tropical que pertenece a Malasia en el mar de la China, cerca de la isla de Labuan. Una nueva investigación publicada en el libro “La riconquista di Mompracem. L’isola che c’era” (Fabio Negro, 2011) sugiere que la ubicación de la isla se corresponde con una barrera coralina sobre la costa occidental de Brunéi y que habría desaparecido como consecuencia de la erupción del Volcán Krakatoa en 1883.

Sandokan: Para los que leyeron ya aventuras de Sandokan en castellano quizá les parezca extraño leer así el nombre y no “Sandokán”. Preferí mantener el original de Salgari. Así como la isla Mompracem tiene aparentemente un origen real, hay quienes sostienen que Sandokan también existió y fue un noble que vivió en el S.XIX en Borneo. El nombre puede ser una derivación de Sandakan, la segunda mayor ciudad del estado de Sabah, Malasia, al norte de la isla Borneo.

Dayak: Es un término geográfico que no denomina con exactitud a una etnia o tribu, pero sí distingue a la gente indígena de la demás población malaya que habita en las zonas costeras de la isla de Borneo.

Montañas de Cristal: “Montagne di Cristalli” en el original, era el nombre con el que entonces se conocía al Banjaran Crocker (Cordillera Crocker), la principal cadena montañosa de la isla de Borneo, por la cantidad de cristales que contiene. Poseen una altura promedio de 1.800 msnm y separan las costas este y oeste de Sabah.

Falucho: “Faluca” en el original, es una embarcación costanera con una vela latina.

Buques blindados: “Cannoniere-tartarughe” en el original, tipo de buque de guerra a vapor protegido por una armadura compuesta de placas de hierro o acero. La traducción literal sería “cañoneras tortugas”, pero no encontré referencia a este nombre. El barco tortuga, fue una nave coreana utilizada entre los siglos XV y XIX, con una forma muy similar a los buques blindados o ironclads.

Assam: Estado del noreste de India. Su capital es Dispur y su capital comercial, Gauhati. En la época en que transcurre la novela, Assam era una provincia del comisionado principal, independiente de la presidencia de Bengala.

Bayaderas: “Bajadere” en el original, es una bailarina y cantora india, dedicada a intervenir en las funciones religiosas o solo a divertir a la gente con sus danzas o cantos.

Tarrinas: Recipientes pequeños en forma de cono truncado invertido, para preparar o conservar alimentos.

John Bull: Es la personificación nacional del Reino Unido y, en particular, de Inglaterra, especialmente en el humor gráfico político. Habitualmente, se representa como un hombre de mediana edad, rechoncho y vestido con atuendo propio de la clase media en el período georgiano británico.

Gunpowder: “Polvere di cannone”, en el original, cuya traducción literal sería “pólvora de cañón”, es una variedad de té verde cultivado en la provincia china de Zhejiang y con un parecido visual a la pólvora.

Troneras: “Sabordi” en el original, son las aberturas en el costado de un buque, en el parapeto de una muralla o en el espaldón de una batería, para disparar con seguridad y acierto los cañones.

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