martes, 13 de abril de 2021

I. La fuga de los elefantes y los rajputs


Incluso Assam, como tantas otras partes de la India, es riquísima en pagodas, abandonadas por siglos y siglos en medio de las florestas por sus sacerdotes, por causas desconocidas.
Luego posee especialmente una, ya apretada por todas partes por los árboles, que muy poco tenía que envidiar al gran choultry de Madurai, una de las más magníficas que se encuentran en la India y que se dice costó treinta y dos años de trabajo.
Era precisamente la de Kalikò, que habría podido, por sus enormes dimensiones, por la magnificencia de sus esculturas, por la altura de sus techos, hacer palidecer incluso a las famosas de Benarés.
En un tiempo debió haber servido para numerosas peregrinaciones, luego quizá la guerra, los bandidos, los thugs, que no perdonaban ni siquiera a los sacerdotes, obligó a suspender sus fiestas sagradas y dejarse atrapar por las plantas parásitas, que son las más tremendas enemigas de los monumentos indostanos, y por los rotang y las lianas, con los calamus interminables que se habían enredado en sus majestuosas columnas, estrechándose alrededor de los gigantescos animales, en su mayoría elefantes de piedra, de estatura gigantesca, separados por las más extrañas encarnaciones de Visnú, y luego habían subido, muy alto, no detenidas más por ningún talwar, y habían invadido los altísimos techos piramidales, envolviendo todo, cubriendo todo.
La marcha de la maleza india es algo espantoso, imposible de describir.
Un claro, antes cultivado, es abandonado por la causa que sea, y después de un mes no se encuentran casi más rastros: las malas hierbas invaden todo. ¿Una ciudad es abandonada por sus habitantes después de un asalto? He aquí que las malas hierbas se mueven a su vez al ataque, cubriendo casas, templos, plazas, monumentos, bastiones, fortalezas, y lentamente desmoronan todo.
Se necesitarán años, sin embargo, poco a poco aquellas sólidas construcciones cederán y dejarán caer bloques.
¿Buscar luego la ciudad? ¡Pero qué...! No encontrarán mas que inmensas ruinas.
Ceilán, la gran isla indostana, cuenta con centenares y centenares de ciudades, alguna vez florecientes, todas cubiertas de plantas, y tan densas, que los exploradores renuncian casi siempre a satisfacer su curiosidad, también por temor a los tigres que se encuentran en las cómodas cuevas alrededor de las ruinas.
Yanez, habiendo señalado la pagoda, como habíamos dicho, había avanzado enseguida, en silencio, a la cabeza de cien rajputs y de sus fidelísimos shikaris. Conducía consigo al viejo paria y también al joven envenenador.
Tremal-Naik guiaba la otra escuadra, igualmente grande e igualmente aguerrida, para impedir a los conjurados la fuga por todas partes.
Después de que los rajputs hubieron cortado un verdadero camino entre la muralla de vegetales, el primer grupo llegó, sin obstáculos, ante una de las puertas de la colosal pagoda.
Como en casi todos aquellos templos hindúes, era de bronce antes que de madera, con muchas bellas figuras de animales y hombres, y tan maciza, como para sacar enseguida la idea a Yanez de derribarla.
—¿Qué me dices? —preguntó al paria, mientras los rajputs se ensanchaban apuntando las carabinas contra las numerosísimas ventanas que se abrían sobre las gigantescas columnas de forma cuadrada, y también aquellas todas embellecidas por esculturas—. ¿Serías capaz de tirarla abajo?
—Ni siquiera lo intentaría, Alteza —respondió el prisionero—. No soy hijo de un gigante indio.
—Lo veo por tu estatura. Y sin llaves ciertamente no podremos entrar.
—Hay otras puertas, bastante más pequeñas, porque esta es la principal, y quién sabe alguna haya sido dejada abierta por los conjurados.
—Intentemos reunirnos con Tremal-Naik —dijo Yanez, después de haber reflexionado un momento—. Los rajputs están en sus lugares, por consiguiente el enemigo no podrá escapársenos. Vamos a ver si ha encontrado algún pasaje.
Llamó a sus shikaris, dio al comandante de la pequeña tropa algunas órdenes, luego se alejó, siempre seguido por los dos prisioneros. Las plantas volvían el avance bastante difícil, pero los shikaris trabajaban con empeño con sus cuchillas curvas, cortando un número infinito de lianas y rotang, que se habían atado estrechamente entre ellas, formando pabellones inmensos.
Después de un buen cuarto de hora, Yanez oyó el “quién va ahí” del otro pelotón que se había apostado detrás del templo, ensanchando sus filas de modo de ocupar varios centenares de metros.
—¡No hagan fuego! —dijo el maharajá—. Somos nosotros.
Tremal-Naik, habiendo reconocido enseguida la voz, avanzó rápidamente seguido por un par de hombres.
—¿No asaltas entonces? —preguntó el indio.
—¡Ya...! No lleva mucho derribar este castillo de naipes que se sostiene quién sabe desde hace cuántos siglos. Se necesitarían grandes morteros y en gran número. ¿Has encontrado alguna puerta?
—Sí, cuatro, todas pequeñas y de bronce macizo, absolutamente inexpugnables.
—La que he descubierto tampoco se puede forzar en absoluto.
—¿Qué te parece que hagamos?
—Entrar igualmente —respondió Yanez—. Escalar aquellas ventanas, con todas estas columnas, es un juego de niños. ¿Has visto brillar alguna luz?
—No, ninguna lámpara ha aparecido en las ventanas.
—¿Y no has oído ruidos?
—Tampoco.
—Sin embargo, los conjurados deben estar aquí adentro y se encontrarán probablemente en buen número. ¿Verdad, viejo?
—Lo creo, Alteza —respondió el paria.
—¿Por dónde entraba aquella gente?
—Por la puerta principal, aquella que hemos visitado.
Yanez sacó el reloj mientras Tremal-Naik encendía una vela.
—Ya son las doce y cuarto —dijo—. Sería un buen momento para sorprenderlos en el primer sueño. La pagoda ya está rodeada, nadie podrá escapar sin caer en las manos de nuestros rajputs, por consiguiente podemos actuar sin perder más tiempo. Ven conmigo, ahora que tus hombres están en sus puestos, y vayamos a intentar escalar alguna ventana.
—¿Tenemos cuerdas?
—Las que quieras, y todas armadas con arpones de acero. Diez de mis rajputs llevan una auténtica carga.
Regresaron todos juntos ante la puerta principal de la pagoda, más cerrada que nunca, y buscaron el punto para la escalada.
Fue escogida una ventana, de dimensiones más vastas que las otras y que se abría a una altura de alrededor quince pies, por encima de dos cabezas de elefante de dimensiones enormes, y que estaban sostenidas por una columna de bellísimo mármol verde. Una cuerda, armada de un gancho, fue arrojada diestramente por un shikari entre una de las dos trompas y bien fijada.
—Tú primero, luego el muchacho —dijo Yanez al paria—. No te olvides que nosotros tenemos los ojos sobre ti, y que tenemos las pistolas ya armadas.
—No tengo ningún deseo de caerme, Alteza —respondió el viejo.
—Pero podrías escapar al interior de la pagoda.
—¿Para hacerme matar?
—¿No tienes conocidos entre los conjurados que se reúnen aquí?
—Sí, y es justo por eso, Alteza, que no me siento en absoluto tranquilo. He traicionado la causa de Sindhia y ahora harán lo posible por suprimirme.
—Estaremos nosotros, mi querido, y somos hombres de hacer cosas grandes. Vamos, sube.
Mientras tanto, otras tres cuerdas habían sido fijadas sobre las trompas de los elefantes, para volver la subida más rápida y más cómoda.
Uno después de otro, los dos prisioneros, Yanez, Tremal-Naik y los shikaris, alcanzaron el ventanal que había perdido todos sus vidrios quién sabe hace cuántos años. Las dos cabezas de elefante eran tan enormes como para poder sostener incluso a cincuenta personas.
—He aquí una pequeña plaza fuerte —dijo Yanez—. Detrás de estas probóscides podremos desafiar al fuego...
Se había detenido bruscamente precipitándose hacia el ventanal con una pistola en la mano.
—¿Has visto la diosa que protege la pagoda? —le preguntó Tremal-Naik, que se había apresurado en alcanzarlo.
—Una cabeza y una cabeza humana que ha desaparecido enseguida —respondió Yanez.
—¿Ya hemos sido descubiertos?
—Ustedes, los indios tienen el oído demasiado agudo.
—Sin embargo, los elefantes han permanecido en silencio. ¿Fue una cabeza, amigo Yanez?
—Mis ojos ven bastante bien incluso a través de la semioscuridad, y aquí arriba verdaderamente, ahora que nos encontramos fuera de las plantas, cualquier persona podría ver una cabeza.
—No importa: la pagoda está rodeada y no podrán escaparse, si no intentan un combate desesperado. ¿No te parece?
Yanez no respondió. Había introducido los brazos en el ventanal y parecía que buscaba algo, un poco más abajo, hacia el interior de la pagoda.
—¡Ah, aquí...! —exclamó de pronto—. Hay una escala de hierro que conduce aquí arriba.
—¿La divisas?
—La siento.
—¿Quieres que encienda una vela?
—Por el momento, no. Y luego, no tenemos ninguna prisa, e incluso podemos estrechar el asedio a la pagoda.
—¿Y te preparas para descender? —preguntó Tremal-Naik, viéndolo alargar las piernas hacia la escala que había descubierto.
—¡Por Júpiter...! Debemos entrar de algún modo a este templo si las puertas están todas cerradas y son a prueba de cañones.
—Cuidado que no somos mas que diez, y con dos no podemos contar en absoluto.
—Como ves, los prisioneros no tienen armas, por consiguiente no podrían sernos de ninguna ayuda. Entonces somos ocho y tenemos doscientos afuera. Con semejantes fuerzas desciendo incluso al infierno y voy a tomar por la nariz al compadre diablo.
Estaba por posar los pies sobre los peldaños, cuando un silbido ligerísimo se oyó. Parecía que algo, probablemente una flecha, hubiese atravesado el aire, desde el interior de la pagoda. Yanez había vuelto a subir rápidamente poniéndose a horcajadas del ancho ventanal.
—Estaba haciendo un buen negocio —dijo, armando su gran carabina—. Si aquel dardo me tomaba, también tendría en el cuerpo, a esta hora, un poco de aquella terrible baba de bis-cobra. Afortunadamente ha fallado el blanco.
—¿Fallarán siempre?
—Es por eso, mi querido Tremal-Naik, que me he apresurado en ponerme a seguro. No obstante, querría buscar aquella flecha que debe haber pasado bastante cerca de mí y que debe haberse clavado en algún lugar.
—¿Qué te importa, Yanez?
—Mucho —respondió el portugués—. Quiero ver de qué armas disponen los asediados.
—Preferiría las armas de fuego a los dardos. ¿Recuerdas aquellos de los salvajes de Borneo? Mataban a muchos de los nuestros con un simple pinchazo.
Yanez estaba por inclinarse otra vez sobre el ventanal, cuando el jefe de los shikaris lo detuvo.
—Alteza —dijo—. ¿Quiere buscar la flecha?
—Sí, Mahor, y me gustaría bastante verla.
—Mi vida no vale la de un maharajá, por consiguiente puedo arrojarla. Nadie llorará.
—Cuidado que el veneno de bis-cobra no perdona —dijo Yanez.
—Lo sé, Alteza; pero las flechas se advierten antes por su silbido y de vez en cuando se pueden esquivar. Déjeme ver.
El valeroso jefe de los cazadores de la corte estuvo algunos instantes inclinado sobre el ancho alféizar del ventanal, escuchando atentamente, luego alargó las piernas hacia la escala de hierro, girando alrededor ahora una mano y ahora la otra.
De pronto se estremeció: algo se partió bajo sus dedos.
—¡Ah...! ¡Aquí está...! —exclamó, estrechando enseguida.
Un lejano silbido que se acercaba rápidamente le hizo advertir que otro dardo había sido lanzado, quizá uno de los que por poco no habían extinguido al maharajá. Brincó, ágil como un joven tigre, sobre el alféizar, estrechando en una mano un ligero canuto de bambú que llevaba en la extremidad un copo de algodón.
—Aquí está la flecha que debería haberlo matado, Alteza —dijo a Yanez—. No obstante, la punta se ha partido.
—No me importa —respondió el maharajá—. Solamente quería saber si este dardo había sido lanzado con un arco o con una cerbatana.
—El copo de algodón lo ha traicionado —dijo Tremal-Naik—. Los parias están armados con gravatanas, armas que no hacen ruido y que si tocan, casi siempre matan.
—Es por eso que pienso poco en bajar al templo —respondió Yanez—. ¿Cuántos son aquellos canallas? ¿Veinte, cien o doscientos? ¿Qué dices, viejo?
—Deben ser un buen número —respondió el prisionero—. No le aconsejaría asaltarlos desde lo alto. La pagoda es inmensa, tiene vastos corredores, miles de refugios que pueden desafiar el fuego de hasta doscientas carabinas, por consiguiente perdería mucha gente quizá, sin ningún éxito.
—No hemos venido aquí para ver el templo, supongo. Quiero expugnarlo, mi querido y ver si entre los conjurados, por casualidad, se encuentra Sindhia.
—Derribe la puerta principal y entre con sus rajputs.
—¿Tirarla abajo con patadas? Debe pesar mucho aquel bronce.
—Señor, usted tiene veinte elefantes —dijo el paria—. Aquellas masas enormes empujadas adelante, terminarán por desquiciar la puerta y entonces sus hombres podrán entrar intimando a la rendición. Creo que no habrá una verdadera batalla.
—¡Por Júpiter...! —exclamó Yanez—. Tenía a mano una fuerza enorme y la había abandonado. Haremos colapsar incluso la pagoda si queremos.
En aquel momento otro silbido ligerísimo subió y un canuto pasó sobre las cabezas de los hombres, plantándose en una oreja de uno de los dos elefantes de piedra.
—¡Ah...! ¡Canallas...! —gritó Yanez—. Ahora nos tiran flechas de cerca. ¡A mí, shikaris...! Descarguemos una andanada de balas dentro de aquella cueva de conspiradores. Ya hemos sido descubiertos, por consiguiente es inútil tomar precauciones para no hacernos ver. Se puede intentar. Si no se rinden, pondremos a trabajar a nuestros veinte elefantes.
Se arrimó con precaución al ventanal, manteniéndose bien estrechado contra el alféizar y con voz poderosa gritó:
—Hombres de Sindhia, el nuevo maharajá los ha descubierto. O se rinden, o tomaremos la pagoda por asalto.
Nadie respondió. Parecía que el gigantesco templo no estuviese habitado mas que por aquel arquero que había descargado dos flechas para luego escapar quién sabe dónde.
—¿No tienen oídos? —aulló Yanez, que comenzaba a impacientarse—. Respondan o comando el fuego.
También esta vez hubo silencio absoluto. Ni siquiera el lanzador de dardos había aparecido.
—¿Habrán escapado? —preguntó Yanez, mirando al viejo paria.
—Que yo sepa no hay salidas subterráneas, señor —respondió el indio—. Están ahí dentro, se lo digo yo, y deben encontrarse en buen número.
—Dispara un tiro de carabina, Yanez —dijo Tremal-Naik.
—Ya estaba decidido, pero verás que aquellos conejos no se harán ver. Ciertamente cuentan con la robustez de las puertas de bronce, y nosotros contaremos luego con nuestros elefantes.
Avanzó unos pasos más y descargó, dentro de la pagoda, su gran carabina, provocando un estruendo ensordecedor.
—¿Al resplandor de la pólvora has visto a alguien? —preguntó Tremal-Naik, que también se preparaba para hacer fuego.
—No he visto mas que estatuas de dimensiones gigantescas —respondió el portugués—. Deben ser las usuales encarnaciones de Visnú acompañadas quizá por tres o cuatro cateri.
—¿No has visto ni siquiera al hombre que ha lanzado las dos flechas?
—Quién sabe dónde se habrá escondido aquel bandido. En esta pagoda debe haber inmensos corredores, ¿verdad, viejo paria?
—Sí, Alteza —respondió el prisionero—. Hay galerías internas que pueden servir de asilo incluso a medio millar de hombres.
—Esperemos que los conjurados no sean tantos, aun cuando tenga la máxima confianza en mis valerosos rajputs.
—¿Y qué hacemos, Yanez, aquí arriba? No somos marabúes.
—Esperaba la respuesta de los conjurados, mi querido Tremal-Naik —respondió el maharajá.
—Te la darán cuando hayamos derribado las puertas de bronce —respondió el famoso cazador.
—Y nosotros las tiraremos abajo. No obstante, antes prueba hacer fuego también.
—¿Para decapitar alguna estatua?
—Ninguno de nosotros llorará, te lo aseguro.
—Probemos —dijo Tremal-Naik—. No son municiones lo que nos falta.
Como Yanez, estaba armado de una gran carabina, cuyo cañón era de purísimo acero, aquel acero que viene de Borneo, donde se encuentra en estado natural. Alargó el arma, manteniendo la cabeza bien hacia atrás por temor a recibir alguna flecha envenenada en la garganta, e hizo fuego.
Fue un segundo tiro de cañón que repercutió largamente dentro de las inmensas galerías del templo, pero tampoco esta vez apareció nadie.
—¡Por Júpiter...! —exclamó Yanez, que empezaba a perder su usual flema—. Aquellos pillos deben haber escapado.
—Yo creo en cambio que fingen no encontrarse reunidos ahí dentro —dijo Tremal-Naik.
—Y entonces llamemos para reunir a nuestros veinte elefantes y hagamos derribar por ellos la gran puerta de bronce. No resistirá mucho tiempo al choque de aquellas poderosas masas.
Recargaron sus carabinas, luego de a dos, de a tres, teniendo siempre bien los ojos encima de los dos prisioneros, se dejaron deslizar hasta tierra.
Los elefantes habían sido detenidos a un millar de metros del templo, no creyendo Yanez necesitarlos, por consiguiente el pelotón debía volver a atravesar un tramo de la densísima floresta.
No obstante, a quinientos pasos debían encontrarse los rajputs, por consiguiente no había ningún peligro que correr.
El estupor de Yanez y sus compañeros no tuvo límites, cuando habiendo recorrido casi el doble de distancia, no divisaron un solo guerrero hindú.
—¿Cómo va este asunto? —se preguntó el portugués, atormentando el gatillo de la carabina—. No puedo admitir que hayan tenido miedo y que hayan escapado.
—Sin embargo, no están más —dijo Tremal-Naik, con voz angustiada—. Aquí, casi ante nuestros ojos, ¿se habrá cometido una nueva traición por parte de los conjurados?
Yanez lo miró con espanto.
—¿Qué quieres decir?
—Que también nuestros supuestos fieles rajputs han sido corrompidos y conducidos quién sabe a dónde para reforzar las formaciones de Sindhia.
—¡Pero si hemos estado ausentes apenas una hora...!
—En una hora a veces se hacen cosas extraordinarias.
—¿Se habrán llevado también nuestros elefantes?
—Esto es lo que temo ahora —dijo Tremal-Naik.
—¡No faltaría más...! Allí, allí, no perdamos nuestra sangre fría, y preparémonos para responder si intentan atacarnos. La floresta es densa, por otra parte, y no se presta mucho para un gran ataque. Pongámonos en dos filas, con los prisioneros en medio, y vayamos a ver qué ha podido hacer aquel perro de Sindhia. ¡Otra que loco...! Es muy astuto, que vale como nosotros, ¡ahora me doy cuenta! Vamos, adelante.
Reanudaron la marcha manteniéndose en medio de los arbustos más densos, y desgraciadamente debieron convencerse de que los rajputs se habían alejado.
—Aquí están sus rastros —dijo Tremal-Naik, deteniendo al pelotón—. Cuatro de los nuestros han pasado por aquí y no hace mucho tiempo.
—¿Cuatro? —dijo Yanez—. ¿Y todos los otros? Eran doscientos.
—¿Su comandante te había dado alguna vez motivos para desconfiar de él?
—Nunca, Tremal-Naik.
—Entonces no entiendo nada más. Muertos no están, porque habríamos encontrado al menos algún cadáver, y luego no hemos oído ningún disparo. Cómo nos la jugaron, mi querido Yanez. No me esperaba semejante golpe.
—Es la corona de la rani que comienza a desmoronarse —respondió el portugués, suspirando—. Bah, no creas Sindhia que has vencido tan pronto la partida. Si no podemos contar más con la fidelidad de los rajputs, haremos acudir a los montañeses de Sadiya, y aquellos no nos traicionarán porque odian demasiado a Sindhia.
—Y luego llegarán los nuestros de Malasia.
—¡Siempre y cuando lo hagan rápido...!
Se habían detenido nuevamente para observar los rastros dejados por los fugitivos y para encontrar un nuevo pasaje. Estaban todos inquietos, nerviosos, temiendo sufrir, de un momento a otro, alguna descarga de fusiles.
Habiendo encontrado un estrecho sendero, abierto probablemente por los nilgó, se metieron dentro caminando muy inclinados, e intentando no hacer ruido. De vez en cuando se detenían para escuchar, pero no oían ni voces humanas, ni barritos de elefantes.
Solamente monos unkos gritaban a todo pulmón sobre la cima de las más altas plantas, divirtiéndose en dar saltos inmensos, superiores incluso a los diez metros.
El pelotón, manteniéndose siempre escondido, recorrió otros trescientos o cuatrocientos pasos y desembocó finalmente en un pequeño claro. Era ahí que se habían detenido los elefantes.
—¡Desaparecidos...! —había gritado Yanez, haciendo un gesto de desesperación—. ¡Ah...! ¡Traidores...! Ni siquiera en los cornac podía confiar.
—Se engaña, maharajá —dijo un hombre surgiendo bruscamente de un grupo de bajos arbustos—. Yo soy el cornac de Sahur, y como ve, he permanecido fiel.
Todos se habían precipitado al encuentro del conductor, que parecía presa de una viva agitación.
—¿Dónde está Sahur? —le preguntó Yanez.
—Le han quitado también aquel.
—¿Pero quién...? ¿Quién...?
—Los rajputs.
—¿Es posible?
—Sí, mi señor. Todos aquellos hombres ya debían haber sido reclutados por el ex rajá aún antes de que dejáramos su capital.
—¡Y mi policía no se ha percatado de nada...! ¡Ah...! ¡Canallas...! Estamos en medio de un verdadero ejército de traidores.
—Cuenta lo que ha sucedido —dijo Tremal-Naik volviéndose hacia el cornac, que todavía no se había repuesto de su gran agitación.
—Habían partido hacía quizá veinte minutos cuando hemos visto a los rajputs llegar a gran carrera, seguidos por un elefante en cuya caja se encontraba un faquir, si no me engaño. Nos intimaron a rendirnos, diciéndonos que ya era el rajá Sindhia quien reinaba sobre Assam y no más el maharajá ni la rani. Apenas he tenido tiempo, aprovechando la confusión, de arrojarme en medio de los arbustos abandonando a su destino a mi elefante que ya no podía defender. He visto al faquir entregar a los traidores muchos saquitos llenos ciertamente de oro, luego toda la banda se alejó montando sus elefantes.
—¿Se han dirigido hacia la capital, los rajputs? —preguntó Yanez, con extrema ansiedad.
—No, mi señor, se han internado en el bosque dirigiéndose hacia el sur.
—¿Estás bien seguro de que han partido todos?
—No debe haber quedado ni uno solo aquí. Estaban todos en los howdah de los elefantes.
—¿Quién los guiaba?
—El faquir.
—¿Y Sahur te ha abandonado?
—Espero, mi señor, recuperarlo muy pronto —respondió el cornac—. Apenas oiga mi silbido acudirá a gran galope y me recogerá. No espero mas que los rajputs hagan una parada.
—Pero te quedarás demasiado atrás —dijo Tremal-Naik—. Ya deberías haber partido.
—Corro como un caballo, y luego el monte es denso y los elefantes no podrán avanzar mas que a paso lento. Ya habría dejado este lugar pero me oprimía advertirles lo que había sucedido durante su ausencia.
—Y has hecho bien —dijo Yanez—. Ahora puedes partir y si eres capaz de traernos al menos a Sahur tu fortuna estará lista. Nosotros te esperaremos delante de la pagoda.
—Verá, mi señor, que mi elefante a la primera llamada escapará y vendrá a mí.
Yanez le hizo dar un par de pistolas, no teniendo otras armas mas que el arpón de su oficio, luego le hizo señas de partir. El cornac parecía orientarse rápidamente, luego se alejó a carrera desenfrenada. No había hecho alarde al afirmar que corría como un caballo.
Yanez y Tremal-Naik habían permanecido en silencio, mirándose el uno al otro, mientras los shikaris, después de haber atado los brazos a los dos prisioneros, realizaban una rápida batida para asegurarse de que todos los rajputs efectivamente se habían alejado.
—¿Entiendes algo? —dijo finalmente el portugués, frotándose el copioso sudor que le mojaba la frente.
—Entiendo que nos han sacado doscientos hombres —respondió Tremal-Naik.
—¡Por Júpiter...! También lo sé, pero ahora me gustaría saber por qué aquellos traidores no se han arrojado sobre nosotros para hacernos prisioneros y entregarnos al rajá.
—No lo habrán osado. Todavía tú eres el maharajá de Assam, mientras que el loco que ahora recobró la razón todavía no es nada. Quizá un día pueda reconquistar la corona que le has quitado, pero por ahora no es más que un destronado.
—¿Habrán tenido miedo de nosotros? Doscientos contra ocho, porque los dos prisioneros ciertamente no nos habrían ayudado.
—En el fondo los rajputs son caballeros, ya lo sabes. Habrán aceptado alistarse y en cambio, habrán rechazado llevar la traición hasta apoderarse de nuestras personas.
—Por eso no les conservaré ningún agradecimiento —dijo Yanez, que parecía furioso—. No me esperaba un golpe tan grande. Me han dado una puñalada en medio del corazón privándome de mis veinte elefantes para venderlos a Sindhia. ¡Ladrones...! ¡Ladrones...!
—Cálmate, amigo, la partida entre tú y el rajá, se puede decir que todavía no está empeñada, y a los montañeses de Sadiya no les faltan buenos elefantes y bien montados.
—Y armados también de espingardas —dijo Yanez—. Apenas regresemos a la capital mandaremos enseguida mensajeros al viejo Kampur.
—Si regresamos —dijo Tremal-Naik.
—¿Lo dudas?
—Pienso que lo que no han osado intentar los rajputs por cierto respeto hacia nuestras personas, lo podrán hacer los parias escondidos en la pagoda. No olvidemos a aquellos canallas que pueden encontrarse en buen número y quizá también bien armados.
—¡Por Júpiter...! —exclamó Yanez, dando un sobresalto—. No me acordaba más de ellos. Ahora nos faltaría nomás que debamos sufrir un asalto por parte de aquellos conjurados. Y no somos mas que ocho, valerosos todo lo que quieras, pero siempre ocho, con dos molestias que cuidar. Si al menos no estuvieran estos prisioneros.
—Dejémoslos ir.
—Nunca, mi querido Tremal-Naik. El viejo y también el joven son personas demasiado valiosas.
En aquel momento los seis shikaris regresaron de su breve y rapidísima excursión, caminando en grupo cerrado, sin producir el mínimo ruido. Habituados a sorprender a los grandes animales de las florestas y de las junglas, tenían el paso tan ligero como para no poderlos oír pasar a pocos metros de distancia.
—¿Y entonces? —interrogó ansiosamente Yanez.
—Han huído todos, Alteza —respondió el jefe de los cazadores—. En estas florestas no hay un rajput más.
—¿Han oído barritar a nuestros elefantes?
—Sí, pero a gran distancia.
—¿Muchas millas? —preguntó Tremal-Naik, que en aquel momento pensaba en el cornac de Sahur.
—Oh, no, a muy pocas. Aquellas grandes bestias no pueden proceder al galope entre toda esta vegetación.
Yanez miró a la cara a sus fieles cazadores, quizá los únicos verdaderamente fieles, y les preguntó:
—¿Tendrían miedo de volvernos a conducir a la pagoda?
—Estamos siempre a disposición del maharajá y de su amigo sahib —respondió el jefe de los shikaris—. Nosotros no tenemos miedo ni a los tigres, ni a los rajputs, ni a los parias. Ya sabemos que nuestro destino es morir en alguna selva, despedazados por las bestias feroces o estrangulados por los thugs, y siempre estamos decididos a todo. Que Vuestra Alteza ordene.
—Regresemos a la pagoda.
—¿Quiere entrar?
—Ahora que no tenemos más a los elefantes para derribar la puerta de bronce, nos será imposible.
—Podría equivocarse, Alteza.
—Explícate mejor.
—Durante nuestra exploración hemos recogido una caja de hojalata que debe haber contenido bizcochos o algo similar, y de hojalata bastante gruesa, y hemos preparado una bomba.
—¡Tú...! —exclamó Yanez un poco sorprendido.
—La pólvora no nos faltaba como no nos faltaba alguna mecha.
—Déjame ver.
Un shikari avanzó llevando una caja capaz de contener dos kilogramos de pólvora y que había sido bien estrechada con las correas de las carabinas.
—Son maravillosos —dijo el portugués—. Si esta especie de bomba estalla, también la puerta, por muy firme que sea, colapsará. ¡Uf...! Entre tantas desgracias todavía tenemos un destello de suerte, ¿verdad, Tremal-Naik?
—También comienzo a creerlo —respondió el famoso cazador de la jungla negra—. Ya no serán todos cañonazos los que nos llegarán en pleno pecho. Haber vuelto a encontrar al cornac de Sahur ya es algo.
—Y será más si lo vemos llegar plantado entre las dos orejas de su gran bestia.
—No dudo que pueda sacárselo a los rajputs. Tú sabes cuánto se encariñan los elefantes a sus conductores.
—Vamos —dijo Yanez, después de haber escuchado largo tiempo—. La floresta está en silencio, por consiguiente podemos rehacer el camino recorrido y regresar a la pagoda. Quiero ver aquella maldita puerta derribada para medirme con los parias de Sindhia. Al menos conoceré la resistencia y el coraje de mis futuros enemigos.
—¿Y si aquellos canallas hubiesen salido y nos hubieran preparado una emboscada?
—No, sahib —dijo el jefe de los shikaris—, ninguna emboscada. Oigo a los chacales aullar hacia la pagoda, y esto quiere decir que de aquella parte no se encuentran seres humanos, al menos por ahora. Tienen demasiado miedo de los fusiles y huyen enseguida, apenas ven brillar un arma. Alteza, podemos partir.
Los diez hombres se encolumnaron, escucharon una última vez, luego se volvieron a meter en el sendero abierto por los nilgó, procediendo con las carabinas apuntadas.
Yanez estaba siempre adelante, con el jefe de los shikaris.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Como habrán visto, la novela inicia en el punto exacto donde culminó “El brahmán de Assam”, con Yanez y compañía dirigiéndose hacia la pagoda de Kalikò para buscar a los partidarios de Sindhia. Esta novela, como la anterior, tampoco la leí en su momento, así que la iré descubriendo a medida que la traduzca.

Por lo que pude encontrar, si bien el Templo de Meenakshi Amman tiene más de 2000 años, la estructura actual se construyó entre los años 1623 y 1655, o sea, durante 32 años. En el texto de Salgari indicaba que “...avesse costato ventidue anni di lavoro...”, así que lo ajusté.

Rajputs: “Rajaputi” en el original, también conocidos como “rashputs”, son miembros de uno de los clanes patrilineales territoriales del norte y centro de la India. Se consideran a sí mismos descendientes de una de las castas chatria (guerreros gobernantes). En la actualidad, el estado indio de Rajastán es el hogar de la mayoría de los rajput.

Assam: Estado del noreste de India. Su capital es Dispur y su capital comercial, Gauhati. En la época en que transcurre la novela, Assam era una provincia del comisionado principal, independiente de la presidencia de Bengala.

Choultry: “Sciultre” en el original, es el lugar de descanso para los peregrinos.

Madurai: “Maduré” en el original, es una ciudad india del estado Tamil Nadu. Situada en la desembocadura del río Vaigai, fue la capital de los reyes Pandya y es una de las ciudades habitadas más antiguas del mundo.

“...gran choultry de Madurai...”: “...grande sciultre di Maduré...”, en el original hace referencia al gran Templo de Meenakshi Amman de Madurai, famoso por sus “mandapas”, o sea, salas o pabellones exteriores sostenidos por columnas, típico de la arquitectura india que también reciben el nombre de “choultry”.

[Pagoda] de Kalikò: No encontré una pagoda en Guwahati con ese nombre; el más similar podría ser el templo de Kamakhya. Por su parte, “calicó” es una tela delgada de algodón originaria de la India. Deriva del francés “calicot” que proviene del nombre de la actual ciudad Kozhikode, del estado de Kerala, India.

Benarés: “Benares” en el original, es una ciudad del estado de Uttar Pradesh. Está ubicada a 250 km al oeste de Patna, sobre el río Ganges. Es una de las siete ciudades sagradas del hinduismo, con casi 2.000 templos.

Thugs: Miembros de la fraternidad secreta de los estranguladores, adoradores de la diosa Kali.

Rotang: El “Calamus rotang” es una especie de palma perteneciente a la familia de las arecáceas utilizada para la elaboración de muebles, cestas, bastones, paraguas y objetos de mimbre.

Calamus: Es un género de plantas de la familia de las arecáceas. Existen 325 especies de este género, de las cuales el “rotang” es una de ellas.

Visnú: En el hinduismo es el dios principal, creador, preservador y destructor del universo.

Talwar: “Tarwar” en el original, es un sable de la India, de hoja curva, principalmente de un solo filo y de empuñadura aplanada. Mide entre 70 y 90 cm de longitud.

Ceilán: “Ceylon” en el original, a partir de 1972 pasó a llamarse Sri Lanka. Por su forma y cercanía a la India se la conoce también como la “lágrima de la India”.

Yanez: Para los que leyeron ya aventuras de Sandokan en castellano quizá les parezca extraño leer así el nombre y no “Yáñez”. Preferí mantener el original de Salgari. Según Antonio Palermo, Salgari utilizó referencias del Diario de a bordo del primer viaje de Cristóbal Colón. Tomó el segundo nombre de Vicente Yáñez Pinzón, capitán de La Niña y el nombre de una de las 8 islas principales que forman el archipiélago de las Canarias, La Gomera, primera parada del viaje. Por lo tanto, el nombre de Yanez es bien español y para nada portugués. Como detalle, algunas ediciones portuguesas de las novelas de Sandokan, nombran a su hermanito como Eanes de Gomes, donde Eanes es Yáñez en portugués y Gomes, un apellido típico lusitano.

Shikaris: “Sikkari” en el original, palabra que proviene del hindi šikārī, o sea, cazador. Es el nombre con el que se conocía a los cazadores nativos profesionales en India.

Paria: Habitante de la India, de ínfima condición social, fuera del sistema de las castas.

Maharajá: “Maharajah” en el original, son los príncipes de la India.

Pies: 1 pie = 0,3048 m. Por lo tanto, 15 pie equivalen a 4,57 m.

Plaza fuerte: O plaza de armas, es el sitio o lugar en que se acampa y forma el ejército cuando está en campaña, o en el que se forman y hacen el ejercicio las tropas que están de guardia en una plaza.

Bis-cobra: “Bis cobra” en el original, es el nombre con el que en India se conoce al “varano de bengala” (Varanus benghalensis). Reptil de 175 cm que no es venenoso.

Gravatanas: “Gravatane” en el original, es otra forma de llamar a las cerbatanas. Sin embargo, no encontré el origen de la palabra, ni mayores referencias.

Cateri: En el libro “Il costume antico e moderno...” (G. Ferrario, 1829), describiendo demonios y espíritus hindúes, se enumeraban además gigantes o genios malvados, “divididos en cinco tribus”, y “muni” o “cateri”, “cuyas cualidades no son diferentes de las que una vez le dimos a nuestros duendes”. Aparentemente Salgari leyó o recordó mal.

Marabúes: Nombre vulgar con el que se conoce a los leptoptilos, género de aves ciconiformes. Son carroñeras que se distribuyen por zonas tropicales de Asia y África.

Rani: “Rhani” en el original, del hindi “rānī” y esta del sánscrito “rā́jñī” que significa “reina, princesa”. Es la esposa del “rajá” o una soberana en la India.

Sadiya: “Sadhja” en el original, es una ciudad del distrito Tinsukia, en el estado de Assam, India que está ubicada sobre el río Dibang, tributario del Brahmaputra, cerca de la frontera con el estado de Arunachal Pradesh.

Nilgó: También llamado toro azul, es el Boselaphus tragocamelus. Es un antílope de gran tamaño y cuerna pequeña común en los bosques de la India. El nombre “nilgó” quiere decir en hindi, “toro azul”.

Unkos: “Ungko” en el original, es una de las tres subespecies del “Hylobates agilis”, llamado también “gibón ágil de tierras bajas”. Primate del sudeste de Asia, Sumatra y Borneo que alcanza un peso promedio de 5,5 kg, una longitud de 40 a 60 cm y no posee cola.

Cornac: Hombre que en la India y otras regiones de Asia doma, guía y cuida un elefante.

Rajá: “Rajah” en el original, es el soberano índico. Viene del francés “rajah” y éste del sánscrito “raja”, rey.

Howdah: “Haudah” en el original, es un compartimiento posicionado sobre el lomo de un elefante, u ocasionalmente sobre algún otro animal. Usado a menudo en la Antigüedad como símbolo de prestigio, como protección para la práctica de la caza mayor, o como puesto de comando.

Sahib: Es el honorífico árabe que equivale a “señor” o “don”. Se utiliza como término de respeto en el subcontinente indio.

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