jueves, 29 de abril de 2021

II. La carga de Sahur


Aún cuando en el monte reinase una oscuridad profundísima, el pelotón se batía en retirada con mucha rapidez, ansioso por ponerse momentáneamente a salvo en la pagoda y esperar ahí al cornac.
No obstante, todos procuraban no desplazar las plantas, porque temían que los cercaran en aquellos alrededores, si no los rajputs, los conjurados que eran de temer mucho más.
No creían en absoluto que los parias hubiesen escapado todos, aún cuando nadie hubiese podido impedírselos después de aquella inesperada traición, porque podían haber salido por las otras puertas, dejando, en cambio, herméticamente cerrada la mayor.
Ningún ruido rompía el silencio de la noche. Solamente a lo lejos tres o cuatro chachales, probablemente no habiendo encontrado cena, desahogaban su malhumor con alaridos que atormentaban los oídos.
No obstante, los shikaris, expertos en las florestas, no avanzaban mas que con mucha precaución, pudiendo encontrarse imprevistamente ante algún tigre hambriento, uno de aquellos llamados comedores de hombres, que no vacilan en arrojarse incluso contra varias personas para llevarse alguna.
Ya la pagoda no debía estar más lejos que doscientos metros, cuando Yanez y el jefe de los shikaris se detuvieron imprevistamente embrazando las carabinas.
Una sombra se había arrojado a través del sendero, en plena carrera, diez pasos más adelante, escondiéndose de pronto en medio de un grupo de mehendi.
—¿Un tigre? —había preguntado el maharajá sin alterarse demasiado, ya habiendo matado muchísimos y sin reportar ningún rasguño.
—No, Alteza —respondió el jefe de los shikaris, que olfateaba el aire—. Creo que se trata de una pantera. Estos no son los lugares de los tigres.
—No nos dará menos molestias si está hambrienta.
—Son valientes y nunca vacilan en atacar.
—¿Tendrá la intención de cerrarnos el paso e impedirnos alcanzar la pagoda?
—Está escondida en medio de estos mehendi, señor. No pierda de vista aquellas plantas.
Sus compañeros se habían detenido estrechándose alrededor de los dos prisioneros y armando las carabinas.
Tremal-Naik, después de haber esperado un poco, pasó a la cabeza del pelotón uniéndose a Yanez y al jefe de los cazadores.
—¿Entonces, no se va? —preguntó—. Querría ver cuál es la fiera que tendrá tantas agallas como para arrojarse sobre nosotros. Abrámonos paso a la fuerza, amigos.
—Prefiero esperar —respondió el portugués—. Si hacemos fuego, los parias sabrán conducirse alrededor del lugar ocupado por nosotros y no tardarán en caernos encima.
—Puedes tener razón, pero te digo que pase lo que pase, es mejor apresurarnos. Estoy muy seguro de que somos seguidos por los rebeldes.
—¿Has notado algo?
—He oído hace poco un silbido que debía ser una señal.
—Entonces prefiero enfrentar a la bestia —dijo Yanez—. Sabemos que está sola, mientras que no podemos saber cuántos son los parias que se han puesto sobre nuestros rastros. Despachemos este asunto entre los dos. El jefe, mientras tanto, intentará inducir a la pantera, porque parece que no se trata de un tigre, a dejar su refugio y mostrar su hocico. ¡Mantener quietos a ocho cazadores de nuestro valor es demasiado...!
—¿Dónde se encuentra...? —preguntó el indio.
—Entre aquel grupo de mehendi.
—Está muy cerca la bribona. Debe estar bastante hambrienta para intentar semejante ataque e incluso...
Se había interrumpido bruscamente alzando la cabeza.
—¿Has oído, Yanez? —preguntó.
—Sí, un silbido.
—Los parias están a nuestras espaldas. Salvémonos sobre el ventanal de la pagoda, ya que no hemos soltado las cuerdas, ni los ganchos.
—¿Estás listo? —preguntó Yanez al jefe de los shikaris, que había recogido una gran rama seca no siendo posible encontrar piedras en aquel monte.
—Cuando quiera, mi señor —respondió el cazador.
—Arroja.
La rama, lanzada con dos brazos vigorosos, describió una gran parábola y fue a caer justo en medio de los mehendi haciendo estragos de las flores.
Enseguida se oyó un aullido rauco, casi ahogado, luego una fiera dio un gran salto y cayó a tres pasos de Yanez y de Tremal-Naik. Estaba por volver a tomar impulso, cuando las dos carabinas atronaron con gran estruendo.
—Fulminada —dijo el jefe de los shikaris—. Como ha visto, mi señor, no me había equivocado. Se trata de una pantera en busca de cena.
—Ahora que el camino está abierto corramos a la pagoda —dijo Yanez—. Esperemos no tener otros malos encuentros.
Saltaron sobre el cuerpo de la fiera, una magnífica bestia, grande casi como un tigre, con el manto bellamente moteado, y se arrojaron por el sendero, corriendo vertiginosamente.
Ya no tomaban ninguna precaución más. Con aquellos dos tiros de carabina se habían traicionado, por consiguiente no valía la pena retrasar la marcha, tanto más que ya sabían que tenían a los parias a las espaldas.
Con un último impulso llegaron delante de la puerta mayor de la pagoda, se agarraron a las cuerdas que no habían retirado, y se pusieron a salvo sobre las cabezas de los dos elefantes, delante del gran ventanal.
—No creí tener tanta suerte —dijo Yanez, recargando enseguida su arma—. Se diría que todos los dioses de la India se han puesto de acuerdo para protegernos.
—Todavía no estamos en nuestra casa —dijo Tremal-Naik—. ¿Sabes lo que puede suceder ahora?
—Preveo un ataque por parte de los parias, pero de aquellos bribones jamás he tenido miedo. Si Sindhia hubiese ido a reclutar a sus guerreros entre los nizams, los rayastaníes o los maratíes, la cosa sería bien distinta. Incluso la India, a pesar de su clima deprimente, tiene valerosas razas nacidas para la guerra. Ha preferido a los parias, los sin patria y sin casta. Pues bien, vengan a asaltarnos.
—¿Y si se presentan cien, armados con las carabinas de los rajputs? —preguntó Tremal-Naik.
—Descenderemos a la pagoda y nos quedaremos allí hasta que regrese el cornac de Sahur.
—¿Para que nos asedien?
—Nosotros somos hombres de salidas terribles. Hay puertas aquí, espero que al menos alguna del interior se abra, y entonces nos lanzaremos sobre los parias con el ímpetu de los tigres de Mompracem. Ya conoces nuestras cargas.
—Sí, las cargas de los locos —respondió el famoso cazador, sonriendo.
—Que, no obstante, siempre han asustado al enemigo.
—No digo que no. Se trata de saber si aquellas puertas se abren. Quiero ir a ver.
—¿Solo? ¿Estás loco?
—Llevaré conmigo al jefe de los shikaris. Haz arrojar una cuerda dentro de la pagoda y no dejes este lugar. Debemos esperar al cornac.
—Lo sé y sé también que sin un buen elefante no conseguiremos alcanzar la capital. Aquellas grandes bestias sienten las emboscadas y cuando son incitados, trabajan con la probóscide.
—Déjame ir: los parias no me comerán.
—Cuídate, Tremal-Naik.
—Un hombre que ha luchado por tantos años contra los thugs de la jungla negra, no puede tener miedo de los parias. Si muero, tú me vengarás.
—Eso te lo prometo.
El famoso cazador arrancó una cuerda y la dejó caer dentro del templo oscuro y probablemente lleno de trampas.
—¿No tienes miedo de seguirme? —le había preguntado al jefe de los shikaris.
—No, sahib, y esperaba que me pidieras que te acompañe. No soy un rajput, porque soy de Nizam, un país que no produce traidores.
Tremal-Naik se aseguró antes de tener una vela, y estaba por encenderla, cuando se volvió hacia Yanez.
—Una idea —dijo.
—Habla.
—Ya que los shikaris han confeccionado una especie de bomba, ¿no se podría hacerla explotar contra la puerta mayor de la pagoda?
—Ahora no me interesa en absoluto que haya una abertura, ya sea para nosotros o para los otros —respondió el portugués—. Por ahora, es mejor que las puertas permanezcan cerradas.
—En efecto, tienes razón —respondió Tremal-Naik—. Con las puertas cerradas también podremos sostener un asedio. Deja que vaya a ver.
—Buena suerte —dijo Yanez—. Tenemos otras cuatro cuerdas y haremos rápido para alcanzarte.
El audaz cazador, seguido de súbito por el jefe de los shikaris, se detuvo un momento sobre el ancho alféizar del ventanal y luego lanzó el arpón. El hierro, golpeando sobre las piedras, dio un larguísimo sonido metálico que produjo cierto efecto en la vastedad inmensa de la pagoda.
No habiendo sida arrojada ninguna flecha, los dos valerosos se agarraron a la cuerda, y uno, a pocos pasos por encima del otro, comenzaron el descenso.
Ambos tenían músculos sólidos y muchas agallas, y no eran hombres de impresionarse aunque se hubiesen encontrado imprevistamente ante varios asaltantes.
—Cien pies —contó Tremal-Naik—. Es muy alta esta pagoda. Debe haber pocas en toda la India que tengan semejantes dimensiones.
—Sin embargo, no estamos en Benarés, ciudad famosa por la grandiosidad de sus templos —respondió el jefe de los shikaris, poniendo primero un pie en tierra.
—¿Tú también tienes una vela?
—Sí, sahib.
—Enciéndela y vayamos a visitar estas puertas.
Estaban por frotar los fósforos, cuando oyeron resonar imprevistamente un sonido no fácil de definir.
—Aquí hay alguien que nos espía —dijo Tremal-Naik—. ¿Habrá abierto alguna puerta?
—A mí me parece un golpe dado a alguna estatua con un pedazo de hierro —respondió el jefe de los shikaris, encendiendo rápidamente la vela.
Miraron alrededor pero no vieron mas que estatuas de dimensiones gigantescas que representaban a todas las encarnaciones de Visnú.
—Sin embargo hemos oído bien y no estamos sordos —dijo Tremal-Naik, que también había encendido su vela—. Aquí debía haber alguien hace poco. ¿Dónde se habrá metido?
—¿Y estará solo, sahib?
—Esto se sabrá más tarde.
—¿Espera, sahib, que los conjurados se muestren?
—Vendrán al menos a preguntarnos qué deseamos.
—¿Y qué responderemos?
—Los intimaremos sin más a la rendición de la pagoda, si no quieren probar nuestras grandes carabinas. Veo abrirse allá al fondo vastos corredores. Vayamos a visitarlos.
—Sea prudente, sahib.
Atravesaron lentamente la gran pagoda, mirando alrededor para evitar alguna fea sorpresa, y llegaron ante una galería que quizá daba a los alojamientos de los sacerdotes.
Estaban por subir la escalinata, cuando oyeron un ligero silbido seguido de pronto por un golpe seco.
Parecía que alguna flecha se hubiera partido cerca de ellos.
—¡Alto...! —había comandado prontamente Tremal-Naik—. No me gusta sentir el veneno de los bis-cobra.
—Han lanzado una flecha encima nuestro y por un milagro hemos escapado a una muerte horrible. Sahib, no vaya más adelante.
—No pienso hacerlo —respondió el famoso cazador—. Contra las armas de fuego no me importa y voy, pero con los venenos no tengo ningún deseo de probarlos tan pronto. ¿Cómo es que estos parias se han armado de cerbatanas, armas no muy usadas aquí? Sin embargo tienen, a estas horas, las carabinas de los rajputs.
Oyendo a lo alto un silbido que anunciaba un segundo mensajero de la muerte, Tremal-Naik descendió precipitadamente los escalones, seguido por el jefe de los shikaris, y fue a refugiarse detrás de una estatua que representaba una divinidad hindú. Habiendo llegado allí y asegurándose de no tener enemigos a las espaldas, apuntó la carabina hacia la galería, dejando partir un tiro.
Enseguida gritos altísimos se alzaron, que, no obstante, se apagaron bruscamente.
—¿Habré lisiado a alguno de aquellos bandidos? —se preguntó Tremal-Naik—. La carabina estaba cargada con metralla y de la grande.
En aquel momento se oyó a Yanez preguntar desde lo alto del ventanal:
—¿Has hundido una puerta?
—No, amigo.
—Estando aquí arriba parecía que hubieses derribado algo grande.
—No he disparado mas que un tiro.
—¿Hay alguien?
—Sí, y también deben ser muchos, y lo que es peor, armados de cerbatanas.
—¿Has encontrado alguna puerta?
—No, Yanez. No oso avanzar y familiarizarme con las flechas teñidas en la baba del bis-cobra.
—Te creo y deberías...
—¿Hacer qué...?
La respuesta fue sofocada por una descarga de carabinas. Los shikaris, bien escondidos detrás de las trompas de piedra de los elefantes, habían abierto fuego.
—¡Otra que buscar puertas...! —exclamó Tremal-Naik, lanzándose hacia la cuerda—. Nos asaltan por todas partes. ¡Arriba...! ¡Arriba, shikari...!
No obstante, el bravo cazador no lo siguió enseguida. Habiendo visto sombras precipitarse abajo de la escalera de la galería, había hecho fuego.
Nuevos y más agudos alaridos se habían alzado, alaridos feroces, alaridos de guerra, de gente decidida a irse a las manos.
Tremal-Naik ya estaba sobre el alféizar del ventanal y recargaba rápidamente su arma al lado de Yanez.
—Hagamos un doble disparo o perderemos al jefe de los shikaris —dijo el portugués.
—¿Dónde debo hacer fuego? Te confieso que no veo absolutamente nada.
—Dispara al fondo de la pagoda. ¿Estás listo?
—Sí, Yanez.
—Si no se detienen haremos trabajar a los shikaris.
Apuntaron las carabinas e hicieron fuego desencadenando alaridos salvajes. Los parias debían haber recibido un poco de metralla, y quizá se habían detenido, no sabiendo con cuántos adversarios tenían que vérselas.
El jefe de los shikaris enseguida había aprovechado aquella breve pausa, para ponerse también a salvo sobre el alféizar.
—¿No has recibido ninguna flecha? —le preguntó Tremal-Naik.
—No, sahib, no obstante he oído muchas silbar a mi alrededor. Ay si no hubiese apagado enseguida la vela. Me habrían llenado de veneno.
—¿Y ahora qué pasará? —preguntó Tremal-Naik, mirando a Yanez, que se había apresurado, después de la aparición del shikari, a retirar la cuerda—. Queríamos sorprender a los conjurados y me parece en cambio que los sorprendidos hemos sido nosotros.
—¿Quién podía prever la traición de los rajputs? —dijo Yanez, con un suspiro—. Sin embargo, en aquellas tropas tenía confianza. ¡Doscientos hombres pasados al enemigo en una sola noche...! Son demasiados para un príncipe que apenas tiene un millar e incluso diseminados en distintas ciudades. No creía que aquel Sindhia fuera tan fuerte y tan astuto.
—Hay alguien que lo guía.
—El faquir que ha pagado a mis guerreros.
—Sí, Yanez. Sindhia por su cuenta no sabría hacer nada. La otra vez tenía a un griego, ahora tiene un faquir como comandante de sus fuerzas.
—El griego era más peligroso.
—Todavía no sabemos quién es este faquir.
—Espero poder, un día u otro, sorprenderlo y colgarlo de la boca de un cañón.
—Y mientras tanto, somos asediados.
—Y verdaderamente asediados, porque también delante de nosotros, escondidos en el monte, hay otros hombres que nos impedirán regresar a la capital.
—¿Vendrá el cornac?
—Espero. Si Sahur llega, cargaremos al galope contra aquellos canallas y los derrotaremos completamente.
—¿Y si el cornac hubiese fallado el golpe?
Yanez se puso una mano en el bolsillo, tomó un cigarrillo, lo encendió, luego con su calma habitual, dijo:
—Entonces seremos nosotros quienes cargaremos con grandes tiros de carabina. ¡Oh...! No será esta noche la que pierda mi imperio.
—Estos tigres de Mompracem, aunque sean de piel blanca, son siempre maravillosos —dijo Tremal-Naik—. No dudan nunca de la victoria final.
—Alteza —dijo en aquel momento el jefe de los shikaris, que espiaba desde el alféizar del ventanal—. Tenemos una especie de bomba. Si no podemos hacer saltar más la gran puerta, lancémosla dentro de la pagoda.
—No, mi querido, la arrojaremos contra los parias que intentan impedirnos la retirada, y desde lo alto del elefante. Aquellos que están encerrados en el templo no me preocupan, porque será muy difícil que puedan salir de aquí. ¿Qué hacen?
—No oigo nada más, como no veo nada más —respondió el cazador—. Parece que los tiros de carabina los han vuelto extremadamente prudentes.
—Nada mejor que nos dejen tranquilos, salvo que nos preparen alguna sorpresa.
—Debería incendiar la pagoda —dijo Tremal-Naik, sonriendo.
—¡Ah, bribón...! Quieres informarles para hacernos atrapar enseguida.
—Están lejos y no nos pueden oír, amigo Yanez. Y luego hay demasiada piedra aquí, y el fuego se extinguiría enseguida sin necesidad de agua. Yo quisiera saber qué hacen aquellos que se han emboscado delante nuestro. ¿Qué esperan para asaltarnos? Esta tregua me sorprende.
—Esperarán refuerzos.
—Si intentásemos desanidarlos, Yanez.
—Es lo que pensaba hace poco.
—¿Quieres que intentemos? Todavía estamos bien provistos de pólvora y balas a pesar de la confección de la bomba.
—No obstante, no sabría decirte exactamente donde están escondidos.
—Dispararemos a tontas y a locas los primeros tiros. Si nos responden sabremos adaptarnos.
—Entonces a ustedes, shikaris —dijo Yanez—. Nosotros protegemos el ventanal para impedir que los parias del templo nos alcancen.
Los seis cazadores tendieron a los dos prisioneros en un lugar seguro, luego se tumbaron detrás de las gigantescas trompas de los elefantes e hicieron una descarga en medio del monte, tirando a tontas y a locas.
Las detonaciones aún no se habían apagado, cuando varios hombres, quizá más de cincuenta, se precipitaron fuera de los arbustos disparando hacia el ventanal.
—Desalojados —dijo Yanez—. Tiran mal como conscriptos, sin embargo he oído balas maullar sobre mí.
—¡Y balas de carabina! —dijo Tremal-Naik, poniéndose detrás de una trompa—. Aquellos canallas utilizan las armas que han tomado a nuestros rajputs.
—¡Bah...! No durarán mucho. ¿Dónde está la bomba?
—¿Finalmente te has decidido a hacerla estallar?
—Es necesario detener el impulso de aquellos hombres. ¡Qué alboroto...! ¡Parecen chacales hambrientos en busca de la cena...!
Los parias, que se habían escondido en la floresta, avanzaban valientemente, aullando y disparando a lo loco. Probablemente era la primera vez que utilizaban armas de fuego, y por consiguiente no podían obtener más que magros resultados.
Los shikaris, en cambio, tiradores maravillosos, golpeaban de lleno, arrojando a tierra, con cada descarga, a varios hombres, si no muertos al menos bien ametrallados.
Yanez y Tremal-Naik, temiendo alguna fea sorpresa por parte de aquellos que se encontraban en el templo, y que de un momento para otro se habían vuelto más mudos que los peces, disparaban algún tiro a través del ventanal para advertirles que por aquella parte también vigilaban.
Los parias, si tienen el ímpetu de las razas verdaderamente salvajes, jamás han sido guerreros, por consiguiente no podían hacer frente a aquel grupo de hombres, que desde lo alto del templo los acosaban con perdigones. Y luego, como hemos dicho, no debían tener ninguna práctica en armas de fuego, usando normalmente armas blancas y flechas envenenadas.
Sin embargo, a pesar de la granizada que los golpeaba y que los hacía aullar como verdaderas bestias feroces, siempre disparando, se habían impulsado hasta la puerta mayor de la pagoda, pero no se habían sentido en grado de intentar alcanzar a los shikaris que con gran calma, ocultos detrás de las trompas de los elefantes, respondían.
Intentaron todavía una breve resistencia, luego acribillados por la metralla, se salvaron a carrera desenfrenada en el monte, dejando tras de sí algunos muertos.
—¡Por Júpiter...! —exclamó Yanez, después de haber disparado un último tiro dentro de la pagoda—. Finalmente se han ido esos molestos. Si Sindhia cuenta con estos hombres, fácilmente haremos un buen juego.
—Y es por eso que el astuto te saca a los rajputs —dijo Tremal-Naik.
—¡Y les paga con el dinero que le pasaba mi mujer para curarse...!
—¡Oh...! Habrá tenido otro. Todos estos príncipes indios tienen su tesoro escondido cuidadosamente.
—Lo sé: Sindhia no debe haber dejado Assam sin llevarse una fortuna, quizá el botín de guerra que le habría tocado a mi mujer.
Mientras hablaba, Yanez había encendido la mecha de la bomba. Había visto a los parias reaparecer en el margen de la floresta y quería impresionarlos con un formidable estallido. Se levantó, midió la distancia, luego lanzó la lata llena de pólvora y proyectiles.
—Debías esperar —dijo Tremal-Naik—. Podía sernos útil más tarde.
—¿Sabes qué he oído?
—No sé.
—El barrito de un elefante.
—¿El cornac regresa con Sahur?
En aquel momento la bomba estalló con un estruendo espantoso, alzando una gran llamarada y una densa nube de humo.
Los árboles cercanos fueron desarraigados y luego incendiados, pero lo peor le tocó a los parias que, completamente desorganizados, por segunda vez salieron por piernas, refugiándose nuevamente en los espeso de la floresta.
—¡Sahur...! —gritó en aquel momento Tremal-Naik—. Conozco su barrito. Está por llegar.
—Como ves, no me había equivocado —dijo Yanez.
—Tienes el oído muy fino.
—Sigo siendo un cachorro de la Malasia, aún cuando me haya vuelto maharajá —respondió el portugués, sonriendo—. Pronto, descendamos. El elefante está por llegar.
Recargaron las armas, se agarraron a las cuerdas y bajaron ante la puerta mayor del templo.
Los árboles ardían a duras penas, mandando más humo que llamas. Era una suerte, porque los shikaris permanecían casi escondidos detrás de aquellos nubarrones que poco a poco se dilataban, habiendo también no pocas plantas gomíferas. Más allá del velamen humeante, las carabinas de los rajputs, utilizadas afortunadamente por aquellos torpes parias, tronaban siempre, sin que se supiese a dónde iban a terminar las balas. Probablemente disparaban todavía contra el ventanal, creyendo que el maharajá y sus compañeros se encontraban aún escondidos entre las gigantescas probóscides de los elefantes.
Yanez arrojó una mirada alrededor, escuchó un momento, luego dijo:
—¡Al trote...! ¡Sahur se acerca...!
Se arrojaron todos a través de la floresta, no obstante flanqueando siempre la imponente pagoda y, después de haber recorrido más de doscientos metros, se detuvieron en medio de un densísimo matorral.
—Yanez —dijo Tremal-Naik—. ¿Por casualidad habrás oído el barrito de los elefantes de piedra? No veo llegar a nadie.
—¡Por Júpiter...! ¡Lo he oído...! —respondió el portugués—. Te digo que hace poco un elefante vivo galopaba hacia la pagoda.
—¿Se habrá detenido en algún lugar?
—Es probable. El cornac tiene miedo de los parias y no debemos reprochárselo. ¡Eh...! ¿Oyes?
—¡Sí, un barrito...!
—Y a pocos pasos de nosotros.
—Se ha detenido y nos espera.
—¿Y si estuviese montado por los rajputs?
—¡No los perdonaremos, Tremal-Naik! —respondió Yanez, con rabia—. Estoy demasiado cansado de las traiciones... ¡Por Júpiter! ¿Qué es este estruendo? Se diría que quince o veinte elefantes se precipitan a través de la floresta derribando todo a su paso.
—Y aquellos paquidermos serán los tuyos que intentan dar caza al cornac.
—¡Ah...! ¡Lo veremos...!
Con las manos hizo portavoz y por tres veces, mientras detrás de las nubes de humo continuaba retumbando la mosquetería, gritó:
—¿Quién viene a salvar al maharajá de Assam? Mil rupias ganadas.
Apenas había pronunciado aquellas palabras cuando vio a Sahur, con su valeroso cornac, salir de un denso matorral y avanzar rápidamente.
—¡Monte, Alteza...! —gritó el conductor, arrojando la escala—. Me persiguen.
—¿Los rajputs?
—Sus elefantes montados por no sé qué bandidos.
—¡Vamos, arriba! —gritó Yanez, empujando antes a los dos prisioneros que por nada quería perder.
En un momento estuvieron en la caja, derribaron la pequeña cúpula para poder tener mayor campo para servirse de las carabinas, y el bravo elefante, aún cuando debió haber hecho una larga carrera, se lanzó a carrera desenfrenada, rozando las nubes de humo.
Los parias, oyendo los barritos se habían precipitado fuera del matorral, pero ocho tiros de carabina los decidieron a escapar enseguida.
Por otra parte, Sahur cargaba desenfrenadamente, pegando golpes de probóscide a diestra y siniestra.
Ay si se hubiesen encontrado en el paso de aquella intrépida gran bestia que no temía ni a fieras ni a hombres.
Mientras tanto, a lo lejos se oían barritar a muchos otros elefantes y retumbaban tiros de carabina.
—No tema, Alteza —dijo el cornac de Sahur—. Tenemos una ventaja de al menos una milla, y esta bestia es la más rápida de las que poseía. Ahora que la he vuelto a encontrar no tengo más miedo y le prometo conducirlo a la capital aún antes de que despunte el alba.
—¿Cómo has hecho para apoderarte de este bravo elefante?
—Simplemente he silbado. Todos los paquidermos estaban tendidos alrededor de las orillas de un estanque, devorando...
—¡La continuación para después...! —gritó Yanez, brincando en pie—. Estos parias canallas, parece imposible, tienen en sus venas alguna gota de sangre guerrera. ¡Jamás me habría imaginado que fuesen tan valientes!
Treinta o cuarenta indios, armados quienes con carabinas, quienes con cerbatanas, se habían lanzado fuera del monte a carrera desenfrenada, intentando cortar el camino al elefante.
No obstante, llegaban demasiado tarde, porque Yanez, Tremal-Naik y los shikaris, habían tenido tiempo de recargar las carabinas. Una descarga formidable, lanzada por manos seguras, abría una verdadera brecha a través de aquellos pobres combatientes, que quizá maniobraban por primera vez armas de fuego.
Sahur, el formidable elefante, se metió dentro de la abertura y habiendo encontrado a su paso a un paria que no había hecho a tiempo para huir, lo aferró con la probóscide, con un formidable apretón que le partió las costillas y luego lo arrojó contra el tronco de un árbol, destrozándolo. El paso estaba libre. Los parias, espantados por la carga furiosa del elefante, habían escapado como nilgó, refugiándose en la densa floresta.
—¡Por Júpiter...! —dijo Yanez, después de haber disparado un último tiro de carabina—. No son demasiado duros los guerreros de Sindhia.
—Y es por eso que te saca a tus rajputs —respondió Tremal-Naik.
—Y a aquellos opondremos a los montañeses de Sadiya y a los tigres de Mompracem que conducirá aquí Sandokan. ¡Fuera, cornac...!
No era necesario estimular al elefante. El bravo paquidermo corría a gran trote, sacudiendo terriblemente a las personas que se encontraban reunidas en la caja.
A lo lejos se oían disparos y barritos.
—¿Nos dan caza, verdad, cornac? —preguntó Yanez.
—Sí, Alteza, y con sus elefantes.
—¿Se dejará alcanzar Sahur?
—No, no: es el mejor de sus animales e hilará como una tromba de viento.
—¿Entre los hombres que montaban los elefantes has visto a mis rajputs?
—No, Alteza, ni siquiera uno. Todos los howdah estaban llenos de parias y de otros hombres que el ex rajá debe haber reclutado en las fronteras de Bengala.
—¿Qué habrá hecho entonces con mis hombres? ¿Los habrá matado? De aquel tirano es de esperarse cualquier bribonada realizada a lo grande, con derroche de sangre.
—No creo que tus rajputs sean conejos como para dejarse degollar sin defenderse —dijo Tremal-Naik—. Tú, cornac, ¿no has oído gritos en el campamento?
—No, sahib.
—Entonces Sindhia los habrá hecho alejar por ahora, para utilizarlos más tarde en el gran choque.
—Y eso me inquieta —dijo Yanez, que fumaba rabiosamente su último cigarrillo—. ¡Jamás esperé semejante tempestad...! No obstante, hay tiempo, y no dejaré sacarme la corona sin dar terribles batallas. Aquí estamos, ya en vista de la capital. ¡Cómo hila este bravo Sahur...!
Despuntaba entonces el alba y sobre el nítido horizonte, teñido de un rosa tiernísimo, se perfilaban las pagodas de la gran ciudad.
Ya no se oían más ni los barritos de elefantes ni los tiros de fusil.
Los conjurados, ya persuadidos de no poder alcanzar al velocísimo Sahur, y no queriendo mostrarse demasiado en lugares habitados, se habían detenido para regresar luego hacia la pagoda donde se encontraban sus compañeros.
El camino era bueno, abierto entre grandes arrozales, ya lleno de campesinos y campesinas, y ya no había más florestas como para temer alguna nueva emboscada.
Sahur, que parecía inagotable, con un último impulso llegó al puente levadizo del bastión de Karia y condujo, siempre al galope, al maharajá y a sus cazadores ante el elegante palacete, circundado por una doble fila de rajputs. Viendo a aquellos guerreros, Yanez sonrió lleno de amargura.
—Si pudiera creerlos fieles —dijo a Tremal-Naik—. En cambio, quién sabe qué piensan en sus cerebros. Conocer a estos mercenarios es un poco difícil.
Hizo arrojar la escala, descendió llevando su gran carabina y sus pistolas, y seguido por el viejo cazador entró en su salón, seguro de encontrar allí a Surama.
La pequeña rani, en efecto se encontraba allí, custodiada por el cazador de ratas que se había puesto en la faja cuatro pistolones y dos talwar, y estaba acunando al pequeño Soarez que había tomado de los brazos de la nodriza.
—¡Ah, mi señor...! —exclamó, levantándose impetuosamente—. Ya te lloraba como muerto.
—¿Por qué, Surama? —preguntó el portugués, afectando la máxima calma—. No soy hombre de hacerse matar como un nilgó, ni de dejarse atrapar. No obstante, sabe que Sindhia nos ha sacado todos nuestros elefantes y a los doscientos rajputs que nos escoltaban. Aquel bribón comienza a volverse extremadamente peligroso y ha llegado el momento de pensar seriamente en nuestros casos. Los engranajes de nuestro imperio, no sé por qué motivo, chirrían horriblemente, y no basta más el aceite.
—Me asustas, Yanez —dijo Surama, confiando el niño a la nodriza.
—Como ves, regresamos completamente derrotados, y si no hubiese sido por el cornac de Sahur, no sé cuándo habríamos podido regresar. No te asustes: la corona todavía está bien fijada sobre tus cabellos negros, y nosotros estamos listos para defenderla. Tremal-Naik partirá hoy para las montañas y haremos bajar aquí a los fieles y valerosísimos montañeses de Sadiya, porque con los rajputs absolutamente, no podemos contar más. Kammamuri está de viaje para Calcuta, y dentro de veinticuatro horas Sandokan tendrá nuestro telegrama. Dentro de treinta días estaremos en grado de dar un golpe decisivo a Sindhia. Solo se trata de saber si podremos esperar tanto la ayuda de mi terrible hermano malayo.
—¿Y mis montañeses?
—Cuento con ellos, mi querida, y son nuestra única esperanza, por el momento. Me puedo equivocar, pero me parece que este imperio nuestro comienza a desmoronarse.
—Quizá exageras, Yanez —dijo Tremal-Naik—. No tenemos mas que parias delante nuestro.
—No, también bengalíes y luego mis rajputs. ¡Oh...! Otros nos traicionarán, y dentro de poco. Aquellos guerreros se venden al mejor postor, sin embargo yo les pago con piezas de oro. ¿Es que Sindhia tiene más que yo? No lo creo.
Tomó de la mesa un cigarrillo, lo encendió, luego se llenó un vaso de cerveza, y mirando al cazador de ratas que hasta ahora había permanecido en silencio:
—¿Todavía está vivo el prisionero?
—¿El brahmán?
—O mejor dicho el paria.
—No, Alteza, ha muerto hace tres o cuatro horas. El ayuno demasiado largo lo había agotado.
—¡Qué el diablo se lo lleve...! ¿Ha cerrado para bien también el otro ojo?
—Sí, Alteza; no obstante, habiendo levantado su párpado, he visto un destello siniestro, pavoroso, brotar de su negra pupila, sin embargo ya estaba muerto.
—Surama, ¿estás más tranquila ahora que aquel miserable ha mandado el último suspiro?
—Sí, mi señor —respondió la rani—. Antes tenía siempre como una niebla densa en mi cerebro y ahora ha regresado la mujer de antes.
—¿Lo habrá matado el rajput? Es el único hombre fiel —dijo Yanez, mirando al baniano.
—No lo sé, Alteza. Cuando me ha llamado, el brahmán ya había expirado.
—Ya no era mas que un estorbo —dijo el portugués—. Comienzo a volverme malo, pero es necesario. Todas estas traiciones, que me aprietan en sus espiras, sin poder oponer nada a tiempo, comienzan a hacerme volver un tirano. ¡Qué así sea...! Sindhia lo era, y ahora amenaza con reconquistar a todos sus súbditos a los que hemos dado las más amplias libertades. Se ve que en la India, para gobernar, es necesario ser malo.
—Tienes razón, Yanez —dijo Tremal-Naik—. Solo los rajás sanguinarios tienen fortuna en este desgraciado país.
—¿Qué piensas hacer, mi señor? —preguntó Surama.
—¿Y me lo preguntas? Si no tuviésemos un hijo dejaría ir también la corona de Assam que me ha dado más molestias que satisfacciones, e iría a descansar a Mompracem, al lado de mi hermano moreno, el terrible Sandokan. Pero está el pequeño, y por Júpiter, haré lo posible por dejarle el imperio que tú y yo, Surama, hemos ganado con nuestro valor. ¡Lindo oficio el de maharajá...! Ya estamos reducidos a comer huevos duros o crudos para no tener cólicos terribles a base de veneno de bis-cobra. Que el diablo se lleve a todos los reinos del mundo, yo ya tengo suficiente.
—Mi señor —dijo Surama—, ¿quieres que antes de que estalle la revolución vayamos a Mompracem?
—¡Yo...! ¡Yo huir ante Sindhia...! —gritó Yanez—. ¡Ah, no...! Aquel loco que ha recobrado la razón merced a los cuidados que le prestaron en Calcuta y pagados con nuestro dinero, no pondrá sus manos en tu corona, mi pequeña rani. A Sandokan lo han llamado el Tigre de la Malasia; allá abajo me llamaban a mí el tigre blanco. Estamos en el país de los tigres, y por Júpiter, como hemos vencido a Suyodhana, espero vencer también a Sindhia.
Vació el vaso de cerveza, luego lo arrojó contra la pared, rompiéndolo en diez pedazos.
—Lo partiré como he estrellado esta copa.
No era más el hombre tranquilo.
Sus ojos se inflamaban, sus facciones siempre enérgicas, se habían vuelto feroces, su barba abundantemente canosa, se había vuelto erizada.
—¡Ah...! ¡Quiere la guerra...! —gritó, partiendo una segunda copa—. La tendrá y será terrible. Ven, Surama, vayamos a descansar. Por ahora, creo, que ningún peligro nos amenaza.
—Y yo voy hacia las montañas —dijo Tremal-Naik—. Sahur está siempre listo para partir, tendrá doble ración, e iremos a encontrar los fuertes de los montañeses de Sadiya. No perdamos tiempo, Yanez. Veo la traición surgir por todas partes.
—Quería esperar algún telegrama de Kammamuri.
—Puede demorar bastante. Déjame ir. Tú sabes que nunca cuento con el sueño. Si me agarra, dormiré en el howdah.
—¿Quieres llevarte al rajput gigantesco? Es quizá el único que ha dado pruebas de ser verdaderamente apegado. Es un hombre que puede matar solamente con los puños.
—Sí, me lo llevo —dijo Tremal-Naik—. Me servirá para mandarte mis noticias. Ve, Yanez, la noche ha sido pésima para ti y también para tu pequeña rani. ¿Quién vela aquí?
—Yo, sahib —gritó el baniano—, y no estaré solo porque todavía está vivo un moloso, que ya se ha encariñado conmigo.
—¿No tienes miedo de las traiciones?
El viejo cazador de ratas mostró su faja llena de armas y dijo:
—Que vengan a probarlas los traidores: aquí hay armas de fuego y armas blancas. Ya no soy joven, sin embargo valgo todavía como medio maratí.
Diez minutos después, Tremal-Naik volvía a montar sobre Sahur junto con el gigantesco rajput y partía para la montaña.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Por la descripción de la pantera, seguramente se trate de la Neofelis nebulosa o pantera nebulosa.

Cuando Tremal-Naik dice que la pagoda tiene 100 pies (30,48 m), no se termina de entender, porque en el capítulo anterior, la ventana está a 15 pies de altura (4,57 m). ¿Se refiere a la altura total de los techos? ¿O será un error de Salgari? Incluso si en lugar de 100 pies fueran 100 pasos, tampoco tendría sentido, porque son más largos.

Al regresar al palacete, hablan de que llegan a la capital, y sin embargo deberían haber llegado a la ciudad de Rampur, a donde se habían dirigido después del incendio del palacio real de Guwahati.

Mehendi: “Mindi” en el original, es el nombre hindi de la alheña (Lawsonia inermis), arbusto de la familia de las oleáceas, de unos dos metros de altura, ramoso, con hojas casi persistentes, opuestas, aovadas, lisas y lustrosas, flores pequeñas, blancas y olorosas, en racimos terminales, y por frutos bayas negras, redondas y del tamaño de un guisante.

Nizams: “Nizami” en el original. Antiguamente, “nizam” era como se llamaba a los soberanos de Hyderabad, en la India. Por lo que entiendo, se refiere a soldados de dicho reino.

Rayastaníes: “Ragiapatani” en el original, hace referencia a los habitantes del estado indio de Rayastán, que antiguamente formaba parte de la región Rajputana, origen de los rajputs. Como Salgari utilizó el gentilicio de Rajputana —que en castellano es “rajput”— y no directamente “rajput”, me decidí por “rayastaní” para diferenciarlo.

Maratí: “Maharatti” en el original y traducido generalmente como “maharata”. La mejor traducción que encontré fue “maratí” (pero puedo haberme equivocado, acepto sugerencias), que para el Diccionario de la lengua española significa: Se dice de la lengua índica septentrional hablada en el Estado de Maharashtra, en la India.

Mompracem: “Es relevante subrayar que la isla de Mompracem (...), aparece en numerosas cartas geográficas antiguas y, en particular, en la carta de E von Stulpnagel (Hand Atlas de Adolf Stieler, 1873). Las modernas cartas, sin embargo, nada indican respecto de la ubicación de la isla. Rolando Jotti y Giulio Raiola, viajeros y estudiosos de Salgari, después de una larga búsqueda creyeron identificar en Kuraman a la antigua Mompracem, pero, con respecto a la posición original, es necesario tener en cuenta que las viejas cartas no eran precisas, debido a los métodos de detección aproximados.” (Giuseppe Cantarosa, en el prólogo de la edición de Fabbri Editor de “Le Tigri di Mompracem”). La isla Kuraman es una pequeña isla tropical que pertenece a Malasia en el mar de la China, cerca de la isla de Labuan. Una nueva investigación publicada en el libro “La riconquista di Mompracem. L’isola che c’era” (Fabio Negro, 2011) sugiere que la ubicación de la isla se corresponde con una barrera coralina sobre la costa occidental de Brunéi y que habría desaparecido como consecuencia de la erupción del Volcán Krakatoa en 1883.

Nizam: Se trata del reino de los Nizam (1798-1948), en el estado de Hyderabad, India.

Pies: 1 pie = 0,3048 m. Por lo tanto, 100 pie equivalen a 30,48 m.

Gomíferas: “Gommifere” en el original, que produce goma.

Rupia: Moneda utilizada en India, Pakistán, Sri Lanka, Nepal, Mauricio y Seychelles.

Sandokan: Para los que leyeron ya aventuras de Sandokan en castellano quizá les parezca extraño leer así el nombre y no “Sandokán”. Preferí mantener el original de Salgari. Así como la isla Mompracem tiene aparentemente un origen real, hay quienes sostienen que Sandokan también existió y fue un noble que vivió en el S.XIX en Borneo. El nombre puede ser una derivación de Sandakan, la segunda mayor ciudad del estado de Sabah, Malasia, al norte de la isla Borneo.

Bastión de Karia: No encontré referencias a este supuesto bastión de Guwahati. Sin embargo, en la sexta novela, “A la conquista de un imperio”, utilizan el nombre Karia, para referirse a una pagoda, también inexistente.

Calcuta: “Calcutta” en el original, es la ciudad capital del estado indio de Bengala Occidental al oeste de India.

Baniano: Comerciante de la India, por lo común sin residencia fija.

Moloso: “Molosso” en el original, se dice de cierta casta de perros procedente de Molosia, en la antigua región de Epiro al noreste de Grecia.

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