jueves, 13 de mayo de 2021

III. Dos bribones


Kammamuri y Timul, el joven buscador de pistas, no habían perdido el tiempo.
Después de una carrera furiosa sobre el dorso del penúltimo elefante que le quedaba a Yanez, habían llegado a Koch Bihar, la estación de ferrocarril más próxima a Assam, al menos en aquella época, porque hoy día las líneas se han triplicado, y cuyos trenes conducen directamente a Calcuta pasando a través de selvas inmensas infestadas de tigres y bandoleros indios, no menos audaces que los norteamericanos, y sobre puentes gigantescos tendidos sobre los grandes cursos de agua.
La Eastern Bengal Railway Company ha organizado un servicio verdaderamente admirable. Sus trenes se componen usualmente de pocos coches, bastante amplios y muy cómodos, provistos de cómodas banquetas elevadas, y que por medio de correas, a la noche, se pueden transformar rápidamente en camas.
En los lados opuestos a los compartimentos se abren dos o incluso tres lavabos, para arreglarse y aún para otras cosas que requieren los largos viajes con paradas a larguísimas distancias y bastante escasas.
Las ventanas están protegidas por esteras de vetiver, que son mantenidas siempre húmedas por depósitos especiales, de modo que la temperatura es relativamente fresca, también porque los coches tienen un doble techo que mitiga bastante el calor.
Las insolaciones son rarísimas incluso en la larguísima línea de la East Indian Railway Company, que va de Calcuta a Bombay.
En cada parada un agente de la Compañía sube a los coches, toma el nombre de los viajeros que desean comer en la estación más próxima, que siempre está muy lejos, telegrafía, y el almuerzo o el desayuno están siempre listos, y no a precios elevados, porque en la India se vive barato.
Kammamuri y Timul, habiendo despedido al cornac que los había conducido a la estación de ferrocarril a tiempo para tomar el primer tren de la mañana de las siete y cuarenta, se acomodaron en un compartimento de primera clase, advirtiendo enseguida al agente que almorzarían en Bogra.
Apenas se habían sentado y encendido sus cigarrillos, casi seguros de no ser molestados, cuando un momento antes de que la campana anunciara la partida del tren, una puerta se abrió y avanzó un soberbio brahmán, vestido elegantemente en blanco, con una ancha faja azul estrechada en los flancos que sostenía dos pistolas de cañón larguísimo y de culata taraceada en marfil y plata.
Era un hombre de estatura imponente, con una larguísima barba negra, las facciones enérgicas, los ojos casi fosforescentes, como los del paria. Lanzó una mirada bastante desdeñosa sobre los dos viajeros, puso sobre la redecilla una pequeña valija de cuero amarillo bastante elegante, con tachones de plata, luego se sentó frotándose el sudor con un pañuelo ancho casi como una vela y que apestaba a musgo, como si hubiese sido extraído del vientre de un aligátor.
—¡Se fuma aquí! —dijo, frunciendo el ceño—. Bien ven que soy algo más que ustedes.
—Podría equivocarse, señor —respondió prontamente Kammamuri, un poco fastidiado.
—¿Entonces quiénes son ustedes?
—Dos príncipes asameses.
—¿Y se dirigen?
—A Calcuta.
—¿Para hacer qué?
—Desde hace seis meses en Assam no llueve y la hambruna arrecia. Vamos a comprar granos para nuestro pueblo.
—¡Ah...! ¡Se sufre hambre en Assam...! —dijo el brahmán—. Sin embargo, se dice que tiene arrozales inmensos.
—La cosecha se ha perdido este año, sahib.
—Ya... Desde que Sindhia ha perdido la corona, todas las cosas van mal allá arriba. ¿Qué hace la rani?
—Gobierna lo mejor que puede.
—¿Y el maharajá blanco?
—Se divierte exterminando a las fieras que infestan nuestras florestas.
—Ya me habían dicho que es un famoso cazador.
—Fulmina a los tigres como si fuesen simples gacelas —respondió Kammamuri.
—Será amado por la población.
—Más que Sindhia.
Una extraña sonrisa apareció en los labios del brahmán.
—No obstante, he oído contar que a la rani le han envenenado dos o tres ministros.
—Sí, un par.
—Entonces tiene algún enemigo.
—Puede ser.
—¿Se sospecha de Sindhia?
—No sabría decirle, no obstante, no se vive más tranquilo en la corte de la rani después de que se ha corrido la voz de que el ex rajá ha huido de Calcuta donde se encontraba en observación, habiendo dado signos de locura furiosa.
—No lo sabía —dijo el brahmán—. ¿De modo que van a Calcuta para hacer grandes adquisiciones de granos?
—Sí, sahib.
—¿Conocen la ciudad?
—He estado muchas veces.
—¿Tiene conocidos?
—También.
—Me ofrezco hacérsela conocer.
—Gracias, sahib, pero tenemos referencias de personas importantes.
—Bien, bien. No obstante, si puedo serles útil dispongan también de mí, ya que también voy a Calcuta, y pararé ahí algunas semanas. Yo también tengo grandes asuntos que despachar, porque soy un personaje que vale como un príncipe y quizá también como un rajá.
—No dejaremos de aprovechar su cortesía, señor —respondió Kammamuri, que habría evitado a aquel compañero de viaje tan curioso.
El brahmán se asomó a la ventanilla que en aquel momento había sido liberada de las esteras húmedas, y se puso a mirar la campiña.
El tren, lanzado a una velocidad de ochenta millas por hora, devoraba el espacio con un estruendo sonoro, atravesando bordes de florestas, junglas y puentes metálicos tendidos sobre innumerables ríos.
La estación estaba lejos y la región semidesértica de Bengala septentrional comenzaba.
Solo de vez en cuando, cada largos tramos, aparecían mezquinas aldeas construidas con cañas y barro y circundadas por altas empalizadas para impedir a los tigres, siempre numerosísimos, intentar ataques nocturnos.
El brahmán estuvo en la ventanilla un buen cuarto de hora, observando el país, luego regresó a sentarse frente a Kammamuri y Timul.
—¿Sabe que tengo un triste presentimiento? —dijo—. He vacilado mucho antes de partir.
—¿Cuál?
—Que este tren no llega a Calcuta.
—¿Y por qué? —preguntó el maratí.
—No lo sé. He tenido una pesadilla y he visto cosas espantosas.
—Todos los viajeros están armados y, si no me equivoco, somos al menos cien.
—También yo, aún cuando sea un brahmán, como ve, tengo un par de pistolas, sin embargo estoy seguro de no alcanzar a la reina de Bengala.
—¿Qué ha soñado entonces?
—No puedo decirlo.
—Esperemos que su sueño no se cumpla.
—Yo rezaré a Brahma para que nos proteja de aquel gran peligro. Déjenme descansar y si quieren fumar vayan afuera, al balconcillo.
Dicho esto, se tendió sobre el cómodo banco y pareció dormirse enseguida.
Kammamuri y Timul, no queriendo molestar a un personaje tan importante, atravesaron el compartimento que no contenía otros pasajeros y salieron al balconcillo para poder continuar fumando.
—¿Qué me dices de aquel hombre? —preguntó Kammamuri al joven buscador de pistas—. No sé, pero me parece ver en él a un misterioso enemigo. ¿Nuestra partida de la capital habrá sido notada por los espías de Sindhia?
—Es lo que me preguntaba, sahib —respondió Timul.
—¿De repente aquel Sindhia se ha vuelto tan poderoso? Estoy sorprendido. Por Júpiter, como dice el señor Yanez, aquel bribón parece que gana rápidamente terreno.
—El maharajá aún es fuerte, señor, y no es hombre de espantarse tan fácilmente.
—Son las traiciones las que me asustan, mi querido.
—Abriremos los ojos, sahib.
—Comienza por abrirlos con este brahmán. Tiene el aspecto de ser un hermano del que hemos capturado en las cloacas y que quizá a estas horas esté muerto. Habré sido feroz, no obstante contra los canallas debemos defendernos bien por todos los medios.
—Incluso con filósofos —dijo Timul riendo.
—Lo han hecho mejor que las ratas... Por Shivá...
El maratí se había acercado rápidamente a la ventanilla del compartimento, cuya estera regada había sido bajada, y había divisado al brahmán que parecía escuchar sus palabras.
—Mi querido Timul —dijo, volviendo hacia el joven buscador de pistas—. Abre los ojos con este hombre y no lo pierdas de vista.
—Si viene a Calcuta con nosotros, no lo dejaremos escapar, señor. No obstante, me parece extraño que los agentes de Sindhia ya hayan sido informados de nuestra partida. ¿Ya sabrán también el objetivo de nuestro viaje?
—¿Quién podría decirlo? Que me sienta tranquilo, por cierto que no.
—Somos dos, señor, y jamás hemos tenido miedo.
—Vuelve a encender el cigarrillo y entremos. Veremos si el brahmán nos prohibe otra vez fumar.
Atravesaron el balconcillo y entraron al coche.
El brahmán fingía dormir en aquel momento. No obstante, debía haberse tendido hacía un momento. Oyendo no obstante a los dos viajeros entrar, se levantó de golpe y dijo con voz casi amenazadora:
—Les he dicho que soy un brahmán y luego mi vestimenta así lo indica. Tengo derecho a que me respeten.
—¿De qué se queja, señor? —preguntó Kammamuri, tirando humo con grandes bocanadas.
—No puedo sufrir el cigarrillo.
—Entonces cambiaremos.
El maratí se metió una mano en el bolsillo y sacó una vieja pipa que ya estaba cargada de aquel fuertísimo tabaco que usan los montañeses asameses y que aturde incluso a los viejos fumadores si no están acostumbrados.
—¿Qué hace? —preguntó el brahmán, con voz irritada.
—Usted se olvida, señor, que soy un príncipe asamés. Me parece habérselo dicho.
—No he visto sus papeles.
—Deme los suyos o llámeme Alteza. Luego, mis papeles no los mostraré mas que a las autoridades inglesas de Calcuta.
—¿Entonces no se respeta más a los brahmanes en su país, después de que Sindhia no está más en el trono?
—Siempre, señor.
—Y entonces tire aquella pipa apestosa.
—La apagaré y la pondré nuevamente en el bolsillo, siempre y cuando usted me de permiso para fumar cigarrillos.
—¡No hay más religión hoy en India...! —gritó el brahmán—. No se distinguen más las altas castas de las bajas.
—Si somos príncipes, por cierto, usted también nos debe respeto.
—No he visto sus documentos.
—¿Sería un agente de policía camuflado de brahmán? —gritó Kammamuri, que comenzaba a sentir la sangre trepar al cerebro.
—¿Qué dice? ¿Y osa decirme tanto a mí?
—Yo soy un partidario de Shivá y por consiguiente para mí los sacerdotes de Brahma no valen nada.
—El dios más grande es el que adoro yo.
—Yo me contento con Shivá —respondió Kammamuri, que había recuperado prontamente su calma—. A mí me basta y jamás he tenido que quejarme de él.
—Es un dios embustero, no menos que Visnú.
—De esos asuntos no entiendo, señor sacerdote.
Encendió la pipa y se puso a fumar rabiosamente, en tanto que Timul hacía estragos con los cigarrillos.
Comenzaban a tener suficiente con las prepotencias de aquel brahmán que podía ser algún pariente cercano del capturado en las inmensas alcantarillas de la capital.
Por un momento el sacerdote se dejó ahumar, luego se levantó y salió al balconcillo. Estuvo un poco observando la campiña, luego, pasando de balconcillo en balconcillo, alcanzó la locomotora que era conducida por dos indios más negros que los africanos.
Nadie del personal a bordo había osado detenerlo o hacerle alguna observación. Los brahmanes todavía eran demasiado poderosos y también demasiado respetados incluso por los ingleses.
El maquinista, viéndolo llegar se había movido enseguida a su encuentro para ayudarlo, pero el sacerdote, ágil y al mismo tiempo robusto, desde el vagón del carbón saltó a la locomotora sin perder el equilibrio.
—¿Dónde nos detendremos primero, en Chaibasa? —preguntó.
—En Bogra, donde los viajeros comerán.
—¿Cuándo llegaremos al puesto fijado por los conjurados?
—Hacia la medianoche, señor. El camino desciende y el tren corre con una velocidad extraordinaria.
—¿Estarán listos nuestros hombres?
—Ciertamente, señor.
—¿Y la jungla amarilla arderá en llamas, verdad?
—Sí, y el tren abandonará a todos sus vagones y quizá también a todos sus pasajeros.
—Los otros no me importan —dijo el brahmán, que parecía de bastante mal humor—. A mí me basta cortar el viaje a aquellos dos supuestos príncipes asameses que me han sido señalados hace ya veinticuatro horas en la estación de Koch Bihar.
—¿Están con usted?
—En mi mismo compartimento.
—¿Cuando detengamos la locomotora deberemos arrojarnos enseguida sobre aquellos hombres?
—Eres un estúpido —dijo el brahmán—. Están bien armados y luego hay casi cien viajeros en el tren. Lindo asunto harías. ¡Tú, el maquinista, intentando arrestar personas...! Serías capturado tú en cambio, mi querido. ¿Quién nos espera en la primera estación?
—Un fogonero que ya lo conoce y que enseguida se pondrá a su disposición. Probablemente tenga órdenes que comunicarle.
—¿Y nosotros no nos quemaremos?
—Detendré el tren a tiempo para ponernos a salvo, luego abriré las válvulas y lo lanzaré a carrera desenfrenada dentro del horno. Cuando oiga tres silbidos, brinque enseguida a tierra.
—¿Para romperme el cuello?
—Detendré de inmediato el tren. Recuerde la hora: llegaremos a la jungla amarilla hacia la medianoche.
—¿Y si los dos príncipes asameses, a pesar de nuestro plan infernal, escaparan al desastre?
—Sabremos volverlos a encontrar, señor, y los detendremos antes de que puedan alcanzar alguna otra estación para tomar otro tren. Aquellas personas no deben entrar en Calcuta: esta es la orden que nos ha comunicado el ex rajá.
—Y obedeceremos —dijo el brahmán—. No obstante, maneja el asunto de modo que no resultemos tostados nosotros también.
—He tomado todas las medidas y puede estar tranquilo.
—¿Encontraremos a otros amigos escalonados a lo largo de la línea de ferrocarril?
—En todas las estaciones habrá un hombre de confianza. Se lo digo por última vez: cuando detenga el tren y lance tres silbidos, escape enseguida. Yo sabré volverlo a encontrar junto con el fogonero.
—Estamos de acuerdo.
El brahmán atravesó el ténder y saltó al primer balconcillo. Estando todas las esteras bajas, nadie le había prestado atención, y luego los viajeros, agotados por el calor, debían dormitar en espera de la comida que les esperaba en Bogra.
Continuando el camino llegó a su compartimento lleno de humo como una azufrera, porque ni Kammamuri ni Timul habían dejado de pipar.
—¿Todavía no han terminado? —preguntó, golpeando violentamente la ventanilla y haciendo un gesto de ira.
—¿Qué quiere que hagamos, señor sacerdote, con este calor? —dijo Kammamuri—. Ni siquiera se puede dormir.
—Estropeará su apetito.
—Oh, no, y usted verá que cuando lleguemos a la parada haremos honor a la comida que hemos ordenado.
—Han jurado hacerme enojar.
—Cámbiese de compartimento, señor.
—Hay demasiados ingleses en los otros coches y no me encuentro con aquellos señores que nos miran de arriba abajo.
—Entonces debería imitarnos. ¿Quiere un cigarrillo? El tabaco de Assam es más fino y más sabroso que el de Bengala.
—Los brahmanes no deben fumar.
—Ah, es verdad —dijo Kammamuri un poco irónicamente, porque sabía que en sus casos y también en los templos, lo acostumbraban y muy ampliamente—. Aquí no hay nadie que lo pueda ver.
—¿Y ustedes, qué son?
—Pero nosotros, señor sacerdote, cerraremos los cuatro ojos.
—Usted tiene ganas de bromear, mientras yo en cambio estoy bastante preocupado.
—¿Por la desgracia que usted supone que debe suceder?
—Sí, mi príncipe —respondió el brahmán—. Más lo pienso, mi cerebro me repite siempre que antes de que arribemos a Calcuta sucederá algo terrible.
—En cambio yo estoy perfectamente tranquilo, señor sacerdote, porque tengo plena confianza en este tren y en su personal. Si tiene miedo deténgase en la primera estación y regrese —dijo Kammamuri.
—Es imposible. Debo encontrarme en la reina de Bengala para hacer los funerales a un riquísimo pariente mío que no se habrá olvidado, antes de morir, de pensar un poco también en su sobrino brahmán.
—Entonces, señor sacerdote, haga a un lado los malos pronósticos y vaya a recoger la herencia. He aquí que el tren silba y aminora la velocidad. Ya estamos en Bogra y me parece sentir un buen aroma a comida. Es más, si quiere hacernos compañía, nosotros estaremos muy contentos.
—Acepto su invitación, pero no comeré a la inglesa. Me contentaré con un poco de carne y un plato de verdura cocinada en aceite de coco.
—Haga, señor sacerdote, como quiera y nosotros nos encargaremos de pagar.
La locomotora silbaba furiosamente, mientras que el tren continuaba aminorando la velocidad.
Todos los viajeros habían salido a los balconcillos. Había funcionarios, en su mayor parte viejos, que regresaban con sus familias de las estaciones de montaña de Sikkim, pocos oficiales y en cambio muchos comerciantes que ya habían hecho plaza en la alta India y ciertamente con buena fortuna.
Eran unos noventa y entre los que no se encontraba ningún indio.
El tren atravesó la pequeña floresta de cocos, luego llegó imprevistamente a la estación, donde se detuvo con una sacudida violentísima, que arrojó a los viajeros unos encima de otros.
Bogra no era entonces mas que una simple aldea formada alrededor de los bungalows de la estación, bastante elegantes estos y muy bien mantenidos, descendiendo siempre numerosísimos viajeros.
Tenía también una pequeña guarnición formada por dos docenas de cipayos, fuerzas suficientes para mantener lejos a los bandidos de las florestas.
Bajo un vasto cobertizo habían sido preparadas las mesitas, cubiertas por cándidos manteles, y giraban los sirvientes del hotel, todos indios, listos para las llamadas.
Kammamuri, Timul y el brahmán dejaron que se acomodaran primero los ingleses, luego tomaron lugar en una mesa colocada bajo un denso banano que surgía frente al bungalow central y que esparcía una sombra deliciosa.
Debiendo el tren detenerse tres horas, podían comer tranquilamente, sin demasiada prisa y también charlar mucho.
Los dos supuestos príncipes asameses, que ya habían hecho telegrafiar por el sirviente del hotel que viaja siempre en los trenes, fueron servidos casi al mismo tiempo que los ingleses, y no se hicieron rogar para atacar la abundante comida a base de carne, papas y plátanos asados, con manteca fresquísima y panecillos bien tostados y cerveza excelente.
El brahmán, con la excusa de ir a la cocina a pedir noticias de su karī y de su plato de verdura, dejó al maratí y al joven buscador de pistas, y después de haber dado una vuelta al cobertizo, se acercó a la locomotora que roncaba sordamente.
El maquinista, divisándolo, enseguida había brincado a tierra, después de haber dado la orden al fogonero de preparar algo para comer.
—¿Dónde están sus hombres, señor? —preguntó al brahmán.
—Están por terminar su comida.
—¿No tienen ninguna sospecha de usted?
—Absolutamente ninguna. Es más, estamos por volvernos un poco amigos. ¿Ha llegado el mensajero de Sindhia?
—Sí, y ya ha partido. No osaba acercársele por temor a traicionarlo.
—Quizá ha hecho bien. ¿Qué nuevas tenemos entonces?
—En la ciudad de la frontera meridional la insurrección ya ha estallado y fuerzas considerables están organizándose para moverse hacia la capital. Disponemos de veinte elefantes tomados al enemigo mediante una bien urdida traición. Creo que la rani y el maharajá blanco dentro de poco tendrán mucho que hacer. Tú impide que aquellos dos supuestos príncipes se dirijan a Calcuta, porque se presume que van a reclutar gente. Será el fuego el que cortará su camino, si todo está listo en la jungla amarilla. Hay treinta hombres emboscados que, apenas el tren aparezca, incendiarán la vegetación que en esta estación está extremadamente seca. Usted sabe lo que debe hacer.
—Si escapo, ¿cómo podré vigilar a aquellos dos hombres?
—Intente hacerlos descender con usted.
—¡Uf...! Lo dudo mucho —dijo el brahmán—. No creen en la desgracia que les he profetizado.
—Y entonces dejémoslos quemar —dijo el maquinista—. No estarán solos.
—Intentaré conducirlos conmigo, pero como he dicho, lo dudo bastante. Voy a comer. A la medianoche estaré listo.
—¿Tiene armas?
—Dos pistolas.
—Dígame algo: ¿fuman aquellos príncipes? Sé que los asameses son todos grandes destructores de tabaco.
—Me han ahumado como si fuese un viejo chacal.
—Podría intentar un golpe, señor.
—Dime rápido. Mi comida se enfría.
—Tome esta cigarrera. Dentro hay Londres que esconden bajo una perfumada hoja, una sutil capa de opio. Si fuman, se adormecerán y no tendrán más tiempo de salir del horno que los nuestros le preparan al tren. Hasta esta noche, señor. El fogonero y yo estaremos listos para recogerlo y protegerlo.
Los dos bribones intercambiaron una última mirada, luego el brahmán dio la vuelta al bungalow para no hacerse notar demasiado y finalmente llegó a la mesa ocupada por Kammamuri y por Timul.
—Señor sacerdote —dijo el maratí, que estaba pelando una soberbia piña—, su comida ha llegado antes que usted y ya está fría.
—He cambiado dos palabras con un viejo funcionario inglés que había conocido el año pasado en Patna —respondió el brahmán.
—No obstante, a mí me pareció haberlo visto hablar también con el maquinista.
—Sí, le he encargado una comisión que yo, dado mi hábito, no podría realizar.
Se sentó y devoró tranquilamente su karī y su plato de verdura aceptando un par de vasos de cerveza y un pedazo de piña azucarada.
Bajo el vasto cobertizo los viajeros que habían terminado de comer charlaban alegremente, ignorantes del terrible peligro que los amenazaba. Había siete u ocho señoras bastante feas, con dientes largos y amarillos, que se dejaban cortejar por los oficiales.
Los comerciantes habían fraternizado entre ellos y después de la cerveza se habían apegado a las botellas de vino, gastando muchísimo y bebiendo muy mal.
Las tres horas de parada transcurrieron como un destello. El tren, habiendo renovado sus provisiones de agua no sólo para la locomotora, sino también para las esteras que debían ser regadas también de noche, retrocedió lentamente hasta el cobertizo mandando el primer silbido.
Todos se habían alzado precipitándose dentro de los coches para buscarse los mejores lugares. Kammamuri, Timul y el brahmán habían estado listos para ganar su compartimento, aún cuando estuviesen muy seguros de que ningún inglés habría entrado a hacerles compañía, aunque se hubiesen presentado como príncipes auténticos.
El tren hizo algunas maniobras para acoplar un coche restaurante, bien provisto de víveres, porque durante la carrera nocturna no habrían encontrado ninguna estación, luego partió a gran velocidad lanzando silbidos lacerantes.
—Señor sacerdote —preguntó Kammamuri al brahmán al que había pagado la comida—. ¿Cuándo podremos llegar a Calcuta?
—Dentro de cuarenta y ocho horas, si nada sucede.
—¿Tiene siempre la idea fija de que nos vamos todos al cielo?
—Siempre —respondió el brahmán.
—Entonces, antes de morir nos permitirá fumar un poco.
—No solo eso, sino que también le ofrezco cigarros que me ha regalado ese funcionario inglés con el que me he detenido a charlar.
—Y que usted no fumará nunca.
—¡Oh, no...! —exclamó el sacerdote, haciendo un gesto de horror—. Vienen de manos impuras.
—Si no le molesta, probaremos algunos.
—Es más, le ofrezco todos: son seis Londres, los cigarros más finos y más costosos que tienen los ingleses.
—He oído hablar —dijo Kammamuri—, no obstante, jamás los he probado.
El brahmán sacó de un bolsillo una cigarrera de cuero con los bordes de plata y la ofreció a aquellos terribles fumadores.
—¡Por Shivá...! —exclamó Kammamuri—. Están confeccionados maravillosamente y también con mucho lujo.
Dejó a un lado la pipa que ya había cargado, tomó uno y lo encendió, arrojando al aire una gran bocanada de humo bastante aceitoso y para nada perfumado.
—Señor sacerdote —dijo—. ¿Era un amigo suyo el que le ha regalado esta cigarrera?
—¡Amigo...! Lo he conocido en Patna y jamás he tenido que lamentarme de él.
—¿Ha vuelto a partir con nuestro tren?
—No, se ha quedado en Bogra teniendo que hacer no sé qué indagación entre los cipayos de la guarnición.
—Pues bien, aquel hombre intentaba envenenarnos a todos.
—¿Bromea?
—Estos cigarros contienen opio, narcótico que conozco muy bien. ¿Quiere convencerse?
Apagó el gran cigarro y con las uñas sacó delicadamente la primera hoja que debía ser la más perfumada y mostró una materia negruzca, aceitosa, que ya se había fusionado al contacto del calor.
—Esto es opio, señor sacerdote —dijo el maratí, mirando ferozmente al brahmán—. O querían envenenar a aquel misterioso funcionario, o lo querían envenenar a usted, o usted intentaba mandarnos al otro mundo quizá para vengarse de nuestras humaredas. Cuidado que no somos hombres de tener miedo, no olvide que el tren corre a través de una campiña deshabitada y que estamos solos.
—¿Qué quiere decir? —preguntó el brahmán palideciendo y tratando de levantarse.
—Que si lo matase y lo arrojase por el balconcillo, nadie lo advertiría —respondió Kammamuri, que prontamente ya había armado una pistola.
—¡Cómo...! ¿Usted osaría amenazar a un brahmán?
—Para mí todos los hombres son iguales. ¿Quién le ha dado estos cigarros? Hable sin vacilar.
—Ya se lo he dicho, un funcionario.
—Que luego se ha detenido tan oportunamente en Bogra.
—Dé la orden al maquinista de regresar e iremos a buscarlo. Aquel bribón intentaba envenenarme a mí antes que a ustedes, que ni siquiera los ha visto.
—Sé bien que no se le permitiría regresar, tanto más tratándose de indios —dijo Kammamuri—. Hay demasiados ingleses y comandarán siempre ellos, hasta que no los hayamos echado a todos al golfo de Bengala o a las aguas de Bombay. No obstante, como le he dicho, quizá se intentaba matar a aquel funcionario, por consiguiente no lo culpo. Solo me extraña que le haya ofrecido fumar a usted, sacerdote.
—Una gentileza totalmente europea.
—Que podía costarnos a nosotros la piel —dijo el maratí, que intentaba calmarse.
—¿Y cómo se ha percatado que dentro de los cigarros había escondido opio?
—En Assam se importa de Bután mucho de aquel narcótico y casi todos lo conocen. Un granito fumado dentro de una pipa se puede ir algunas veces, pero en estos Londres han puesto tanto opio como para adormecer a un hombre para siempre.
Levantó la estera que goteaba, arrojó el cigarro que apenas había comenzado, pero se puso en el bolsillo la cigarrera, pensando que en Calcuta podría servirle. Suspicaz por naturaleza, después de los envenenamientos de los ministros se había vuelto el doble, y desconfiaba de todo y de todos.
—Ahora, señor sacerdote —dijo bajando el cañón de la pistola—, déjeme que me acomode la boca con una buena pipada.
—Haga pues, no me quejaré —respondió el brahmán, no obstante masticando amargura—. Están los balconcillos para quien quiera tomar aire.
—Y hará bien en salir, porque aquellas dos bocanadas de humo impregnadas de opio podrían darle un terrible dolor de cabeza. Es necesario estar un poco acostumbrado para no sufrir ningún problema.
—Gracias por su consejo —respondió el sacerdote—. En efecto, siento la necesidad de respirar un poco de aire fresco.
Y salió al balconcillo poniéndose a mirar, con fingido interés, la campiña.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Cuando Salgari dice “...al menos en aquella época...”, sería aproximadamente 1883. Y cuando pone “...hoy día...”, se refiere seguramente a 1911, año en que escribió la novela.

Las ediciones actuales de la novela en italiano, aclaran al pie de página para Bogra, que debió tratarse de Pursa, ciudad de Bengala Occidental, India. Sin embargo, el tren que se dirigía a Calcuta desde Koch Bihar, efectivamente pasaba por Bogra y no así por Pursa, que queda mucho más al oeste y más próxima a Calcuta.

Koch Bihar: “Rampur” en el original, es el centro administrativo del distrito de Koch Bihar, en el estado de Bengala Occidental, India. Si bien existe la pequeña localidad de Rampur, en el mismo estado y más cerca de la frontera con Assam, el tren no pasaba por ahí en ese entonces y sí lo hacía por Koch Bihar. Por eso el cambio, aunque también podría ser la ciudad de Rangpur, en Bangladés, por donde sí pasaba el tren, a unos 80 km al sur de Koch Bihar.

Eastern Bengal Railway Company: “Indian-Sud-Railway” en el original. Cambié el nombre por el real, al momento de transcurrir la historia, según la zona en la que se encuentran.

Vetiver: Planta perenne de la familia de las gramíneas, nativa de la india. Posee tallos altos de 1,5 m, con hojas largas, delgadas y rígidas. Se utilizan para tejer esteras que al ser humedecidas, desprenden un aroma para purificar el ambiente.

East Indian Railway Company: “East-Indian-Railway” en el original, ajusté el nombre al completo de la línea.

Bombay: Es la capital del estado federal de Maharashtra en la India. Es la ciudad portuaria más importante con casi el 40% del tráfico exterior del país.

Bogra: Importante ciudad de la división de Rajshahi en Bangladés. Efectivamente era una de las estaciones por donde pasaba el tren en su camino a Calcuta. Actualmente utiliza otro recorrido, sin salir de la India.

Aligátor: “Alligatore” en el original, es caimán, especie de cocodrilo.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 80 mi equivalen a 128,75 km.

Brahma: En el hinduismo es el dios creador del universo.

Balconcillo: “Galleria” en el original, es la parte exterior en los extremos de los coches de pasajeros antiguos.

Shivá: “Siva” en el original, es el dios destructor del hinduismo.

Chaibasa: “Chaifassa” en el original, no encontré el nombre exacto. El que más se acerca es Chaibasa, una ciudad del estado de Jharkhand, India a 300 km al oeste de Calcuta y fuera del tramo que deberían realizar en tren desde Koch Bihar.

Jungla amarilla: “Jungla Gialla” en el original. No encontré ninguna referencia ni traducción a esta supuesta región. ¿Estará relacionado con la fiebre amarilla?

Fogonero: “Fuochista” en el original, es la persona encargada de cuidar del fogón, sobre todo en las máquinas de vapor.

Ténder: Es el depósito incorporado a la locomotora o enganchado a ella, que lleva el combustible y agua necesarios para alimentarla durante el viaje. En algunos países también se lo conoce como “carbonera”.

Azufrera: “Zolfatara” en el original, es una mina de azufre.

Sikkim: Estado de la India, ubicado al noreste del país, a los pies del Himalaya. Si bien el tren en aquella época no llegaba a dicho estado, sí había ramales que se aproximaban.

Hacer plaza: Vender ciertas cosas al por menor públicamente.

Bungalows: Voz inglesa de “bungalós”, casas pequeñas de una sola planta que se suelen construir en parajes destinados al descanso. El origen de la palabra hace referencia a “bengalí” y puede ser tomado como “casa en el estilo bengalí”.

Cipayo: “Sipai” en el original, es el soldado indio de los siglos XVIII y XIX al servicio de Francia, Portugal y Gran Bretaña.

Karī: “Carri” en el original, significa curry en hindi, un condimento originario de la India compuesto por una mezcla de polvo de diversas especias. El plato de comida que se prepara con el condimento también lleva el mismo nombre.

Londres: Según la Enciclopedia Británica, son cigarros de aproximadamente 12 cm de largo, cuyo nombre deriva de la marca.

Patna: Ciudad del noroeste de la India, a orillas del Ganges. Es la capital de Pradesh y centro comercial de productos agropecuarios y artesanías.

Bután: “Bautham” en el original, país entre China e India, ubicado en la cordillera del Himalaya. Es uno de los países más chicos y con menor población del mundo. Si bien existe la localidad de Bautham en Uttar Pradesh, India, me pareció más razonable que la referencia fuera Bután, por su cercanía con Assam.

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