viernes, 28 de mayo de 2021

IV. El desastre


Toda Bengala está formada por planicies inmensas, ilimitadas, que siempre bajan al acercarse al delta del Ganges, empapándose de agua.
Las colinas se pueden contar con los dedos de una mano y no son mas que insignificantes elevaciones de algún centenar de metros, cubiertas por bosques impenetrables y habitadas por bestias feroces siempre al acecho.
Más allá de la estación de Bogra, la vegetación había cambiado bruscamente y ofrecía a las miradas maravilladas de los viajeros, ahora junglas gigantescas, pobladas por miríadas de marabúes y otras grandes zancudas, y ahora soberbias florestas de cocos, palmeras tara, mangiferas, pipal, todas plantas de tronco enorme y de follaje inmenso siempre verde oscuro.
Era la vegetación del delta, la verdadera vegetación bengalí.
El tren, lanzado siempre a buena velocidad, devoraba aquellas planicies sin ninguna dificultad, poniendo en fuga con su estrépito a millares y millares de aves y bandas de chacales. La línea era bastante buena y no siendo de un solo carril, no había peligro de ningún choque, al menos hasta más allá del paso del Ganges, todavía bastante lejano.
Los oficiales, dispersados por los balconcillos, se divertían disparando sus pistolas contra todos los animales que no eran tan rápidos como para escapar, haciéndose no solo admirar sino también aplaudir por las delgadas misses, todas hijas de funcionarios.
Y mataban, aún cuando el tren procediese de vez en cuando casi a los saltos, volviendo dificilísima la puntería.
Debían ser todos escogidos tiradores, habituados también a las grandes cacerías.
Quizá esperaban sorprender a algún gran tigre de Bengala, algo no improbable, porque a pesar de las grandes batidas de las guarniciones hechas con numerosísimos elefantes, son siempre numerosísimos en Bengala, y tan audaces como para asaltar incluso a los trenes para llevarse, si no a los viajeros bien encerrados, al menos al maquinista o al fogonero.
A las ocho de la noche el sol se puso casi de golpe cortando la diversión y la oscuridad se extendió bastante densa sobre las interminables planicies.
El tren hizo una breve parada para dar tiempo al personal a encender las luces, luego, después de haber alimentado la locomotora, reanudó la carrera a través de una serie de montes que debían servir de refugio a la caza mayor.
El brahmán, no confiando en permanecer solo en el balconcillo, porque todos se habían retirado, volvió a entrar en el compartimento.
Antes había mirado la hora en un pequeño reloj que tenía oculto en la ancha faja.
—Cuatro horas más —murmuró—. Tendré que tener un poco de paciencia.
—Se está mejor aquí que afuera, señor sacerdote —dijo Kammamuri, que había dejado de fumar—. No hay que confiarse y estar solo de noche en los balconcillos. Como sabe, los tigres y los leopardos son de patas ágiles.
—No me lo diga —dijo el brahmán, cerrando prudentemente la puerta—. Hace dos meses un tigre por poco no me lleva del tren que va a Patna.
—¿Había entrado al coche? —preguntaron el maratí y Timul.
—No, respiraba un poco de aire nocturno en el balconcillo, cuando vi aparecer imprevistamente en el borde de la jungla, dos ojos fosforescentes. El tren marchaba veloz, sin embargo la fiera no vaciló en lanzarse y cayó a unos pasos de mí. Apenas tuve tiempo de precipitarme a mi compartimento, cerrar la puerta y empuñar mis pistolas, que ya las garras de la terrible bestia intentaban desgarrar las esteras de vetiver para alcanzarme.
—¿Estaba solo?
—Para nada solo —dijo el brahmán—. Había ingleses en el compartimento de al lado, pero no se percataron de nada.
—¿Y cómo se las arregló? —preguntó Kammamuri, que era todo oídos en su calidad de viejo cazador de los más feroces animales que infestan el delta gangético.
—Con dos pistoletazos descargados dentro de una oreja de la bestia, cuando ya desgarrada la estera, estaba por brincar en el compartimento.
—¿Y la fulminó?
—En un instante. Todavía conservo, en mi casa, la piel de aquel soberbio tigre de Bengala.
—Ha sido muy afortunado, señor sacerdote, porque yo que he cazado por muchos años en los Sundarbans, jamás he conseguido derribar a aquellas grandes bestias con simples pistoletazos. Muchas veces no bastaban ni las grandes carabinas.
—Brahma me ha ayudado.
—Sí que lo creo.
—No obstante, querría saber por qué príncipes asameses van a cazar a la baja Bengala. En sus florestas las bestias no deben faltar.
—Íbamos para entrenarnos —respondió prudentemente Kammamuri—. ¿Me permite una pipada?
—Sí, si levanta la estera.
—¿Y si algún tigre saltara al balconcillo al vuelo?
—Somos tres, yo también estoy bien armado.
—Entonces también puedo salir.
—No lo haga: nunca se sabe.
—Me bastará la ventana.
Kammamuri encendió su pipa y habiendo levantado la gran estera que goteaba agua, se puso a fumar tranquilamente, intentando distinguir algo.
Una oscuridad absoluta envolvía al tren que ya había comenzado a meterse en medio de las junglas formadas por bambú de quince y también de veinte pies de alto, y grandes como el muslo de un hombre en su base. No obstante, las lámparas mandaban, de vez en cuando, destellos de luz que aún permitían distinguir algo, por trechos.
Y el tren avanzaba siempre con un gran estruendo de hierros, sacudiendo horriblemente los coches y vomitando por su ancha chimenea inmensos chorros de chispas que el viento nocturno se apresuraba a dispersar, con gran peligro de que estallase algún incendio, porque era la época de la estación seca y la vegetación estaba bien seca.
No obstante, era cierto que detrás del tren fugaz no había nadie más y que por consiguiente, el fuego no habría podido causar mas que daños a las florestas que se extienden más allá de las junglas. Kammamuri había dado dos pipadas cuando oyó tres silbidos lacerantes mandados por la locomotora.
Casi en el mismo instante vio al brahmán abrir la puerta y precipitarse al balconcillo, armado de pistolas.
—Señor sacerdote, ¿a dónde corre? —preguntó el maratí—. ¿No tiene más miedo de los tigres?
—¿No ha oído aquellos silbidos?
—El maquinista querrá divertirse espantando a alguna tropa de búfalos?
—No: anuncia un desastre, el desastre ya previsto por mí.
—¡Oh...! ¡Qué historias...!
Kammamuri no pudo terminar. El tren se había detenido bruscamente imprimiendo a los coches sacudidas espantosas.
Por un momento pareció que todo se desmoronaba, pero luego se vieron dos sombras pasar delante de los balconcillos, gritando a todo pulmón:
—No se asusten, señores, una pequeña avería en la locomotora.
—Escapen conmigo —dijo el brahmán, volviéndose hacia Kammamuri y Timul—. ¡La locomotora está por estallar...! ¡Pronto, salten a tierra...!
—Esperaremos a que salte —respondió Kammamuri, que ya se había lanzado fuera del compartimento.
—¡Huyan, estúpidos...!
—Si quiere hacerse comer por los tigres, allá usted, señor sacerdote. Nosotros todavía estamos muy bien aquí.
—¡Se arrepentirán...! —gritó el brahmán, arrojándose a tierra y desapareciendo en la oscuridad.
Todos los viajeros se habían apiñado en los balconcillos y las preguntas y respuestas se entrecruzaban.
—¿Una avería grave?
—No lo sabemos —había respondido el maquinista, que ya había divisado al brahmán.
—¿Pasaremos la noche aquí?
—No se sabe.
—¡Regresen a la locomotora...! —aullaban los oficiales ingleses furiosos—. Vayan a hacer la reparación.
—Temo que haya poca agua, señores, y que todo salte.
—¡Todo el tren...! —chillaban las mujeres—. No es posible.
—¡Eh, maquinista...! —gritó un viejo funcionario, que se había apoderado de un farol—. ¿Quiere que lo haga arrestar y luego fusilar? Sabe que no bromeamos mucho.
—Sería necesario saber, ante todo, a dónde ha escapado —dijo Kammamuri a Timul—. Hace un momento estaba delante nuestro y ahora ha desaparecido.
—¿Habrá huído con el brahmán?
—¿Sabes algo? Ten listas las pistolas porque olfateo una traición.
—¿Urdida contra quién?
Kammamuri no pudo responder.
Todos los viajeros, cada vez más impresionados por aquella parada en medio de una jungla densa, en plena noche, se alborotaban aullando todos.
—¡Maquinista...! ¡Maquinista...!
—Bribón: responde o te arrojaremos dentro de la caldera.
Los oficiales ingleses estaban por lanzarse a tierra, cuando el tren sufrió una sacudida horrible, luego se puso a huir a través de las junglas con fantástica velocidad vomitando torrentes de chispas.
Apenas había partido cuando luces siniestras rompieron imprevistamente la oscuridad, tiñendo rápidamente el cielo de un rojo intenso.
Al mismo tiempo, tiros de fusiles atronaron bajo los gigantescos bambúes y se oyeron proyectiles silbar a través de los coches y meterse, con un chirrido agudo, en la madera.
—¡Por Júpiter...! ¡Como dice el señor Yanez...! —exclamó Kammamuri—. Hemos caído todos en una emboscada hábilmente preparada.
—¿Por quién?
—Por el maquinista y el fogonero que deben estar de acuerdo con los bandidos de la jungla.
—El tren continúa corriendo. ¿Quién lo guía? —preguntó Timul.
—Abierta la palanca, camina solo, mientras haya carbón en la caldera.
—Sahib, ¿qué hacemos?
—Vayamos a buscar a aquel perro maquinista, pero como verás, no lo encontraremos.
—¿Tienes práctica con aquellas bestias que bufan fuego y humo?
—Algo entiendo. Ven conmigo, antes de que el incendio se desarrolle completamente. No pasemos a través de los balconcillos que están llenos de personas chillando. Saltaremos del techo de un coche al otro. Cuidado con caer si te tiemblan las piernas.
—Jamás he sufrido de vértigo, sahib, y soy ágil como un mono.
—¡Arriba, basta, sígueme, sangre de Visnú...!
Se agarró a una columna del balconcillo y pasó al techo del coche.
Un espectáculo espantoso se presentó enseguida a sus ojos.
Toda la jungla estaba en llamas, tanto a diestra como a siniestra de la línea férrea.
Los altísimos bambúes, ya muy secos, ardían como inmensas antorchas, contorcionándose, tronando, doblándose y volviéndose a levantar como si hubiesen sido reavivados por nuevas fuerzas.
Nubarrones de chispas espléndidas como estrellas, surcaban la oscuridad acompañados por gigantescas columnas de humo.
—¡Estamos perdidos...! —había exclamado de pronto Kammamuri—. ¿Cómo podremos atravesar este mar de fuego sin cocinarnos vivos? ¡Timul, a la locomotora...!
Tomó impulso y se dirigió al techo del coche vecino.
Se detuvo un momento habiendo quedado como aturdido, luego reanudó animosamente la peligrosa gimnasia, imitado por el joven buscador de pistas, que saltaba con la agilidad de los gamos indios.
En los balconcillos, los viajeros, aullaban espantosamente, pero parecía que también los oficiales hubiesen perdido la cabeza, porque ninguno había pensado en la locomotora y se mantenían estrechados unos contra otros, mirando, con los ojos dilatados por el terror, aquel terrible espectáculo.
Kammamuri saltó sobre siete coches, luego fue a rodar sobre el ténder, en medio del carbón. Un momento después Timul le caía casi encima. También el bravo joven había superado fácilmente la gran prueba.
El incendio se inflamaba siempre, con una crepitación ensordecedora, cubriéndose cada vez más de humo y chispas, y el tren se precipitada a lo loco, con una velocidad de más de cien kilómetros por hora, dentro de la jungla, bufando, bramando, tambaleándose.
Kammamuri tomó un poco de aire, luego se precipitó hacia la locomotora haciéndose una terrible pregunta:
—¿Avanzar o retroceder?
—Continuemos la carrera, sahib —dijo Timul—. También al norte toda la jungla arde y nos encontraremos todavía en medio de un mar de fuego.
—Entonces dejemos que el tren corra. Yo estoy atento a la locomotora y tú cuida que no falte carbón en la caldera.
—¿Y cree, sahib, poder conducirnos a salvo?
—Lo intento. Aquí se trata de correr y correr bien. Si sobreviene algún incidente y nos detiene, moriremos todos quemados. ¡Carbón, Timul, carbón...!
Kammamuri nunca había sido maquinista, no obstante conocía y sabía manejar aquellas bestias, habiendo hecho un poco de práctica en las máquinas del Rey del Mar de Sandokan, por consiguiente no se sentía incómodo.
No obstante, el incendio que aumentaba siempre lo preocupaba. La vía férrea, abierta a través de la jungla, no era más ancha que treinta metros, de modo que las chispas caían en gran número sobre los vagones amenazando con incendiarlos.
Solamente la locomotora no podía correr ningún peligro, estando cubierta de una gruesa plancha de hierro que llegaba incluso sobre una parte del ténder. Ahí las chispas no podían tener ninguna presa; no obstante, los dos maquinistas improvisados no se encontraban sobre un lecho de rosas y sus preocupaciones aumentaban minuto a minuto.
Si los viajeros, bien tapados dentro de los coches y reparados por las esteras chorreantes de agua, podían escapar al menos al humo que remolinaba alrededor del tren, el maratí y el buscador de pistas, a pesar de estar cerca, en ciertos momentos no conseguían divisarse.
Y luego, más que el humo, era la ceniza caliente, que llovía por todas partes y que comenzaba a acumularse sobre los coches, lo que daba a aquellos dos valerosos las mayores molestias, porque el viento la metía también a través de la locomotora, bajo la plancha, amenazando con quemarles los ojos.
El calor aumentaba espantosamente. El termómetro debía dar saltos de varios grados a la vez. El aire se había vuelto casi irrespirable y secaba los pulmones, provocando furiosos ataques de tos.
No obstante, los dos indios resistían tenazmente, continuando alimentando la caldera. Solo una fuga fulmínea podía salvar a todos aquellos desgraciados que dentro de los coches no dejaban de mandar alaridos siempre más espantosos.
Y corría el tren en medio de aquel horno, que alimentaba con su corriente de aire, pero la jungla parecía no tener fin.
A lo lejos, hacia el sur, el cielo aparecía rojizo. Por lo tanto, también allá el incendio, más rápido que la locomotora, ya se había propagado a causa de las miríadas de chispas que el viento del septentrión, desgraciadamente vuelto un poco fuerte, envolvía.
—Temo no salir vivo de este mar de fuego —dijo en cierto momento Kammamuri a Timul, que removía con una larga barra el carbón—. El incendio continúa también delante nuestro y el aire comienza a faltar. No tengo más esperanzas, sin embargo no podemos, no debemos detenernos. ¡Ah...! ¡Maquinista perro...! Ha sido él en dar fuego a la jungla, ayudado por otros cómplices, pero aquellos viles chacales se han salvado a tiempo.
—¿Qué quiere hacer, sahib?
—Correr siempre. Hay dos cubos de agua aquí, estarán un poco calientes, sin embargo el líquido servirá para algo arrojado sobre nuestra ropa. Moja, moja y luego carbón otra vez, Timul.
—¿Y si la locomotora estalla?
—Nos quemaremos todos.
—¡Es espantoso, sahib...!
De pronto se le escapó un alarido altísimo.
El tren había superado una curva y estaba por lanzarse nuevamente en medio del mar de fuego, cuando se divisó a través de la vía, a quinientos o mil metros de distancia, una gran línea negra.
¿Qué era? ¿El tronco enorme de algún pipal o de algún tara caído justo sobre los rieles de acero que guiaban al tren? Kammamuri supuso.
—Estamos perdidos —dijo a Timul—. Dentro de medio minuto todos los vagones se harán pedazos.
—¿No podemos pasar?
—No: la línea está obstruida.
Dio contravapor rápidamente e hizo silbar a la locomotora para advertir a todo el personal que activara los frenos, ¿pero quién se podría ocupar? El humo, las chispas, el aire muy caliente, ya habían puesto fuera de combate a casi todos.
—Timul —dijo Kammamuri, con voz quebrada—. Salta, mientras la locomotora aminora la velocidad. Yo también me arrojaré.
—¿No nos mataremos, sahib?
—Salta a la zanja. La hierba es densa y todavía no se ha prendido fuego, y salvará nuestros huesos. Cuidado con perder las pistolas. Más tarde quizá las necesitaremos mucho.
A los dos lados de la línea se abrían dos profundas trincheras que se habían llenado de vegetación, impidiendo incluso el drenaje de las aguas.
El tren aminoraba y ya se veía netamente, arrojado a través del camino que debía recorrer la locomotora, un tronco enorme, un tronco de tara.
Evitar el desastre era imposible. Los guardafrenos no habían respondido a la llamada desesperada del improvisado maquinista. ¿Estaban muertos o semi asfixiados dentro de sus minúsculas cabinas? ¿Quién habría podido decirlo?
—¡Abajo, Timul...! —aulló Kammamuri—. ¡Aquí el fuego nos da un poco de tregua...!
En efecto, en aquel punto de la jungla, quizá más húmeda que la otra, humeaba sin llamear.
Los dos indios midieron la distancia, recogieron todas sus fuerzas y se lanzaron dentro de las profundas zanjas, uno a derecha y el otro a izquierda de la locomotora que continuaba corriendo, agonizando.
—¡Sálvese quien pueda...! —gritó el maratí, que había caído en un denso estrato de hierbas gruesas—. ¡Salten todos...! ¡Huyan...!
De los coches ninguna voz había respondido.
El tren, aún cuando frenado por el contravapor, recorrió todavía velozmente quinientos metros, luego la locomotora se encabritó como un caballo bajo el golpe de la espuela que sentía por primera vez.
Había chocado contra el tronco enorme del árbol, volcando hacia un lado junto con el ténder.
Los coches, proyectados por el impulso, se encaballaron uno sobre otro con un estruendo formidable, rompiéndose, luego se oyó un estallido ensordecedor.
La locomotora había saltado por los aires y había comunicado el fuego primero al ténder y luego al primer coche.
Llamas enormes, en un momento se extendieron por todas partes. Todo se quemaba y se quemaban también los desgraciados viajeros que no habían tenido tiempo o que habían tenido temor de saltar.
Kammamuri, bastante grisáceo, o sea pálido, había alcanzado a Timul que, no menos afortunado, había terminado con pocas contusiones, absolutamente insignificantes para la dura piel de un indio.
Como hemos dicho, en aquel lugar la jungla humeaba bastante, pero no ardía. La vegetación se contorsionaba como si fuesen reptiles, luego caía en gran número a través de la línea férrea, cortando los cables del telégrafo, quién sabe en cuántos lugares interrumpido entonces.
—¿Es verdad que estamos vivos? —preguntó el maratí con voz quebrada.
—Es lo que me pregunto también, sahib —respondió el joven buscador de pistas, respirando afanosamente—. ¿Y los viajeros?
—Si no murieron con el choque, el fuego los terminará. Todos los coches arden y ni siquiera dos compañías de bomberos podrían salvarlos.
—Puede haber algún sobreviviente, señor.
—No creo, sin embargo vayamos a ver, no obstante, si el humo nos permite acercarnos.
—¿Y qué será de nosotros?
—Pensaremos después en nosotros, Timul —respondió Kammamuri.
Se habían puesto a correr en medio de la línea férrea, cuidándose de los bambúes que de vez en cuando, aunque no ardían, caían siempre en buen número, como si sus bases se hubiesen calcinado de un momento a otro, y consiguieron llegar hasta cien metros del tren.
No obstante, allí debieron detenerse. Una enorme nube de humo impregnada de un horrendo olor a carne chamuscada, envolvía todos los coches, que, bajo aquella fúnebre manta, continuaban inflamándose.
Todos los desgraciados viajeros debían estar muertos, algunos por el choque, algunos quemados vivos o rápidamente asfixiados.
Kammamuri hizo portavoz con las manos y se puso a gritar:
—¡Señores...! ¡Señores...! Si alguno de ustedes todavía está vivo, responda.
Ninguna voz humana salió de aquel cúmulo de humo. En cambio, se oían solamente las llamas crepitar y de vez en cuando incluso bramar.
Por tres veces el maratí repitió la llamada, luego tomó a Timul por un brazo y lo llevó hacia la jungla húmeda, donde el calor era menos intenso y el aire un poco más respirable.
Se sentaron ambos en el borde de una zanja, frente a un poste de telégrafo de siete u ocho metros de alto y que sostenía, sobre la punta, más allá de los muchos aislantes, tres largas astas de hierro destinadas a servir de pequeño depósito de otros cables, a fin de que el personal de los trenes pudiese reanudar más rápidamente las comunicaciones rotas por algún incidente.
—¡Estoy asustado! —dijo Kammamuri—. Me pregunto cómo haremos para dejar estas malditas junglas que llamean por todas partes.
—Aquí el fuego no se inflama —dijo Timul—. Los bambúes se consumen sin incendiarse. Debe haber canales o pantanos aquí cerca.
—¿Y sabrías alcanzarlos? Morirías asfixiado antes de haber recorrido cien metros y luego, no veo ningún pasaje ni delante ni detrás nuestro.
—Esperemos a que el fuego cese.
—¿Sabes cuánto durará? No conozco estas junglas. Y luego verás que haremos bien en no alejarnos de este poste de telégrafo. Allá arriba hay lugar para dos personas.
—El poste no camina, sahib.
—Estoy convencido, pero será aquel el que más tarde nos salvará.
—¿De quién?
—De los tigres, mi querido. Espera que el fuego cese y los verás llegar para arrojarse sobre los cadáveres de los viajeros. Como ves, es mejor que nos quedemos aquí.
—¿Para ahumarnos, sahib?
—No sé qué hacer. No tengo a mano a los bomberos.
—¿Pero tú crees, sahib, que el autor de este desastre haya sido aquel misterioso brahmán, de conformidad con el maquinista y el fogonero?
—Ya no tengo ninguna duda. Aquí, los amigos de Sindhia, nos han preparado una terrible emboscada.
—¿Sabían que nosotros habíamos dejado la capital para dirigirnos a Calcuta?
—Ciertamente.
—Entonces, ¿tiene un cuerpo de policía aquel Sindhia?
—Y por lo que parece bastante más hábil que el de la rani.
—Entonces, si no han conseguido matarnos aquí, sacrificando a un centenar de ingleses, no fallarán en hacerse con nuestra piel en Calcuta —dijo Timul, un poco impresionado.
—Ya nos creerán muertos y no pensarán más en nosotros.
—¿Iremos a la reina de Bengala a pie?
—¿Estás loco? Todavía estamos, al menos, a trescientos kilómetros de distancia, si no más.
—¿Regresaremos a la capital?
—¡Ah, no...! Cumpliré la misión que me confió el maharajá —respondió Kammamuri con voz firme—. Llevo conmigo sumas importantes y si no podemos esperar el tren, alquilaremos un elefante. En las aldeas del alto Bengala, frecuentadas muy a menudo por los oficiales ingleses siempre en busca de tigres, se encuentran siempre.
—¿El otro tren cuándo pasará?
—¿Quién puede decirlo? La línea telegráfica está averiada, nadie ha podido mandar antes un telegrama, por consiguiente llegará cuando llegue y luego vendrá de Calcuta en carrera para las regiones septentrionales, y allá arriba nosotros no tenemos, al menos por el momento, ningún asunto que despachar.
—Sahib, ¿nuestras horas están contadas?
—Nuestra situación es difícil, sin embargo no desespero. ¡Oh...! En Malasia, cuando combatía con mi amo y con el maharajá junto al famoso Sandokan, me he encontrado en peligros mucho más grandes y sin embargo, he regresado a la India con mi piel casi intacta.
—Sin embargo, también allá abajo hay tigres, ¿verdad, sahib?
—Y aquellos con solo dos piernas son más temibles que los que tienen cuatro patas. ¡Maldito humo...! ¿No la termina más?
—No obstante, la lluvia de cenizas ardientes ha cesado.
—Y ha sido para nosotros una verdadera y gran fortuna —dijo Kammamuri—. Si hubiese continuado, hubiéramos terminado como aquellos desgraciados ingleses.
—Y la zanja es húmeda, sahib.
—En efecto, nosotros aquí nos encontramos bastante bien, aún cuando las junglas continúan quemándose. El fuego sigue, pero alejándose y dentro de un par de horas podremos respirar libremente.
Kammamuri se había levantado. La vegetación que se perfilaba a lo largo de aquel trecho de la línea férrea, continuaba calcinándose sin llamaradas. No obstante, el humo era intenso y de vez en cuando, se volvía casi negruzco.
Pocas chispas.
Una gran humedad debía reinar en aquel lugar y debía apagarlo rápidamente.
No obstante, a lo lejos, ya sea al norte o al sur, el cielo llameaba siempre como si una aurora boreal se hubiese impulsado de las regiones heladas hasta las regiones ecuatoriales.
El calor era extremadamente intenso. Los dos desgraciados sudaban como si se encontrasen dentro de un horno y respiraban a duras penas.
—El alba —dijo de pronto Kammamuri, que, no sabiendo más qué hacer, había encendido la pipa—. Y un alba tempestuosa, también. El sol surge entre nubes más negras que el alquitrán y la faja de la diosa Kali. Tendremos un huracán.
—Sea bienvenido —dijo el joven buscador de pistas—. Apagará este gran incendio.
—Y hará acudir más rápido a los tigres. Cuando el fuego haya cesado, los veremos llegar en gran número. Ya te lo he dicho.
—Se comerán a los ingleses.
—Y luego a nosotros.
—Tenemos nuestras pistolas y municiones, sahib.
—Tú no conoces a los tigres, mi querido. Ve a enfrentarlos con estas baratijas, buenos para matar hombres, sí, pero no a aquellas terribles bestias.
—Sin embargo, el brahmán...
—¡Bah...! Una historia cualquiera inventada quizá en el momento. Mi señor y yo hemos derribado muchas de aquellas fieras en los Sundarbans del Ganges y siempre con tiros de carabina.
—Señor, ¿si regresamos al tren y vamos a tomar las nuestras o las que llevaban los viajeros?
—¡No encontraremos mas que los cañones y si los encontramos también! Sin embargo, ya que no hay nada que hacer aquí, podemos ir otra vez hacia la locomotora. ¡Quién sabe...! Algunos coches pudieron haber descarrilado, arrojados a la jungla y escapado al incendio. El humo ya no ondea tan denso sobre los escombros del tren y podremos ver mejor.
—Señor, ¿espera encontrar todavía a alguna persona viva?
—No, no, ya te lo he dicho. Todos deben haber perecido.
—¡Y eran cien...!
—¿Qué le importa a Sindhia, que debe odiar al señor Yanez no menos que a los ingleses?
Un ruido seco de trueno sofocó por un momento los fragores que venían de la jungla siempre llameante. El sol apenas había surgido que ya se había escondido dentro de una gigantesca nube del color de la pez.
—El huracán —dijo Kammamuri—. ¿Será nuestra fortuna o nuestra desdicha?
Salieron de la zanja y regresaron hacia el tren. Todavía brillaban las llamas, no obstante las grandes oleadas de humo se habían dispersado. Los coches ya debían haber sido todos destruidos, y el fuego luchaba por encontrar otro alimento. El olor de la carne asada, y carne humana, siempre impregnaba fuertemente el aire.
Hombres y mujeres habían terminado dentro de los coches para no salir mas que quemados. El polvo de sus huesos ya debía haberse mezclado con el del material que la terrible llama, liberada por el estallido de la locomotora, no había perdonado.
—El desastre no podía haber sido más completo —dijo Kammamuri, que no osaba avanzar más—. Ha sido una excursión inútil.
—No, sahib —dijo el joven buscador de pistas, que se había desviado hacia la zanja de la derecha—. Allí hay un vagón que aún no ha prendido fuego.
—¿Estás soñando?
—Atravesemos este nubarrón de humo y verá que no me he equivocado.
—¿El gran choque habrá arrojado a algunos bastante fuera de la línea?
—Está dentro de la zanja, y aún cuando la jungla arda a pocos metros de distancia, todavía no ha prendido fuego.
—No encontraremos ninguna persona viva, te lo aseguro. Sin embargo, vayamos a ver.
Se lanzaron a gran carrera a través del cúmulo de nubes hediondas y después de haber recorrido veinte o treinta metros, fueron a chocar contra un coche, que había sido arrojado como si fuese un simple juguete, dentro de la ancha zanja.
Era el coche restaurante y parecía que en el terrible salto no hubiese sufrido en absoluto.
Kammamuri, después de una breve indecisión, se lanzó sobre la plataforma, abrió la puerta y miró dentro. Mesas y vajilla yacían rotos, y en medio de ellos se extendían dos cuerpos humanos, vestidos de blanco, que parecían ya muertos: eran el cocinero y su ayudante. Proyectando el incendio una luz siempre vivísima, los dos indios pudieron avanzar y alcanzar a los dos desgraciados.
—Estos también se han ido —dijo Kammamuri, con voz cada vez más conmovida—. Deben haber muerto por el choque.
—Huyamos, señor —dijo Timul.
—¿Estás loco? Este vagón se convertirá en nuestro hogar hasta que llegue algún otro tren.
—Saquemos a los muertos, al menos.
—Ah, sí, tampoco me gusta la compañía de los muertos. Y luego aquí estaremos muy bien, y no sufriremos ni de hambre, ni de sed. Mira cuántas cajas llenas de víveres y de botellas de cerveza que, quién sabe por qué causa, no se han roto, a pesar de la formidable sacudida. Aquí estaremos mejor que sobre la punta del poste de telégrafo y podremos hacer frente a los tigres. Vamos, ayúdame.
Tomaron al cocinero que tenía la cabeza casi partida en dos y lo llevaron afuera, poniéndolo a veinte metros de distancia, luego sacaron al ayudante, que parecía tener todos los huesos rotos. Uno y otro debían haber muerto en el acto, casi sin ningún sufrimiento.
—¿Sabes, Timul, que estoy asombrado?
—¿De qué, sahib?
—De haber tenido tanta suerte —dijo Kammamuri—. No creí salir vivo de este desastre que ha costado más de cien vidas humanas. He hecho lo posible por evitarlo y no tengo nada que reprocharme, por consiguiente mi conciencia está tranquila. Pensemos ahora en nuestro caso. Me parece que por esta parte el incendio de la jungla comienza a disminuir bastante rápido, y si por una parte es una suerte, porque no correremos más peligro de quemarnos vivos, por otro lado atraerá sobre nosotros consecuencias mucho mayores. Afortunadamente está el coche.
—Quizá siempre piensa en los tigres, sahib —dijo Timul.
—Y más de lo que podrías suponer —respondió Kammamuri, con voz grave—. He nacido y vivido en las junglas y largos, largos años he pasado entre aquellas grandes vegetaciones. Esta que ahora arde, es nada en comparación con aquella que he habitado con mi amo. Eran otros tiempos entonces y los thugs quizá nos causaban más molestias que los tigres y las serpientes.
Se pasó una mano empapada de sudor, entró en el coche restaurante, tomó dos botellas de cerveza y le ofreció una a Timul.
—Tú también debes tener los pulmones quemados —dijo.
—No sé cómo funcionan todavía, sahib —respondió el joven buscador de pistas.
—Sentémonos en el margen de la zanja y esperemos a que todo el tren se haya incinerado. No podemos hacer nada para salvarlo. Bebe y si tienes hambre, ve a proveerte al coche.
—¡Oh, no, sahib...! Por ahora no.
—Entonces ve a ver si el cocinero y su ayudante tenían algún arma. Normalmente tienen.
El joven buscador de pistas entró ágilmente al coche y poco después salió trayendo dos espléndidas pistolas inglesas y varios paquetes de municiones.
—Ahora estoy más tranquilo —dijo el maratí.
Se aseguró que las armas estuvieran cargadas, luego atacó su botella de cerveza, imitado enseguida por Timul que se moría de sed.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

El Rey del Mar, como ya sabrán, era el nombre de la embarcación estadounidense que compró Yanez en la novela homónima.

Cuando Kammamuri dice que están a por lo menos trescientos kilómetros de Calcuta, en el original indicaba quinientos kilómetros. Lo ajusté por una distancia más acorde a la real.

Ganges: “Gange” en el original, es un importante río que recorre el oeste de India de norte a sur. Nace en el Himalaya y desemboca formando el mayor delta del mundo, en el golfo de Bengala. Considerado sagrado, a sus aguas suelen arrojarse los cuerpos enteros de personas, lo que genera gran contaminación.

Marabúes: Nombre vulgar con el que se conoce a los leptoptilos, género de aves ciconiformes. Son carroñeras que se distribuyen por zonas tropicales de Asia y África.

Tara: Nombre bengalí que puede referirse tanto a la Corypha taliera como a la Corypha umbraculifera. Ambas especies del género Corypha pertenecen a la familia de las palmeras y son nativas del subcontinente indio y Malasia. La primera se extinguió en su forma silvestre; solamente existe en viveros desde hace más de 50 años. La segunda puede medir hasta 25 metros de altura y posee la inflorescencia más grande (de 6 a 8 metros de alto).

Mangiferas: Nombre científico del mango, género de 130 especies, perteneciente a la familia de las anacardiáceas.

Pipal: Uno de los nombres con que se conoce al “Ficus religiosa”. Otros nombres dados son: “higuera de las pagodas”, “higuera sagrada”, “árbol bo”, etc.

Misses: “Miss” en el original, es señoritas en inglés.

Tigre de Bengala: “Tigre reale” en el original, también conocido como tigre de Bengala real o tigre indio es la subespecie más grande.

Sundarbans: “Sunderbunds” en el original, es parte del golfo de Bengala y constituye el bosque más grande de manglar (hábitat formado por árboles tolerantes a la sal) del mundo. Fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1997. Se extiende a través de Bangladés y la India abarcando 139.500 ha.

Pies: 1 pie = 0,3048 m. Por lo tanto, 15 pie equivalen a 4,57 m; 20 pie equivalen a 6,10 m.

Contravapor: Corriente de vapor que obra en sentido opuesto a la que de ordinario mueve una máquina, y sirve para que esta se detenga o retroceda si es locomóvil.

Guardafrenos: Empleado que tiene a su cargo el manejo de los frenos en los trenes de ferrocarriles.

Kali: “Kalì” en el original. En el hinduismo es una de las diosas principales, considerada consorte de Shivá. Representa el aspecto destructor de la divinidad.

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