jueves, 10 de junio de 2021

V. El asalto de los tigres


El tren, a solo cincuenta metros de distancia, continuaba ardiendo, crepitando y tronando.
Todas las armas de fuego, poseídas por los desgraciados viajeros, al contacto de las llamas se descargaban con un estruendo ensordecedor, mandando proyectiles en todas direcciones.
Los cadáveres, ya cremados, no mandaban más ningún olor nauseabundo, no obstante un humo siempre densísimo todavía rondaba sobre los restos de los vagones. Eran las telas, esteras y almohadas que terminaban de consumirse junto con las colchonetas que servían de cama a la noche.
La locomotora, completamente destripada, todavía tenía trozos de carbón encendido y parecía que aún habiendo volcado, estuviera a punto de escapar de un momento a otro.
No obstante, el fuego cesaba rápidamente como también cesaba el que devoraba la jungla. La vegetación se desvanecía bajo los golpes de las llamas y yacía en tierra incinerada.
Kammamuri, previendo que tendría que esperar mucho tiempo para otro tren, ayudado por Timul puso un poco de orden en el coche restaurante, arrojando fuera un gran número de porcelanas de todas las formas que no habían resistido al choque, luego se pusieron a desayunar.
El cocinero había renovado sus provisiones en la última estación y las cajas forradas de cinc y los armarios estaban repletos de bistecs, latas de salsas y de carne en conserva, fruta, fiambres de todo tipo y quesos.
Habiéndose roto los dos hornillos que eran de terracota, los dos indios tiraron los bistecs que ya comenzaban a apestar a causa del intenso calor que habían sufrido y se contentaron con unos bizcochos bien untados con chéster, acompañándolos con anchas rodajas de ananás y con alguna banana. Vaciaron otras dos botellas de cerveza, luego salieron para dar una última mirada al desgraciado tren.
—Dentro de media hora todo habrá terminado —dijo Kammamuri—. El fuego no encuentra más alimento.
—Y también el incendio de la jungla, al menos alrededor nuestro continúa disminuyendo.
—¡Pero si te digo que tenemos una suerte extraña!
—¿Y cuánto deberemos permanecer aquí, sahib?
—No menos de veinticuatro horas, si no me equivoco.
—¿Vendrá otro tren?
—Sí, pero no sé si vendrá de Calcuta o de la alta India. Aquí ya no corremos ningún peligro teniendo víveres, armas y también dos cómodos catres para dormir, por consiguiente no debemos inquietarnos. Ciertamente no será mañana que Sindhia asalte la capital y podemos perder algunos días. ¡Uf...! He aquí los marabúes que llegan en grandes formaciones con la esperanza de darse un gran atracón de cadáveres humanos. Eso quiere decir que también lejos de nosotros el fuego de la jungla va extinguiéndose.
—Devorarán al cocinero y a su ayudante —dijo Timul.
—Magro almuerzo para aves tan hambrientas. Vamos, ya que el sol comienza a quemar y no tenemos nada que hacer, vayamos a tomar una siesta. Esta noche deberemos velar y velar bien, porque después de los marabúes vendrán los tigres y los leopardos.
Fumaron un cigarro sentados sobre la plataforma del vagón, luego, mientras los siniestros pajarracos bajaban en docenas y docenas, sacudiendo sus enormes picos, habiendo cerrado todas las puertas, se arrojaron sobre los catres de los dos desgraciados cocineros.
Cuando se despertaron, el sol estaba por ponerse y ningún reflejo de incendio se divisaba por la jungla, ya casi enteramente destruida.
Del tren no quedaban mas que el ténder y la locomotora y muchas ruedas. Todos los coches habían sido destruidos junto con los viajeros.
Una cincuentena de marabúes se ensañaban contra los huesos, ya bien descarnados, de los dos cocineros, buscando si algún nervio había escapado a la glotonería de los compañeros que habían bajado antes.
Kammamuri y Timul creyeron oportuno tomar una pequeña cena, dudando mucho que tuvieran tiempo más tarde, luego se pusieron a hacer centinela sobre la plataforma respirando ruidosamente el aire que ya comenzaba a volverse fresco, aún cuando estuviera saturado de una ceniza impalpable.
¡Quién sabe...! La noticia del desastre podría haber sido llevada a Bogra, por alguien del personal a bordo. No era mas que una suposición, porque los dos indios estaban convencidos de que nadie se había salvado, sin embargo algún tren podía sobrevenir a mitad de la noche, y era mejor velar.
No obstante, era verdad que la línea estaba interrumpida y que todas las locomotoras, ya sea que subieran del sur o descendieran de septentrión, deberían detenerse para no chocar contra los últimos escombros.
El sol había desaparecido y de todas partes del horizonte llegaban con gran alboroto otras bandadas de marabúes, buitres de cuello desplumado y sarnoso, pequeñas águilas negras, halcones de varios colores y tamaños, mezclados con azores gordos y sucios. Aún cuando ya no hubiese nada más para devorar, todos aquellos pajarracos se arrojaban rabiosamente contra las últimas sobras del tren, mezclando y volviendo a mezclar las cenizas para dar caza a algún hueso.
Los chacales, a lo lejos, aullaban. Por consiguiente, el fuego que devoraba la jungla debía haberse apagado del todo.
Ellos también estaban por llegar, esperando, como las aves, encontrar una cena abundante. Parece imposible, sin embargo aquellos animales, siempre en lucha con el hambre, olfatean a distancias increíbles el olor de un cadáver.
No obstante, llegaban tarde porque, como hemos dicho, los dos cocineros ya habían sido descarnados hace varias horas por los marabúes, bastante más ágiles, aún cuando parezcan pájaros pesadísimos.
Kammamuri había encendido su pipa y se había puesto al lado cuatro pistolas inglesas que había descubierto dentro de una caja, y Timul derrochaba cigarros finísimos, dando preferencia a los cortados manilenses, mucho mejores que los Londres.
—Si la noche transcurriese así —dijo el maratí, que de vez en cuando besaba su botella de cerveza—, no tendríamos que lamentarnos.
—¿Siempre cuentas con el arribo de un tren, sahib? —dijo Timul.
—¿Por qué han abierto, incluso a través de las junglas y florestas, las vías férreas? Cuándo llegará, no te lo puedo decir con precisión, habiendo viajado casi siempre sobre el dorso de los elefantes o a bordo de los navíos del terrible Sandokan.
—Este Sandokan, que he oído nombrar varias veces y con gran respeto, ¿qué es, sahib?
—Un hombre extraordinario, amo de una isla que se llama Mompracem, y rey de una inmensa región que se extiende al norte de Borneo. Las batallas que ha dado aquel formidable pirata a los ingleses, junto al señor Yanez, ya no se pueden contar más.
—¿Y siempre ha vencido?
—Casi siempre.
—¿Y tú crees, sahib, que regresará aquí para ayudar al maharajá?
—Se embarcará enseguida con sus mejores guerreros.
—Tomará tiempo antes de que llegue.
—Un par de semanas, si no más. Hoy tiene naves a vapor rapidísimas y espléndidamente armadas que recorrerán un largo camino y que sabrán defenderse de... ¡Ah...! ¡El bagh...!
El maratí se había interrumpido bruscamente y se había puesto a escuchar, sacándose la pipa.
En la jungla polvorienta había resonado imprevistamente un alarido agudo, extraño: ¡A-o-ug!
Casi enseguida otro grito, bastante más agudo, había respondido.
—¿Qué te decía yo, Timul? —dijo Kammamuri—. Que después de los marabúes llegarían los tigres a chupar los últimos huesos perdonados por el fuego. Ya se anuncian.
—¿Y nosotros?
—Y nosotros bajamos las rejas de hierro del coche y detrás de aquellas los esperamos con las pistolas en puño. ¿La lámpara está rota?
—Me parece que no, sahib.
—Encontraremos en algún lugar, aceite para llenarla. En un coche restaurante se debe encontrar un poco de todo. No esperemos a que el último destello de luz haya desaparecido.
Volvieron a entrar, bajaron las rejas de hierro sacando, en cambio, las esteras que no podían servir de ninguna defensa contra animales tan formidables, luego, habiendo encontrado una botella de aceite, llenaron la lámpara que había quedado intacta a pesar del gran choque.
Apenas habían cerrado la puerta que daba a la plataforma, puerta robustísima y asegurada con dos barras de hierro, cuando por segunda vez el silencio de la noche fue roto por el alarido, siempre impresionante, también para quienes están habituados, del bagh.
—No puede estar mas que a cien metros de nosotros —dijo Kammamuri, que también había preparado las pistolas del cocinero y su ayudante.
—¿Estará solo?
—Oh, llegarán otros, mi pobre Timul, y estaremos obligados a pasar una pésima noche.
—¿Aquellas bestias conseguirán forzar las rejas, sahib?
—Sus garras son de una solidez extraordinaria y no me asombraría que las barras de hierro cayeran. No obstante, no debemos espantarnos, estamos bien armados, podemos disparar muchos tiros y daremos una terrible lección a aquellos comedores de hombres. ¿Lo oyes? He aquí otro alarido. Ya responden.
El joven buscador de pistas, aún cuando estuviese bastante impresionado, empuñó las pistolas y se acercó a una ventana ya defendida por las rejas de hierro y miró afuera. La noche había caído y también muy oscura, habiendo muchos vapores en el aire. Apenas se divisaban la locomotora y el ténder, iluminados por los reflejos de la lámpara del coche restaurante.
—¿Ves algo? —preguntó Kammamuri, que continuaba fumando su pipa, sentado sobre una caja llena de botellas de cerveza.
—Sí, he divisado dos puntos luminosos, fosforescentes.
—¿Lejos?
—Junto al ténder.
Kammamuri vació la pipa, apagó el tabaco que todavía ardía, para evitar un posible incendio entre tantas cajas, tomó sus pistolas en las que confiaba más que en las de los cocineros, pasó nuevamente revista a las rejas probando los ganchos, luego se puso al lado de Timul.
Justo en aquel momento una gran sombra se perfiló en el rayo proyectado por la lámpara y un magnífico tigre apareció.
—¡Por Shivá! —exclamó el bravo maratí—. No ha encontrado mas que huesos calcinados y le gustaría hacerse de nuestras pulpas. Alto ahí, señor bagh. Aquí está el viejo cazador de la jungla negra. He matado a muchos de tus hermanos o parientes tuyos y tendré, espero, también tu piel. Hazme lugar, Timul, a fin de que lo pueda ver bien. Tú dispararás a su compañero si intenta arrojarse contra el coche por alguna otra parte.
El tigre se presentaba muy bien y en plena luz. La terrible bestia desdeñaba esconderse, consciente de su propia fuerza y astucia.
Se había colocado cómodamente algunos pasos delante del ténder y se había puesto a observar, con aparente curiosidad, los movimientos del maratí.
Parecía no tener ninguna prisa por asaltar. Antes, seguro quería estudiar la posición y las rejas de hierro no debían habérsele escapado.
—¿Su señoría el bagh quiere acercarse unos metros más para que pueda disparar mis tiros con mayor seguridad? —gritó Kammamuri—. Si tuviese mi gran carabina le rogaría en cambio, señor tigre, que se alejase.
El tigre barrió el terreno con la cola, levantando una nube de cenizas que por un instante lo escondió casi enteramente y respondió con un sordo maullido.
—¡Ah...! No tiene ninguna prisa —retomó Kammamuri, que se divertía bromeando con el terrible comedor de hombres, no obstante, amparado por la robusta reja—. Pues tómate tu tiempo. ¿Es más, podemos ofrecerte algo para estimularte el apetito?
—¿Qué hace, sahib? —preguntó Timul, espantado.
—Quiero que se acerque un poco más. Sabes bien que no tenemos mas que pistolas. Dame un salami. He visto varios en alguna caja.
El joven buscador de pistas estaba por moverse, cuando el coche restaurante, que debía estar mal equilibrado, se puso como a ondear dentro de la ancha zanja.
—¡Ah...! ¡Los bribones...! —exclamó el maratí—. Mientras uno nos mantiene a raya, el otro nos ha asaltado por detrás.
Se precipitó hacia la parte opuesta y apenas tuvo tiempo de ver al segundo tigre que, con una audacia increíble, había intentado, con las poderosas garras, arrancar una reja.
No lo había conseguido, no obstante, muchas barras de hierro en un momento habían sido torcidas.
—Mi querido Timul —dijo el maratí, ahorrándole el golpe—. Debo darte una mala noticia.
—¿Cuál, sahib?
—Que no tenemos que lidiar con dos tigres comunes, sino con dos admikanevalla.
—¿Dos comedores de hombres? —preguntó el joven espantado—. ¿Cómo lo sabe, sahib?
—Son demasiado astutos y operan demasiado bien para ser simples bagh. Oh, tengo conocimiento, pero por esto tú no debes impresionarte. Estamos aquí dentro, como en una pequeña fortaleza que no hundirán tan fácilmente.
—Algún hierro ha sido casi arrancado, sahib.
—Siempre quedan otros, y luego, todavía no hemos hecho fuego.
—Me han dicho que los admikanevalla nunca tienen miedo de los hombres.
—Es más, no se alimentan mas que de hombres, desdeñando a los nilgó y a todos los otros habitantes de las florestas. Piensa que uno solo, en una aldea, ha raptado en pocos meses a cuarenta personas. ¡Uf...! ¡Se han calmado...! Búscame un salami.
—¿No tiene miedo, sahib?
—En absoluto —respondió Kammamuri con voz tranquilísima.
El joven, un poco tranquilizado, hurgó en las cajas y consiguió descubrir salamis ahumados, bastante secos, que podían pasar muy bien a través de las aberturas de las rejas.
Kammamuri había vuelto a ponerse en el primer lugar.
El tigre estaba siempre allí, colocado indolentemente, pero no había dado un paso adelante. Se ve que contaba con el ataque del compañero.
—Ahora te acomodo yo —refunfuñó el maratí, que comenzaba a perder la paciencia—. ¡Ah...! ¡No quieres moverte...! Veremos si permaneces impasible ante un buen bocado.
Tomó un salami y lo lanzó lo más lejos que pudo, o sea a solo pocos metros, porque las rejas no permitían el paso entero de un brazo.
El tigre, viendo caer aquella especie de paquete, se había levantado de golpe olfateando fuertemente el aire y agitando impacientemente la cola.
Se diría que estaba bastante molesto de que se lo molestase, a pesar de que le ofrecieran un bocado que en la jungla ciertamente jamás había probado.
—¿Su señoría se digna en aceptar mi modesto regalo? —gritó Kammamuri, que había empuñado prontamente las pistolas y que estaba listo para descargar sus cuatro tiros.
Esta vez el bagh respondió con un largo maullido que terminó con un “a-o-ug” espantoso, pero todavía no parecía decidido a dejar el lugar.
Sin embargo, debía estar hambriento, no habiendo podido encontrar ningún cadáver entre los escombros del tren y ya debía haber olfateado el bocado.
Debía ser un viejo astuto, que ya había conocido, quizá varias veces, las armas de fuego.
No obstante, el apetito fue más fuerte que la prudencia. Miró a Kammamuri con dos ojos llenos de fosforescencia, luego casi arrastrándose, y muy lentamente, se dirigió hacia la pequeña cena que le era ofrecida tan generosamente por sus implacables enemigos.
—Timul, viene —dijo el maratí—. ¿Ves al otro?
—Me parece que se ha subido al techo del vagón —respondió el joven buscador de pistas—. Siento las garras chirriar sobre las placas y plantarse en la madera.
—Entonces apresurémonos.
El primer tigre, manteniéndose siempre casi aplastado contra el suelo, había llegado a pocos metros de la cena.
Pareció pensar un momento, luego se enderezó de golpe, mandando un gran alarido y fue a caer justo sobre el salami.
Era un buen momento para hacer fuego, porque nuevamente se había acurrucado para cenar con mayor comodidad.
Atronaron dos tiros, luego otros dos más. Kammamuri había descargado sus largas pistolas que contenían grandes proyectiles de plomo endurecido.
La bestia, golpeada por aquella doble descarga, dio como una vuelta en el aire agitando desesperadamente las patas y la cola, luego se volteó en medio de las cenizas mandando un alarido que atronó hondamente en la noche. Era siempre aquel siniestro “a-o-ug”, que produce en el cazador, incluso en el más aguerrido, un efecto casi desastroso. Aquel alarido, oído especialmente en medio de la oscuridad, impresiona de un modo extraño.
Kammamuri había empuñado prontamente las pistolas de los dos cocineros y esperaba que el humo se disipara, así como las cenizas en medio de las cuales se debatía furiosamente el bagh, luego había regresado hacia la reja bien dispuesto para continuar el fuego.
—Sahib, ¿quiere mis armas? —preguntó Timul, que comenzaba a temblar oyendo los alaridos espantosos del tigre que ya se repetían casi sin intervalo.
—No: son buenas también las de los dos desgraciados. Son armas inglesas que tendrán quizá un mayor alcance.
—¡Está herido el bagh!
—Espero haberle metido en el cuerpo las cuatro balas, pero aquellas bestias tienen la piel durísima, o mejor dicho, tienen la vida durísima. ¿Y la otra, la oyes rasguñar el techo?
—Sí, sahib. Trabaja para abrirse paso.
—¿Han cedido las tablas?
—No todavía.
—Entonces tendré bastante tiempo como para terminar con el comedor de salamis, porque ahora podemos llamarlo así.
Las cenizas se habían dispersado y el bagh había vuelto a mostrarse. Parecía haber enloquecido.
Se levantaba, volvía a caer, luego con un esfuerzo supremo daba verdaderos saltos mortales, intentando acercarse al coche, impulsado por el deseo de venganza.
Kammamuri lo esperaba con pie firme, sabiendo que ya no tenía nada que temer.
En cambio, le preocupaba la segunda bestia que, habiendo comprendido que las rejas eran demasiado robustas incluso para sus garras duras como el acero, intentaba introducirse en el coche por otra vía, quizá más fácil de abrir.
—Es necesario darse prisa —murmuró el viejo cazador—. Con estas bestias no se puede bromear.
Miró a lo alto y vio, con no poca sorpresa y no poco espanto, una tabla del techo, de apenas quince centímetros de ancho por dos metros de longitud, arrancada de golpe. El segundo bagh todavía no podía pasar, pero podía continuar su obra de demolición y poner en gravísimo peligro a los dos indios.
—¡Sahib...! —había aullado Timul, viendo aparecer las patas anteriores de la bestia—. ¡Estamos perdidos...!
—Sangre fría, hijo mío —respondió el maratí—. En la jungla negra me he encontrado en más terribles condiciones.
Alzó las dos pistolas de los cocineros hacia el desgarro, esperó a que el muslo del tigre se mostrara y disparó los cuatro tiros.
Cabeza y patas desaparecieron seguidas de un alarido.
—¡Por Shivá...! —exclamó el bravo maratí, que conservaba siempre su extraordinaria sangre fría que valía como la de Yanez—. Tengo mucha suerte. Aquí, con simples pistolas, pusimos fuera de combate a dos comedores de hombres que habrían podido desafiar a una decena de elefantes cargados de cazadores. Pásame ahora tus armas y recarga las vacías. Eh, todavía tenemos que hacer y quizá...
Se había interrumpido haciendo un gesto de furor. En la jungla ya polvorienta habían resonado otros alaridos que anunciaban el arribo de nuevos tigres.
—La noche será tremenda —dijo, mirando a Timul, que recargaba precipitadamente las armas—. Si aquellas bestias consiguen entrar por el techo, de nosotros no quedará ni la ropa.
Había vuelto a acercarse a la reja, delante de la cual, a pocos pasos de distancia, continuaba debatiéndose espantosamente el primer tigre, intentando siempre volverse a poner en pie, para impulsarse a algún asalto desesperado, aún con ninguna esperanza de éxito.
—Terminemos este —dijo con rabia concentrada—. ¡Toma, para ti...!
Y disparó sobre la fiera, después de haber apuntado un momento, otros dos tiros, gritando:
—¡Tienes seis balas en el cuerpo...! ¡Muere entonces...! ¡Tienes suficiente plomo, carroña...!
El bagh giró dos veces sobre sí mismo, luego plantó las sólidas garras en el suelo, mandó un último alarido y se extendió todo agitando todavía débilmente la cola.
—¡Está muerto...! —gritó el maratí—. ¡Siempre será uno menos...!
En aquel momento, a dos pasos suyos atronaron dos disparos y una densa nube de pólvora se dispersó por el coche.
A lo alto se oyó un alarido ferocísimo, seguido por un chirrido agudo, luego la voz de Timul resonó triunfante:
—Sahib, lo he golpeado en pleno hocico y ha desaparecido.
—¿Al segundo bagh? —preguntó el maratí, estrechando la otra pistola y avanzando entre la nube de humo agrio.
—Sí, sahib.
—Y van dos, ¿pero cuántos serán los que están por llegar? ¿No oyes cómo maúllan espantosamente estos malditos gatos? ¡Eh...! ¡Aquí está el asalto...!
El coche había sufrido una sacudida violentísima, inclinándose hacia el borde de la zanja. Cinco o seis tigres, acudidos de todas partes de la jungla, se movían ferozmente al ataque, decididos a cenar con los bistecs de los dos defensores.
Asaltaban por delante y por detrás, intentando arrancar las rejas y aullando espantosamente.
Sus alientos calientes y repugnantes llegaban hasta dentro del vagón.
No obstante, habían encontrado firmes defensores. Kammamuri y también Timul, que se había repuesto completamente de su espanto, no cesaban de hacer fuego quemando los bigotes y los hocicos a las malditas bestias.
El coche, chocado por todas partes, se balanceaba como una barca sacudida por las olas. Nadie lo diría, sin embargo, la fuerza de los tigres es tal como para incluso derribar ciertas veces un carro. Es verdad que los carros utilizados por los indios son bastante ligeros, no obstante un león, no podría hacer tanto.
Ya los dos asediados habían disparado una veintena de pistoletazos, cuando oyeron a lo lejos un estruendo sonoro que se acercaba rápidamente.
Kammamuri había mandado un grito altísimo:
—¡Un tren...! ¡Un tren...! ¡Estamos salvados...!
¿De qué parte provenía aquel monstruo de hierro? ¿Del septentrión o de las regiones del bajo Bengala? Ya sea que viniese de un lado o del otro, era siempre una salvación.
—¡Dispara...! ¡Dispara, Timul...! —gritaba Kammamuri—. ¡Hagámonos oír...!
Y otros cuatro pistoletazos partieron a través de las rejas hiriendo o quizá matando a algún otro bagh.
El estruendo disminuía. El tren aminoraba la velocidad y procedía con prudencia arrojando ahora silbidos agudísimos.
El coche restaurante no se agitaba más.
Las bestias quizá estaban por intentar el asalto al tren, pero de pronto un nutrido fuego de fusilería resonó.
Los viajeros, armados de buenos fusiles, habiéndose percatado a tiempo de la presencia de las bestias feroces, habían abierto un fuego infernal desde las balaustradas de los balconcillos, para proteger al maquinista y al fogonero.
Por cinco minutos y quizá más, las detonaciones siguieron siempre densísimas, luego el fragor del tren cesó imprevistamente.
—¡Abre la puerta...! —gritó Kammamuri al joven buscador de pistas, después de haber recargado las pistolas.
—¿No estarán afuera esperándonos los bagh, sahib?
—Habrán escapado todos si no han sido asesinados. Buenos tiros se han disparado desde los balconcillos.
Timul levantó la barra y abrió, y se encontró de pronto frente a un hombre blanco que estrechaba en las manos dos pistolones.
—Yo soy el jefe de tren —dijo avanzando—. Estoy contento de que al menos dos personas hayan escapado al horrendo desastre. Pueden descender: los tigres, bien acribillados, han huído y no piensan más en asaltarnos. Deben tener demasiado plomo en el cuerpo.
—¿De dónde viene este tren? —preguntó Kammamuri.
—De Bogra. El incendio de la jungla había sido divisado y hemos acudido. ¿Han muerto todos los otros?
—Se quemaron dentro de los coches. Todavía no lo comprendo, pero después de tantas emociones...
—¿Quiénes son ustedes?
—Dos príncipes asameses.
—Pueden agradecerle a todas las divinidades de su país por haber escapado a una muerte atroz —dijo el jefe de tren—. Apaguen la lámpara y síganme, porque partiremos enseguida para Calcuta.
—La línea está obstruida.
—Hay cincuenta hombres que trabajan alrededor de la locomotora y del ténder. Dentro de media hora podremos reanudar nuestra carrera. ¿Quieren aprovechar, señores?
—Nuestra meta era Calcuta.
—Y nosotros los conduciremos allá. No obstante, me gustaría saber de ustedes quién pudo ser el miserable que ha dado fuego a la jungla.
—No ha sido un hombre solo, señor mío. Había muchos bandidos emboscados entre los bambúes. Nos han tendido una infame emboscada para quemarnos a todos vivos.
—En desenredar esta madeja pensará la patrulla de policía de la frontera. Vamos, señores.
Los dos indios tomaron sus armas, también las de los dos pobres cocineros y dejaron el coche restaurante, no obstante, mirando bien alrededor.
Temían que no todos los tigres hubiesen escapado y que alguno se encontrase todavía escondido en la zanja que se prolongaba bastante, rica en hierbas capaces de esconder incluso a un búfalo.
El tren se había detenido a solo cien metros del lugar del desastre.
Se componía de media docena de vagones larguísimos, de doble techo, a fin de que el aire, fluyendo, mantuviese siempre una relativa frescura en los compartimentos internos.
Cincuenta hombres, entre soldados, pasajeros y guardafrenos, a la luz de las antorchas al viento, trabajaban incansablemente alrededor de la locomotora.
Todos los otros escombros habían sido arrojados a la zanja, el ténder había sido volcado fuera de la línea, por consiguiente el camino estaba casi libre.
Kammamuri puso en mano del empleado una bella moneda de oro y entró, con Timul, en el último coche, que en aquel momento estaba absolutamente desierto.
—Nadie vendrá a molestarlos, señores —dijo el guardafrenos que los había guiado y que en pocos minutos se había ganado cien liras—. Yo velaré.
Luego desapareció, ágil como una gacela, para ayudar a todos los otros que estaban por dar el último empujón a la locomotora descarrilada.
—¿Será verdad que esta vez vamos a Calcuta? —preguntó el joven buscador de pistas a Kammamuri, que había encendido su pipa.
—Espero que sí, jovencito.
—¿Y aquel brahmán?
—El diablo se lo habrá llevado consigo.
—¿Usted cree, sahib? Sin embargo, tengo la convicción de que lo volveremos a ver.
—¡Y dónde! ¿En este tren?
—En la reina de Bengala.
—Visnú no lo quiera —dijo el maratí—. No obstante, creo que aquel astuto ha huído junto con los maquinistas y los hombres que han dado fuego a la jungla.
En aquel momento tres silbidos agudísimos laceraron el aire.
La locomotora estaba por moverse y retomar su impulso impetuoso a través de las interminables planicies del bajo Bengala.
La línea había sido finalmente desalojada y todos regresaban a tomar por asalto los coches.
El tren avanzó lentamente, pasando entre los restos del que había sido quemado, luego aceleró rápidamente la marcha y desapareció en la noche con un estruendo sonoro.
Doce horas después Kammamuri y Timul bajaban en la inmensa estación de Calcuta.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Chéster: Queso de origen inglés, elaborado con leche de vaca.

Marabúes: Nombre vulgar con el que se conoce a los leptoptilos, género de aves ciconiformes. Son carroñeras que se distribuyen por zonas tropicales de Asia y África.

Azores: Aves rapaces diurnas, como de medio metro de largo, por encima de color negro y por el vientre blanca con manchas negras, con alas y pico negros, cola cenicienta, manchada de blanco, y tarsos amarillos, especializadas en volar entre los árboles para capturar a sus presas.

Cortados manilenses: “Cortado manillesi” en el original, no encontré referencias a este tipo de cigarro de Filipinas.

Bagh: “Bâg” en el original, quiere decir tigre en hindi.

Admikanevalla: Proviene del hindi “admīkhānewālā”, que significa “el que come hombres”.

Jefe de tren: “Capo-treno”, en el original, es el que coordina las actividades que se realizan en el tren. También se lo llama conductor (no confundir con maquinista).

Lira: Moneda oficial de Italia entre 1861 y 2002, cuando fue reemplazada por el Euro.

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