viernes, 25 de junio de 2021

VI. El mestizo


El maratí ya había estado varias veces en la reina de Bengala con Tremal-Naik, con Yanez y con Sandokan, por consiguiente, la ciudad no le era desconocida.
Su primera diligencia fue correr a la oficina de telégrafos para advertir al Tigre de la Malasia de lo que estaba desarrollándose en Assam, luego fue a un banco para hacerse descontar un cheque de diez mil rupias y finalmente, bastante cansado, tomó alojamiento con su compañero en uno de los mejores hoteles de la Strand, calle breve, casi sin árboles, sin embargo frecuentada, especialmente hacia el ocaso, por todos los ricos ingleses y por los príncipes indios con fastuosas tripulaciones.
—Finalmente podemos permitirnos el lujo de una buena cena —dijo Kammamuri—. Nuestros negocios han terminado. Apenas recibamos el telegrama del Tigre de la Malasia haremos nuestras valijas, que por ahora no tenemos y regresaremos cuanto antes a la capital. Estoy bastante inquieto. ¿Qué sucederá allá arriba? ¿Aquel perro de Sindhia ya habrá desencadenado la insurrección? ¡Ah...! Si el maharajá hubiese pensado antes en los cachorros de Mompracem quizá las cosas habrían ido de otra manera.
—Entonces, ¿tan terribles son estos hombres? —preguntó Timul.
—Sin ellos la rani no habría expulsado a Sindhia, aún cuando fue fuertemente ayudada por sus montañeses. Son guerreros extraordinarios, temidos bastante incluso por los ingleses, y que una vez lanzados, no se detienen más.
—¿Y llegarán realmente?
—Oh, no hay duda al respecto.
Se hicieron conducir a una vasta estancia provista de dos camas, y se hicieron servir allí una buena cena, no queriendo mostrarse en el salón que era frecuentado por demasiados ingleses, y no deseando en absoluto suscitar curiosidades que podían ser peligrosas, no siendo improbable que Sindhia tuviese amigos también en Calcuta, habiendo permanecido por cinco años en una casa de locos, y donde debería encontrarse todavía.
Habiendo terminado de comer, examinaron atentamente las dos puertas, y habiéndolas encontrado bien cerradas, después de una fumada, se metieron bajo las sábanas golpeados por un sueño de plomo.
Hacía ya dos noches que no descansaban en una cama.
A las cinco de la mañana el timbre resonó un largo rato en su estancia. Kammamuri, en un instante se vistió, abrió la puerta detrás de la cual alguien llamaba y se encontró frente a un sirviente que le entregó un telegrama.
Le dio una rupia de propina, rompió el sobre y, habiendo aprendido a leer, aunque muy tarde, observó atentamente.
—¿Qué te decía, Timul? —dijo al joven buscador de pistas, que también se había vestido—. ¿Sabes leer?
—No, sahib.
—Esto es lo que se responde de Labuan a mi despacho: “Parto inmediatamente con cien hombres. Sandokan”.
—¡Solo cien...! —exclamó Timul.
—Que valen por mil, mi querido.
—¿Y cuándo estarán aquí?
—No antes de veinticinco o treinta días. Mompracem está un poco lejos de la India y luego el océano siempre está un poco malo ahí abajo.
—¿Nosotros regresaremos enseguida a la capital, sahib?
—Antes quiero informarme de qué modo Sindhia ha escapado de la casa de locos, porque la rani pagaba una gran mensualidad con tal de que lo vigilaran estrechamente.
—¿Y si estuviese todavía aquí? Nosotros, pruebas de que el ex rajá se encuentra en Assam, todavía no hemos tenido.
—Pero miles de circunstancias y hechos lo indican. Por otra parte lo sabremos muy pronto. Sé dónde se encuentra la casa de locos, porque una vez, a su propietario le he pagado, por cuenta de la rani, cincuenta mil rupias para poner a disposición de Sindhia.
—Yo, si hubiese sido el maharajá, habría impedido a su mujer darle un solo mohúr.
—Sindhia es pariente de la rani, y luego todos los príncipes destronados tienen derecho a cierto respeto. Vamos: si despachamos pronto nuestros negocios, retomaremos el camino de la alta India con el tren que parte a las ocho y cincuenta.
Terminaron de arreglarse, se hicieron servir un té con galletas y dejaron el hotel después de haber dispensado abundantes propinas, representando ser ellos mismos, príncipes.
Kammamuri alquiló un mail-cart, coche ligero, capaz de llevar a tres personas teniendo también un asiento atrás, y que es tirado por tres caballos, y se dirigió ante todo a la oficina de telégrafos para comunicar a Yanez la buena nueva que tenía de Malasia, luego se hizo conducir a la inmensa explanada del fuerte William, toda llena de elegantísimos bungalows, de techos agudos y circundados por jardines magníficos, y se detuvo delante de una construcción de estilo mogol, con amplias terrazas, altas cúpulas relucientes y altísimas rejas.
—Había sido mandado aquí para curar su locura —dijo a Timul, después de haber descendido—. Como ves, el lugar era espléndido también para un rajá despojado.
—¿Y está lleno de locos esta casa, sahib?
—Sí, pero de personas que pueden pagar hasta veinticinco rupias por día. Son casi todos indios riquísimos.
Dio órdenes al cochero, que era un muchachito mestizo, de esperarlos, luego entró en el jardín que circundaba la espléndida morada, estando la verja abierta. No obstante, un indio, de formas hercúleas, velaba, sentado sobre un banco de piedra, a la sombra de un denso banano, y se lanzó rápido al encuentro de los dos visitantes, creyéndolos quizá otros dos locos que internar.
—Cálmate —le dijo de pronto Kammamuri—. Vengo de parte de la rani de Assam. ¿Dónde está el doctor Stewenson?
—Ha sido llamado a Baroda, sahib —respondió el portero—. ¿Usted ha estado aquí otra vez, hace cinco o seis meses, verdad?
—Precisamente: tienes buena memoria. He traído mucho dinero para el ex rajá Sindhia. ¿Recuerdas también eso?
—Sí, sahib.
Kammamuri le deslizó en la mano un mohúr de oro y se sentó sobre el banco de piedra disfrutando por un momento la frescura que reinaba bajo el gran banano.
—¿Entonces ha huído, verdad? —le preguntó a quemarropa.
—Sí, sahib. Nuestra vigilancia ha sido inútil, como han sido inútiles nuestras búsquedas. El ex rajá falta desde hace tres meses.
—¿Ha sido ayudado por alguien?
—Ha huído una noche, en el momento en el que se desencadenaba un espantoso huracán, pero amigos suyos debían esperarlo más allá de la verja con coches, porque a la mañana hemos encontrado numerosos surcos.
—¿Estaba curado?
—Sí, sahib. Ya no bebía ningún licor más, y estaba atormentado por un sueño.
—¿Reconquistar su corona perdida?
—Precisamente.
—¿Venían personas a verlo?
—Sí, brahmanes, que confabulaban mucho por largo tiempo con él, tanto que el doctor comenzaba a inquietarse. Ya preveía una fuga.
—¡Ah...! ¡Brahmanes...! —dijo Kammamuri—. ¿Cuántos?
—Cinco o seis.
—¿No sabrías reconocer alguno?
—Claro, si es...
El hercúleo portero se había interrumpido bruscamente, luego se había lanzado hacia la verja que permanecía abierta.
Justo en aquel momento un brahmán, todo vestido de seda blanca, pasaba por la amplia avenida que se extendía frente a la construcción mogola.
También Kammamuri y Timul habían brincado en pie y habían mirado largo tiempo al supuesto hombre santo, que se iba a pasos lentos. Dos gritos se les escaparon:
—¡El brahmán del tren...!
En un instante atravesaron la verja y le cortaron la retirada por delante y por detrás al brahmán que se había detenido enseguida, mirándolos desdeñosamente.
—Señor sacerdote —dijo Kammamuri, con voz rabiosa—. ¿Nos reconoce?
—¿Quiénes son? ¿Parias quizá? —preguntó el bribón—. Brahma no otorga sus bendiciones a los reptiles de las florestas indostanas. Vayan por su camino gentilhombres, si es que realmente son gentilhombres.
—¡Por la muerte de tu dios...! —aulló el maratí, saltándole encima y aferrándolo por el pecho—. ¿No nos conoces más?
—Jamás los he visto —respondió el sacerdote—. Y si me fastidia más, recurriré a la policía.
—¡Ah...! ¡Canalla...!
Kammamuri hurgó en los bolsillos y extrajo la cigarrera que le había sido regalada por el brahmán en el tren, con la esperanza de hacerle fumar cigarros bien rellenos de opio.
—¿Recuerda, sacerdote, haberme dado esto, poco después de que el tren dejó Bogra?
—¡Estás loco...!
—¿Y el maquinista junto con el fogonero, a dónde han escapado? ¡Han saltado a tierra un momento antes de que la jungla se prendiese fuego, o mejor dicho, de que fuese incendiada por los amigos de Sindhia...!
—¡Sindhia...! —exclamó el brahmán sin alterarse —¿Quién es?
—El ex rajá de Assam —aulló Kammamuri, teniéndolo siempre estrechado.
—¡Estás loco...!
Luego, viendo al gigantesco portero que se acercaba, le dijo:
—Vaya a llamar a dos guardias para arrestar a estos bandidos que afirman haberme conocido en no sé qué rincón del mundo.
—Yo también lo conozco, señor sacerdote —dijo el guardia de la casa de locos—. Venía a visitar, muy a menudo, al ex rajá de Assam.
—¡Yo...! ¿Son tres locos escapados de aquella casa? Se sabe que allí dentro curan a las personas que tienen el cerebro dañado.
Cruzó los brazos sobre el pecho, arrancándose al apretón del maratí y dijo con voz amenazadora, mirando a todos, uno a uno, bien en el rostro:
—¿Qué quieren de mí? ¿Dinero? Les advierto que los brahmanes nunca lo llevamos en nuestros bolsillos porque no lo necesitamos. ¿Quieren mi vida? Tómenla, pero no vengan a decirme que me conocieron.
—¡Asesino...! —aulló Kammamuri—. Tú y tus bandidos, en la jungla amarilla, han quemado a cien personas.
—¿Dónde se encuentra esta jungla que tiene un color tan simpático? —preguntó el sacerdote con voz irónica, dando un paso atrás, como si intentase escapar.
—¡Ah...! ¡Bribón...! ¡Es hora de terminar esta comedia...! —gritó Kammamuri, arrojándole en plena cara la cigarrera—. ¿Tú no nos conoces a nosotros, que te hemos ahumado por varias horas, y ni siquiera conoces al portero de la casa de locos del doctor Stewenson?
—Jamás los he visto y los haré arrestar, canallas. Ustedes intentan algún chantaje.
—¡Un chantaje...! Tengo diez mil rupias en el bolsillo en muchos papeles moneda ingleses, ¿y quieres hacer creer que te he detenido para saquearte? Abajo la máscara, brahmán: ya sabemos quién eres.
El sacerdote, siempre calmado, se volvió hacia el portero de la casa de locos diciéndole:
—Ve a llamar a dos guardias.
—No, sahib —respondió el gigante, sacudiendo enérgicamente la cabeza—. Yo también lo he reconocido, y venía, junto con otros tres brahmanes sospechosos, a visitar al loco de Assam.
—¡Te haré echar, pedazo de cocodrilo...! ¿Dónde está tu patrón?
—Está muy lejos en este momento y no regresará tan pronto.
—Lo esperaré.
—¿A dónde? ¿Aquí? —preguntó Kammamuri, que lo vigilaba atentamente, teniendo una mano sobre la culata de una de sus pistolas.
—También aquí. Quiero que el doctor eche a este miserable que osa alzar la voz delante de un brahmán.
—He aquí una buena ocasión —dijo el maratí, volviéndose al portero.
—Toma a este hombre, llévalo con los locos y déjalo hasta que regrese tu patrón. Aquí hay dos mohúres más para su mantenimiento.
—Está bien, sahib —respondió el gigante aferrando al sacerdote por los hombros—. Te prometo que será tratado tan bien como el ex rajá.
—¡Abajo tus patas impuras...! —aulló el brahmán, acalorándose por primera vez—. ¡Ve a atrapar monos, canalla!
—Mientras tanto lo atrapo a usted.
—Pero yo no estoy loco.
—Todo lo indica, señor. Y luego basta mirarlo a los ojos. He visto muy pocos tan malos.
—¡Abajo tus patas impuras...! —gritó por segunda vez el asesino.
El portero, en vez de obedecer lo tomó del brazo como si fuese un muchacho y entró corriendo en la bonita casa, gritando:
—¡Pronto...! ¡Una ducha bien fría...! ¡Hay un loco furioso...!
Ante ese grito, tres enfermeros, también indios, pero de formas macizas, salieron corriendo de la puerta del palacete, provistos de camisa de fuerza y cuerdas.
En un momento se arrojaron sobre el brahmán, que parecía haberse vuelto realmente loco, porque aullaba como una fiera y tiraba puñetazos y patadas, lo tomaron casi al vuelo y lo llevaron a pesar de sus protestas y maldiciones.
El portero esperó a que todos hubiesen desaparecido, luego se volvió hacia Kammamuri y Timul, que reían a carcajadas.
—Señores —dijo—. El hombre está seguro. Hasta que no llegue el doctor no les dará ninguna molestia más. Ya está bajo la ducha y recibirá muchas otras. ¡Brahmán...! ¡Pero qué brahmán...! Es un hombre sospechoso. Debe ser un amigo de aquel canalla de Sindhia.
—Diría que tienes rencor contra el ex rajá.
—Soy asamés, sahib, y aquel perro ha matado a mi padre para probar el poder de una nueva carabina que le había regalado el maharajá de Baroda. Si no hubiese estado el doctor, no habría salido vivo de esta casa de locos.
—¿Crees que haya escapado para dar batalla a la rani? —preguntó Kammamuri.
—Sí, sahib: quiere recuperar la corona.
—¿Con qué fuerzas?
—No sé.
—¿Con qué dineros?
—Se susurra que los ingleses han puesto a su disposición grandes sumas, con tal de que derribe al maharajá de piel blanca.
—En efecto, el maharajá es un viejo enemigo de ellos.
—¿Qué puedo hacer por usted, sahib?
—Mandarme un telegrama a la capital sobre el estado de salud del brahmán —respondió Kammamuri, poniéndole en la mano otro mohúr.
—No lo dejaré escapar. Antes lo mataré con un puñetazo.
—No pido tanto. Aquel hombre quizá pueda sernos útil un día.
—En su rostro tiene escrita una palabra que he descifrado bien, sahib.
—Continúa.
—Bribón.
—Puedes tener razón. Nosotros esta noche partiremos y esperaremos tu telegrama.
—Cuenten con mi palabra.
Kammamuri y el joven buscador de pistas regresaron hacia el mail-cart, y al conductor dieron la señal de partida, no obstante el muchachito no hizo silbar la fusta, al contrario contenía con una mano bastante firme, a los tres caballos pataleantes e impacientes por poner en movimientos sus patas nerviosas.
—¿Por qué no vamos? —preguntó el maratí estupefacto—. Te he dicho que reanudaras la carrera.
—Una palabra primero, sahib —dijo el joven cochero, que parecía bastante preocupado—. Hay ahí abajo, sentados en un banco, a la sombra de una mangifera, dos hombres que no me convencen en absoluto. Deben esperarlos.
—¿A nosotros?
—Durante su ausencia han venido a preguntarme si ustedes eran dos asameses.
—¿Y tú qué has respondido? —preguntó Kammamuri.
—Que no sabía nada, y se han alejado blasfemando y pronunciando palabras amenazadoras.
—¿Quiénes pueden ser, sahib? —preguntó Timul, que también comenzaba a preocuparse.
—Dos amigos del brahmán —respondió Kammamuri—. No creía que Sindhia tuviese espías tan hábiles. ¡Nos esperan...! Está muy bien. Nosotros armemos las pistolas y tú muchacho lanza los caballos a carrera desenfrenada y llévanos directo a la estación. Allá adentro por cierto, nadie vendrá a asaltarnos. ¿Estaban armados?
—Tenían puñales y pistolas, sahib —respondió el minúsculo cochero.
—¿Tienes miedo, tú? Estamos bien armados y somos tiradores extraordinarios y verás que aquellos dos malandrines pasarán un mal momento.
—Entonces lanzo los caballos.
—Adelante.
El ligero mail-cart partió rápido como una saeta, levantando una densa nube de polvo.
Apenas había recorrido trescientos metros, cuando dos hombres se levantaron de detrás de un asiento de piedra, colocado a la sombra de una magnífica mangifera, empuñando pistolas y gritando con voz amenazadora:
—¡Pare...!
—¡Dispara, Timul...! —gritó Kammamuri.
Ocho pistoletazos atronaron en el mail-cart, envolviendo a todos en una nube de humo.
Uno de los dos agresores se desplomó en el suelo como si hubiese sido fulminado, mientras que el otro, después de haber disparado dos tiros al azar, se daba en fuga precipitadamente desapareciendo en medio de los jardines.
—¡Fuera...! —gritó Kammamuri— ¡El muerto no me interesa...!
Los tres caballos, que se habían detenido de golpe oyendo todas aquellas detonaciones, volvieron a partir con mayor empeño, recorrieron toda la Strand y varias otras calles más, llegando en pocos minutos a la estación central de Calcuta.
—Sahib —dijo el joven cochero, embolsándose media docena de rupias—. ¿Debo ir a denunciar el atentado a la policía?
—Déjala en paz. No deseo en absoluto que meta la nariz en mis asuntos. Adiós, muchacho, y te felicito por tu extraordinario coraje.
—Buen viaje, señores.
Los dos indios atravesaron el soberbio salón de entrada, lleno de pasajeros en espera de varios trenes que debían diseminarlos por la India a inmensas distancias y entraron en el restaurante delante de cuyas puertas paseaban policemen.
—Aquí al menos estaremos a salvo de cualquier atentado y podremos esperar tranquilamente nuestro tren.
Se sentaron en una mesita y ordenaron cerveza y cigarros finísimos, tocos de Manila.
—¿Y ahora qué piensas de esta agresión, amigo? —preguntó Kammamuri al joven buscador de pistas.
—Me vino una sospecha, sahib.
—¿Que aquellos dos bribones fuesen el maquinista y el fogonero del tren quemado en la jungla amarilla?
—Sí, amo.
—También lo había sospechado.
—No obstante, algo me asombra.
—¿Qué?
—Haber encontrado a aquella gente tan pronto aquí. Entonces, ¿se encontraban en el tren de auxilio?
—Es probable. No hemos visitado todos los vagones.
—Y no nos hemos percatado de haber sido seguidos, sahib. Hemos sido poco hábiles.
—Yo solamente pienso en una cosa: que he cumplido mi misión sin perder uno de mis dedos. ¿Qué más pretendías?
—Atrapar a Sindhia, señor.
—Aquel zorro viejo ciertamente había sido advertido de nuestro arribo y no se ha detenido un minuto aquí. Quizá hace un mes o más que está maniobrando en las fronteras de Assam preparando la revolución. Nosotros jamás sabremos algo con nuestra policía que duerme siempre.
—¿Hay peligro de que la rani pierda la corona?
—¿Quién puede decirlo? Si Sindhia lo consigue, deberá llorar terribles pérdidas, porque si los rajputs ya han sido comprados, los montañeses permanecerán siempre fieles, y apoyados por los cachorros de Mompracem darán ciertamente terribles batallas antes de ver a su pequeña reina sin corona.
—Siempre y cuando vengan pronto aquellos formidables hombres.
—No será ya mañana que Sindhia marche sobre la capital con su bazofia, que debe haber sido recogida entre los peores bandidos de Bengala. Habrá parias, thugs, porque hay todavía, faquires, ladrones y algunos peores. Nos darán qué hacer, pero el maharajá no es hombre de perder la cabeza.
En aquel momento de la mesa de al lado cayó a tierra, con gran estrépito, una garrafa de agua, rompiéndose en mil pedazos. Kammamuri y Timul, que se habían sentido ampliamente salpicados, se habían volteado vivamente.
Un half-caste, o sea, un mestizo, de alrededor de veinticinco años, no obstante vestido elegantemente a la inglesa, ya que todos aquellos despreciados no menos que los parias, por convertirse a la religión anglicana, han abandonado las costumbres indias, y han abandonado también la vestimenta, se había levantado precipitadamente, diciendo:
—Señores, discúlpenme. He sido un estúpido. Les ruego me perdonen si los he mojado.
—Con el calor que hace, señor mío —respondió Kammamuri—, un poco de agua no hace mal.
—No quiero que ustedes, señores, lo tomen como una ofensa.
—En absoluto.
—Saben bien que nosotros, half-caste, no somos considerados más indios.
—Para mí tienen siempre en sus venas sangre india.
—He sido un estúpido —repitió el joven, metiéndose las manos en los cabellos que se dejó crecer después de su conversión a la nueva religión—. ¿Les puedo ofrecer algo? Deme una señal de que no somos despreciados por todos los indios.
Kammamuri, siempre desconfiado, después de tantos atentados, lo había mirado bien.
El mestizo era un bello joven, de piel apenas bronceada, los ojos negrísimos y vivísimos, vestido todo de blanco y, al menos aparentemente, sin armas. El aspecto era prometedor, sin embargo Kammamuri respondió enseguida:
—Ya hemos comido y bebido en abundancia y como ve, estamos fumando cigarros buenísimos en espera de la partida del tren.
—Una botella de champagne, el famoso vino francés que da alegría crepitante y que solamente los rajás pueden beber, no les haría mal. Soy rico y puedo permitirme este lujo. Vamos, acepte.
—No —respondió secamente el maratí—. No bebemos más.
—Permítame que le ofrezca al menos un té.
Kammamuri estalló en una alegre carcajada.
—Aquella bebida es buena para lavar las tripas de los ingleses siempre demasiado llenas de carne.
—Un café entonces.
—Nos quitaría el sueño.
—¡Ah...! —dijo el mestizo, con acento apenado—. Veo bien que también usted me desprecia, porque no soy mas que medio indio.
—Se equivoca, señor mío, porque nosotros no despreciamos ni siquiera a los parias que son hombres de carne y hueso como todos los seres humanos.
—Acepte al menos un cigarro.
—No, tenemos Manila que valen más que los Londres, que no nos gustan en absoluto.
—¡Ah...! ¡Fuman Manila...! Pero entonces deben ser grandes señores. Han venido quizá a Calcuta para divertirse un poco, ¿verdad? Si quiere yo les serviré de guía.
—Le he dicho que esperamos el tren.
—¿Y a dónde van, si se puede saber?
—A Bombay.
—Aquel tren ya ha partido, señor, hace ya tres horas.
—Iremos a algún otro lugar.
—No hay mas que el tren que va hasta Rangpur, después de cuarenta y ocho horas de marcha.
—¿Alrededor de aquella ciudad hay junglas y tigres? —preguntó Kammamuri, haciéndole señas de sentarse en su mesa y llenándole un vaso de cerveza que un garzón había traído enseguida.
—Oh, muchos, señor. Tengo una granja allá arriba, situada casi en la frontera con Assam.
Así diciendo el mestizo había fijado intensamente la mirada sobre el maratí, como para ver quizá qué efecto producía aquella palabra Assam.
—¡Ah...! ¿Tiene una granja?
—Que siempre es visitada por los tigres. Mis granjeros me escriben siempre que cada vez aquellas bestias se llevan terneras e incluso toros.
—¿Y no son capaces de matarlos?
—¿Quién osa enfrentarlos?
—Sin embargo, señor mío, he matado a más de cincuenta de aquellos comedores de hombres.
—Entonces son famosos cazadores.
—No famosos, pero muy hábiles y para nada miedosos.
—Da gusto charlar con usted, señor. Paren aquí, y les prometo hacerles pasar una buena velada.
—No, debemos partir —dijo Kammamuri, con voz firme.
—¿Para dónde?
—Ya que hemos perdido el tren a Bombay iremos a la alta India.
—Querría hacerles una propuesta.
—Diga.
—Acompañarlos al menos hasta Rangpur para hacerles cazar el tigre en mis tierras.
—Tenemos la costumbre de viajar siempre solos y de detenernos donde mejor nos convenga. También tenemos mucho dinero para gastar y podemos permitirnos incluso caprichos principescos.
—¡Ustedes deben ser dos príncipes...! —exclamó el mestizo.
—No, somos cazadores, pero que poseen granjas muy grandes y que rinden bastante.
—¿Situadas dónde?
—Por todas partes —respondió Kammamuri, haciendo señas a un garzón de acercarse y arrojando sobre la mesa una libra esterlina.
En el salón había un reloj. Miró la hora, luego dijo a Timul:
—El tren está por partir. Iremos a cazar tigres a la alta India que se dice que son menos feroces que los de Bengala.
Se levantó casi de repente, hizo un ligero saludo al molesto mestizo que se inclinaba casi hasta tierra pidiendo mil disculpas por la salpicadura y salió bajo el inmenso tinglado junto con Timul.
Los trenes iban y venían silbando, retumbando y bufando, y los pasajeros acudían de todas partes seguidos por bagajeros indios cargados de valijas.
Kammamuri llamó a uno del servicio, le dio una rupia, sabiendo bien que era el único modo de hacerse conducir al lugar sin correr peligro de dejar las piernas bajo alguna locomotora.
El tren que partía para la India septentrional ya había sido formado y no esperaba mas que la señal dada al maquinista para irse.
Se componía de seis inmensos coches, todos de doble techo, con amplios balconcillos externos y del infaltable coche restaurante.
Los dos indios, que querían viajar cómodos como les correspondía por su posición momentánea de príncipes asameses, tomaron un compartimento entero advirtiendo al personal a bordo no querer ser molestados por nadie. Las rupias hacían milagros, y el maratí, vuelto imprevistamente pródigo, no las contaba más.
Cinco minutos después de que se hubieran tendido cómodamente en las blandas butacas de crin vegetal, el tren tomaba impulso con un gran estruendo de hierros.
—Finalmente hemos partido —dijo Kammamuri a Timul, que estaba bajando las esteras embebidas en agua, prometiendo que la noche sería bastante fresca—. Calcuta comenzaba a darme miedo.
—También a mí, sahib —dijo el joven buscador de pistas—. Si nos hubiésemos detenido una noche más habrían pescado nuestros cadáveres en el Hugli, con puñales plantados en nuestros pechos.
—O envenenados. Si hubiésemos aceptado la invitación de aquel mestizo de beber una botella en su compañía, quizá no estaríamos aquí charlando.
—¡Ah, amo...! —gritó Timul.
—¿Se ha detenido el tren? A mí me parece que procede con una velocidad formidable.
—¿Si nos hubiese seguido?
—¿Quién? ¿El mestizo?
—Sí, aquel half-caste.
—También me ha venido esa idea, y dado que todos estos vagones se comunican unos con otros, deberías dar un paseo por los balconcillos. Mira, observa y regresa pronto... ¡Ah...! Despacio, mi querido. Antes recarga tus pistolas. No hemos pensado más en dar de comer a estas bravas armas que ya nos han salvado la vida tantas veces.
—Estaba por cometer una imprudencia imperdonable. Gracias, sahib. Tienes los ojos puestos en todo.
Recargó sus armas, encendió otro cigarro y pasó por los balconcillos mirando dentro de los vagones ocupados por un buen número de viajeros. La cosa era fácil, porque todas las esteras habían sido bajadas, a fin de que el fresco aire nocturno pudiese entrar libremente.
Kammamuri se había puesto en la ventanilla observando la campiña que parecía escapar.
El tren había dejado también la Ciudad Negra, habitada por la población india y corría, pulsando cada vez más fuerte, a través de las inmensas planicies cultivadas con arrozales. Pocos grupos de árboles, en su mayor parte palmeras, se perfilaban en un cielo soberbiamente estrellado.
Del Hugli, no muy lejano, llegaban, de vez en cuando, soplos de aire húmedo, bastante fresco, no obstante impregnados de un olor a cosas corrompidas.
Kammamuri estaba por terminar su cigarro, cuando vio aparecer a Timul con el rostro trastornado.
—¿Has corrido algún peligro? —le preguntó afectuosamente.
—Ninguno, sahib. Se camina bien por los balconcillos y no se puede caer.
—Pareces espantado.
—Lo he visto.
—¿Al mestizo?
—Sí, sahib: ocupa el coche de la cola, que precede al coche restaurante.
—¿No te has equivocado? Todos estos half-caste se asemejan un poco.
—No: era precisamente él, en un compartimento reservado, y cuando lo he visto se estaba cambiando la vestimenta clara por una de cipayo.
—¡Por la muerte de todos los thugs...! ¿Justo con nosotros se la tomó aquel bandido? ¿Dónde ha encontrado tanta gente devota aquel perro de Sindhia? No bastaban los brahmanes y los parias: ahora entran en escena también los mestizos. Es para perder la cabeza.
Tiró con cólera su pedazo de cigarro, luego preguntó:
—¿Te ha visto?
—No, estaba demasiado ocupado transformándose.
—No obstante, ¿lo reconocerías también con el uniforme de los cipayos?
—Enseguida, sahib. Incluso dentro de veinte años sabría encontrar a aquel hombre sin equivocarme, aunque estuviese vestido de rajá.
—Entonces no puede ser mas que un espía de Sindhia.
—No sé qué más decir, sahib.
—¿Es que también este tren está destinado a terminar entre las llamas? Todo es de esperarse por parte de aquellos canallas siempre listos para cualquier traición. Este asunto, mi querido Timul, comienza a preocuparme bastante.
—Sahib, somos dos, y el mestizo ocupa, como nosotros, un compartimento reservado.
—Leo en tus ojos algo terrible —dijo el maratí.
—Esperamos a que se duerma, le metemos en la garganta un pañuelo y lo arrojamos del tren. Los tigres y los chacales tendrán una buena cena.
—¿Y si el personal a bordo nos sorprendiese?
—Actuaremos con extrema prudencia.
—¿En los vagones has visto oficiales ingleses?
—Ninguno, sahib: el tren está cargado de buenos burgueses que van a la India septentrional a respirar un poco de aire fresco. Las altas montañas del Himalaya no están lejos de Rangpur.
Kammamuri se acarició dos o tres veces el mentón, entrecerró un poco los ojos, luego reabriéndolos más centelleantes que antes, dijo en voz baja:
—Sí, atraparemos a aquel hombre y lo arrojaremos a los tigres. Esperemos a que todos se hayan dormido bien y que ronquen junto con la locomotora. ¿El paso por los balconcillos no presenta obstáculos?
—Ninguno, sahib: se puede pasar de uno a otro dando un salto que no asustaría ni siquiera a un chico.
—Estoy decidido —dijo Kammamuri—. Aquel hombre no verá las fronteras de Assam. ¿Has traído cerveza?
—Seis botellas con fiambre y panecillos enmantecados. Si quiere cenar no tiene mas que decírmelo.
—Cenaría un muslo de aquel maldito half-caste.
—¿Se volvió antropófago, amo? —preguntó el joven buscador de pistas, sonriendo—. Sabe bien que los ingleses enseguida lo condenarían a la horca.
—Calcuta ya está bastante lejos y aquí no hay guardias, y luego no podría presentar tan extraña caza a los cocineros del coche restaurante sin hacerlos aullar. Prefiero el fiambre, pero como te he dicho, aquel bribón no nos seguirá hasta Rangpur o hasta Bogra.
Miró su viejo reloj de plata, un regalo de Tremal-Naik, que contaba con treinta años al menos, y dijo:
—Ya son las diez: cómo pasa rápido el tiempo en el tren. Entonces podemos cenar y prepararnos las camas.
Las lámparas ya hacía tiempo que habían sido encendidas y lanzaban haces de luz sobre la campiña desierta que la locomotora devoraba, envuelta en un nubarrón de humo y escorias.
Por el momento no había más ciudades ni grandes centros. Junglas y arrozales ocupaban todo, llenas de serpientes las unas y de batracios molestos los segundos.
Los dos indios cenaron tranquilamente, como hombres que tienen el ánimo perfectamente tranquilo, pero sobre todo nervios bien sólidos, vaciaron un par de botellas de cerveza, luego salieron al balconcillo.
Kammamuri también había cargado sus pistolas.
El tren había dejado las bajas planicies y comenzaba a hilar entre los grandes matorrales de latanias y palmeras.
En los vagones reinaba un gran silencio. Solamente la locomotora retumbaba con un fragor infernal, devorando millares de millas.
El maratí había encendido un nuevo cigarro y lanzaba al aire nubecitas de humo perfumado, que la brisa nocturna enseguida dispersaba.
Lo terminó, luego le dijo a Timul:
—Es el momento de intentar el golpe. ¿Tienes miedo?
—No, sahib. Mi corazón no tiembla en absoluto.
—Entonces vamos a ver qué hace aquel perro mestizo.
—Dormirá como todos los otros.
—¿Lo crees?
—Tendrá sueño también.
—Los espías no duermen casi nunca, amigo. Seremos muy buenos si conseguimos sorprenderlo.
—Yo estoy listo, sahib.
—Vamos —dijo Kammamuri, con voz decidida—. Aquel hombre, como te he dicho, no verá las fronteras de Assam ni siquiera desde lejos. Estoy exasperado. Han sido demasiadas las traiciones.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Cuando Salgari dice que Sindhia lleva cinco años encerrado en el manicomio, en el original dice tres años. Ajusté la cantidad de años, ya que los hechos de A la conquista de un imperio sucedieron aproximadamente en 1878 y la presente novela estaría ambientada en 1883.

Strand: Calle de la ciudad de Calcuta que corre sobre la margen este del río Hugli y lleva al fuerte William.

Mohúr: “Mohr” en el original, era una moneda de oro de la antigua India inglesa, que equivalía a quince rupias de plata.

Mail-cart: Palabra en inglés utilizada para denominar a los pequeños coches tirados por caballos que repartían el correo en la India.

Fuerte William: Construido en 1758, está ubicado en la orilla este del Río Hugli en Calcuta. Lleva el nombre del rey Guillermo III de Inglaterra e Irlanda y II de Escocia. Está en frente del Maidan, el mayor parque urbano de la ciudad.

Mogol: “Mongolo” en el original, se trata del Imperio mogol, un poderoso estado turco islámico que gobernó el subcontinente indio entre los S. XVI y XIX.

Baroda: Actualmente recibe el nombre de Vadodara y se encuentra en el estado de Guyarat, India a 1.800 km al oeste de Calcuta. En su momento, fue uno de los principales principados tributarios protegidos de la India. Dependía directamente del gobierno general. Estaba formado por varios territorios intercalados entre distritos británicos.

Mangifera: Nombre científico del género de los mangos.

Policemen: Así en el original, palabra en inglés que significa “policías”.

Tocos de Manila: “Tocos di Manilla” en el original, no encontré referencia ni traducción para este tipo de cigarros.

Half-caste: “Half-cat” en el original, es un término utilizado en el Imperio Británico para referirse a los habitantes de las colonias que poseen una mezcla de etnias. Deriva del término “caste” (casta).

Rangpur: Es una de las mayores ciudades de Bangladés, ubicada a unos 80 km al sur de Koch Bihar y a unos 90 km de la frontera con Assam. Efectivamente, en esa época el tren pasaba por ahí.

Garzón: Del francés “garçon”. Joven mancebo, mozo.

Crin vegetal: Filamentos flexibles y elásticos que se obtienen de las hojas del esparto cocido o enriado, y de las frondas de ciertas algas y musgos, y se emplean en tapicería sustituyendo al pelote.

Hugli: “Hugly” en el original, es un río que conforma el tramo final del Ganges, hasta la desembocadura en el golfo de Bengala.

Ciudad Negra: O “Black Town” en inglés, era el nombre con el que a mediados del S.XIX se conocía en Calcuta al área habitada por los indios, ubicada al norte de la ciudad.

Latanias: Género con tres especies de plantas con flores perteneciente a la familia de las palmeras.

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