martes, 13 de julio de 2021

VII. El policía


La noche era oscura, también porque la mayor parte de las lámparas habían sido bajadas mucho o apagadas completamente. Faltaban las estrellas y también la luna, habiendo en lo alto muchos vapores emanados de las grandes junglas siempre ricas en humedad.
Los dos indios atravesaron el primer balconcillo y pasaron al segundo, luego al tercero. Estaban por saltar al cuarto, cuando un cipayo cayó casi delante de ellos, habiendo dado el salto en sentido inverso.
—¡Es él...! —había dicho de pronto Timul.
Kammamuri, sin perder un instante, lo aferró estrechamente por el cuello impidiéndole mandar algún grito, luego cuando creyó haberlo estrangulado bastante, se lo arrojó sobre los hombros y, ayudado por el joven buscador de pistas, rehizo el camino recorrido refugiándose en su compartimento.
Nadie lo había visto, porque todos los viajeros descansaban y el personal de abordo también, confiando en la habilidad del maquinista y del fogonero, por consiguiente no había que temer ninguna sorpresa.
Timul, por otra parte, se había apresurado a cerrar la puerta y a bajar las densas esteras.
Kammamuri arrojó al mestizo sobre una butaca y solo entonces se percató de haber estrechado demasiado las manos. El half-caste no daba más signos de vida.
—¿Lo ha matado, sahib? —dijo Timul.
—¿Es que mis manos todavía son tan robustas como para estrangular casi al instante a un hombre? —se preguntó Kammamuri—. En cambio, ¿no se habrá envenenado mientras lo llevaba?
—Puede ser, sahib. Hay venenos que fulminan al instante al hombre más robusto.
—¿Y es precisamente él?
—Sí, el half-caste. También con el uniforme de cipayo es fácil reconocerlo.
—Ábrele la boca.
El joven buscador de pistas sacó de un bolsillo una robusta navaja, la abrió y forzó los dientes del mestizo que estaban estrechamente cerrados.
De pronto un chorro de baba sanguínea, que transmitía un olor agudísimo, cayó delante de los dos indios manchando la alfombra.
—¿Qué te dije? —dijo Kammamuri a Timul que había dado un paso atrás y se tapaba la nariz—. Este nombre no ha sido muerto por mí: se ha suicidado mientras lo transportaba a través de los balconcillos, para no confesarnos nada.
—¿De qué modo? El asunto parece imposible, sahib.
—Menos de lo que crees —respondió el maratí que se había apoderado de un gran anillo de oro que el half-caste llevaba en el dedo medio de la mano izquierda—. Hay un agujero aquí y de él sale el mismo olor que exhala la baba sanguínea. Aquí dentro estaba el veneno y ha sido succionado.
—Sahib, tenemos que luchar con grandes bribones.
—¿Ahora te percatas?
—¿Qué hacemos con este hombre? De un momento a otro podemos llegar a alguna estación y nos arrestarían.
—Hay tiempo. Espera que antes me apodere de todos sus papeles y también de su cartera, porque los tigres comen carne y no ya papeles moneda o chèques. Ayúdame.
Todos los bolsillos del muerto fueron vaciados, pero no encontraron mas que un solo boleto. Los valores debía haberlos dejado en su compartimento.
—Veremos después —dijo Kammamuri—. Antes desembaracémonos de este hombre.
Lo tomaron uno por los brazos y el otro por las piernas y salieron al balconcillo.
El tren había dejado el monte y roncaba, con un fragor siempre endiablado, a través de una jungla densísima que los audaces constructores de la línea habían desgarrado a pesar de los ataques de los tigres y leopardos.
Miraron alrededor, luego los dos indios, no viendo a nadie, dieron al mestizo un gran impulso, haciéndolo caer más allá de la zanja.
—Hay grandes bribones, no obstante, también hay afortunados —dijo el maratí—. Ahora espero poder volver a ver a la rani y al señor Yanez. Hace poco, no obstante, lo dudaba mucho.
Regresaron al compartimento, bajaron las esteras, levantaron la lámpara y miraron el billete encontrado en un bolsillo del muerto. Era una cartulina azul en el que habían sido escritas algunas líneas que Kammamuri, después de un largo examen, consiguió finalmente descifrar:
—Seguirlos a todas partes y suprimirlos antes de que regresen a Assam.
Abajo, por firma había un pequeño garabato hecho con tinta roja en lugar de negra.
—¿Has comprendido, mi querido Timul? —dijo Kammamuri, releyendo el boleto—. Aquel bribón era el encargado de hacerse con nuestra piel antes de que regresáramos a la capital.
—¿Pero cuántos espías tiene aquel Sindhia?
—¿Quién sabe? Muchos, ciertamente y también muy hábiles. Podemos alegrarnos de estar vivos todavía. Ya en la estación aquel mestizo había intentado envenenarnos por todos los medios, con cigarros y botellas. No lamento en absoluto su muerte. Será un formidable adversario menos que tendrá la rani. ¡Por la muerte de todos los gigantes de la India...! ¿Quién habría podido suponer que aquel borrachín de Sindhia hubiese podido, en tan breve tiempo, volverse tan poderoso? Antes no me preocupaba de sus parias y de sus faquires o falsos brahmanes o lo que sean, pero ahora comienzo a estar tristemente impresionado. Quizá me equivoco, sin embargo yo digo que las traiciones vencerán a nuestro valor y que nos obligarán a hacer las valijas para no volver a ver nunca más a Assam.
—Sahib, ¿podría haber en el tren algún otro soplón?
—El mestizo estaba solo.
—Sí, solo.
—Entonces respiro. Sin embargo, nos mantendremos en guardia y hasta que no estemos en Gauhati o por lo menos en Goalpara no comeremos mas que huevos duros y beberemos botellas selladas. No confío ni siquiera en los cocineros del coche restaurante. Regresaremos un poco delgados, pero no importa.
—¿Y si descubren, en la próxima estación, la desaparición del mestizo?
—¿Qué nos importa? Sus valijas no las hemos tomado como no hemos tomado sus valores. Y luego, todos nos creen realmente príncipes auténticos y nadie vendrá a fastidiarnos para no tener problemas con el maharajá o con la rani. Y luego, nadie nos ha visto realizar nuestra operación. Tengo el ánimo perfectamente tranquilo.
En aquel momento el tren comenzó a silbar rabiosamente y luego a aminorar la velocidad.
Kammamuri se había precipitado al balconcillo y divisó enseguida, a no mucha distancia, varias luces de varios colores.
—Ya estamos en Paksey —dijo a Timul que lo interrogaba con cierta aprensión—. ¡Qué carrera ha hecho este tren...! Llega con una media hora de ventaja.
Todo el personal a bordo había saltado a los frenos y los hacía girar rápidamente. En los vagones las lámparas se volvían a encender.
El monstruo de hierro recorrió todavía casi medio kilómetro, luego se detuvo bajo el amplio tinglado de Paksey.
Eran entonces las tres de la mañana y el cielo ya comenzaba, aún cuando muy débilmente, a aclararse, ofuscando las pocas estrellas que se divisaban a través de los desgarros de los vapores.
Todos los viajeros, sabiendo que debía ser una parada de un par de horas, para que la máquina completase su provisión de agua y carbón, habían dejado sus catres para fumar al aire libre algún cigarro o para ir al coche restaurante a beber algunos sorbos de ginebra o güisqui.
Empleados acudían aquí y allí seguidos por algunos guardias de policía, dando órdenes, mientras muchachos somnolientos avanzaban para vender a los viajeros naranjas de inverosímil tamaño, bananas, mangos de pulpa amarilla dorada, de un sabor aromático muy exquisito y dulces preparados por las mujeres indias, que son buenísimos aún cuando saben demasiado a ananás.
—No compro nada de nadie —dijo Kammamuri al joven buscador de pistas—. No hay mas en quien confiar.
—¡Oh, no, sahib...! Tengo demasiado miedo. Ya no veo mas que envenenadores por todas partes.
—Ve a ordenar en cambio veinticuatro huevos duros y otra cerveza. Cuida que las botellas estén selladas y escógelas tú de las cajas. ¡Oh...! Se han dado cuenta.
—¿De qué, amo?
—De la misteriosa desaparición del cipayo —respondió Kammamuri.
Empleados habían ocupado el balconcillo del coche donde se encontraba el compartimento tomado por el mestizo y parecían presa de una viva agitación. Entre ellos ya se encontraban también guardias de policía que estaban examinando la valija de piel amarilla del viajero desaparecido tan misteriosamente.
Agentes pasaron por los coches interrogando apresuradamente a los pasajeros pero sin ningún resultado, porque a la hora en el cual el hecho había ocurrido dormían todos profundamente.
Un policeman llegó finalmente al balconcillo ocupado por los dos indios y después de haber examinado un poco de lado a los dos hombres que estaban fumando, les preguntó con voz un poco brusca:
—¿Cómo, ocupan un compartimento de primera clase para ustedes solos?
—Para viajar más cómodos —respondió Kammamuri, con voz tranquila.
—¿Quienes son? ¿Tienen papeles?
—Sí, señor y llevan los rojos sellos de la rani de Assam.
—Déjeme ver.
El maratí sacó de la cartera dos documentos que llevaban también la firma del maharajá.
—¡Ustedes son dos Altezas...! —dijo cambiando de tono.
—Parientes de la rani.
—¿Qué han ido a hacer a Calcuta?
—Una simple excursión de placer. Uno se aburre mucho en las ciudades de Assam.
—¿Mientras el tren viajaba han dormido?
—Siempre: estábamos inmensamente cansados.
—Sabe que ha desaparecido un viajero, que, cosa extraña, también había tomado un compartimento para sí.
—No podíamos saberlo, porque todavía no nos hemos movido de nuestro vagón. ¿Era algún personaje importante?
—Era un half-caste vestido a la inglesa y rico, sin duda, pero aquí las cosas se embrollan. Su traje ha sido encontrado en una butaca y ha sido perfectamente reconocido por el revisor, mientras que un guardafrenos ha afirmado haber divisado más tarde a aquel hombre vestido de cipayo.
—Habrá visto mal.
—No, porque en el balconcillo del vagón marcado con el número 1097 ha sido encontrada una gorra de soldado.
—¡Oh, extraño...! ¿Y cómo explica usted aquella misteriosa desaparición, señor agente?
—Se cree que el viajero haya bebido demasiado y que al pasar de un balconcillo a otro se haya caído a lo largo de la línea.
—Y algún tigre lo habrá comido. Aquellas malditas bestias están listas para acudir cuando hay un hombre para devorar.
—Es cierto, señores míos. Hemos telegrafiado a Calcuta para que, si es posible, hagan una búsqueda.
—Tiempo perdido, creo —dijo Kammamuri—. No encontrarán mas que huesos.
—Nadie ha visto, nadie ha oído, no soy Brahma como para adivinar ciertas cosas. Señores, buen viaje.
Y el policeman pasó a otro balconcillo para interrogar a otros viajeros, que ciertamente no podían darle mayores informaciones.
—He aquí alejadas todas las sospechas —dijo Kammamuri—. Nosotros también dormíamos como dos osos de Bután. ¿Qué podíamos hacer con los ojos cerrados y roncando además? Ve por nuestras provisiones, Timul, y no te preocupes por nada más.
El joven buscador de pistas cumplió el encargo y regresó con huevos duros, cocidos bajo su mirada y con otras botellas de cerveza. Todavía tenían bizcochos en abundancia y podían esperar a una nueva parada.
El tren estaba por reanudar la carrera, porque la locomotora había completado sus provisiones de agua y carbón.
Los empleados, después de haberse asegurado bien de que cada cosa estuviese en su sitio, hicieron despejar la línea de todos los pequeños vendedores, luego dieron con altos gritos, la señal de la partida.
—Podemos dormir algunas horas —dijo Kammamuri, mientras el tren aceleraba rápidamente lanzándose hacia las inmensas planicies de Bengala septentrional.
Hizo bajar las esteras, luego la lámpara y se tendió en el catre improvisado y, no obstante, bastante cómodo.
Timul estaba por cerrar la puerta y por consiguiente imitarlo, cuando dio dos pasos atrás, dejando escapar un grito de sorpresa, apenas reprimido.
Kammamuri, que lo había visto ante todo retroceder, se había sentado empuñando rápidamente una de sus pistolas.
—¿Qué tienes, Timul? —preguntó—. Pareces espantado.
—Sahib, afuera, en el balconcillo, está el policeman que nos ha interrogado antes de la partida.
—¿No te habrás engañado?
—Sabe que jamás olvido un rostro cuando lo he visto una vez.
—¿Qué hace?
—Me parece que intenta espiarnos a través de las esteras.
—¿Te ha visto?
—No creo.
—Déjame a mí ahora.
—¿Será también aquel un reclutado por Sindhia?
—Es un inglés, por consiguiente será muy difícil, sin embargo todo es posible. Si todavía fuese de noche también le haría dar a este inoportuno un lindo salto del tren, pero el sol está por mostrarse y todos podrían vernos.
Se puso en la faja las pistolas, encendió un cigarro, hizo señas al joven buscador de pistas de no moverse y salió al balconcillo.
El policeman estaba casi con la nariz apoyada en la estera que reparaba el compartimento de los dos viajeros. Viéndose descubierto dio solícitamente dos o tres pasos hacia el extremo del balconcillo fingiendo escribir sobre un cuadernillo.
—Buen día, señor —le dijo Kammamuri, con acento un poco irónico—. ¿No se ha detenido en Paksey?
—¡Ah...! ¡Es usted, Alteza...! —exclamó el policía, haciendo un gesto de mal humor—. ¿Es siempre tan madrugador?
—Se duerme poco en Assam. Apenas el sol despunta todos estamos en pie, incluso las gallinas y las vacas. Y luego durante el viaje hemos dormido bastante.
—¿Me permitiría una pregunta, Alteza?
—También diez.
—¿Por qué se ha hecho servir veinticuatro huevos duros por el cocinero del coche restaurante, sin ni siquiera un bistec? Este hecho me ha sorprendido bastante.
—No sabría encontrar el motivo.
—Solamente huevos —insistió el policeman mirándolo fijo.
—Entonces le diré que cuando viajamos fuera de nuestro estado, para no correr el peligro de comer algún pastel o algún manjar sabiamente envenenado, por prudencia no nos alimentamos mas que con huevos.
—¿Y cocidos también bajo su mirada?
—¿También esto ha sabido? Como ve, somos bastante prudentes. Cuando estemos en nuestra casa haremos trabajar a nuestros cocineros y los huevos serán entonces desterrados de nuestra mesa —dijo Kammamuri.
—Diría que tiene miedo de terminar mal antes de llegar a su estado. Yo represento a la policía, y si tiene sospechas de alguien que pueda tener interés en envenenarlos, debería decírmelo enseguida. ¿Quiere que vele por ustedes? No le causaré ninguna molestia y me pagará solamente cincuenta rupias si los conduzco más allá de la frontera sanos y salvos.
—Verdaderamente somos hombres capaces de defendernos sin la necesidad de otras personas, sin embargo, si lo cree necesario, vele por nosotros.
—Comprenderá, Alteza, que después de la misteriosa desaparición de aquel pasajero, nadie puede dormir tranquilo en este tren. Aquí debe haber famosos bandidos que esperan la ocasión para dar un buen golpe. Todavía no sé quiénes son, pero estoy seguro de descubrirlos antes de que se llegue a la gran parada de Rangpur. Poseo una mirada extraordinaria y sobre todo un olfato maravilloso. ¡Oh...! ¡A cuántos bandidos he arrestado en la Ciudad Negra...!
—Entonces, bajo su mirada siempre vigilante, nosotros podremos dormir tranquilos sin temer que alguien nos asesine y luego nos arroje a la jungla para dar de cenar a los tigres y los chacales. La empresa, no obstante, sería un poco difícil, se lo aseguro, señor agente, porque somos dos y tenemos cuatro pistolas de dos tiros que no fallan nunca.
—Cincuenta rupias por dos príncipes, no es gran cosa —dijo el policeman.
—No, es más, nosotros le otorgaremos cien, con tal de que nos deje descansar tranquilos.
—Y velaré también por los cocineros del coche restaurante si tiene necesidad de comer bistecs.
—Es inútil: nosotros hasta Rangpur, donde alquilaremos un elefante para alcanzar la frontera y dirigirnos ante todo a Goalpara, que es la segunda ciudad de Assam, no comeremos mas que huevos.
—Los admiro. ¿Quieren descansar, señores?
—Hemos dormido toda la noche de manera que por eso tomaremos el desayuno con nuestros usuales huevos. Usted puede ir a hacer alguna indagación por la desaparición tan misteriosa de aquel hombre.
—En efecto, por ahora, a pleno sol, no pueden correr ningún peligro. Será esta noche que monte guardia en su balconcillo. Buen apetito, Altezas.
—Que un thug te estrangule —murmuró para sí mismo Kammamuri, dándole la espalda con algo de brusquedad y regresando al compartimento.
Los dos indios se miraron el uno al otro por varios segundos, sin osar hablar.
Fue Timul quien rompió primero el silencio junto con el primer huevo.
—Sahib, ¿qué me dice? ¿Qué quiere este policeman?
—¿Qué quiere? —respondió Kammamuri, que bufaba como un manatí—. Vigilarnos.
—¿Tendrá alguna sospecha de nosotros?
—Puede ser.
—¿Nos hará arrestar antes de que podamos cruzar la frontera y ponernos completamente a salvo?
—No lo osará.
—Parece que tiene la intención de acompañarnos también después de Rangpur.
—Y cuando estemos sobre el elefante que hayamos alquilado, nos habremos apoderado completamente de él, sin disparar un tiro de pistola.
—¿De qué modo, sahib?
—¿Pues te has olvidado de la cigarrera que me regaló el brahmán antes de que sucediese la terrible catástrofe en medio de la jungla? La he conservado y contiene aún nueve cigarros Londres rellenos de opio, porque el décimo, como sabes, lo he partido. Le regalaremos alguno o incluso un par, cuando estemos sobre el elefante y hayamos comido y bebido bien sin hacer notar los huevos, luego cuando se haya dormido bien, lo dejaremos caer en algún matorral para que vaya a arrestar a los tigres.
—Así también se ahorrará las cien rupias.
—No, Timul, se las pagaré en Rangpur. Si terminan en las mandíbulas de las fieras, no tengo la culpa. ¡Uf...! Quería dormir y aquella calamidad nos obliga en cambio a tomar el desayuno a las cinco de la mañana. ¡Bah...! El día será largo y calurosísimo y tendremos tiempo para descansar.
Se puso delante de la pequeña cesta de los huevos y, aún cuando hubiera preferido alguna otra cosa, animado por Timul, se puso a descascarar y a masticar con bastante apetito, metiendo en la garganta, de vez en cuando, un vaso de buena cerveza.
Mientras tanto el tren continuaba su carrera rapidísima, atravesando regiones casi salvajes. Solamente a grandes distancias, situadas generalmente en los márgenes de los arrozales, se veían miserables aldeas cuyos habitantes debían ser eternamente devorados por las fiebres.
A lo lejos, en alguna rara altura, se perfilaban hudì, pequeños fuertes almenados que sirven de acecho y que usualmente son construidos en el margen de algún barranco cortado a pico.
Las millas se acumulaban, pero la frontera de Assam occidental estaba todavía lejos, y alguna fea aventura podía suceder aún a los dos indios antes de llegar.
Afortunadamente eran hombres de no preocuparse mucho.
Habiendo terminado el magro desayuno, no obstante, regado con una vieja botella de vino francés que llevaba la marca famosa, Bordeaux, y que era más ácido que el vinagre, no obstante, con bastante lacre, se tendieron sobre sus catres que ni siquiera habían probado, y después de haberse puesto, al alcance de la mano, sus pistolas, se durmieron profundamente.
Nada podían temer, porque el policeman había prometido velar por ellos.
Cuando se despertaron, el tren ya había hecho varias paradas en pequeñas estaciones, volviendo a partir casi enseguida después de haber hecho la usual provisión de agua y carbón. Ya estaba muy cerca el ocaso.
—¡Por Shivá...! —exclamó el maratí después de haber mirado su viejo reloj—. Ya son las siete. Ahora podremos pasar la noche velando. De día nada extraordinario puede suceder.
Salió al balconcillo y se encontró frente al policeman que caminaba erguido, con la cabeza altísima, el rostro contraído, como si intentase resolver algún arduo problema.
—Alteza —dijo enseguida el policía, con un toque de ironía—. ¿Se duerme mucho en Assam?
—Oh, sí, somos dormilones. Somos capaces de mantener los ojos cerrados incluso veinticuatro horas seguidas —respondió Kammamuri.
—¿Después de una partida de caza?
—Ciertamente, y son cacerías donde pagan los bagh y en aquellas partidas, señor mío, los nervios quedan casi destruidos.
—Le creo, Alteza.
—¡Ah...! ¿Y del viajero que ha desaparecido ha sabido algo más?
—Absolutamente nada —respondió el policeman—. Por otra parte, no pienso más en eso. No era mas que un mestizo, un hombre despreciado, que no se sabe si era un cipayo o un bandido. Los tigres lo habrán comido y no seré yo, ciertamente, el que vaya a buscar sus huesos adentro o en el margen de alguna jungla.
—En efecto, son bestias que te hacen sudar frío, y lo sabemos nosotros los asameses. ¿Cuándo llegaremos a Rangpur?
—Mañana, a las siete y treinta y cinco de la mañana, Alteza.
—Entonces, Timul, ve a tomar otros veinticuatro huevos y vigila la cocción. Cuida de que estén bien cocidos.
—Alteza —dijo el policeman—, si quiere comer otra cosa, como le he dicho, yo también vigilo.
—No, no, siempre huevos —dijo el maratí—. Nos vengaremos más allá de la frontera.
El policeman frunció el ceño y arrugó un poco la nariz.
Kammamuri, que lo observaba atentamente, le dijo:
—A usted nadie le impide devorar bistecs y vaciar las botellas que quiera. Ya le he dicho que pagaremos nosotros.
—Ustedes son demasiado generosos. Entonces primero voy a cenar y luego monto guardia.
Hizo un magnífico saludo y se alejó siempre erguido, seguido a continuación por Timul que iba a vigilar la cocción de los otros veinticuatro huevos.
—¡Por la muerte de Shivá y de la diosa Kali juntos...! —exclamó el maratí, que comenzaba a perder la paciencia—. ¿Pero ahora qué quiere de nosotros este hombre? Nos hemos desembarazado del mestizo y también del brahmán y he aquí que ahora nos encontramos a los pies un agente de policía. Comienzo a rabiarme. Terminaré por matar también a aquella sanguijuela que se ha pegado tan estrechamente a nuestro lado. ¿En qué se ha convertido aquel Sindhia como para tener de su parte incluso a hombres blancos? ¿Qué tesoros tenía escondidos? En todo este asunto es el gran dinero el que corre y que, por lo que parece, como siempre, obra maravillas e incluso...
Fue interrumpido por Timul que entraba con los huevos, todavía calientes, cocinados bajo su mirada y puestos en una bellísima tarrina de porcelana junto con cubiertos de plata.
—¿Qué hace el policeman? —preguntó.
—Come y bebe hasta reventar a expensas tuyas, sahib —respondió el joven buscador de pistas—. Hará una linda cuenta.
—La orgía durará poco, porque mañana a la mañana llegaremos a Rangpur.
—Sahib, ¿lo dejará venir con nosotros?
—Hasta la frontera y luego lo haremos desaparecer. Ya creo que es un falso policía.
—Me ha mostrado la placa de reconocimiento.
—Esa también puede ser falsa, mi querido —dijo Kammamuri—. ¡Oh...! Lo haremos fumar y nos desembarazaremos pronto de él.
No sabiendo qué hacer, volvieron a comer y a beber, aún cuando habían tenido suficiente de huevos, luego llevaron dos asientos al balconcillo, encendiendo los cigarros.
El policeman, habiéndolos divisado a tiempo, para no molestarlos, se había detenido en el balconcillo vecino y también fumaba Londres que ya no le costaban un soldo.
Como habíamos dicho, la noche había descendido, una noche bastante oscura, porque la luna y las estrellas se obstinaban en no hacerse ver. El tren hilaba ahora a través de inmensos montes, habiendo desaparecido las junglas y comenzaba a subir redoblando los esfuerzos.
Ya habían transcurrido varias horas y Rangpur no debía estar más lejos que un centenar de kilómetros, cuando un espectáculo inesperado se ofreció a las miradas estupefactas y un poco inquietas del personal a bordo y de los pasajeros que se encontraban dispersos en los balconcillos, estando demasiado caluroso dentro de los vagones como para poder dormir.
Centenares y centenares de fuegos brillaban en los dos márgenes de las florestas entre las que avanzaba el tren. Parecía que una multitud de gente hubiese acampado bajo los tara, las mangiferas, los bananos, las palmeras y los tamarindos gigantescos.
Las alarmas habían sido dadas y todos se habían precipitado fuera, en los balconcillos, empuñando carabinas y pistolas, mientras que el tren aceleraba listo para escapar a algún imprevisto asalto.
—Sahib —dijo Timul—. ¿Qué está por suceder? ¿Estas florestas están llenas de bandidos?
—Gentilhombres no, por cierto —respondió Kammamuri, pasándose una mano por el ceño fruncido—. Estos bosques se prolongan hacia la frontera de Assam y me viene una sospecha, mi querido.
—¿Que sean los enrolados por Sindhia?
—Has adivinado.
—¿Si asaltasen el tren?
—No creo que osen tanto. Por cierto, no querrán tenérselas que ver con la policía montada de la frontera del septentrión.
—¿Si alguno nos reconociese?
—¿Quién? Aquel falso brahmán está muerto, el viejo paria y también el joven espero que se encuentren todavía en las manos del maharajá.
—¿Y los rajputs que nos han traicionado? ¿No se acuerda, sahib?
Kammamuri no había sabido contener una blasfemia.
—Sí, los rajputs que han huído con nuestros elefantes y que han pasado con sus armas al lado de Sindhia, ¡miserables...!
—Huyamos, sahib.
—Rangpur todavía está demasiado lejos como para alcanzarla a pie y todavía encontraremos muchos y muchos bosques. No, me quedo y arriesgo todo. En cambio, pongamos el ojo en el policeman. Si hace alguna seña matémoslo enseguida.
El tren, después de haber aminorado la marcha, se había detenido antes aquellas líneas de fuegos que arrojaban en la noche resplandores sanguíneos. El maquinista temía que toda aquella gente sospechosa hubiese arrojado troncos de árbol a través de la línea para provocar alguna terrible catástrofe y no había osado avanzar. No obstante, la locomotora estaba bajo presión, lista para tomar un gran impulso e hilar incluso a cien kilómetros por hora.
De los matorrales salían centenares y centenares de hombres que parecían haber sido recogidos de todas las regiones de la inmensa península, entre las peores razas, y que también mantenían una calma absoluta, aún cuando todos estuviesen armados de carabinas, pistolones y talwar.
Había sobre todo grandes bandas de sanniasines, que son los faquires más peligrosos que recorren, en grandes grupos, las provincias, despojando las hortalizas, devastando los campos, extorsionando descaradamente a los desgraciados cultivadores ya incluso demasiado oprimidos por las enormes tasas de sus graciosos protectores: los ingleses.
No obstante, entre ellos había muchos purrun-hungse, hombres, según la superstición india, descendidos del cielo, mientras que no son mas que vulgares bandidos; había también dandi, armados de nudosos bastones, porque es para ellos como las carabinas, un distintivo de sus castas; luego nanakpanthi, que por costumbre particular, cuyo origen ha sido siempre desconocido, llevan un solo zapato y una sola patilla en el rostro.
No obstante, había otros, parias, ganapanes, portadores transmutados en guerreros, e incluso malangi de los Sundarbans del bajo Bengala, los más feos indios, siempre afiebrados.
Con gran estupor de los viajeros, todos aquellos bandidos, insurrectos o lo que fueran, se contentaron con mirar, con cierta curiosidad, los vagones, tendiéndose más allá de las zanjas, sin mandar un grito, ni hacer algún gesto de amenaza. El maquinista, después de haberse asegurado de que la línea no había sido obstruida, lanzó el tren a noventa kilómetros por hora, zambulléndose de nuevo entre las tinieblas.
Kammamuri y Timul habían alcanzado al policía que se había mantenido tranquilísimo.
—¿Quiénes cree que son aquellas personas sospechosas? —le preguntó el primero.
—Bueno... No sabría decirle —respondió el policeman con cierto aire, no obstante, incómodo.
—¿Cómo es posible que el gobernador de Bengala permita que se reúnan en las florestas bandas tan poderosas?
—Nadie le habrá informado todavía. No obstante, creo que no se detendrán aquí para no ser perseguidos más tarde por los cipayos y mandados a fusilar sin misericordia. Ciertamente se refugiarán en algún estado independiente para realizar, con mayor seguridad, turbias empresas.
—Assam está cerca.
—Irán a Assam, señor —respondió prontamente el policeman.
—¿Ha oído hablar alguna vez de un ex rajá que se llamaba Sindhia y que ha sido internado en un retiro para locos en Calcuta?
—Sí, vagamente.
—Antes reinaba en Assam.
—No sé nada. Jamás me he ocupado de política, y por consiguiente siempre ignoro lo que sucede entre los estados independientes. Yo no me ocupo mas que de ladrones y, no es por jactarme, pero he arrestado a muchos que eran famosos y que actuaban especialmente en las líneas ferroviarias.
—¡Ah...! —dijo Kammamuri.
—Aquellos bribones esperaban a que los viajeros se adormecieran y luego los arrojaban de los balconcillos, no sin antes haberlos aligerado de todos los valores y de todas las joyas que llevaban encima.
—Entonces, espero que consiga descubrir también a los asesinos de aquel misterioso mestizo.
—Creo estar ya sobre un buen rastro —respondió el policeman, en voz alta.
—¿Se encuentra todavía en el tren?
—Seguro.
—¿Y por qué no le han quitado los valores que poseía el mestizo y que me han dicho que eran relevantes?
—Porque a los bandidos les habrá faltado tiempo para completar el golpe —dijo el policía, mirando fijamente a Kammamuri.
—Oh, pero usted los arrestará ciertamente.
—Tengo muchas esperanzas.
—¿Entonces no nos escoltará hasta la frontera asamesa?
—¿Y por qué no, Alteza? No quiero perder el premio que me ha prometido.
—Y mientras tanto los asesinos aprovecharán para escapar.
—Habrá otros que le pondrán un ojo. Vaya a dormir, yo velo y con la pistola en el puño. Todavía quedan cuatro horas antes de llegar a Rangpur.
—¿Encontraremos otros bandidos?
—Pasaremos a través de ellos a todo vapor y los aplastaremos lo más que podamos si intentan detenernos.
—Preferimos dormitar en las butacas que hemos llevado al balconcillo de nuestro vagón —dijo Kammamuri—. La noche es demasiado calurosa y luego, temo siempre alguna fea sorpresa, aún cuando aquellos bandidos nos han dejado ir tranquilamente.
—Que descansen bien, señores —respondió el policeman, pasando a otro balconcillo—. Mantendré los ojos bien abiertos, aunque no esté justo al lado de ustedes.
Los dos indios permanecieron un poco en silencio, mirando distraídamente los gigantescos árboles que parecían huir vertiginosamente, luego Timul preguntó en voz baja:
—¿Aquel policía sospechará de nosotros? Ya no podemos engañarnos. Si lo hace, aunque sea con distancia, entiende.
—También puede ser, pero como te he dicho no osará arrestarnos habiéndole mostrado mis documentos con los sellos de la rani.
—¿Y nos acompañará?
—Dejémoslo venir y no pienses más en él. No creo que haya sido enrolado por Sindhia, porque no habría dejado de hacernos arrestar por todos aquellos bandidos. Será un policeman enamorado de su oficio, que cree ver en nosotros a los asesinos del mestizo.
—Y no se ha engañado, sahib.
—Nadie nos ha visto, por consiguiente, faltándole testimonios se encontrará completamente desarmado. Ve a tomar otra botella de cerveza y otros cigarros y esperemos llegar a Rangpur.
—¡Ah, sahib...!
—¿Y ahora? ¡La locomotora corre siempre, me parece...!
—La frontera de Assam no está muy lejos de la línea ferroviaria, al menos en este punto, ¿verdad?
—Apenas una quincena de millas.
—¡Mire entonces...! Arde una ciudad, una de las de la rani, estoy seguro.
Kammamuri había brincado en pie, presa de una viva inquietud.
Hacia el oriente el cielo se había iluminado imprevistamente, proyectando hacia las nubes reflejos azulados que de vez en cuando se volvían sanguíneos.
—Sí, alguna ciudad arde hacia la frontera —dijo luego, con un suspiro—. Los bandidos de Sindhia no pierden tiempo y nosotros estamos aquí y no sabemos qué sucede en la capital.
—Con un buen elefante mañana a la noche podremos llegar a Gauhati, sahib.
—Si no nos detienen en plena carrera.
—¿Los bandidos de Sindhia?
Kammamuri no respondió. Se había levantado, había encendido un cigarro y se había puesto a pasear furiosamente por el balconcillo, barboteando amenazas.
El policeman, como había prometido, los vigilaba fumándose otro Londres, manteniéndose siempre en el vagón vecino.
Dos horas después el tren lanzaba varios silbidos, aminoraba gradualmente la carrera y entraba, retumbando, bajo el amplio tinglado de Rangpur.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

El nombre original de Baraset (que cambié por Paksey) también podría tratarse de la ciudad india Barasat en Bengala Occidental. Pero esta se encuentra a tan solo 23 km de Calcuta, por lo que deberían haber llegado en muy poco tiempo. Por eso me incliné por Paksey, que se encuentra a 200 km de Calcuta.

Chèques: Así en el original. Nótese el acento grave sobre la primera letra “è”. No es un error, sino que la palabra está en francés y significa... “cheques”.

Gauhati: También conocida como Guwahati es una ciudad del estado de Assam, en la India, fundada en el S.VI. Está ubicada en las orillas del río Brahmaputra. Al sudeste de su área metropolitana se encuentra Dispur, la capital de Assam. Tiene más de 900 mil habitantes. El nombre deriva del sánscrito “guwa”, areca o nuez betel.

Goalpara: Localidad perteneciente al estado de Assam, India.

Paksey: “Baraset” en el original, es una ciudad de Bangladés, ubicada a orillas del río Padma en Ishwardi, distrito de Pabna, por donde pasaba el tren.

Oso de Bután: Seguramente haga referencia al oso tibetano (Ursus thibetanus).

Manatí: Mamífero sirenio herbívoro, semejante a la foca pero de mayor tamaño, de cuerpo muy grueso y piel grisácea, velluda y de gran espesor, con el labio superior muy desarrollado, y que habita en costas y ríos de la América y África atlánticas.

Hudì: No encontré referencia ni traducción para este término que hace referencia a algún tipo de pequeña fortificación.

Almenado: Guarnecido o coronado de adornos o cosas en forma de almenas —cada uno de los prismas que coronan los muros de las antiguas fortalezas para resguardarse en ellas los defensores—.

Bordeaux: Burdeos, en castellano, es una famosa región vinícola del oeste de Francia, en la región de Nueva Aquitania.

Soldo: Antigua moneda de plata medieval italiana. El nombre deriva del sólido bizantino. Antiguamente, con esta palabra también se designaba a la paga de los soldados. En el S.XIX, 20 soldi (plural de soldo) equivalían a 1 lira.

Tamarindos: Árboles tropicales, originarios de África que pueden alcanzar los 20m de altura.

Sanniasines: “Saniassi” en el original, son monjes que practican meditación yoga y oraciones según su concepción de Dios. Renuncian a los pensamientos y deseos mundanos.

Purrun-hungse: “Poron-hungse” en el original, no encontré referencias actualizadas sobre estos tipos de faquires. Salgari los describe según los libros de la época.

Dandi: “Dondy” en el original, es un tipo particular de ascetas de la tradición goswami y shivaísta que llevan un “danda” (bastón).

Nanakpanthi: “Nanek-punthy” en el original, son miembros del sijismo, religión monoteísta fundada por el gurú Nanak en la India en el siglo XVI, que combina elementos del hinduismo y del islamismo.

Ganapanes: “Facchini” en el original, hombres rudos y toscos.

Malangi: “Molanghi” en el original, es una tribu que habita en el Sundarbans. También se los refiere como “trabajadores de la sal”.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 15 mi equivalen a 24,14 km.

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