martes, 27 de julio de 2021

VIII. Los cigarros del brahmán


Rangpur es una de las ciudades más importantes de Bengala septentrional, bastante poblada ya sea por ingleses como por indostanos y que tiene un tráfico extraordinario, especialmente con Assam que se encuentra a no mucha distancia.
Tiene barrios que parecen europeos, atravesados por calles anchas y bien sombreadas, pero es una ciudad india, rica en pagodas y monumentos antiguos de dimensiones gigantescas. Hay palacetes y bungalows, como hay muchas y muchas cabañas que forman una pequeña ciudad negra similar a la de Calcuta.
El tren debía detenerse cinco horas para esperar a los que debían descender de las regiones septentrionales, por consiguiente los viajeros tenían todo el tiempo necesario como para desayunar y también visitar la ciudad.
Kammamuri, habiendo saldado la cuenta con el cocinero del coche restaurante, bastante salada aún cuando no hubiese hecho mas que consumo de huevos, cerveza y cigarros, dejó el tren seguido por Timul y por el policeman que caminaba más erguido que nunca, quizá pensando en las cien rupias prometidas.
Alquiló uno de los tantos mail-cart que se encontraban fuera de la estación y se hizo conducir a lo de un conocido criador de elefantes, escogiendo un bellísimo merghee de talla imponente, trompa bastante larga, patas altas, bastante menos robusto que los koomareah, aunque mucho más veloz.
La gran bestia debía conducirlo directamente a la capital, pero la excursión era bien larga y los dos indios debían proveerse abundantemente de víveres. Tampoco dejaron de adquirir dos espléndidas carabinas inglesas que por cierto, valían mucho más que las pistolas que poseían, aún cuando fueran armas escogidas.
Antes de partir, se dirigieron a uno de los mejores hoteles, frecuentado generalmente por ingleses o indostanos de altas castas y se dieron el lujo de un verdadero almuerzo, seguros de no agarrarse terribles cólicos que los lleve en pocos minutos al otro mundo.
Fumaron un cigarro, vaciaron una botella de vino portugués que llevaba la marca Goa, luego se encaminaron hacia la estación en cuyas cercanías debía esperarlos el elefante.
En efecto, encontraron a la gran bestia, perfectamente equipada, guiada por un cornac negro como un africano, algún malabar ciertamente y se prepararon para treparse al howdah.
Justo en aquel momento apareció imprevistamente el policeman que había desaparecido antes, seguido por otros cuatro policías.
—¡Quietos todos...! —gritó.
—¿A quién detienes? —preguntó Kammamuri, haciendo un gesto de impaciencia—. ¿Viene a reclamar las rupias que le he prometido? Están listas.
—No se trata de esto por ahora, Alteza.
—¿Quizá el gobernador de Bengala ha prohibido a los elefantes dejar Rangpur?
—Tampoco.
—Explíquese de una buena vez. Comienza a volverse terriblemente molesto, señor mío. Ya tuvimos bastante de su compañía.
Sacó la cartera y retiró un billete de cien rupias.
—Tome y déjenos tranquilos —dijo con voz áspera—. No tenemos más necesidad de sus servicios.
—No puedo, por mucho que me disguste, dejarlos partir —dijo el policeman, no obstante, embolsándose rápidamente el premio prometido.
—¿Y por qué? —preguntó Kammamuri, estrechando los dientes y cruzando los brazos.
—Porque aún no han sido descubiertos los asesinos de aquel desgraciado mestizo.
—¿Y qué tenemos que ver nosotros en este misterioso asunto? Bien ha visto nuestros documentos; ¿sabe que somos príncipes en viaje y quiere detenernos, mientras en nuestra patria se desencadena una terrible insurrección?
—No he oído hablar de eso —respondió el policía—. Es más, parece que todo está calmado más allá de la frontera.
—¿Y a dónde iban entonces todos aquellos bandidos perfectamente armados? No dormía, porque se encontraba en el otro balconcillo.
—Ya le he dicho que jamás me he ocupado de política. Que Assam pase al dominio de otro rajá o de otra rani, a mí poco me importa.
—En fin, ¿qué quiere de nosotros? —aulló Kammamuri, levantando los puños.
—Impedirles partir hasta que haya descubierto a los asesinos de aquel half-caste.
—Entonces duda de nosotros.
—No precisamente, ya que no tengo ninguna prueba, y luego no querría suscitar complicaciones con su país.
—¿Y nos arresta?
—No: irán a un hotel y permanecerán ahí, perfectamente libres de comer y beber y pasear en coche. Es más, no se les impedirá hacer alguna batida en los alrededores para probar sus nuevas carabinas. Los montes y las junglas no están lejos y esconden caza mayor.
—¡Usted está loco! —dijo Kammamuri—. Nosotros mañana por la noche debemos encontrarnos absolutamente en Gauhati, con la rani. ¿Ha comprendido? Si quiere acompañarnos, venga también.
—Tengo órdenes precisas de no dejarlos partir, por ahora.
—¿Recibidas de quién?
—Del inspector de policía de Rangpur.
—¿Habría sido comprado, por casualidad, con rupias o con mohúres tintineantes, por el ex rajá de Assam, por aquel borrachín de Sindhia?
—Cuidado con las palabras. No se insulta a un funcionario inglés.
—Me tienen sin cuidado él, usted y también sus compañeros. Estamos cansados, los indios, de las prepotencias inglesas. Somos príncipes asameses y regresaremos a nuestra casa.
—No, Alteza, no ahora.
—Usted abusa demasiado de su placa de policeman.
—Yo no hago mas que cumplir con mi deber —respondió el policía con voz firme.
—¿Y si me rebelase?
—Somos cinco, Alteza, y no dudaría en ponerle las cadenas en las muñecas.
—¿A nosotros, príncipes extranjeros?
Una sonrisa casi de desprecio rozó los labios del policía.
—La graciosa reina Victoria es Emperatriz de la India y solo los tolera, señores príncipes. Si quisiera, en un par de meses, no habría ni un estado independiente más en esta gigantesca península.
—No corra demasiado, señor policía. Las insurrecciones de 1846 y 1857 les han demostrado bastante de qué esfuerzos serían capaces los indostanos si se pusieran un poco de acuerdo.
—¡Uf...! Una tercera insurrección no sucederá nunca.
—He aquí que ahora entiende de política —dijo Kammamuri, con tono irónico.
—No, Alteza, no me ocupo mas que de los ladrones y de los asesinos, ya se lo he dicho.
—Vamos, concluya.
—Ya he concluido: síganme.
—¿Y el elefante?
—Los esperará aquí, y si el inspector les da permiso, nadie les impedirá reanudar su viaje. No obstante, yo, si fuese usted, permanecería tranquilo en Rangpur.
—¿Y por qué?
—Se dice que en Assam la insurrección ha estallado con una violencia inaudita y que el maharajá no tiene tropas suficientes para domarla.
—He aquí un motivo mayor para acudir enseguida en ayuda de mis parientes —respondió Kammamuri.
—Para hacerse matar muy pronto, quizá.
—Mi compañero y yo no somos hombres que temen a la muerte, sépalo, señor policía. Y ahora condúzcame donde este inspector, porque no tenemos tiempo que perder.
—No tienen que dar mas que pocos pasos, porque se encuentra aquí, en el departamento de policía de la estación.
—Podría habérmelo dicho antes y evitarme tanta charla.
—Debo cumplir con mi deber.
—Eh, ya lo sabemos.
Dio orden al cornac de no moverse, luego siguió con Timul a los cinco policías que los introdujeron en un modesto salón que se encontraba no muy lejos de las oficinas del jefe de estación.
Un señor, en sus cincuenta, con enormes favoritos amarillentos que ya comenzaban a decolorarse y todo vestido de blanco, estaba sentado frente a un escritorio leyendo un periódico. Viendo entrar a los dos indios, posó la hoja e hizo un ligero saludo con la cabeza, luego se puso a observarlos con extrema atención. El policeman, mientras tanto, había traído dos sillas.
—Ustedes afirman ser príncipes asameses, ¿verdad? —preguntó finalmente el inspector—. ¿Tienen los documentos que lo prueban?
—Sí, llevan el sello de la rani y también el del maharajá —respondió Kammamuri, extrayendo de su gran cartera dos papeles y posándolos sobre el escritorio—. Mire, señor.
El inspector tomó los documentos y los leyó atentamente, observando especialmente los sellos.
—¿Por casualidad no se los habrá robado a alguien? —preguntó de pronto el inspector mirando fijo, con sus ojos grisáceos, a Kammamuri.
—¿Qué quiere decir, señor? —preguntó el maratí, que no podía más.
—Me parece haber hablado claro.
—¿Y tomados a quién?
—En el tren que montaban ha sido asesinado un mestizo de alta condición, por lo que parece y cuyo cadáver nunca fue encontrado.
—¿Y entonces?
—Hay sospechas sobre ustedes.
—¡Sobre nosotros...! ¿Y por qué, señor inspector?
—Bueno... Podría tratarse de alguna venganza política y dado que ha sido cometida en territorio inglés, debemos ocuparnos de este asunto que ha conmovido bastante a los viajeros.
—¿Y entonces? —preguntó Kammamuri, que medía y sopesaba las palabras.
—Y entonces es nuestro deber retenerlos como personas sospechosas.
—¿A pesar de nuestros documentos sellados por una rani y por un maharajá?
—Podría haberlos robado.
—¿A quién?
—A aquel half-caste.
El maratí estalló como un tigre furioso.
—Si era un half-caste no podía ser un pariente de la rani o del maharajá, señor mío. Aquellas personas se hallan en Calcuta o en otras ciudades, pero en nuestro reino no se encuentran nunca.
—No sé qué decirle —dijo el inspector, alargando los brazos—. No puedo dejarlos partir hasta que no se haya encontrado el cadáver del asesinado.
—Retendrá entonces a todos los viajeros, espero.
—Son todos ingleses.
—Ya, personas insospechables porque tienen el rostro blanco y adoran al leopardo inglés. Así que nos mandará a alguna asquerosa cárcel.
—Oh, no, señor mío. Usted realmente podría ser un gentilhombre y un príncipe además, y no osaría tanto. En el Hôtel Bristol, por ejemplo, se come bien y se bebe mejor. Usted tendrá fondos, supongo.
—Muchas rupias como para arrojar al aire por millares y millares —respondió Kammamuri—. No obstante, le advierto que aquel hôtel hará con nosotros magros negocios, porque no comeremos mas que huevos y cocinados bajo nuestra mirada.
—No le creo.
—Señor policeman —dijo Kammamuri, volviéndose hacia la sanguijuela que les había comido entre almuerzo y desayuno más de ciento veinte rupias—. Abra de una buena vez su pico.
—No puedo negarlo —respondió el policía—. Huevos, siempre huevos. Son muy extraños estos príncipes asameses.
—No obstante, si viene con nosotros a Gauhati le mostraré cómo trabajan los cocineros de la corte. Los huevos entonces nos sirven para romperlos en la espalda de las personas que nos dan molestias.
Luego volviéndose al inspector le preguntó:
—¿Qué debo hacer con el elefante que he alquilado con cinco grandes mohúres?
—Envíelo de vuelta a su propietario. Ha pagado y el cornac estará siempre listo para partir.
—¿Y es así que la policía inglesa trata a los príncipes extranjeros?
—¿Qué quiere que haga? Debo cumplir con mi deber.
—Ya: mañana si se le antojase nos colgaría a los dos, seguro de que Assam, demasiado débil, no les haría la guerra.
—No exagere, señor. Como le he dicho, los mando a un hôtel y no ya a una prisión.
—Son más fuertes y debo ceder —respondió Kammamuri, que sentía encima un deseo furibundo de meter mano a las pistolas—. ¿Dónde se encuentra este hotel?
—A pocos pasos de la estación. Ship los conducirá.
—¿Ship es el célebre policeman? —dijo el maratí, con voz airada—. Un buen agente, señor inspector, no obstante, que se hace pagar muy bien.
—¿Qué dice?
—Hace poco me ha cobrado unas buenas rupias.
—Son los riesgos del oficio —dijo el inspector, alzando los hombros—. ¿Cómo podrían vivir estos hombres, con su modestísima paga?
—Ustedes, ingleses, siempre tienen razón. Son los más fuertes y se abusan, ¡y cómo se abusan...! No obstante, sepa, señor, que nosotros los indios no somos ovejas que se dejan esquilar siempre tranquilamente.
—Yo no soy el virrey de la India —respondió el inspector—. No soy mas que un modesto funcionario que cumple con su deber y nada más. Ship, acompaña a los señores al hotel y no los dejes. En el elefante pensaré yo.
El maratí por un momento tuvo la idea de sacar sus dos pistolas y empeñar una batalla furiosa, pero luego pensando que en Rangpur había muchos otros policías y también cipayos, dio un gran apretón como para refrenar su cólera siempre lista a estallar.
—Señor Ship —dijo, volviéndose al policeman que lo miraba impasible—. ¿Quiere conducirnos a este famoso hotel? No obstante, le advierto que no le daré ni una rupia más.
—Estoy a sus órdenes —respondió el policía, con una extraña sonrisa.
—Vamos, Timul —dijo Kammamuri—. Reanudaremos el tratamiento de huevos.
—Un momento, señor —dijo el inspector—. ¿Tiene miedo de ser envenenado como para no comer alguna otra cosa más apetitosa?
—Señor mío —dijo Kammamuri—, la rani, mi pariente cercana, en un mes, misteriosos asesinos, le han privado de los valiosos servicios de dos de sus ministros.
—¿Apuñalados quizá o estrangulados por algún thug?
—Han sido asesinados con el veneno del bis-cobra.
—Habrán muerto casi fulminados —dijo el inglés, haciendo un gesto de espanto—. ¡Veneno de bis-cobra...! Oh, nadie lo puede resistir y no se conoce ningún antídoto.
—Los hemos encontrado contorsionados y con los labios cubiertos de espuma ensangrentada.
—¿Y los asesinos no han sido descubiertos?
—No, y quizá no se descubran nunca.
—¿Pero qué policía tiene la rani?
Kammamuri alzó los hombros.
—Si hubiese estado yo...
—Con el señor Ship —dijo el maratí, con voz irónica—, aquellos delitos no habrían sucedido, ¿verdad, señor?
—Quizá no.
—No conoce la astucia de ciertos indios.
—También nos dan mucho que hacer tus compatriotas.
—Cuando haya regresado a Gauhati, si quiere, lo propondré a la rani como jefe de su policía.
—De este asunto podemos hablar después —dijo el inspector—. Si en la corte de la rani se hace amplio uso del terrible veneno del bis-cobra, será un poco difícil que alguien acepte un puesto tan peligroso. Lo pensaré.
Se levantó para dar a entender que el interrogatorio había terminado y les dio a los dos indios un gentil saludo. Ya estaba convencido de tener que vérselas con dos príncipes auténticos.
En cambio, no lo estaba el terrible Ship, el policeman que se obstinaba en creerlos dos vulgares asesinos, siempre listos para desvalijar a algún viajero para luego arrojar el cuerpo del desgraciado a las junglas atravesadas por los trenes.
Kammamuri y Timul, guiados por el policía más ceremonioso que nunca, en pocos minutos llegaron al Hôtel Bristol, que se encontraba a pocos centenares de pasos de la estación y tenía fama de ser uno de los mejores de Rangpur.
Se hicieron dar una habitación con dos camas y ordenaron enseguida huevos y cerveza en botellas selladas. No obstante, detrás del garzón, que llevaba aquel mezquino desayuno, se había lanzado el director del hôtel, un gordo y pelirrojo irlandés, que se había puesto enseguida a chillar con cierta voz clueca de eunuco:
—¿Ustedes no han estado nunca en un hotel respetable? ¡Huevos y cerveza...! Son cosas que apenas se sirven en las tabernas de ínfima clase.
—¡Ah, es verdad...! —exclamó Kammamuri que sentía un deseo furioso de hacer alguna de las suyas.
—¡Huevos...! En el Hôtel Bristol: ¡En cinco años que me encuentro aquí, jamás se ha servido tan miserable desayuno...!
—¿Y quién le impide, mi querido señor, cobrarnos aquellos huevos una rupia cada uno? ¿Cree usted que los príncipes asameses viajan sin fondos? Mi cartera contiene una pequeña fortuna.
—¡Disculpen, Altezas...! —dijo el pobre hombre, confuso.
—Se dice —continuó Kammamuri— que este célebre hotel tiene escondidas en su bodega botellas de gran fama.
—De champagne, Alteza.
—¿El célebre vino francés? Tráiganos también diez o doce botellas.
—Son demasiadas: se emborracharán terriblemente.
—¿Quiénes? ¿Nosotros? ¡Bah...! Serán las ratas de su hotel las que se vuelvan demasiado alegres esta noche.
Puesto que el director parecía indeciso, Ship, el gran policía, le hizo una seña y cinco minutos después sobre una mesa estaban alineadas doce botellas de champagne, fabricado, muy probablemente, con las grandes manzanas de Normandía y sin embargo, fijadas en una libra esterlina cada una.
—Buenísimo —dijo Kammamuri, tragándose su quinto huevo y su cuarto vaso de cerveza bastante ácida.
Se levantó, se sacó del cinturón las dos pistolas y disparó contra las pobres botellas, haciéndolas añicos.
El director y el garzón, espantados, habían escapado aullando, mientras que el champagne, espumando y crepitando, inundaba el piso de la habitación.
El señor Ship no había pensado intervenir. Si eran realmente príncipes aquellos dos indios, podían pagarse aquellos costosos caprichos.
No obstante el vino apenas había terminado de fluir cuando el director del hôtel se precipitó a la habitación seguido por cuatro garzones armados de pistolas.
—¡La cuenta...! —gritó.
—Diga —respondió Kammamuri, comiendo otro huevo.
—Ochenta rupias.
—Son honestos para nosotros. El resto los llamarían ladrones, pero somos príncipes y estas grandes personas no bajan todos los días a su famoso hôtel. Aquí tiene cien rupias. Dele el cambio al cocinero, no obstante, dígale que no sabe cocinar bien los huevos. Estos son duros como las balas de las espingardas.
—Yo vigilaré la cocción, Alteza —dijo el director, embolsándose precipitadamente los papeles moneda.
—No será necesario. Si nos detenemos algunos días más, en la cocción de los huevos pensará mi compañero. ¡Oh...! Es un famoso cocinero, aunque sea príncipe. Nos divertimos.
—La cocina está toda a su disposición.
—Bastará una cacerola o una olla: no importa si es de terracota.
—¿Y más champagne para mañana? —preguntó afectuosamente el director— Es un vino demasiado famoso que no se encuentra siempre, no obstante buscaré en los otros hoteles.
—Hemos bebido suficiente —dijo Kammamuri, riendo—. No se moleste. Si me agarra el capricho de disparar algunos pistoletazos, me traería preferiblemente un tigre.
—¡Bromea, Alteza...!
—No tengo la costumbre.
—No tomo semejante encargo, se lo aseguro.
—Y entonces deje en paz a aquel célebre vino que no sé de qué país viene.
—De Francia, Alteza, de Francia, una gran nación.
—No sé de dónde viene, ni me interesa saberlo. Ahora le ruego que nos deje tranquilos y mande un buen almuerzo al cornac que se encuentra junto a la estación, siempre a nuestras órdenes.
—Le aseguro, Alteza, que jamás habrá comido tan bien desde el día que ha abierto los ojos a la luz del sol.
—Está bien, vaya.
El director y sus garzones se escabulleron, pero el terrible señor Ship permaneció.
—¿Y usted no va a comer? —le preguntó Kammamuri, mirándolo de costado—. Con nuestras cien rupias podría darse un abundante almuerzo, señor policía.
—No debo abandonarlos —respondió el policeman.
—¿Ni siquiera cuando vayamos a la cama?
—No, Alteza. Tengo órdenes precisas.
—Por la condenación de Kali, usted siempre tiene órdenes precisas.
—El deber...
—Que los cateri lo lleven a través de las montañas del Tíbet para luego romperle el cuello dentro de algún abismo.
—Jamás he tenido temor de sus gigantes indios y por eso me mantengo perfectamente tranquilo.
—No obstante, le advierto que no le daremos ni un huevo, ni un vaso de cerveza.
—Ordenaré yo.
—Cómodo el señor —dijo Kammamuri con voz irritada.
—El deber...
—¡Que los thugs te estrangulen de una buena vez...!
—No osan atacar a la policía inglesa.
El maratí, mucho más robusto que el policeman, aún cuando fuera bastante más viejo, por un instante tuvo la idea de aferrarlo y arrojarlo por la ventana, algo que habría conseguido ciertamente fácil, incluso sin la ayuda del joven buscador de pistas, no obstante se frenó enseguida pensando en las graves consecuencias que habrían derivado.
—¡Bah...! —murmuró—. Están siempre los famosos cigarros del brahmán.
Dio dos o tres vueltas sobre sí mismo, tragó otro huevo masticándolo con rabia, luego empujó una mecedora al ancho balcón de la habitación y se puso a fumar.
Timul había imitado su ejemplo, dejando así libre al policía para hacerse servir, de pie, un modesto bistec sin las infaltables papas y dos o tres panecillos con mantequilla que el buen hombre regó con aquel poco de champagne que todavía había quedado en las botellas masacradas por el terrible sirviente de Tremal-Naik.
Se puso el sol, pero ninguna orden llegó del inspector. Esperaba, también aquel buen hombre, que se hubiese encontrado el cadáver del mestizo para sacar luego quién sabe qué conclusiones y qué nuevos motivos para retener a los dos príncipes.
Kammamuri, más furibundo que nunca, bajó a donde el director para preguntarle si el elefante se encontraba siempre junto a la estación y si el cornac había comido, y habiendo obtenido una respuesta afirmativa volvió a subir a su habitación un poco más tranquilo.
El señor Ship, no importa decirlo, estaba y se mecía sobre una silla alta de bambú fumando una pipa todo menos perfumada.
—Me parece que hace demasiado uso de nuestras comodidades —le dijo el maratí—. Fuma tabaco que no soporto.
—No tengo nada mejor, Alteza, al menos por el momento. ¡Y luego, los cigarros cuestan demasiado caros!
—Es muy avaro, señor Ship.
—El gobierno no nos paga demasiado. Apenas podemos compensar si queremos tener siempre buen aspecto. Es muy raro el mes en el que consigo dejar de lado una libra esterlina para mi vejez.
—No obstante, algunas veces gana hasta un centenar de rupias.
—Tales casualidades, Alteza, suceden muy raramente.
—Tire esa pipa apestosa y tome uno de mis Londres.
—Usted es demasiado amable, Alteza.
Kammamuri le abrió casi bajo la nariz la cigarrera del brahmán, invitándole a tomar libremente más de uno.
—Puede también beber una botella de cerveza, con tal de que nos deje tranquilos.
—No los molestaré, se lo prometo.
El policeman encendió uno de los tres cigarros que había tomado, se arrojó sobre una poltrona poniendo las piernas una sobre otra, y se envolvió en una nube de humo perfumado, prometiéndose mojarse la garganta más tarde.
Kammamuri y el joven buscador de pistas habían regresado al balcón, mirando distraídamente a las pocas personas que pasaban delante del hôtel, siendo ya bastante tarde.
Ambos parecían bastante preocupados e inquietos. De vez en cuando se levantaban para dar una mirada dentro de la habitación toda envuelta en la oscuridad, porque ninguno había pensado en encender la lámpara.
—¿Se habrá dormido, sahib? —preguntó Timul en cierto momento—. No oigo más el crujido de la poltrona.
—Podemos ir a ver. Aquellos cigarros estaban rellenos de opio —respondió Kammamuri—. Incluso un chino no habría podido resistir.
—Y estaban destinados a nosotros. ¿Con qué propósito?
—Quizá para sacarnos o asesinarnos durante el sueño.
—Vamos, sahib. No estoy más tranquilo.
Volvieron a entrar, en puntas de pie y oyeron de pronto un sonoro ronquido.
—Duerme ya —dijo Kammamuri—. Enciende la lámpara, también.
Timul apenas había obedecido cuando golpearon la puerta.
—¿Quién es? —preguntó el maratí, en voz alta—. Entonces, ¿no se puede dormir en este hotel?
—Soy el director del hôtel, Alteza.
—¿Y qué quiere?
—Venía a preguntarle si deseaba más huevos y otra cerveza. He encontrado, es más, otras tres botellas de champagne.
—¡Las beberá a mi salud, y los huevos los haré cocinar mañana a la mañana...!
—¿Y el policeman no cena?
—Duerme como un oso, tendido sobre una poltrona y no oso despertarlo. No se preocupe, por otra parte, por aquel señor: por economía él no come mas que una sola vez cada veinticuatro horas. Ahora puede ir y cerrar también el hotel si tiene sueño.
—Es lo que haremos enseguida, Alteza, porque esta noche no tenemos gente. Los asuntos van mal para el amo.
—Vaya a contarle el resto al portero. Nosotros tenemos sueño.
—Buen descanso, Alteza. Si necesita algo toque la campanilla.
—Sí, mañana a la mañana.
Kammamuri esperó a que el director del hôtel hubiese bajado las escaleras, luego se acercó al policeman.
El pobre hombre se había abandonado completamente sobre la ancha poltrona y estaba tan pálido como para temer que estuviera muerto. En la mano derecha encogida tenía todavía un pedazo del famoso cigarro que no había conseguido consumir.
—Sahib —dijo Timul—, ¿estará muerto? Mire qué mal aspecto tiene.
—Puede ser que más allá del opio aquellos brahmanes canallas hubiesen puesto en los cigarros algún otro veneno más poderoso —respondió el maratí.
—¿Alguna salpicadura de la baba del bis-cobra?
Kammamuri abrió la boca del policeman y miró dentro de la boca.
—No veo la espuma sanguínea —dijo—. No, el cigarro no debía contener mas que una fuertísima dosis de opio que este encarnizado fumador ha engullido sin siquiera percatarse. Quién sabe qué visiones pasarán en este momento por su cerebro y delante de sus ojos. Quizá se vea virrey de la India. Dejémoslo dormir.
—¿Y nosotros?
—Escapamos.
—Si el hotel está cerrado.
—¿No hay un balcón?
—Es un poco alto, sahib.
—Hay aquí sábanas que anudaremos y que nos permitirán descender tranquilamente. Asegúrate de que todo esté oscuro por debajo y por encima nuestro.
—Ya he mirado, sahib. En este hôtel, tan celebrado por el inspector, se va a dormir pronto por falta de clientes.
—Vamos, no perdamos tiempo.
Anudaron las cuatro sábanas de las camas, las aseguraron a los hierros del balcón y, después de haber mirado bien si alguien pasaba, bajaron.
No obstante, el maratí, siempre gentilhombre, había puesto dos flamantes libras esterlinas sobre una mesa, bien a la vista.
Apenas en tierra levantaron los cañones de las pistolas y se lanzaron hacia la estación, seguros de encontrar el elefante.
No se habían engañado. El buen cornac roncaba al lado de su gigantesco compañero, a solo doscientos metros de la oficina del inspector. Había recibido la orden de no moverse y había permanecido fiel a la orden recibida.
—¡Vamos, partimos! —le dijo Kammamuri, sacudiéndolo rudamente.
—Ah, ¿eres tú sahib, el príncipe que ha alquilado el elefante? —respondió el conductor brincando rápidamente en pie—. Aquí estoy, listo para conducirlos a Assam.
—Mueve el elefante.
El cornac mandó un ligero silbido y la enorme masa se alzó, agitando alegremente la trompa.
También la bestia, habituada a las largas carreras, debía estar cansada de aquel inusitado reposo.
Kammamuri y Timul estaban por lanzarse hacia la escala, cuando un hombre se arrojó contra ellos, gritando:
—¡Alto...!
—¡Uf...! Otro policeman —dijo Kammamuri—. Afortunadamente no es el señor Ship.
Luego con un salto de tigre se había arrojado sobre el policía, que había cometido la imprudencia de no armar su pistola y lo golpeó en la sien poniéndolo patas arriba.
—¡Sahib, qué puñetazo! —dijo el cornac, que como todos aquellos de su raza odiaba a muerte a los ingleses—. Si no lo ha matado, mi príncipe, seguro tendrá para un rato.
—Lanza el elefante —respondió Kammamuri, trepándose por la escala de cuerda y arrojándose dentro de la caja.
Timul lo había precedido y había armado las dos carabinas que habían comprado el día anterior, y confiado al conductor junto con las municiones y una reserva de víveres.
—No es necesario —le dijo Kammamuri—. Ha llegado otro tren y ninguno de los empleados ha tenido tiempo de percatarse de nada. El inspector quizá tiene que hacer. ¡Escapemos...!
El merghee, a un ligero silbido del cornac, acompañado por un golpe de arpón, extendió su larguísima trompa, luego se lanzó a través de la oscuridad barritando alegremente.
Había tenido suficiente descanso la buena bestia.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Si bien Rangpur actualmente pertenece a Bangladés, en la época de la colonia británica, pertenecía a la provincia india de Bengala. En 1947 Rangpur pasó a formar parte de lo que se conoció como Pakistán Oriental y, recién en 1971, se incorporó a Bangladés.

Encontré un “Vinho de Goa” producido en la ciudad Margao, del estado Goa, en la costa oeste de la India. Goa fue parte de la colonia portuguesa en India.

Cuando Kammamuri menciona las insurrecciones indias de 1846 y 1857, se refiere a la primera guerra anglo-sij —del 11 diciembre de 1845 al 9 de marzo de 1846— y a la rebelión de la India —del 10 de mayo de 1857 al 20 de junio de 1858— que ya apareció en la novela, Los dos tigres.

Merghee: Es una de las dos castas del elefante asiático, según los bengalíes. Proviene del hindi “mrigi”, “antílope” y su principal uso es la caza.

Koomareah: “Coomareah” en el original, es una de las dos castas del elefante asiático, según los bengalíes. Se los considera una raza principesca.

Malabar: “Malabaro” en el original, natural de Malabar, región del sur de la India.

Hôtel: Así en el original, es hotel en francés.

2 comentarios:

  1. Encomiable gesto el traducir "como se merece" al genial Salgari. Muy agradecido !!!

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