viernes, 6 de agosto de 2021

IX. Los estragos de Goalpara


Como habíamos dicho, justo en aquel momento entraba en la estación, con un estruendo infernal, otro tren proveniente de las regiones septentrionales, de modo que nadie había oído los barritos del elefante.
El cornac, contento por habérsela dado a la policía, odiada especialmente en India porque era más prepotente que en cualquier otro país, no cesaba de azuzar a la gran bestia, que devoraba el espacio atravesando campiñas algo enjutas que no podía dañar.
Cantaban los grandes grillos, chillaban como ruedas mal engrasadas las ranas de los arrozales, volaban a lo alto, en batallones, zorros voladores, pero de los policemen, ningún grito que intimase imperiosamente la parada.
—Cornac —dijo Kammamuri—. ¿Cuándo llegaremos a la frontera?
—Hacia el mediodía de mañana, mi príncipe.
—¡Mi príncipe...! ¿Por qué me llamas así?
—Porque he sabido por la policía que tú y tu compañero son dos Altezas asamesas, y siendo yo también asamés, creo tener el deber de llamarte así.
—¿Eres de Gauhati?
—No, mi príncipe, soy de Goalpara como mi amo que te ha alquilado este buen elefante.
—¿Has oído que la insurrección ha estallado?
—Sí, mi príncipe, y por obra de aquel tigre negro de Sindhia.
—¿Por qué lo llamas tigre negro?
—Porque una noche, hace seis años, durante una de sus usuales orgías, me ha enfriado a mi padre con dos tiros de pistola porque no había estado listo para llenarle la copa.
—¿Han llegado noticias a Rangpur, en estas últimas veinticuatro horas, de la insurrección?
—Sí, mi príncipe, y gravísimas. Parece que la rani y el maharajá blanco no están más en grado de hacer frente al huracán que los amenaza. Aldeas y ciudades arden en gran número, y corre la voz de que todos los rajputs han pasado con armas y bagajes al ex rajá.
—¿Quién te lo ha dicho? —preguntó Kammamuri, estremeciéndose.
—He oído al jefe de estación de Rangpur contárselo al inspector de policía.
—¿Qué gente tiene Sindhia?
—Parece que ha conseguido reunir veinte mil hombres, reclutados entre los parias, los bandidos, los thugs que todavía quedan, los faquires, y se dice que no faltan también los brahmanes para fanatizar a aquel tropel de gente.
—¡Y nosotros todavía estamos en viaje...! —exclamó Kammamuri, enjugándose el sudor que le mojaba la frente, más frío que caliente—. Sandokan, el terrible Tigre de la Malasia, esta vez llegará demasiado tarde. ¡El imperio se desmorona...!
Estuvo un momento en silencio, luego dijo:
—Esperemos a los montañeses de Sadiya. Quizá puedan salvar otra vez la situación.
—Quizá no todo está perdido, sahib —dijo Timul—. Assam no se conquista en veinticuatro horas.
—Son las traiciones lo que me espantan. Como has oído, todos los rajputs han abandonado a la rani. ¿Quién habrá permanecido en torno al rajá? ¡Ah...! Querría saberlo.
—¿Y nuestra policía?
—También habrá sido comprada por Sindhia. Aquel hombre debía poseer grandes tesoros escondidos con amigos de confianza. Vamos, no perdamos el ánimo. Sandokan, aunque llegue demasiado tarde, es hombre tal como para arrancar otra vez la corona al borrachín.
Se tendieron sobre cómodas almohadas, poniendo las carabinas entre las piernas, encendieron otros dos cigarros y ambos se sumergieron en profundos pensamientos para nada alegres.
El merghee, bien nutrido y bien descansado, alargaba siempre con una fogosidad endiablada. Había dejado los campos y los arrozales y había alcanzado el gran camino que de Rangpur se prolonga por centenares de millas hasta el corazón de Assam, encontrando así un terreno más sólido y también más adecuado para sus anchas patas.
El cornac ni siquiera lo azuzaba, ni con la voz ni con el arpón.
A los primeros albores los viajeros llegaron a una pequeña aldea donde desayunaron, luego, después de unas horas reanudaron el viaje.
El elefante no había sido olvidado, y había tenido sobre todo una generosa dosis de mantequilla clarificada mezclada con mucha azúcar para calentarlo y conservarle las fuerzas.
Al mediodía, como el cornac había prometido, la frontera asamesa, señalada por unos pocos postes pintados de un rojo vivísimo, era superada.
No había guardias ingleses, ni asameses. Aquellos puestos eran demasiado frecuentados por bestias feroces como para mantener una pequeña guarnición.
—Mi príncipe —dijo el cornac—, ¿quiere que antes hagamos punta en Goalpara para tener noticias más seguras de la insurrección?
—¿No alargaremos el viaje? —preguntó Kammamuri.
—Oh, solo unas pocas millas.
—¿Y si aquella ciudad ya hubiese caído en las manos de los bandidos de Sindhia?
—En ese caso, nos cuidaremos bien de entrar. Actuaré con gran prudencia, mi príncipe.
Reanudaron la marcha siempre sobre el buen camino, abierto entre florestas y junglas, levantando nubarrones de polvo, porque el elefante se había lanzado al galope, pero muy pronto debieron abandonarlo.
A lo lejos habían oído atronar descargas de mosquetería, luego habían divisado llamas. Alguna aldea debía haber sido asaltada por los bandidos de Sindhia, saqueada y luego destruida para aterrorizar a la población que todavía podía ser fiel a la rani.
El cornac, después de haber consultado con Kammamuri, lanzó al elefante en medio de las inmensas junglas que se extendían, hasta perderse de vista hacia oriente, prolongándose hasta pocas millas de los bastiones de Goalpara.
En medio de aquella vegetación gigante, al menos estaban seguros de no caer en una emboscada. No obstante, podían correr el peligro de sufrir el asalto de algún tigre o algún gran rinoceronte, animales que prefieren los densos bambúes espinosos a las florestas.
A las cinco de la tarde, después de una carrera furiosa, se encontraban a solo dos millas de Goalpara, y se detenían otra vez. También alrededor de aquella ciudad se combatía, y no solo con fusiles, porque también se oían retumbar a intervalos las artillerías.
El cornac miró a Kammamuri, que parecía cada vez más preocupado y le preguntó:
—¿Debo seguir adelante?
El maratí no respondió. Miraba algunas aldeas, que formaban como los suburbios de la gran ciudad, y que llameaban.
—Espero tu respuesta, mi príncipe —dijo el cornac—. ¿Puede haber personas que puedan reconocerte?
—Es justo eso lo que quiero evitar —dijo Kammamuri—. Soy demasiado conocido en Goalpara.
—Entonces corramos hacia Gauhati. No puedo hacer avanzar a mi elefante entre las aldeas que arden. Se rehusaría a obedecerme.
—Sin embargo querría saber lo que sucede en Goalpara. ¿Es la población que se defiende, o son los rajputs de la rani, quizá no todos corrompidos, que enfrentan a los bandidos de Sindhia?
El cornac reflexionó un momento, acariciándose la corta perilla negra y luego dijo:
—Si no puede ir el elefante puedo ir yo. Si no me matan, dentro de tres horas a más tardar estaré aquí, mi príncipe. Realmente, también deseo saber qué sucede en Goalpara.
—Tendrás dos mohúres.
—Eres demasiado generoso, mi príncipe —respondió el cornac.
Hizo tumbar al elefante, se armó de pistolas y carabina y se lanzó a través de la jungla, mientras que en dirección de la ciudad la fusilería resonaba más intensa, siempre acompañada por tiros de cañón.
Kammamuri, viendo a poca distancia alzarse un tara todo rodeado por las llamadas cañas de la India, que de vez en cuando alcanzan la longitud de doscientos metros o más, y que se prestan maravillosamente para escalar los grandes árboles, después de haber recomendado a Timul velar por el paquidermo, se izó a lo alto, entre el densísimo follaje, alcanzando las ramas superiores.
Se encontraba todavía demasiado lejos de la ciudad como para poder distinguir algo, también porque densas nubes de humo revoloteaban alrededor de los bastiones, perforadas por nubarrones de chispas.
Se combatía, y muy encarnizadamente, alrededor de las aldeas ardientes, porque ni las carabinas, ni las pequeñas piezas indias estaban calladas un solo momento.
—Necesitaría el catalejo del señor Yanez —barboteó el bravo maratí—. No veo mas que polvo y llamas. ¿Quién vencerá? ¿Quiénes son los que resisten? ¿Los habitantes? ¡Uf...! Son demasiado haraganes como para enfrentar a las hordas de Sindhia.
Bajó del árbol y se tendió al lado de Timul, esperando el regreso del cornac. De pronto se hizo una pregunta:
—¿Y si lo matan?
—Partiremos nosotros, sahib —dijo Timul, que lo había oído—. Un buscador de pistas es también siempre un poco cornac o mahout. No me encontraría incómodo guiando a esta buena gran bestia.
—Prefiero que regrese el guía. ¡Qué minutos angustiantes...! ¿Qué sucederá mientras tanto en la capital? ¿Habrán acudido enseguida los montañeses de Sadiya para defender a la pequeña rani? ¡Ah...! ¡Señor Yanez, ha esperado demasiado...! Sindhia era más astuto y menos loco de lo que creía y también mucho más rico de lo que se podía suponer. ¡Bah...! ¡Esperemos...!
Después de tres horas el cornac, empapado de sudor por la larga carrera, llegó junto al elefante que, oyendo solamente el paso de su fiel conductor, se había levantado prontamente, manifestando su alegría con profundos gruñidos.
—¿Qué nuevas? —preguntó Kammamuri, presa de una extrema ansiedad—. ¿Malas?
—Goalpara está perdida para la rani —respondió el cornac con voz afanosa—. Las hordas de Sindhia han superado los bastiones, incendiado los suburbios y ahora están saqueando.
—¿Pero quién defendía la ciudad?
—Una gran banda de montañeses armados con algunos cañones.
—¡Y han sido rechazados!
—Sí, no obstante, después de haber masacrado a muchos faquires y parias de Sindhia. Me han dicho que los alrededores de la ciudad están cubiertos de cadáveres y que son casi todos de parias que forman el grueso de los rebeldes.
—Vayamos entonces a la capital. No pases por el camino principal que podría estar vigilado. ¿Cuándo podremos llegar?
—El tramo es largo, mi príncipe, y las florestas que encontraremos son bastante densas. No te puedo responder. Sube con tu compañero y partamos enseguida, porque el incendio podría propagarse también a estas junglas y entonces ninguno de nosotros vería las pagodas de Gauhati.
El maratí y Timul se treparon ágilmente por la escala tomando su lugar en la caja, mientras a lo lejos resonaban los últimos tiros de las artillerías montañesas.
Los valientes guerreros de Sadiya, que habían ayudado a la pequeña rani y a su esposo a destronar al tirano de Assam, a su vez vencidos, huían, no sin combatir, ante hordas furibundas sedientas de sangre y sobre todo de saqueos.
Pero quizá se retiraban hacia la capital para intentar la última defensa, no siendo hombres que ceden tan fácilmente el campo.
El elefante, siempre incansable, había atravesado la gran jungla y se había metido en medio de los bosques, bastante menos peligrosos, ya que eran menos frecuentados por las bestias feroces.
Galopó hasta la puesta del sol, luego el cornac, que no quería agotarlo por completo, lo hizo detener en medio de un gran matorral donde podía encontrar hojas para devorar todo lo que quisiera.
Ya sea que se hubieran alejado bastante del camino principal que conducía a la capital, o que las hordas de Sindhia se hubieran detenido en Goalpara para saquearla bien, no se oían más tiros de fusil, ni de cañón.
No obstante, a medianoche el bravo paquidermo, bien lleno de vegetales y reforzado con un par de libras de azúcar, reanudaba, siempre animoso, su carrera.
¿Cómo dirigía el cornac en aquellas oscuras florestas? ¿Quién podría decirlo? ¿Tenía quizá en su cerebro la orientación maravillosa que poseen las palomas mensajeras?
El hecho es que no vacilaba nunca y que lanzaba al gran paquidermo por una línea bien definida.
Despuntaba el alba cuando las altas cimas de las pagodas de Gauhati aparecieron imprevistamente en el horizonte.
Kammamuri había mandado un altísimo grito:
—¡Finalmente...!
Luego había aguzado enseguida las orejas.
Nada de fusilería, nada de cañonazos. La capital parecía tranquilísima.
El bravo hombre respiró a pleno pulmón.
—Las bandas de Sindhia no han llegado hasta aquí. ¿Podrá el maharajá resistir hasta el arribo del Tigre? Esperemos.
El elefante había sido lanzado por el camino principal, de modo que en menos de veinte minutos se encontró delante de la puerta principal de la ciudad, defendida por sólidos bastiones y por un gran número de cunetas armadas con pequeñas piezas.
Una veintena de montañeses, enseguida reconocibles por sus pintorescos trajes, defendían el puente.
El jefe se había apresurado a moverse al encuentro del elefante acompañado por algunos hombres con las carabinas armadas.
—¡Soy Kammamuri, el amigo del maharajá...! —gritó el maratí, inclinándose sobre la caja—. ¿Entonces no me conocen más los montañeses de Sadiya?
—Pasa, pasa, sahib —respondió el jefe—. Es esperado.
—¿Dónde se encuentra el maharajá?
—En su bungalow junto a la rani y a Tremal-Naik.
—¿Aún no han llegado las hordas de Sindhia?
—No todavía, sahib, pero ya sabemos que Goalpara ha caído y que los nuestros están en retirada. Toda la población de la capital ha huido y aquí no somos mas que doscientos o trescientos.
—¿Y los rajputs?
—Han traicionado cobardemente a la rani para engrosar las bandas del ex rajá. Ve, sahib, se te esperaba impacientemente en todas las puertas.
—Corramos enseguida.
El elefante atravesó el puente, pasó bajo la inmensa puerta y se lanzó a medio galope a través de las calles de la capital despobladas y silenciosas.
Todos habían huido, temiendo quizá las terribles venganzas del ex rajá, hombres, mujeres, niños, abandonando a su reina.
Otros cinco minutos de carrera, luego el elefante se detuvo delante del chalé que estaba defendido por una mísera formación compuesta por apenas seis montañeses.
Kammamuri bajó precipitadamente la escala de cuerda, gritó altísimo su nombre e irrumpió como una bomba en el salón donde Yanez solía trabajar.
El portugués estaba ahí, sentado delante de un escritorio, calmado, tranquilo y con el eterno cigarrillo estrechado entre los labios. Con él estaban también Tremal-Naik, el cazador de ratas y el gigantesco rajput, el único que había permanecido fiel, de setecientos que eran.
—Te esperaba con impaciencia —dijo el maharajá—. Has tardado mucho.
—He debido escapar a no pocas traiciones, señor Yanez, y es un verdadero milagro que esté aquí todavía vivo.
—Tus aventuras nos las contarás más tarde. ¿Has pasado por Goalpara?
—He escapado a tiempo. Todas las aldeas ardían y los montañeses estaban en retirada.
Yanez se pasó una mano por la frente, luego dijo:
—Tenía la esperanza de que la noticia que llegó aquí no fuese exactamente cierta. Si tú me la confirmas, quiere decir que la corona de Assam está por regresar a Sindhia.
Se había levantado poniéndose a caminar nerviosamente por el salón. Había arrojado el cigarrillo aplastándolo rabiosamente.
—¿Entonces había escapado? —preguntó de pronto, deteniéndose delante de Kammamuri.
—Y desde hace tiempo también, con la ayuda de algunos amigos.
—¿Y de dónde ha reunido tanta gente?
—No se lo sabría decir. Deben haber sido los brahmanes, que jamás lo han visto muy bien porque no es indio, los que prepararon esta invasión. Se dice que aquel loco tiene alrededor de veinte mil hombres entre parias, faquires, thugs, bandidos y ladrones.
—¡Veinte mil...! ¿Es posible...?
—Le aseguro, señor Yanez, que tiene muchos y muchos, y todos armados con carabinas. He visto trescientos o cuatrocientos mientras el tren atravesaba una gran floresta al sur de Rangpur.
—¡Veinte mil...! —repitió Yanez—. ¿Entonces hacía mucho tiempo que los brahmanes trabajaban para prepararle a Sindhia un ejército?
—Desde luego, señor Yanez. Todos nos han engañado, comenzando por sus rajputs que han pasado al enemigo.
—¡Sí, viles...! Todos, todos, menos uno. Y Sandokan que no podrá llegar antes de tres o cuatro semanas, si no encuentra tormentas. No suponía que la corona de mi mujer estuviese tan vacilante.
Miró a Tremal-Naik que, sentado en una mecedora, fumaba silenciosamente la pipa.
—¿Qué hacer? —le preguntó—. No tenemos mas que tres mil hombres para oponer a los veinte mil de Sindhia y la partida más grande ya ha sido batida. No obstante, es cierto que el viejo Khampur te ha prometido mandar otros cinco mil, ¿pero llegarán a tiempo? No se congregan tantos guerreros en dos o tres días en una región tan montañosa y con tan escasa comunicación.
—Creo lo mismo, Yanez, que todos llegarán demasiado tarde —respondió Tremal-Naik—. Sindhia ha sido más hábil y más rápido que nosotros y te tomará la capital.
—¿Cuál? —preguntó Yanez—. Toda la población ha huido, por consiguiente podré incendiar mi ciudad cuando me parezca y me plazca y que el ex rajá recoja una montaña de cenizas.
—Y nosotros nos retiramos enseguida a las montañas.
—No es posible. ¿Y Sandokan? Debemos esperarlo aquí.
—¡Si quemas todo...!
—Nos quedará siempre la ciudad subterránea. ¿Quién nos encontrará? ¿No tenemos con nosotros al cazador de ratas? Nos meteremos en las inmensas galerías donde podremos esperar tranquilamente el final del incendio y también resistir largo tiempo en el caso de que intenten asaltarnos. El pensamiento más grande es el de Sandokan. Es absolutamente necesario que alguien parta para Calcuta, que lo espere, que le advierta de los peligros y que lo guíe a las cloacas.
—Señor Yanez —dijo Kammamuri—, estoy listo para volver a partir. Deje que el elefante descanse medio día y luego, pase lo que pase, regresaré a Rangpur para tomar nuevamente el tren de Bengala. Me cuidaré bien de la policía de aquella estación. Si es necesario, para mayor prudencia, haremos galopar al elefante a lo largo de la línea, hasta que encontremos alguna parada en alguna gran aldea.
—Eres un bravo hombre —le dijo Yanez—. Cuídate de otras traiciones, porque me parece que has escapado a la muerte de pura casualidad.
—Es cierto, señor. Le contaré todo en el almuerzo.
—Entonces lo esperarás y si ves mi capital destruida lo conducirás a las cloacas. Nosotros, si no podemos rechazar a las hordas de Sindhia, como lamentablemente sucederá, no nos moveremos de las orillas del río negro.
—Una palabra, señor Yanez.
—También dos: el enemigo todavía está muy lejos.
—¿Y el viejo paria y el joven indio? ¿Todavía están aquí?
—Se escaparon también junto con los rajputs. No teníamos más hombres para vigilarlos y han aprovechado con la ayuda de aquellos mercenarios. Figúrate que han escapado incluso nuestros cocineros.
—Muchos menos envenenadores —dijo Tremal-Naik—. Yo ya no comía más tranquilo.
En aquel momento la puerta se abrió y apareció Surama. Sus ojos, después de la muerte del magnetizador, se habían vuelto dulcísimos y profundos, y no presentaban ninguna alteración más.
—¿Y entonces, mi señor? —preguntó con voz angustiada, volviéndose a Yanez.
—Pésimas novedades: el carro del estado se desarma por todas partes, y cuando los carpinteros lleguen, armados de buenas carabinas en lugar de hachas o ejes, será demasiado tarde.
—¿Pero Sandokan?
—Vendrá y como has visto, ya ha respondido.
—¿Cuándo vendrá?
—Esa es la pregunta importante.
—¿También llegará demasiado tarde?
—Eso temo.
—¿Y nos quedaremos aquí para esperar al odiado enemigo?
—No nos moveremos. Daremos una batalla terrible y Sindhia pagará cara su victoria para luego recoger una corona de cenizas. No obstante, tú, con Soarez, te refugiarás en las montañas. Allá arriba no tendrás nada que temer. Nadie osaría irse a las manos con los guerreros del viejo Khampur.
—¿Yo dejarte, mi señor?
—Es necesario, Surama. No sé lo que sucederá aquí, y me oprime poner a salvo a ti y a nuestro hijo. De nuestro último parque he hecho venir a tres elefantes, los únicos que ya nos quedan, porque todos los otros, como sabes, también han pasado al enemigo. Te daré una escolta de veinte hombres y cuando estés allá arriba reunirás a todos los montañeses que puedas. Creo que la gran partida, entre Sindhia y yo, todavía no ha terminado, pero si un día cae en mis manos no lo devolveré a una casa de locos. Lo ataré a la boca de un cañón y desembarazaré para siempre a este desgraciado país del tirano.
Dos grandes lágrimas habían surgido en los ojos negros y profundos de la pequeña rani.
—¡Dejarte! —dijo, con un sollozo.
—Debes hacerlo por nuestro hijo. Si ustedes cayeran en las manos de aquel alcohólico no los perdonará.
—¿Y tú, mi señor?
—Yo soy un hombre —respondió Yanez—. He desafiado cientos y cientos de veces a la muerte en los campos de batalla y como ves, todavía estoy vivo y además soy tu esposo. ¿Me obedecerás?
—Sí, mi señor, te obedeceré. Lo haré para poner a salvo a nuestro pequeño Soarez.
—Ahora tengo el corazón más tranquilo —dijo Yanez—. ¡Ah...! ¡Qué pesado es el carro del estado...! Estaba mejor cuando guiaba los ágiles praos de Mompracem. Recibía a veces un buen tiro de cañón inglés, no obstante, ni siquiera aquellas piezas me han matado jamás.
Estaba por volver a encender un cigarrillo cuando llamaron a la puerta.
—¡Adelante...! —gritó.
Un momento después un montañés cubierto de polvo y sudor, con la vestimenta rasgada quizá por golpes de talwar, irrumpía en el salón.
—Gran sahib —le dijo a Yanez—, apenas acabo de llegar, después de haber reventado tres caballos.
—¿Y vienes?
—De Goalpara.
—¿Y te manda?
—El hijo de Khampur.
—¿La ciudad está perdida, verdad? —preguntó Yanez con la voz un poco alterada.
—Ha sido imposible defenderla. Tenía demasiados hombres Sindhia, y que no tenían miedo ni siquiera de nuestras piezas de artillería.
—¿Ha sido quemada?
—Los suburbios, sí.
—¿Y la población?
—Más de la mitad pasada a filo de espada —respondió el montañés—. Un fugitivo me ha contado que la sangre corría en torrentes a través de las calles de Goalpara.
—Ves, mi pequeña rani —dijo Yanez, volviéndose hacia Surama palidísima—. ¿Ves con qué canallas tenemos que lidiar? ¿Y tú quieres permanecer aquí con nuestro hijo? No combatiría más como un hombre valiente.
—Te creo, mi señor, ¿pero si mandáramos a nuestro hijo entre los fieles montañeses y yo permaneciera a tu lado?
—Mi querida —dijo Yanez con una sonrisa—. Aquí las mujeres nos estorbarían sin dar ninguna ayuda a los combatientes. No, tú partirás.
—Como quieras, mi señor. Has sido tú, con tu valor, quien me diera la corona de Assam junto con tus amigos de Mompracem, y ahora buscas mantenerla todavía firme sobre mi cabeza. Soarez, la nodriza y yo partiremos.
—Bien, Surama. Por otra parte, es mejor que aquí permanezca el maharajá. Aquellos canallas le tendrán más miedo que a la rani.
Desplegó sobre el escritorio un mapa del imperio y le echó el ojo, marcando luego con un dedo, una especie de rastro, fuertemente impreso con la uña.
—Muy bien —dijo—. Si vamos a caer, todavía daremos a aquel querido Sindhia grandes molestias.
Luego volviéndose a Surama le dijo dulcemente:
—Ve a hacer tus preparativos. Yo daré la orden al cornac para que tengan listos los elefantes. En las montañas ninguno de los rebeldes podrá alcanzarte.
Luego mirando a Kammamuri:
—Ve a descansar o a desayunar si tienes hambre. Luego partirás tú también y no dejarás Calcuta hasta que no haya desembarcado Sandokan. Los asuntos del estado han terminado y nosotros también podemos comer un bocado. ¿Verdad, Tremal-Naik?
—¡Si no hay más cocineros...!
—¿Y tú crees que yo no sé cocinar?
—Entonces voy a ayudarte.


Cinco o seis horas después la rani, con Soarez, la nodriza y una escolta de veinte montañeses, dejaba la capital, y poco después partían Kammamuri y el joven buscador de pistas para Rangpur.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Cuando Salgari nombra a los zorros voladores, en el original utiliza “cani volanti”, o sea, “perros voladores”, sin embargo no existen tales animales.

Cuando el cornac cuenta que Sindhia mató a su padre, en el original dice “quattro anni or sono”. Pero como en el capítulo 6 le agregué 2 años al tiempo transcurrido por Sindhia en el manicomio, acá hice lo mismo.

Zorros voladores: “Cani volanti” en el original, es el “zorro volador de la India” (Pteropus giganteus). Su cuerpo mide 30 cm de longitud y llega a tener una envergadura de 120 cm. Pesa en promedio 800 g. Tiene tonos castaño rojizos, pardos y negruzcos y se alimenta de fruta.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 2 mi equivalen a 3,22 km.

Cañas de la India: Nombre de diversas plantas vivaces, de la familia de las palmas, con tallos que alcanzan gran longitud, nudosos a trechos, delgados, sarmentosos y muy fuertes, hojas abrazadoras en los nudos, lisas y flexibles, zarcillos espinosos, flores de tres pétalos, y fruto abayado y rojo como la cereza. Viven en los bosques de la India y otros países de Oriente, y de su tallo se hacen bastones.

Mahout: “Mahut” en el original, es aquella persona que maneja y conoce a un elefante. Proviene del hindi “mahaut” y “mahavat”, que significa “montador de elefantes”.

Libras: 1 lb = 0,45359237 kg. Por lo tanto, 2 lb equivalen a 0,91 kg.

“...hachas o ejes...”: En el original utiliza simplemente la palabra “asce”, que puede significar cualquiera de las dos palabras utilizadas en la traducción, para crear un juego de palabras con las referencias a los carpinteros y al carro del estado.

Praos: “Prahos” en el original, son embarcaciones malayas de poco calado, muy largas y estrechas.

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