jueves, 19 de agosto de 2021

X. El atentado


Habían transcurrido cinco días durante los cuales Yanez, Tremal-Naik y los montañeses de Sadiya, vencidos sí, bajo los muros de Goalpara por las poderosas fuerzas de Sindhia, pero no completamente derrotados, no habían perdido el tiempo.
Habían cortado todos los puentes, preparado minas, dispuesto en los puntos más débiles la artillería, unas sesenta pequeñas piezas, y habían acumulado inmensas pilas de leña para dar fuego a la ciudad en caso de que la defensa se volviera absolutamente imposible.
No había más habitantes. Al anuncio de que Sindhia se acercaba, todos habían huido, temiendo sus venganzas. No habían quedado mas que unos pocos perros sarnosos y pelados, casi muertos de hambre.
Yanez, que todavía tenía una veintena de caballos, había lanzado varios hombres en dirección de Goalpara para tener noticias de su formidable adversario, pero tan solo al sexto día los exploradores le trajeron las malas nuevas de que las hordas avanzaban compactas, saqueando todas las aldeas que encontraban en su camino, para luego incendiarlas sin misericordia.
—¡Bah...! —dijo el valeroso portugués a Tremal-Naik, que desde lo alto de un bastión aguzaba la vista hacia occidente—. Los muros de la ciudad son firmes, tenemos cañones, mientras parece que el enemigo no los posee en absoluto, y todavía tenemos a mano dos mil quinientos montañeses siempre listos para hacerse matar para mantener en la cabeza de mi mujer la averiada corona. ¡Ah...! ¡Pobre carro del estado...! ¡Qué rápido envejeció...! Las ruedas necesitaban más grasa.
—Se ve que no naciste para ser rey —respondió el cazador de la jungla negra, riendo—. Sin embargo, ¿qué no has hecho junto con Sandokan? Diría que eres mejor demoliendo reinos que manteniéndolos en pie.
—Puede ser —respondió Yanez, riendo también—. Tú sabes, por otra parte, que nosotros somos los tigres de la Malasia, mejor preparados para destruir que para construir. ¡Uf...! Parece que avanzan. Era hora. Comenzaba a aburrirme.
—¿Quiénes avanzan?
—Los bandidos de Sindhia.
—Tienen prisa por echarte de tu capital.
—Parece que sí.
—¿Crees poder resistir a toda aquella gente?
Una nube pasó por la amplia frente del portugués.
—Somos muy pocos como para poder resistir hasta el arribo de los otros montañeses y de Sandokan. Caeremos antes.
—¿Perdiste tu antiguo coraje?
—No, son demasiados y luego están aquellos bandidos, fanatizados por los brahmanes. No tendrán miedo ni de nuestras carabinas, ni de nuestra artillería. ¡Bah...! Haremos lo que podamos y la gente caerá bajo los muros de mi capital. Si me hubiese percatado antes del mal juego que me preparaba silenciosamente Sindhia, habría hecho venir a Sandokan a tiempo y aunque hubiésemos sido derrotados, en las montañas habríamos podido hacer frente por largo tiempo a todos aquellos bandidos y tomado quizá nuestra revancha.
—Sí, es el Tigre de la Malasia el que nos da grandes fastidios, sin saberlo —dijo Tremal-Naik—. Sin embargo, debemos esperar aquí a sus formidables guerreros para guiarlos luego con nosotros a las altas cimas.
—Es verdad, amigo —respondió Yanez, que parecía un poco triste—. Sin embargo, sin aquella gente no podremos hacer nada grande. No obstante, no desespero, al contrario. Mientras el enemigo está todavía lejos, vamos a dar una última mirada a nuestros hombres y bastiones. Nosotros defenderemos el que da hacia la vieja pagoda para poder alcanzar las cloacas.
Dos montañeses, en la base del barranco, sujetaban por las bridas dos bellos caballos de raza mongola, con estribos cortos y sillas ligeras, a la musulmana.
Yanez y Tremal-Naik, después de haberse asegurado bien de que las tropas de Sindhia habían hecho una parada para preparar los campamentos, subieron al arzón y galoparon rápidamente a lo largo de todos los bastiones, deteniéndose aquí y allá para dar órdenes a los montañeses que, aún cuando fueron derrotados, todavía se encontraban en óptimas condiciones y listos para intentar un desesperado desquite.
Se detuvieron en el gran bastión que daba hacia la vieja pagoda, defendido por una quincena de pequeñas piezas de artillería y por trescientos montañeses guiados por el hijo de Khampur.
También estaba el cazador de ratas y el gigantesco rajput, que nunca había cesado de blasfemar contra sus compatriotas que habían traicionado tan cobardemente a la rani y al maharajá.
El sol se había puesto y la oscuridad había descendido sobre las inmensas campiñas ya desiertas, no menos que la ciudad, que se extendían alrededor de las fortificaciones.
A lo lejos comenzaban a brillar los primeros fuegos del campamento enemigo, fuegos que se multiplicaban con fantástica rapidez. Los parias no hacían economía de leña, habituados a destruir una floresta para cocinar un simple chacal o un mono.
Altísimas llamas se alzaban por todas partes, en forma de una inmensa media luna, lanzando al aire haces de chispas.
—¡Por Júpiter...! —exclamó Yanez, que había cenado lo mejor que pudo junto a Tremal-Naik y al hijo de Khampur, contentándose con medio pavo—. Intentan destruirnos por todas partes. Esta noche acamparán allá y mañana los veremos aparecer también por la otra parte de la ciudad. Tendremos una noche en vela.
—No será la primera —dijo Tremal-Naik—. ¿Cuántas hemos pasado cuando combatíamos sobre el Rey del Mar contra mi yerno?
—¡Oh, las recuerdo! Aquel Moreland era un bravo marinero que le daba grandes fastidios incluso a Sandokan. ¡Uf...! Hace tiempo que Darma y su marido no aparecen.
—El último despacho lo he recibido de Acapulco y mi hija me advertía, que con la espléndida nave de su marido estaba por emprender la travesía por el Océano Pacífico.
—Verás, muchas veces me he preguntado por qué sir Moreland, después de que se ha casado con tu Darma, jamás ha regresado a la India.
—Por prudencia, Yanez —respondió Tremal-Naik—. No todos los thugs han desaparecido en este desgraciado país y tú sabes qué vengativos y rápidos de mano son. Teme, no por sí mismo, sino por mi hija, y le he aconsejado mantenerse, lo más que le fuera posible, alejado de la India. Un día lo volveremos a ver. Darma me lo ha prometido.
—Si estuviese aquí, con sus marineros, nos sería de gran ayuda en este momento —dijo el portugués con un suspiro.
—A esta hora estarán quizá en Japón o en China, y aquellos dos países están demasiado lejos. Llegarían con el asunto terminado.
Se sentó sobre una pequeña pieza de artillería y se puso a mirar nuevamente los innumerables fuegos de los asediantes, masticando rabiosamente un pedazo de cigarrillo.
Tremal-Naik se había acomodado sobre un pequeño terraplén herboso y había vuelto a encender su pipa.
Sobre los bastiones los centinelas se daban la voz para dar a entender al enemigo que velaban atentamente, y los artilleros dispersos aquí y allá en los lugares más amenazados, soplaban las mechas, listos para desencadenar huracanes de metralla.
Lo que Yanez temía, era un furioso ataque nocturno, pero no sucedió.
Las tropas de Sindhia, quizá bastante cansadas y también un poco temerosas de tener que sentir los crueles mordiscos de la artillería, se habían mantenido tranquilas; no obstante, habían aprovechado la oscuridad para extender sus líneas de modo de envolver completamente a la ciudad.
Habiendo despuntado el alba, Yanez no viendo todavía al enemigo decidido a lanzarse al ataque, montó sobre su caballo, y seguido por Tremal-Naik también en silla de montar, hizo una rápida carrera hasta su bungalow ya desierto y silencioso.
Solamente un viejo montañés velaba frente a la puerta, todo envuelto en una gran capa de piel de cabra tibetana de pelo larguísimo y muy reluciente.
—¿Quieres dar fuego a tu palacete? —preguntó el cazador de la jungla negra al portugués—. Espera un poco. La ciudad aún no ha sido tomada.
—He regresado aquí para poner a salvo los tesoros de mi mujer y los míos. Se trata de muchos millones de rupias. Sígueme.
Subió al segundo piso, siempre acompañado por su fiel amigo y abrió una puerta de hierro laminado, entrando en una estrecha habitación donde se veían alineados cinco enormes cajas fuertes de acero, a prueba de fuego.
—Es mejor prevenir —dijo—. Ya se sabe que es el dinero lo que hace la guerra y Sindhia lo ha demostrado.
Se acercó a una pared y apretó el muelle. Enseguida una parte del piso que era de madera, se desplazó con largos crujidos y las cajas fuertes cayeron, con inmenso estruendo, levantando una densa nube de polvo que terminó en una verdadera lluvia de arena.
—Ahí están los tesoros de la corona y míos a salvo —dijo el portugués—. Aunque toda la ciudad arda, no sufrirán.
—¿Dónde han caído?
—En una bodega llena de arena finísima y donde se han hundido cinco o seis metros bajo el suelo. Te aseguro que nadie los encontrará y que Sindhia, si toma la ciudad, hará una buena búsqueda.
Estaba por romper el muelle, cuando oyó atronar un tiro de cañón.
—Nos llaman —dijo—. ¿Las bandas de Sindhia se mueven?
Se apresuró a romper el muelle con la pesada culata de la carabina adornada en el extremo con acero, luego salió corriendo.
Montaron sus caballos y se dirigieron, a carrera desenfrenada, hacia la puerta de Agra, sobre cuyo bastión sobresaliente todavía se veía esfumarse lentamente el humo de la pequeña pieza que había hecho fuego.
La defendía el hijo de Khampur, a la cabeza de doscientos montañeses, escogidos entre los mejores.
—Gran sahib —dijo el joven guerrero a Yanez, cuando este, siempre seguido por Tremal-Naik, llegó al bastión—. Sindhia te manda un parlamentario.
—¿Quién es?
—Un brahmán.
—¿Aquel bribón también ha contratado a todos los brahmanes de Bengala?
—Así parece, gran sahib —respondió el joven.
—¿Dónde está aquel hombre?
—Espera en el extremo del puente que ya hemos cortado.
—Haz arrojar un par de vigas con tablas. Si se rompe el cuello, peor para él.
Mientras los montañeses ejecutaban rápidamente la orden, Yanez se apresuró al extremo del bastión y se puso a mirar al parlamentario que cabalgaba una especie de poney de formas bastante vencidas y tenía en el puño una bandera de seda blanca.
Era un bello hombre, muy barbudo, de color muy cargado y los ojos chispeantes como los de las serpientes. Llevaba puesto el traje típico de los brahmanes y no portaba ningún arma, al menos aparentemente.
—¡Por Júpiter...! —exclamó el portugués—. Aquel bribón de Sindhia sabe escoger a su gente. Oigamos qué quiere este religioso vuelto combatiente.
Descendió el bastión acompañado por Tremal-Naik y esperó al parlamentario sentado sobre un montón de vigas retiradas del puente levadizo. Se había puesto entre las rodillas la fiel carabina, temiendo siempre alguna nueva traición, y había hecho señas a seis montañeses de preparar también sus grandes fusiles.
Cinco minutos después el parlamentario, habiendo conseguido atravesar el pequeño puente improvisado a merced de la ayuda del hijo de Khampur, pasaba bajo las dos bóvedas de la puerta y se presentaba ante el maharajá saludándolo familiarmente con un gesto de la mano derecha.
—¿Qué quieres y quién te manda, ante todo? —preguntó Yanez, sin devolverle el saludo.
—El rajá de Assam —respondió el brahmán.
—¿Qué rajá? Hasta este momento en Assam comandaba la rani Surama.
—Nosotros la hemos proclamado caducada.
—¿Y su marido el maharajá?
—También aquel, y hace tiempo.
—¿Y quiénes son ustedes?
—Asameses partidarios de Sindhia.
—¡Mientes...! —gritó Yanez—. No son más que un tropel de bandidos reclutados de todas las provincias de Bengala y que por primera vez entran en Assam con el único propósito de masacrar a los verdaderos asameses y de saquear ciudades y suburbios.
—Me dirás ahora quién eres tú —dijo el brahmán con tono altanero.
—Soy el príncipe consorte de la rani.
—¿Tienes plenos poderes para tratar con nosotros, sahib?
—¡Soy el maharajá...! —gritó Yanez, levantándose furiosamente—. Soy yo, hombre, quien se ocupa de los asuntos del estado.
—Entonces vengo a decirte de parte de mi señor, que ceda inmediatamente la ciudad si no quiere ver pasar por el filo de la espada a todos los habitantes.
El portugués prorrumpió en una estruendosa risotada.
—¿Qué población? —preguntó luego—. Aquí no han quedado mas que las ratas, algunos perros y quizá algunos pavos reales. La población, sabiendo bien cuán generoso es su señor, ha preferido huir toda, llevando consigo las mejores posesiones. Encontrarán muy poco que recoger, si consiguen expugnar la capital de la rani.
—¡Si lo conseguimos...! La tomaremos de golpe como hemos tomado Goalpara.
—Gauhati no es Goalpara, sacerdote de Brahma —dijo Yanez.
—Tenemos veinte mil hombres, maharajá, y tú no tienes mas que unos pocos montañeses, porque nosotros te hemos sacado no solo a todos los rajputs sino hasta a tus guardias.
—Puedes añadir también los elefantes —dijo Tremal-Naik, que estaba sentado al lado del portugués.
—Sí, también esos, y he sido yo quien dio aquel magnífico golpe, mientras usted nos buscaba en la pagoda. Hemos sido mucho más astutos que usted.
—¡Y vienes a decírmelo en la cara...! —gritó Yanez, brincando nuevamente en pie, con la carabina apuntada.
—Me jacto de haber conducido a buen término aquella operación —respondió el brahmán con énfasis—. ¡Veinte elefantes, sus cornac y tres grandes pelotones de rajputs...! Confesarás, maharajá, que he sido muy hábil.
—¡Has sido un gran bribón...!
El sacerdote lo miró con aquellos ojos negros y centelleantes como una serpiente, y respondió enseguida:
—Esa es una ofensa que podría pagar cara, sahib blanco.
—Es una amenaza, me parece.
—Tómalo como quieras, poco me importa.
—¿Y si yo te hiciera arrestar, insolente, y si te hiciera apalear bien antes de devolverte al campo de Sindhia?
—¿Quién osaría golpear a un sacerdote de Brahma?
—Yo —dijo Tremal-Naik.
El brahmán lo miró fijo un momento, asombrado por tanta audacia, luego con un movimiento fulmíneo se abrió a lo largo el sayo, extrajo una pistola y disparó dos tiros, uno hacia el cazador de la jungla negra y otro contra Yanez.
Había actuado demasiado a prisa, y no había pensado en el hijo de Khampur que estaba cerca, vigilándolo atentamente.
El valiente montañés había dado una patada al caballo haciéndolo encabritar, de modo que las dos balas habían ido a clavarse en las vigas.
En seguida tres o cuatro montañeses más se habían arrojado sobre el traidor, lo habían arrancado de la silla de montar y lo habían arrojado violentamente a tierra, apuntándole sobre el pecho las carabinas.
Yanez encendió tranquilamente un cigarrillo y se acercó al prisionero que rugía como un joven tigre. El hijo de Khampur ya lo había atado sólidamente con las correas sacadas de los sacos de víveres que se encontraban acumulados en buen número ahí cerca.
—Parece que aquel querido rajá, tu señor —dijo Yanez, arrojando en pleno rostro del brahmán un chorro de humo—, no te había mandado aquí como parlamentario. Te había dado el encargo de asesinarme, ¿verdad? No obstante, te digo que eres un pésimo tirador, porque yo en tu lugar, incluso si mi caballo se hubiese encabritado, te habría mandado derecho al nirvana.
—Tú y tu compañero me han ofendido, olvidando que soy un brahmán.
—Ahora bien, ¿qué son estos brahmanes? ¿Hombres diferentes de los otros que pueden permitirse incluso los asesinatos? ¿Si yo hubiese intentado acercarme a Sindhia cubierto por una bandera de parlamentario y luego hubiese intentado quemarle, a traición, los sesos, qué me habrían hecho ustedes, bandidos?
—Tú no has disparado sobre el rajá, que goza incluso en este momento de óptima salud, por consiguiente es inútil una respuesta mía.
—No me habrían devuelto porque tenía una bandera blanca, ¿verdad? —preguntó Yanez, que perdía poco a poco su famosa calma.
—Puede ser —respondió el brahmán, alzando los hombros.
—Está bien.
Se volvió hacia Tremal-Naik y le dijo:
—En una casamata tenemos uno de aquellos largos cañones que usaban los mogoles hace doscientos años o más. ¿Lo has visto?
—Se encuentra a veinte metros de nosotros, sobre el bastión.
—Lo pondrás bien a la vista en el borde del almenaje, lo harás cargar con dos cartuchos de pólvora y uno de metralla gruesa.
—¿Qué quieres hacer, sahib? —preguntó el brahmán vuelto grisáceo e intentando, con un esfuerzo supremo, cortar las ataduras.
—Espera a que la pieza esté cargada y lo sabrás —respondió Yanez con voz sibilante.
—¿Osarás matarme?
—Tú has osado hacer fuego sobre el maharajá de Assam, ya que hasta este momento soy yo el maharajá. ¡Fuego por fuego!
—Tú jamás has pertenecido a nuestra raza.
—Quieres decir que yo no he gobernado como sus rajás, siempre borrachos y no deseosos mas que de masacres. Conocemos la historia de Sindhia y de su hermano especialmente, asesinado en buen momento por tu señor, no menos feroz que el otro.
—Déjame ir —dijo el brahmán—. Pertenezco a la primera casta de todas las que se encuentran en nuestro gran país.
—En mi país, verás, incluso a los importantes, cuando cometen un delito, se los agarrota.
—No sé qué quiere decir.
—Se los estrangula con una máquina especial que parte, en el acto, la columna vertebral.
—¿Quiere matarme?
—¡Por Júpiter...! ¿Me creería un hombre capaz de bromear? ¿No ve que ya están cargando el cañón?
El brahmán se volvió todavía más grisáceo y sus ojos expresaron un terror imposible de describir.
—Tú no osarías, sahib, no, no osarías, porque detrás de mí está Sindhia, mi señor.
—No me importa aquel loco.
—Me vengará.
—Todavía no me ha atrapado y tengo mis buenas razones para creer que jamás me tendrá en sus manos.
—¿Pero no ves que toda la ciudad está circundada por los nuestros?
—Basta con la charla: tu señor espera una respuesta de mi parte y se la daré bajo la forma de una bala humana.
Así dicho Yanez se volvió hacia los montañeses y les hizo una seña. Enseguida cinco hombres se precipitaron sobre el prisionero y aún cuando el desgraciado intentase una desesperada resistencia, lo llevaron sobre el bastión.
Tremal-Naik, ayudado por otros hombres, había preparado la pieza, empujándola hasta el borde de la plataforma.
Se trataba, como hemos dicho, de un viejo cañón mogol, de más de dos metros de longitud, bastante parecido a una culebrina.
Quizá desde hacía cien años yacía olvidado en la casamata y jamás había hecho oír su voz.
El brahmán fue nuevamente agarrado y atado a la boca de la pieza, con las piernas colgando, ya que el grueso cañón había sido apuntado bien a lo alto, hasta el último límite de la mira.
Estando los asediantes muy cerca, podían verlo.
Tremal-Naik había tomado una mecha y no esperaba mas que una orden de Yanez para dar fuego a la doble carga.
El brahmán, con las facciones horriblemente trastornadas, los ojos inyectados de sangre, agitaba locamente las piernas y mandaba alaridos espantosos.
Yanez se le había acercado, mirándolo con aire perfectamente tranquilo.
—¿Y bien? —le preguntó—. ¿Cómo te encuentras? La posición no debe ser muy cómoda.
—¡Qué Brahma te maldiga a ti y a todos tus descendientes...! —aulló el sacerdote, con voz estrangulada.
—Gracias.
—Recuerda que Brahma es el más poderoso de todos los dioses de la India.
—Lo sabemos desde hace mucho —respondió Yanez, con su usual calma.
—¿Debo dar fuego a la pieza? —preguntó Tremal-Naik—. ¿No ves que aquel hombre está por morir de espanto?
—También me lo parece, y precisamente pienso que ya ha sido bastante castigado por su infame atentado. Desátalo, vuélvelo a poner sobre su caballo y despídelo.
—Eres demasiado generoso, gran sahib —dijo el hijo de Khampur—. Mi padre no lo habría perdonado.
—Tu padre es indio, mientras que yo soy un hombre blanco —respondió el portugués—. Dejando ir a este bribón, mostraremos mejor a Sindhia que nosotros no tenemos miedo a sus bandidos.
—Quizá estés equivocado, gran sahib.
—También lo creo —dijo Tremal-Naik, arrojando la mecha, vuelta inútil—. A este canalla lo habría arrojado al aire en veinte o treinta pedazos.
—Quizá este hombre pueda estar agradecido y un día sernos útil. Déjalo ir: veo desde muy lejos y adivino muchas cosas.
Los montañeses habían desatado al brahmán que se sostenía a duras penas sobre sus piernas temblorosas. Parecía que de un momento a otro se fuera a caer al suelo desvanecido. Tuvieron que ayudarlo a bajar del bastión y también ponerlo en la silla de montar.
Cuando sintió que también le desataban los brazos, miró a Yanez por largo tiempo, con dos ojos que no tenían nada más de ferocidad, luego le preguntó:
—¿Me regalas la vida?
—Sí.
—Retiro las maldiciones que había invocado sobre ti y tus descendientes.
—Puedes no molestarte por algo tan pequeño.
El brahmán pareció pensar un momento, luego retomó:
—Me llamo Kiltar. Recuerda este nombre, sahib.
—Me lo fijaré en el cerebro, aunque no consiga adivinar para qué podría servirme.
—Tú me has regalado la vida y yo te debo agradecimiento. Sindhia me había mandado aquí como parlamentario para que te asesinara, y alabo a Brahma que los dos tiros de pistola hayan ido al vacío.
—Y regresar junto a tu señor, sin haberme matado, ¿no te traerá problemas?
—No, porque soy un brahmán.
—Ve, y no te aparezcas más ante mí como enemigo, porque no te perdonaría.
—Y tendría razón, sahib: recuerde mi nombre, Kiltar, el brahmán de Benarés, la ciudad santa.
Hizo una reverencia, trazó en el aire algunos signos como si quisiera principalmente romper la maldición lanzada, giró el caballo y guiado por el hijo de Khampur volvió a atravesar el puente improvisado, lanzándose luego a gran galope hacia los campamentos de los asediantes.
—¡Uf...! —dijo Yanez a Tremal-Naik—. Tengo la convicción de haber tenido un buen día.
—¿Regalándole la vida a aquel canalla? —dijo el famoso cazador de la jungla negra, sacudiendo la cabeza—. ¡Uf! ¡Uf...!
—Se verá más tarde. Por otra parte no habría ganado nada con mandarlo destrozado por el aire. No habría sido mas que un acto de crueldad. Me basta con haberlo espantado.
Habían vuelto a subir al bastión mientras los montañeses deshacían rápidamente el puente improvisado y barricaban sólidamente la gruesa puerta laminada en bronce, que se habría sobre un foso de tres metros de profundidad y ocho o diez de ancho, lleno de cieno y plantas acuáticas ya medio desecadas.
El brahmán ya había desaparecido entre las cabañas y las tiendas que los asediantes habían levantado para defenderse del gran calor.
Por un rato se oyeron gritos, disparos, luego un gran silencio se esparció por todos los campamentos.
Quizá el asalto, que parecía ser inminente, había sido aplazado.
Yanez esperó con impaciencia la noche, y las bandas de Sindhia aún permanecieron tranquilas en sus campamentos. Sin embargo, eran tan numerosas que podían intentar la empresa.
—¿Sabes lo que creo? —le dijo el portugués, cuando despuntó el alba, a Tremal-Naik, que había dormitado algunas horas a su lado—. Que mi generosidad ha retrasado, sino evitado, el asalto.
—¿Y por qué?
—Quizá el brahmán, si es verdad que nos debe un poco de agradecimiento, ha asustado a Sindhia diciéndole que nosotros si bien somos pocos, tenemos un número extraordinario de artillerías.
—Puede ser, pero debían haber piezas en Goalpara.
—Apenas una decena.
—¿El ex rajá querrá atraparnos con hambre?
—Es lo que temo.
—Como sabes, Yanez, la embestida ha sido tan rápida que nos ha sido imposible introducir ganado antes.
—Hurgaremos en todas las casas, saquearemos todos los jardines, mataremos a todas las fieras de mi palacio real que han escapado al incendio y luego daremos caza...
—¿A los perros que ya han escapado junto con los habitantes?
—A las ratas de las cloacas. Aquellas bestias nos procurarán tanta carne como para nutrir un ejército por un par de semanas al menos.
—No sé si los montañeses las comerán —dijo Tremal-Naik, sonriendo.
—Impulsados por el hambre las pondrán al asador, te lo aseguro, y no mirarán las colas.
—Una explicación deseo ahora de ti. ¿Si la ciudad fuera capturada?
—Como te he dicho, la incendiaremos.
—¿Y los montañeses?
—Forzarán una u otra de las líneas de choque y regresarán a Sadiya.
—¿Mientras que nosotros esperaremos a Sandokan en las cloacas?
—Tendremos allá abajo un magnífico refugio y podremos esperar tranquilamente el desarrollo de los acontecimientos. ¿Te parece?
—Tú y Sandokan han nacido grandes capitanes —respondió el famoso cazador de la jungla negra—. Serían capaces, no digo de conquistar el mundo, pero la India y también toda la Malasia. Desgraciadamente los ingleses hoy día son muy fuertes, y dentro de seis meses lo serán más todavía. No estamos más en los tiempos de Mompracem —terminó con un suspiro.
En aquel momento algunas detonaciones, bastante fuertes, atronaron en el campamento que se encontraba frente al bastión ocupado por ellos con un centenar y medio de montañeses.
Eran las piezas tomadas a las cercas de Goalpara que hacían oír su voz.
Algunas balas silbaron sobre la ciudad, siendo todas de pequeño calibre, y fueron a caer o sobre los techos de las casas o en medio de los jardines, sin causar daños.
—Qué pésimos artilleros tiene aquel Sindhia —dijo Yanez—. Es mejor que utilicen los bastones de los faquires errantes.
—¿Y nuestros montañeses?
—Son hábiles porque allá arriba, en sus desfiladeros, siempre tienen buenas piezas para demoler los hudì. Veamos de hacer algo también nosotros.
Se encontraban sobre el bastión que daba a la vieja pagoda, junto a la que desembocaba el río negro, y habían concentrado la mitad de sus artillerías, queriendo conservar absolutamente aquella salida para poder llegar, en el caso de un desastre, ya previsto, a las cloacas.
Yanez llamó a congregar a los montañeses, los dispuso detrás de las piezas, escogiendo a los punteros, y respondió a la primera provocación de Sindhia con una terrible descarga que hizo salir por piernas, a rajputs, brahmanes, parias, faquires y bandidos.
—Parece que por el momento han tenido suficiente —dijo Yanez—. No será por este bastión que intentarán dar el asalto. Mi querido Tremal-Naik, esta mañana he hecho matar a los cebúes que servían para mis carreras. Por consiguiente podemos ir a tomar el desayuno. Los asediantes por ahora se mantendrán tranquilos, te lo digo yo.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

La piel de cabra tibetana a la que hace referencia el texto es la cachemira.

Arzón: Parte delantera o trasera que une los dos brazos longitudinales del fuste de una silla de montar.

Noche en vela: “Notte bianca” en el original, es la noche que se pasa sin dormir. En italiano se le dice “noche blanca”.

Acapulco: Ciudad ubicada en la costa del Océano Pacífico, perteneciente al estado de Guerrero, México. Constituye uno de los principales destinos turísticos del país.

Puerta de Agra: No encontré referencias a esta puerta de la ciudad de Guwahati.

Poney: Es un caballo de cierta raza de poca alzada. En castellano se escribe “poni” o “póney”. Salgari utiliza la palabra en francés, que deriva del inglés “pony”, así que la mantuve.

Sayo: Prenda de vestir holgada y sin botones que cubría el cuerpo hasta la rodilla.

Nirvana: En algunas religiones de la India, estado resultante de la liberación de los deseos, de la consciencia individual y de la reencarnación, que se alcanza mediante la meditación y la iluminación.

Casamata: Bóveda muy resistente para instalar una o más piezas de artillería.

Agarrotar: Ejecutar en el patíbulo mediante garrote.

Culebrina: Antigua pieza de artillería, larga y de poco calibre.

Puntero: Dicho de una persona: Que hace bien la puntería con un arma.

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