miércoles, 1 de septiembre de 2021

XI. La capital en llamas


Yanez se engañaba.
Apenas se había retirado a una vieja casamata semihundida, donde el cazador de ratas y el fidelísimo rajput habían improvisado lo mejor posible una mesa, trayendo un cuarto de cebú humeante y muchas botellas de cerveza, cuando la artillería de Sindhia recomenzó a tronar con un crescendo un poco inquietante.
Sus artilleros disparaban peor que reclutas con treinta días de instrucción, sin embargo las balas comenzaban a caer en abundancia también sobre el bastión, abatiendo, de vez en cuando, alguna almena. La mayor parte se enterraba en los taludes, y no tratándose de bombas, se dormían enseguida después de haber lanzado al aire parches de césped.
Yanez enseguida había brincado fuera, dejando el asado, que por otra parte no le interesaba mucho, no habiendo sido nunca un comedor, y a riesgo de hacerse partir en dos por algún proyectil, se había puesto a observar atentamente las bandas que hacían frente, a sólo mil quinientos metros del gran bastión.
—¡Por Júpiter...! —exclamó—. Diría que aquel perro de Sindhia ha adivinado que me encuentro aquí. Debe haber hecho traer a sus mejores piezas a esta parte. ¡Ah...! ¡Quieres una lección...! Sigo siendo el famoso artillero de los praos de Mompracem. Que nadie haga fuego. Pienso responder yo solo. Me pagará duramente este desayuno tan bruscamente interrumpido.
Como hemos dicho, sobre el bastión había hecho reunir veinte piezas, la mitad de la artillería que poseía, servida por más de un centenar de montañeses.
Se hizo dar una mecha y comenzó, después de haber apuntado rápidamente, un fuego infernal.
Los tiros se sucedían uno a uno, no obstante los proyectiles caían justo en medio del campamento adversario, causando no pocas víctimas.
Ya desde el principio la artillería del ex rajá, después de algunos disparos, se había quedado en silencio. Sus hombres enseguida habían comprendido que se encontraban impotentes ante aquel magnífico fuego que se sucedía ahora con bala y ahora con metralla.
No se habían dado por vencidas las bandas. Sindhia debía haber comandado el ataque general, porque también sobre los otros bastiones tronaban las artillerías a las que respondían, lo mejor que podían, aquellas de los asediantes.
Se habían formado grandes grupos provistos de largas escaleras de bambú para arrojar a través de los fosos, no habiendo más puentes, y se preparaban para lanzarse a gran carrera.
Yanez continuaba disparando tranquilamente sus piezas que los montañeses, bastante expertos, enseguida recargaban, mientras Tremal-Naik, famoso tirador de carabina, se divertía abatiendo, de vez en cuando, un enemigo, barboteando con cada tiro:
—Siempre será uno menos.
Los bandidos de Sindhia, tropas no demasiado sólidas aún cuando estaban formadas, como se sabe, por gente fácil de sufrir el encanto de los brahmanes, con cada tiro de cañón se dispersaban, no obstante, no tardaban en reunirse y en reanudar la carrera, disparando a lo loco. No obstante, hacían magros progresos, y también en las otras partes los ataques a los bastiones se sucedían con un gran desorden, un enorme derroche de pólvora y balas, a pesar de la presencia de los rajputs traidores, que se esforzaban por infundir ánimo a aquel tropel de bribones.
Los montañeses de Sadiya, aún cuando bastante inferiores en número, protegidos por el almenaje, barrían el terreno delante de ellos, disparando a más de mil pasos con gran éxito.
Al mediodía los asediantes se encontraban en las mismas condiciones de la mañana. Quizá, sabiendo la ciudad defendida por el terrible maharajá que un día había vencido a su señor, se detenían a menudo para luego volver corriendo cuando los cañones tronaban.
—Yo creo —dijo Yanez a Tremal-Naik, el cual no había cesado de hacer tronar su carabina—, que por hoy podremos desayunar y más tarde también almorzar. Tiene mucha gente aquel Sindhia, pero son todos de piernas inestables y si no hubiera rajputs, a esta hora no habría más combatientes delante nuestro.
—En efecto, hasta ahora no han demostrado gran coraje —respondió el famoso cazador de la jungla negra—. No obstante, son muchos y si se decidieran una noche, correr furiosamente al ataque, no sé qué sucedería con nosotros.
—¡Si pudiéramos resistir hasta el arribo de Sandokan...! Cuento los días y me parece que se duplican.
—Debe estar en el mar y ya desde hace tiempo. Sabes que tu hermanito moreno, como lo llamas, no tiene la costumbre de vacilar jamás. No obstante, no sé si Sindhia nos dará un par de semanas de tregua. Debe oprimirle demasiado la conquista de la capital.
—¡Una bella capital encontrará...! —dijo Yanez—. Ruinas humeantes sobre las que sus guerreros podrán asar cuartos de caza. Saltará todo por el aire. Si todo termina bien volveremos a edificar. El dinero no falta.
Había dejado caer la mecha, no teniendo más necesidad de hacer tronar la artillería.
Las bandas de Sindhia, después de haber llegado a mil pasos de los bastiones, habían escapado refugiándose en los campamentos.
El ex rajá ciertamente no debía estar contento con su primer ataque a la capital, no obstante ni siquiera los defensores estaban tranquilos.
No se veía llegar a Khampur con otros montañeses; Sandokan todavía estaba lejos y los víveres faltaban ya en la ciudad asediada. ¡Y había tantas bocas que mantener...! ¡Ay si toda la población se hubiera quedado...!
No obstante, aquellos bravos montañeses no parecían inquietarse tanto por la falta de víveres. Daban una caza despiadada a los perros y gatos, saqueaban los jardines y se contentaban. Después de la destrucción de los gatos vendría la de las ratas, y contaban con prepararse brochetas con aquellos grandes roedores.
Luego Yanez había reservado para sí y para sus amigos su zoológico que había escapado al incendio del palacio imperial. Había leones, cuatro tigres, nilgós y otros animalitos bastante raros, como los pangolines, por consiguiente por el momento la carne no podía faltar.
—Comeremos asados un poco duros —dijo el portugués a Tremal-Naik que, más que nadie, parecía preocuparse por la gran escasez de víveres—. ¿Qué quieres que hagamos? Igualmente iremos abajo regados con la cerveza, que en cambio abunda.
—Te has equivocado al dejar huir a los habitantes con todos sus cebúes y las otras bestias de tiro.
—Debían poner bien a salvo las cosas más preciosas para sustraerlas a las manos ganchudas de los bandidos de Sindhia. Después de todo, es mejor que la población se haya ido, porque no habría podido ni defenderla por largo tiempo, ni mantenerla, y tanto menos, incendiar la ciudad.
—Sin embargo, no estoy en absoluto tranquilo —dijo Tremal-Naik.
—Yo sé el porqué. Todavía nos queda probar aquel cuarto de cebú que el rajput y el cazador de ratas nos han preparado desde esta mañana.
—Nos vengaremos ahora.
El hijo de Khampur los alcanzó en aquel momento, acompañado por una pequeña escolta.
—¿Rechazados por todas partes? —le preguntó Yanez.
—Sí, gran sahib, pero son muchos, demasiados. ¡Y mi padre tarda...!
—¿Los otros montañeses tendrán miedo de Sindhia?
—Ah, no, gran sahib. Nuestro país es muy montañoso y no es fácil reunir enseguida a los guerreros. Los mensajeros han de atravesar distancias considerables y la concentración de combatientes es siempre lenta. No tema: los montañeses de Sadiya se harán matar, si es necesario, hasta el último, por su rani, con tal de conservar la corona de Assam que por derecho le pertenece.
—¿Entonces estás convencido de que tu padre llegará?
—Sí, gran sahib. No tiene mas que una palabra y la mantendrá. No obstante, tengo un temor.
—¿Cuál?
—Que llegue demasiado tarde en nuestra ayuda.
—¡Por Júpiter...! Sandokan con retraso, tu padre también... ¡Bah...! Vayamos a desayunar, ya que los bandidos de Sindhia nos dejan un poco tranquilos.
—Una palabra, gran sahib.
—Habla pues.
—¿Y si la ciudad fuese tomada?
—Con tus montañeses forzarás alguna línea de los asediantes e irás al encuentro de tu padre.
—¿Y tú, gran sahib?
—No te preocupes por mí. Aquí, bajo esta ciudad, hay un asilo casi inviolable, y será ahí que esperaré a mi hermano moreno.
—Nosotros no te dejaremos solo.
—Aquel asilo no podría contenerlos a todos, y luego la gran cuestión es siempre la de los víveres. Me dejarás una docena de tus hombres y tendré suficiente.
El joven guerrero sacudió la cabeza.
—Mi padre me ha dicho que no abandone al maharajá.
—Y el maharajá, si las cosas van mal, te dirá que regreses a tus montañas.
—Te obedeceré, pero con el corazón bastante entristecido.
—Cuando te diga que fuerces las líneas y te pongas a salvo con tus hombres, tú lo harás. Hablo en nombre de la rani.
—Te he dicho, gran sahib, que obedeceré.
—Y entonces, finalmente podemos hincar el diente a aquella pata de cebú que nos espera desde hace varias horas.
Entraron en la casamata, junto con Tremal-Naik, el cazador de ratas y el rajput fidelísimo, convertidos de punta en blanco en pajes, cocineros, combatientes, y ya que las bandas de Sindhia estaban tranquilas en sus campamentos, atacaron el desayuno regándolo con botellas de cerveza sacadas de las bodegas del bungalow ampliamente provisto.
Verdaderamente los asediantes no estaban todos tranquilos. Pésimos artilleros intentaban lanzar, de vez en cuando, alguna bala a través de la ciudad, hundiendo solamente algún techo. Vino la noche, pero las bandas no dieron signos de vida. Era una noche oscura, un poco tempestuosa.
Durante el día el calor había sido intenso, y después de haberse puesto el sol, grandes masas de vapores se habían reunido en la profundidad del cielo, bajando luego gradualmente hacia la tierra.
—Este es el momento de abrir bien los ojos —dijo Yanez, que paseaba detrás de las veinte piezas extendidas sobre el bastión, en compañía de Tremal-Naik—. Temo que las bandas de Sindhia aprovechen esta oscuridad para acercarse a nosotros e intentar algún desesperado asalto.
—Los fosos son anchos y profundos y todos los puentes han sido cortados a tiempo —respondió el famoso cazador.
—Se fabrican rápidamente con los bambúes, que aquí nacen por todas partes, escaleras ligeras y solidísimas y también puentes móviles.
—Los bastiones son altos.
—Lo sé, pero desgraciadamente nosotros, debo reconocerlo, somos muy pocos como para defender toda la inmensa cerca de la ciudad.
—¡Te vuelves pesimista!
—En absoluto, y luego los montañeses están advertidos, en caso de extremo peligro, de dar fuego a todo y después escapar. Nosotros no correremos ningún peligro.
—¿Y si Sindhia conociera la existencia de las inmensas cloacas?
—¿Quién, aquel borrachín? Estará ocupado con el gin, el brandy y el whisky y no ya con la ciudad subterránea. Ni siquiera nosotros sabíamos que estaba. Basta con tener libre el pasaje de la vieja pagoda, pero con esta imponente batería sabremos despejar los alrededores.
En aquel momento, sobre un bastión que defendía la ciudad hacia el septentrión, se oyó tronar imprevistamente el cañón.
—Mala señal —dijo Yanez, sacudiendo la cabeza—. Sindhia quiere reintentar el ataque. Abramos, como he dicho, los ojos.
—Ábrelos pues, pero no verás nada —dijo Tremal-Naik—. Parece que el alquitrán se ha mezclado con las nubes.
—¡Te engañas, amigo, mira...!
Lenguas de fuego habían surgido imprevistamente, iluminando la oscura noche como en pleno día.
Se sucedían por cientos y cientos, deslizándose con las salvajes contracciones de las serpientes y lanzando a lo alto miríadas de chispas que caían, no obstante, por fortuna, en el lugar, no soplando el más ligero hálito de viento.
Sindhia había hecho incendiar los suburbios de la capital, formados casi exclusivamente por cabañas, y las cabañas y los cobertizos eran rápidamente destruidos.
Al mismo tiempo había intentado, por segunda vez, lanzar a sus bandidos al asalto, creyendo tomar Gauhati con la misma facilidad con la cual había expugnado Goalpara, pero los montañeses, a pesar de ser pocos como para defender toda la inmensa cerca y para nada espantados con irse nuevamente a las manos, no habían tardado en responder con un formidable fuego de artillería y carabina. Incluso el viejo cañón mogol había sido puesto a trabajar y no disparaba, a pesar de sus doscientos o trescientos años, menos que los otros, lanzando grandes proyectiles.
Frente al bastión que daba a la vieja mezquita y que estaba custodiado por Yanez y por sus pocos montañeses, no había aldeas que quemar, de modo que por aquella parte reinaba cierta oscuridad, no llegando hasta aquel lugar los reflejos de los incendios.
—¡Abramos los ojos...! ¡Abramos los ojos...! —no cesaba de repetir el portugués, que sentía desde lejos los peligros.
Mientras sobre todos los otros bastiones los montañeses combatían desesperadamente, enfrentando a los rajputs traidores, que eran los únicos que verdaderamente avanzaban, hacia la vieja mezquita el silencio reinaba siempre.
De pronto, no obstante cuando Yanez, casi convencido de que por aquella parte no ocurriría ningún ataque, se preparaba para montar a caballo para hacer una rápida carrera por las anchas calles de las cercas, partieron dos cañonazos seguidos a continuación de alaridos espantosos.
—He aquí los papagayos que se hacen oír —dijo el valeroso, con su usual flema—. Haremos hablar a nuestra batería. ¡Vamos, a mí montañeses de Sadiya...!
Los ciento veinte hombres se habían arrojado sobre las piezas y se habían puesto a disparar furiosamente contra las masas que vagamente divisaban y que avanzaban con gran rapidez.
Disparaban con metralla, arrancando a los asaltantes alaridos terribles, porque aquella metralla estaba compuesta en su mayor parte por grandes clavos, según la costumbre malaya.
Yanez servía dos piezas, ayudado por Tremal-Naik, y por una media docena de montañeses artilleros. Ya había disparado una veintena de tiros, cuando líneas de fuego atravesaron el cielo terminando en los alrededores del bastión.
—¿Cohetes?
—Pero no —respondió Tremal-Naik—. Son grandes copos de algodón que lanzan con los fusiles. Quieren asarnos, mi querido Yanez.
—¡Si ni siquiera hay una empalizada en este bastión!
—Y esta es nuestra fortuna. Las piedras no se prenderán fuego.
—Y las primeras casas están lejos. ¡Ah...! Señores bandidos, ni siquiera esta noche, espero, tomarán la capital de Assam. Sindhia se consolará con una botella de gin.
Y se había puesto a disparar, mientras que los copos de algodón, que se prendían fuego al contacto con la pólvora, continuaban cayendo densísimos.
Las bandas de Sindhia, precedidas ciertamente por los rajputs, no obstante las terribles descargas de la imponente batería, no cesaban de avanzar, siempre aullando, quizá para darse mayor coraje, y llegaron finalmente al borde del ancho foso.
Arrojaron rápidamente puentes móviles, pero justo en aquel momento, una gran mina que Yanez ya había hecho preparar con una mecha bastante larga, estalló casi bajo sus pies arrojando a varios por el aire.
El bastión, aún cuando fuera macizo, tembló todo y pareció, por un momento, que fuera a destrozarse, en cambio resistió maravillosamente el poderoso choque, mientras se destrozaron completamente las bandas de Sindhia, las cuales, invadidas por un loco terror, se habían lanzado a carrera vertiginosa, sordas a los comandos de los jefes.
—¡Por Júpiter...! —exclamó Yanez, disparando a sus espaldas un último tiro de metralla—. ¿Dónde ha encontrado Sindhia a estos corredores? ¡Ya han desaparecido...!
Alaridos débiles y lamentos se alzaban sobre la explanada oscura, semi destrozada por la gran mina. Debía haber muchos heridos más allá del ancho foso, pero los montañeses, temiendo alguna nueva sorpresa, no se movieron. Por otra parte la puerta había sido barricada y el puente cortado.
—Se mueren allá abajo —dijo Tremal-Naik a Yanez que había hecho encender una antorcha.
El portugués alzó los hombros, luego dijo:
—Si hubiéramos caído nosotros, aquellos bandidos ya se habrían arrojado sobre nuestros cuerpos para abrirnos la garganta con golpes de talwar. La guerra siempre ha sido terrible para el débil y pensar que los débiles verdaderamente somos nosotros.
En aquel momento llegó al bastión el hijo de Khampur.
—Gran sahib —dijo—. Las bandas de Sindhia han expugnado el bastión de Risar.
—¿Y tus hombres? —preguntó Yanez, que se había puesto un poco pálido.
—Se retiran en buen orden.
—Reúne a tus montañeses, haz incendiar la ciudad, hunde alguna línea de los asediantes y corre al encuentro de tu padre.
—¿Y tú, gran sahib?
—No pienses ni en mí, ni en mis pocos amigos. Me dejarás una docena de los tuyos, escogidos entre los más valerosos.
—¡Si le digo a mi padre que te he abandonado en medio de la ciudad incendiada, me matará! Soy joven pero no quiero morir como vil.
—Mi rajput, el único que me queda, te acompañará y le explicará todo a tu padre. No pierdas tiempo, reúne a tus hombres y prende fuego a todo.
—¡Una ciudad tan bella...!
—Reconstruiremos otra mejor —dijo Yanez—. Ve, no pierdas tiempo.
—¿Y los cañones?
—Los haré clavar.
—Te obedezco, gran sahib.
El joven guerrero había vuelto a montar su caballo y había vuelto a partir a gran carrera mandando altísimos gritos.
La fusilería se volvía siempre más nutrida. Los montañeses, habiendo perdido el bastión, intentaban reconquistarlo, pero las bandas de Sindhia, ya victoriosas, se volcaban a la ciudad ávidos, más que nada, de saqueo.
Yanez, que en medio de aquel alboroto conservaba su maravillosa sangre fría, hizo clavar rápidamente las veinte piezas de la batería, a fin de que el ex rajá no pudiera utilizarlas, hizo abrir la puerta del bastión y arrojar a través del foso un puente móvil.
La vieja mezquita no se encontraba mas que a mil pasos, y por aquella parte parecía que no hubiera más enemigos. Desbaratados por la granizada de metralla, debían haber alcanzado a sus compañeros que finalmente habían conseguido entrar en la ciudad.
Yanez, a la luz de una antorcha que resistía el viento, pasó revista a los ciento veinte montañeses, hizo salir de la fila a doce que le parecían los más robustos, y luego esperó, al lado de Tremal-Naik y del cazador de ratas, el regreso del joven guerrero.
Fumaba rabiosamente y hacía gestos amenazadores. De pronto se le escapó un grito:
—¡Mi capital arde...!
Una lengua de fuego, luego dos, luego diez, luego cien avanzaban en dirección del bastión conquistado por las bandas de Sindhia.
Los montañeses, si bien continuaban disparando, en su retirada quemaban todo. Primero fueron las cabañas, luego las villas, luego los bungalows, luego los palacios. El fuego avanzaba terrible, implacable, devorando todo e impidiendo avanzar a los asaltantes.
Gigantescas nubes de humo se elevaban por todas partes, seguidas a continuación por una densa lluvia de chispas y detonaciones. Los depósitos de pólvora de los bastiones saltaban junto con los cañones quizá aún cargados.
Yanez y Tremal-Naik, apoyados en sus carabinas, miraban el incendio, no sin sentir un gran apretón en el corazón, que se propagaba con furia espantosa, también porque muchos barrios de Gauhati estaban formados por cobertizos habitados por gente pobre.
Una profunda arruga se había dibujado en la amplia frente del portugués.
—¿Vamos, mientras el camino está libre y el fuego nos protege las espaldas? —preguntó Tremal-Naik—. No esperemos mucho, Yanez.
—Sindhia me las pagará —respondió el portugués, que parecía que en aquel momento pensara en otras cosas—. ¿Es que aquel borrachín deba justo descollar y sacarle a la rani la corona? ¡Oh, no...! Creo que la lucha todavía no ha terminado, aún cuando parezca completamente derrotado.
—Yanez, partamos —repitió Tremal-Naik.
—Espera a que vea mi capital arder —respondió el portugués—. Y luego el hijo de Khampur aún no ha regresado.
—Sus hombres combaten en medio de las llamas.
—Aquellos montañeses son héroes que valen tanto como los tigres de la Malasia. Hay buena sangre en las montañas.
El galope desenfrenado de un caballo se hizo oír en aquel momento, y el hijo de Khampur subió con un gran esprint el talud del bastión, brincando ágilmente a tierra.
—Gran sahib —dijo con la voz un poco rota por la emoción—. Tus órdenes han sido cumplidas. Tu gran y bella ciudad es devorada por el fuego.
—Era necesario para detener a las hordas de Sindhia —respondió Yanez—. ¿Qué hacen tus hombres?
—Se retiran siempre combatiendo.
—¿Son apretados por los enemigos?
—No, porque la línea de fuego los protege.
—Recógelos a todos y corre al encuentro de tu padre. Mi rajput, como te he dicho, te acompañará y le explicará el motivo de tu retirada. Toma contigo también a estos hombres, que ya he escogido los míos y huye. Las retiradas, de vez en cuando, son necesarias y sirven para preparar otras victorias. Eres un valeroso y un día serás un gran guerrero.
—¿Si veo a la rani y a tu hijo qué debo decirles?
—Le dirás a mi mujer que no se inquiete por mí. Por otra parte sabe que mi asilo no será atacable. Ve, ve, antes de que te corten los caminos.
—Espero verte pronto, gran sahib —respondió el joven guerrero, que tenía lágrimas en los ojos—. Adiós: saldré por el bastión de oriente que no está defendido mas que por pocos centenares de bandidos que barreremos con un solo choque.
Las descargas de mosquetería resonaban ahora cerquísima. Los montañeses, protegidos por aquellas líneas de fuego que se volvían, a cada momento más espantosas, se retiraban en buen orden no haciendo economía de cartuchos.
El hijo de Khampur, acompañado por el gigantesco rajput, descendió corriendo el talud del bastión, dio con las manos un último saludo al maharajá y desapareció en medio del humo.
Dos minutos después Yanez vio a los montañeses desfilar a gran paso de carrera y dirigirse hacia el bastión de oriente. No disparaban más, porque ya el fuego había detenido a las bandas de Sindhia.
—Pierdo la capital, pero quizá todavía salve mi pequeño imperio —dijo el portugués a Tremal-Naik, que contemplaba el espantoso incendio que siempre se propagaba más, envolviendo a toda la ciudad en un nubarrón negrísimo—. Ahora pensemos en nosotros.
—Sería momento —respondió el famoso cazador—. ¿No crees que haya más enemigos alrededor de la vieja mezquita?
—No, han escapado todos después de los últimos cañonazos.
Se volvió hacia el cazador de ratas que parecía esperar alguna orden.
—¿Los montañeses han arrojado el puente a través del foso?
—Sí, Alteza —respondió el baniano.
—¿Y tú estás verdaderamente convencido de que no nos cocinaremos como dentro de un horno cuando estemos en las cloacas?
—Yo respondo: hay demasiada agua allá abajo.
—Piensa que este incendio puede durar hasta tres o cuatro días, ya que las casas son muchas.
—Le repito, Alteza, que yo respondo por la salvación de todos.
—Entonces vamos.
Dio una última mirada a su capital vuelta un verdadero mar de fuego. Caían bungalows, caían palacios, se desplomaban con inmenso estruendo pagodas y mezquitas, levantando enormes ráfagas de chispas que el viento envolvía.
Los disparos habían cesado. Las bandas de Sindhia, detenidas de golpe por aquel infierno, no habían hecho, por lo que parecía, ningún intento para dar caza a los montañeses.
Yanez suspiró dos o tres veces, luego siguieron Tremal-Naik y el cazador de ratas.
Los doce montañeses habían improvisado un puente y los esperaban del otro lado del foso, espiando ansiosamente la vasta llanura que los resplandores del incendio, de vez en cuando, iluminaban.
—¿Están todos? —preguntó el portugués.
—Todos, gran sahib —respondieron los montañeses a una voz.
—¿Están cargadas sus carabinas?
—Todas.
—Ponte a la cabeza del pelotón, baniano. Abre los ojos.
—Soy viejo, no obstante todavía veo bien —respondió el cazador de ratas—. Moriré después de los cien años.
Los quince hombres se pusieron rápidamente en marcha dirigiéndose hacia la vieja mezquita mogola sobre cuyas cúpulas, de vez en cuando, se proyectaban los reflejos del incendio.
El aire se había vuelto ardiente, casi de golpe. Nubarrones de cenizas caían sobre las interminables planicies del sur, ceniza caliente que secaba enseguida la vegetación, pequeña y gigantesca, y densísimas nubes, impregnadas de miles de extraños olores, se extendían desmesuradamente en todas las direcciones, arremolinándose y acaballándose como si fueran impulsadas por un viento de tormenta.
Incluso parecía que en su seno resplandecían relámpagos.
—¡Adelante...! ¡Adelante...! —repetía Yanez, que se sentía sofocar—. ¡Abre siempre los ojos...!
Atravesaron a paso de carrera la planicie que los separaba de la desembocadura del río negro envueltos de trecho en trecho por ráfagas de chispas, y llegaron ante la vieja mezquita.
Justo en aquel momento las pesadas nubes de humo se desgarraron y proyectaron sobre la planicie una luz intensísima.
—¡Hombres...! —gritó Yanez, que conducía al pelotón junto con el cazador de ratas.
Cinco o seis bandidos, parias o faquires, se habían mostrado imprevistamente junto a la mezquita.
—¡Que ninguno se nos escape o el secreto de nuestro refugio será develado...! —gritó Yanez precipitadamente.
Los montañeses pusieron una rodilla en tierra, apuntaron un instante, luego sus carabinas retumbaron junto con la de los jefes.
Los bandidos, acribillados de proyectiles, cayeron uno al lado del otro, para no volver a levantarse nunca más. La descarga los había fulminado antes de que hubieran tenido tiempo de utilizar sus armas.
El pelotón, temiendo que en los alrededores hubiera otros centinelas, se lanzó a carrera furiosa hacia la mezquita, alcanzó la salida del río negro y desapareció dentro de las inmensas cloacas.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Pangolín: Mamífero del orden de los desdentados, cubierto todo, desde la cabeza hasta los pies y la cola, de escamas duras y puntiagudas, que el animal puede erizar, sobre todo al arrollarse en bola, como lo hace para defenderse, y del que hay varias especies propias del centro de África y del sur de Asia, que varían en tamaño, desde 60 a 80 cm de largo hasta el arranque de la cola, casi tan larga como el cuerpo.

Gin: Voz inglesa que en castellano se conoce como ginebra, una bebida alcohólica obtenida de semillas y aromatizada con las bayas del enebro.

Brandy: Voz inglesa que en castellano se conoce como brandi, un aguardiente, sobre todo coñac, elaborado fuera de Francia.

Whisky: Voz inglesa que en castellano se conoce como güisqui, un licor alcohólico que se obtiene del grano de algunas plantas, destilando un compuesto amiláceo en estado de fermentación.

Bastión de Risar: No encontré ninguna referencia a este supuesto bastión de Guwahati.

Clavar [cañones]: Inutilizar un cañón introduciendo en el oído un clavo de acero a golpe de mazo.

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