viernes, 17 de septiembre de 2021

XII. El arribo de los piratas de la Malasia


El cazador de ratas, como hombre prudente, había recogido todas las antorchas que resisten el viento que había podido encontrar en la casamata del bastión y las había distribuido a los montañeses con la orden de no encenderlas sin su orden.
Poseían más de una veintena, por consiguiente la luz, por cierto tiempo, estaba asegurada.
—Alteza —dijo el baniano a Yanez—. Péguese a mí. Que el sahib moreno haga otro tanto y así también los montañeses. Este no es el momento de iluminar el camino. Podríamos traicionarnos.
—¿Y si caemos en el río negro? —preguntó el portugués, que se estremecía de solo pensarlo.
—Confíe en mí: veo como si tuviera ojos de rata.
—Sé que has habitado muchísimos años esta espléndida y apestosa ciudad y que debes estar habituado a ver incluso sin linternas.
—No dice mal, Alteza, de esta ciudad que ahora vale más que la que está sobre nuestras cabezas.
—Te creo: arde todo.
—Mientras que aquí no arderá nada —dijo el cazador de ratas.
—¿A dónde nos conduces, ante todo?
—A mi pequeño depósito, donde encontraremos las escalas necesarias para atravesar el río negro.
—Atravesarlo, no —dijo Yanez—. Esperamos a nuestro amigo y deberás encontrarnos un refugio que no se encuentre demasiado lejos de la desembocadura del río negro.
—Aquí hay refugios por todas partes. Conozco una rotonda que sirve de drenaje para las aguas durante los grandes huracanes y que se encuentra a breve distancia del lugar donde custodio mis escalas. La subida será un poco ardua, sin embargo entraremos.
—Espera un momento.
—¿Qué desea, Alteza?
—Sabes que los parias conocían la existencia de esta ciudad subterránea.
—Es verdad, Alteza.
—¿Si estuvieran todavía aquí?
—Creo que aquí no han quedado mas que las ratas. Todos aquellos pordioseros habrán alcanzado las bandas de Sindhia. ¿Por qué deberían haber regresado aquí abajo cuando se combate sobre tierra y no debajo? No, Alteza, nadie vendrá a buscarnos, y luego aquí hay tantos refugios, conocidos solo por mí, en los que podremos esperar tranquilamente el arribo del sahib Kammamuri y del príncipe malayo. ¿Qué me dice de la temperatura que reina aquí dentro? La ciudad está toda en llamas y no hace calor.
—Por ahora.
—Tampoco después, Alteza. Manténgase estrechado a mi chaqueta.
Se volvieron a poner en camino siguiendo el interminable muelle, construido tan maravillosamente por los conquistadores mogoles.
De vez en cuando, oían sordos fragores que parecían provenir de bastante lejos y que hacían vibrar las bóvedas. Debían ser las colosales pagodas que la llama implacable derribaba brutalmente.
El río negro, siempre fangoso, susurraba sobre su sucio lecho, avanzando perezosamente. Recogía los fluidos de la ciudad y no se ocupaba de lo que sucedía sobre la superficie de la tierra.
No obstante, muy pronto debía volverse bastante delgado, a menos que alguna fuente subterránea lo alimentara.
El cazador de ratas, después de haber contado mil pasos, tomó una antorcha y la encendió, seguro de que nadie habría podido ver aquel destello de luz mirando desde la entrada de la gran cloaca.
—Mi depósito de escalas está aquí cerca —dijo.
—¿Cuántas tienes? —preguntó Yanez.
—Una docena y quizá más.
—¿Suficientes como para atravesar el río negro?
—Sí, Alteza.
—¿Y qué más tienes en tu antiguo refugio?
El baniano se había detenido mirándolo con vivo estupor.
—Un colchón de hojas de banano y un par de jarras —dijo luego—. ¿Qué más necesitaba para mí?
—¿Y provisiones? Piensa que somos quince y que no hemos traído con nosotros ni siquiera una hogaza de pan.
—¿Y las ratas para qué sirven? —respondió el viejo—. Me han nutrido por muchos años y, como ve, todavía soy bien robusto a pesar de las numerosas primaveras que se han acumulado sobre mis hombros.
—¡Las ratas...! —exclamó Yanez, haciendo un gesto de disgusto.
—Usted, Alteza, nunca las ha probado. Valen como los conejillos de Indias, es más, a veces son mucho más sabrosas. Tengo tres o cuatro broquetas en mi antiguo refugio.
—¿Y leña?
—¡Oh, encontraremos! Los parias traían siempre, y conozco muy bien sus refugios. No nos faltará, Alteza.
—¿Has oído, Tremal-Naik? —preguntó el portugués—. He aquí un maharajá que tenía cocineros de primera clase y también cocineras famosas para preparar sabrosos puddings, descendido, o mejor dicho arrollado, hasta tener que alimentarse ahora de carne de roedores.
—Creo que no deben ser malos —respondió el padre de Darma.
—¡Eh, baniano...! —gritó Yanez—. ¿Y tus asados los mojabas con las aguas repugnantes del río negro? Nos agarraremos cólera antes de las veinticuatro horas.
—No, Alteza —respondió el cazador de ratas, sonriendo —Conozco ciertos lugares donde el agua desciende límpida. Yo, en tantos años que pasé aquí abajo, jamás he sentido un dolor de vísceras. Lo que quiere decir que el agua que bebía era buena y quién sabe, quizá también medicinal, porque cuando hervía alguna gran rata para variar el menú de mi pobre mesa, encontraba siempre dentro de la olla un depósito blancuzco que se parecía bastante a la magnesia que los farmacéuticos ingleses de Bengala nos venden a peso de oro.
—¡Por Júpiter...! ¡Hierves a las ratas como si fueran gallinas...! ¿Y bebiste el caldo?
—Sí, Alteza, y le aseguro que era exquisito.
—¡Me asombra que todavía estés vivo...!
—Por más de treinta años me he alimentado de los habitantes de las cloacas, y siempre me he encontrado muy bien, Alteza.
—Que el diablo te lleve al infierno de los banianos, si tienen uno —dijo Yanez.
—Nosotros no tenemos infiernos, Alteza, ya que nuestros cadáveres, expuestos sobre las torres del silencio, terminan todos en el vientre de los marabúes argala.
—Lo sé, y sé también...
—¡Alto...!
—¿Has descubierto asado de ratas ya listo para que lo prueben nuestros dientes? —preguntó Tremal-Naik, que con un gesto rápido había detenido al pelotón.
—Estamos delante de mi viejo refugio.
—¿Bastará para contenernos a todos? —preguntó Yanez.
—No: los conduciré a una rotonda vastísima y perfectamente seca, cubierta de arena blanquísima y suave casi como un jergón.
—¿No seremos devorados vivos por las ratas que nos deberían servir de asado?
—¡Ah, no, Alteza...! Y luego yo me ocuparé de esas. Nos conocemos desde hace largo tiempo. Espéreme un momento a que vaya a tomar una escala.
Se había detenido delante de una abertura que parecía realmente una grieta bastante alta y poco ancha, a lo largo de cuyos márgenes descendía, susurrando, un hilo de agua bastante límpida.
Miró alrededor, se aseguró de que todo el pelotón estuviera reunido, plantó la antorcha entre dos rocas caídas de la inmensa bóveda y desapareció en su viejo refugio.
Se sabe que el viejo cazador de ratas veía perfectamente incluso en la oscuridad más densa. Vencía a las ratas y también a los gatos.
Su ausencia duró apenas medio minuto, y cuando salió traía sobre los hombros una escala de bambú, no obstante, no tan larga como para poder atravesar el río negro.
—Esta bastará para ganar la rotonda —dijo a Yanez que lo interrogaba con la mirada.
Volvió a tomar la antorcha y el pelotón volvió a encaminarse, pero por poco, ya que después de doscientos metros el baniano apoyó la escala contra la pared, justo bajo una ancha arcada.
—He aquí la rotonda —dijo—. Desafío a los parias de Sindhia a que vengan a encontrarnos.
—Los atraerá el perfume de las ratas asadas —respondió Yanez bromeando—. Verás cómo correrán.
—No, no sentirán nada —respondió el baniano—. Hay un gran conducto que aspirará cualquier olor. El lugar es seguro. Es el mejor que se encuentra en esta ciudad subterránea.
Volvió a tomar la antorcha y subió primero, ágil como una ardilla, a pesar de sus numerosos años.
Todos los otros, con Yanez y Tremal-Naik a la cabeza, lo habían seguido con no menor rapidez, metiéndose dentro de un vasto corredor perfectamente seco. Habiendo recorrido apenas quince pasos se encontraron en una especie de cúpula subterránea, cuyo pavimento, como había dicho el baniano, estaba cubierto por un estrato denso de arena blanquísima.
Debía haber sido frecuentada por otras personas, ya que había viejas alfombras descoloridas, dos montones de leña y hojas de banano bien secas.
—Parece que este refugio es conocido también por otros —dijo Yanez, volviéndose al cazador de ratas.
—Es verdad —respondió el baniano—. Esta rotonda ha sido ocupada pero desde hace poco tiempo, ya que antes jamás he visto a ninguna persona merodeando por estas partes.
—¿Serían los parias?
—Y entonces habrán alcanzado a Sindhia y ciertamente no regresarán, Alteza. Aquella gente, habituada a vivir en medio de las florestas, se encuentra siempre mejor sobre la tierra antes que abajo.
—¿Crees entonces que podemos estar seguros?
—Completamente, también porque podremos retirarnos y alcanzar otras rotondas. Mire allá arriba, aquella abertura circular: lleva a largas galerías destinadas a recoger las aguas durante los grandes aguaceros y descargarlas aquí.
—¡Así podremos exponernos al peligro de morir ahogados como ratas! —dijo Tremal-Naik.
—Pero no, sahib. Las lluvias son bastante escasas en este país y para aquellas basta el río negro; para los aguaceros están, es verdad, centenares de galerías y rotondas, no obstante, usted sabe, al igual que yo, que son bastante raros. Mire cómo esta arena está seca. Por dos años al menos no debe haber sido mojada. ¿Siente calor aquí?
—Hasta ahora no —respondió Yanez—. Aquí está más fresco que en el salón de mi bungalow.
—Sin embargo, la ciudad ciertamente continúa ardiendo.
—Estoy convencido. Ahora querría saber qué hará el amigo Sindhia que se quedó sin capital.
—Acampará en los alrededores para esperar el final del incendio —dijo Tremal-Naik—. Cuando las cenizas se hayan enfriado mandará a sus chacales a hurgar entre las ruinas con la esperanza de recoger tesoros.
—La población se ha llevado consigo todos los valores y todas las joyas —dijo Yanez—. Bajo las cenizas no podrán encontrar mas que pocos kilogramos de oro, fundidos de las pagodas cuyas doraduras no pudieron haber resistido al incendio. En cuanto a mis cajas de acero, auténticamente inglesas, no tengo ningún temor. Están bien sepultadas a salvo de los mordiscos del fuego. Si Sindhia contaba con apoderarse de los tesoros de la rani y míos, estaba muy equivocado. Que todos aquellos bandidos hurguen entre las cenizas.
—¿Entonces estás completamente tranquilo, amigo?
—Pero sí, Tremal-Naik. En estas cloacas el gran calor de la ciudad llameante no llega y podremos esperar a Kammamuri y a Sandokan.
—Pasarán todavía largos días.
—Dos semanas al menos.
—Y estamos sin víveres.
—¿Quién te dijo? Mira: el baniano ya nos ha dejado para que no nos falten los asados. Es viejo aquel hombre, sin embargo posee una resistencia increíble. El agua luego no nos faltará. Cigarrillos tengo en abundancia, tú tienes tu pipa, la arena es finísima y suave como una manta de seda. ¿De qué te quejas? En la jungla negra quizá no tenías tantas comodidades.
—Es verdad, Yanez —respondió Tremal-Naik, sonriendo—. La vida de la ciudad me ha refinado demasiado.
—Vuelve el gran salvaje de los Sundarbans, el terror de los thugs.
—Verás que cuando el baniano nos prepare broquetas de ratas no protestaré. A veces, Kammamuri y yo, hemos comido peor en la jungla negra.
—¿Serpientes quizá?
—Y también colas de cocodrilos que apestaban a musgo y que también debíamos tragar. Que vengan también las ratas y verás cómo le haré honor al asado.
—Yo, en los bosques de Borneo, he asado larvas blancas que se asemejaban a gusanos y no las he encontrado en absoluto desagradables. Eran mejores que el belacan de los malayos, aquella horrible mezcolanza confeccionada a base de pescado fermentado, camarones de mar disecados y harina de sagú —¡Bum...!—. ¿Qué ha colapsado sobre nuestras cabezas? ¿Quizá la gran pagoda dedicada a Párvati?
Las paredes y la bóveda de la rotonda habían sufrido como un sobresalto, que se diría, producido por la violentísima sacudida de un terremoto.
Alguna gigantesca construcción debía haber colapsado sobre las cloacas, una pagoda ciertamente, no obstante las paredes construidas por los viejos mogoles no habían dado ninguna señal. Las placas de piedra bien cementadas, habían resistido maravillosamente al derrumbe que venía desde lo alto.
—Pobre capital —dijo Yanez—. Se va toda. ¡Bah...! Volverá a brillar, y quizá más bella.
—Entonces, ¿todavía tienes la esperanza de derrotar a las bandas de Sindhia? —dijo Tremal-Naik.
—Hoy tengo un hijo —dijo el portugués con voz grave—. Mi Soarez no perderá la corona que su madre, la pequeña rani, un día le posará sobre la frente. El duelo empeñado entre aquel tirano y yo, aún no ha terminado. Espera y verás cosas sorprendentes, mi querido Tremal-Naik.
—Tiene veinte mil hombres, al menos así se asegura.
—Un tropel de bandidos que no resistirán el choque poderoso de los montañeses de Sadiya. Cuando estemos refugiados allá arriba, con Sandokan, reuniremos incluso a los muchachos que apenas sean capaces de sostener la carabina y volveremos a bajar al llano.
—Vales tanto como tu hermano moreno —exclamó Tremal-Naik, mirándolo con admiración—. Tienen la misma indomable energía. Han nacido guerreros.
—Un poco tarde quizá —respondió el portugués—. No estamos más en los tiempos de los Pizarro, de los Almagro y de los Cortés, los grandes conquistadores de los imperios americanos. ¡Qué desgracia no haber nacido hace doscientos o trescientos años! Sandokan y yo quizá habríamos conquistado incluso el África entera.
—¿No estás contento con las regiones tomadas a los pequeños rajás de Kinabalu?
—Es muy poca cosa —respondió Yanez.
—¡Eh...! Quién sabe si un día no te conviertes en el rey de Borneo.
—Ya es demasiado tarde, amigo. En aquella inmensa isla hay demasiados ingleses y holandeses hoy día. Por otra parte, todavía no conozco mi destino. Se encuentra en Assam, la dote de mi mujer, y me quedaré para conservar la corona para mi hijo. Luego veremos si...
Otra formidable sacudida, que por un momento pareció que fuera a aplastar la rotonda, les impidió proseguir.
—Otra pagoda que cae —dijo, después de haber constatado que las paredes no habían cedido—. Diría que un terremoto barre mi capital.
—Es el fuego.
—Es lo mismo. Igualmente destruye, aunque con menor rapidez. ¿Quién sube?
El portugués, que tenía el oído finísimo, había tomado la carabina y se había lanzado hacia la entrada de la rotonda. Alguien montaba la escala que el cazador de ratas no había retirado.
Los montañeses que estaban dormitando sobre la finísima arena, también habían brincado en pie, metiendo mano a sus talwar, armas más seguras en sus manos poderosas.
—¿Quién vive? —gritó Yanez, apuntando.
—Soy yo, que traigo el desayuno, Alteza. Soy el baniano.
—¿Un cuarto de nilgó o chuletas de cebú? —preguntó el portugués con voz un poco irónica.
—Desgraciadamente aquellas bestias no viven en las cloacas. No hay un hilo de hierba en los dos muelles, y no podrían vivir. No obstante, le aseguro que el desayuno será abundante.
—¿Cuántas ratas entonces?
—Veinticinco y todas grandes como cobayos. En mis broquetas darán buena impresión, se lo aseguro.
—¿Y la carne?
—Exquisita.
—¿Y pan?
—No he encontrado, aún cuando haya hurgado y vuelto a hurgar los refugios que habían ocupado los parias. Debían estar muy hambrientos aquellos miserables.
—He aquí las delicias de la ciudad subterránea —dijo Tremal-Naik.
El baniano había convocado a los montañeses para que lo ayudaran. Estaba cargado como un mulo, porque las ratas que había cazado y matado en quién sabe qué lugares remotos de las cloacas tenían un tamaño verdaderamente extraordinario y estaban bien nutridas.
Eran ratas pardas, de hociquito bastante afilado, provistas de colas larguísimas, que bien asadas, debían quedar crujientes.
—Por ahora el desayuno está asegurado —dijo el cazador de ratas, arrojando al suelo toda su caza peluda—. No faltará ni siquiera la cena, porque sé qué lugares prefieren aquellas pequeñas bestias.
—¿Y será también la cena a base de ratas? —preguntó Yanez.
—Alteza, no tengo nada mejor que ofrecerle. Muchas veces he intentado pescar en el río negro, y nunca he conseguido encontrar un pez.
—Estoy convencido —dijo Tremal-Naik—. No será en aquellas aguas fétidas que podrás encontrar a los mangos del Ganges que aman las aguas límpidas.
—Haga preparar el fuego justo bajo la abertura que da a las galerías superiores —dijo el baniano—. El humo, estoy seguro, será aspirado, y no correremos peligro de morir asfixiados.
—¿Y a dónde vas ahora? —preguntó Yanez, viendo que se preparaba para salir—. ¿Regresas a la cacería?
—Voy a tomar mis cuatro broquetas que se encuentran en mi refugio, Alteza. ¡Verá qué asado...! ¡No obstante, lo prepararé...!
—¡Por Júpiter...! ¿Serías también un cocinero famoso?
—Tal vez, pero solamente de ratas, porque no sabría preparar ni siquiera un karī para condimentar el arroz.
—Ciertamente no te contrataré entre mis cocineros, si algún día puedo tener otros.
—No se lo aconsejaría, Alteza —dijo el baniano, estallando en una risotada—. Apesto demasiado a rata.
Y huyó riendo, mientras los montañeses, sirviéndose de sus afiladísimos talwar, preparaban a los roedores.
No era la primera vez que aquellos robustos guerreros probaban las ratas. En las montañas las hambrunas son frecuentes, y entonces también los animalitos caídos que abundan espantosamente en la India, especialmente a lo largo de los cursos de agua, sirven para muchas cenas y desayunos.
Mientras tanto Tremal-Naik, ayudado por un par de hombres, había preparado el fuego justo bajo la abertura indicada por el baniano, y debía constatar que el humo realmente fuera absorbido como por una gigantesca bomba aspirante.
—Como ves, Yanez —dijo al portugués que también soplaba a pleno pulmón para alimentar rápidamente las llamas—, también se puede vivir en esta ciudad subterránea.
—Oh, sí, y engordar —respondió el maharajá con un tono un poco irónico—. Deben ser exquisitas las colas de las ratas.
—Las reservaremos para ti.
—Afortunadamente aquí no está mi pequeña Surama —dijo luego, con un suspiro.
—¡Su gran señor...! ¡Bromeas...!
—Sí, bromeo para olvidar un poco mis terribles preocupaciones. El fuego sobre nuestras cabezas y todos los enemigos alrededor de mi desgraciada capital. La corona de Assam comienza a pesar demasiado.
—Cuando Sandokan esté aquí y los montañeses se hayan reunido, se volverá más liviana que antes y podremos dejar los asuntos de estado en las manos de los ministros y regresar a nuestras grandes cacerías.
—Esperemos —respondió Yanez.
El baniano había regresado trayendo sus cuatro broquetas y ciertos pequeños morillos formados por una madera casi incombustible, para apoyarlas.
—¿Has visto a alguien? —le preguntó Yanez.
—No, Alteza —respondió el viejo.
—¿El humo comienza a entrar en la gran cloaca?
—Tampoco: podremos desayunar sin ser molestados.
Media hora después el asado, cocinado a punto bajo la mirada del baniano, era servido sobre una mesa improvisada con pedazos de madera tomados de dos montones, que afortunadamente, eran bien altos.
Yanez, vencida la primera repulsión, devoró media docena de colas crujientes, lamentándose solamente de que no hubiera hogazas de pan o bizcochos, aunque tuvieran un año de antigüedad.
Fueron enviados dos montañeses a velar a la base de la escala, luego todos, después de haber apagado la sed en un hilo de agua límpida que descendía murmurando dulcemente de una pequeña grieta excavando poco a poco la pared, prepararon agujeros en la arena blanca y bien seca, arrojándoles encima viejas alfombras.
Hacía veinticuatro horas y también más, que no habían tenido un momento de reposo, combatiendo, especialmente los montañeses, siempre en primera línea, contra las bandas de Sindhia, y casi no se sostenían más en pie.
Solo el baniano había vuelto a partir, siempre incansable, para proveer la cena, armado de un nudoso bastón.
Aquel extraño personaje parecía no conocer, a pesar de sus años, ni la fatiga ni el sueño.
Y el día pasó tranquilísimo, aún cuando a quince o veinte metros sobre el refugio, el incendio se inflamase siempre más espantosamente, devorando mezquitas, pagodas, palacios, derribando monumentos, destruyendo fortificaciones y haciendo saltar las casamatas que contenían las provisiones de pólvora.
Una profunda oscuridad envolvía a los montañeses, cuando se despertaron.
El fuego había sido dejado morir para no consumir inútilmente demasiada leña que ahora se había vuelto demasiado valiosa, y ninguna antorcha había sido encendida. También aquellas eran demasiado necesarias como para derrocharlas. No obstante, teniendo dos docenas, Yanez a quien no le gustaba en absoluto la oscuridad, hizo encender una.
La rotonda apenas se había iluminado cuando el baniano reapareció. Traía una nueva provisión de ratas, más grandes todavía que las que habían sido asadas.
—¿Traes alguna noticia? —le preguntó Yanez atentamente.
—Sí, una, que quizá le dará para pensar, Alteza.
—¿Quizá has visto parias merodear en las galerías?
—No, hasta ahora no ha aparecido nadie.
—¿Por qué estás inquieto entonces?
—He visitado varias rotondas para perseguir ratas, y he constatado que en algunas el aire comienza a volverse irrespirable.
—¿A causa del incendio que devora la ciudad?
—Ciertamente, Alteza.
—Entonces también la nuestra podrá volverse inhabitable.
—No sé qué decir.
—La noticia es grave —dijo Yanez, que se había puesto pensativo—. ¿Cómo haremos para resistir tantos días aún si estas cloacas se transforman en gigantescos hornos? Sin embargo debemos permanecer aquí, porque es aquí que esperamos a Kammamuri y a las bandas de Sandokan.
—¿Si fuéramos a su encuentro? —dijo Tremal-Naik.
—¿Crees que los bandidos de Sindhia han abandonado la capital? No la dejarán hasta que el fuego no se haya apagado para apoderarse de lo que la destrucción haya perdonado por casualidad, y saquear. Es más, puede ser, como te he dicho, que esperen al enfriamiento de las cenizas para buscar el oro fundido.
—¿Y nosotros mientras tanto nos asaremos?
—Todavía no hace calor aquí. Esperemos.
—Nuestra posición amenaza con volverse terrible, amigo Yanez.
El portugués en vez de responder encendió un cigarrillo, se sentó sobre dos viejas alfombras enrolladas y se puso a fumar con estudiada lentitud.
La cena fue bastante triste. Todos habían perdido su buen humor, sin embargo la noche transcurrió sin que la rotonda se calentara.
De la grieta el hilo de agua continuaba descendiendo, huyendo luego hacia la salida del refugio, a través de la cual había excavado un pequeño canal, y era un buen signo.
No fue sino hasta el sexto día que la rotonda comenzó a calentarse un poco. No obstante, el aire se mantenía siempre respirable.
En cambio, en la gran cloaca, atravesada por el hediondo y somnoliento río negro, todavía reinaba una frescura envidiable.
Las bóvedas, demasiado grandes, no habían sufrido nada por lo que parecía, por el gran incendio.
En muchas galerías y en muchas otras rotondas el baniano no había podido entrar más para no asfixiarse.
No obstante, no era necesario que fuera a perseguir a las ratas a aquellos refugios.
Los roedores, espantados y también terriblemente hambrientos, porque con la destrucción de la ciudad no podían encontrar nada más para devorar, bajaban en batallones a los vastos muelles del río fangoso peleando ferozmente entre ellos.
El séptimo día, habiendo caído la noche, Tremal-Naik y Yanez, junto con dos montañeses, decidieron apresurarse fuera de la cloaca para ver si la ciudad continuaba ardiendo y si las bandas de Sindhia habían levantado el asedio vuelto ya absolutamente inútil.
El cazador de ratas, a último momento, se unió a ellos llevando una antorcha no encendida. Quería guiar a aquellos bravos a través de la oscuridad e impedirles una caída al río fangoso.
El pequeño pelotón, procediendo en silencio, después de una buena media hora de marcha, llegó junto a la gigantesca arcada.
La mezquita no se encontraba mas que a trescientos pasos.
—Hay una cúpula que me parece aún en buen estado —dijo Yanez a Tremal-Naik—. Si las escaleras no se han caído nos impulsaremos allí arriba e iremos a ver si mi capital se ha cansado o no de arder.
—Siempre y cuando el camino esté libre —había respondido el famoso cazador.
—Ahora lo sabremos enseguida.
El cazador de ratas, acompañado por un montañés, había dejado la gran cloaca, después de haber recomendado a Yanez no dar ningún paso adelante siendo la desembocadura del río negro extremadamente peligrosa por la irregularidad de sus orillas.
Su exploración duró más de media hora, pero cuando apareció, después de haber dado la señal para no recibir un tiro de carabina en pleno pecho, estaba listo para decir:
—Todo está tranquilo fuera de aquí, no obstante la ciudad continúa ardiendo.
—¡Por Júpiter...! —exclamó Yanez—. ¿Tan vasta era entonces mi capital?
—Ahora arden los suburbios, Alteza.
—¿Has oído algo?
—Sí, algún tiro de fusil aislado —respondió el cazador de ratas—. Las bandas de Sindhia deben merodear todavía por los alrededores de la ciudad.
—¿No obstante, los alrededores de la pagoda están libres?
—No he visto a nadie. Se ve que nadie sospecha que nos hemos refugiado en las cloacas.
—¿No obstante sería peligroso encender la antorcha?
—No lo ose, Alteza. Nunca se sabe.
El pelotón salió de la cloaca y se dirigió, cauto y en gran silencio, hacia la vieja mezquita cuyas cúpulas más o menos agrietadas reflejaban los resplandores del espantoso e interminable incendio. Ninguna banda de Sindhia velaba por aquella parte, no habiendo nada que saquear, de modo que Yanez y sus compañeros pudieron finalmente llegar al templo quién sabe por cuántos años abandonado.
Sirviéndose solamente de algunos fósforos encontraron la escalera que conducía a la cúpula que parecía la menos dañada y llegaron a un pequeño balcón de piedra, a más de cincuenta metros de altura sobre el suelo.
La capital ardiente aparecía de pronto ante sus miradas.
Ya todo había sido destruido por el incendio, y allí donde pocos días antes se alzaban majestuosamente tantas gigantescas construcciones, no se extendía mas que un denso estrato de carbón que irradiaba un calor sofocante.
—¡Por Júpiter...! —exclamó Yanez, que no parecía en absoluto espantado—. ¡Cuántas cenizas...! Plantaremos fábricas de jabón.
—Tú siempre el mismo —dijo Tremal-Naik.
—¿Qué quieres que haga si mi capital se ha hecho humo? ¿De bombero? No me sentiría capaz de meterme en aquel brasero.
—¡Y el fuego continúa...!
—Devora los suburbios. ¡Oh...! Pobres cabañas probablemente llenas de insectos e infestadas de serpientes.
—Pero también tu palacio real ha desaparecido.
—Lo reharemos si podemos rechazar a aquel bandido.
—¿Eso esperas?
—Nunca desespero.
—¿Dónde estarán las bandas de Sindhia?
—Acampando alrededor de la ciudad. No tiene bomberos ni bombas aquel loco, y por consiguiente deja que todo quede en ruinas.
—Los tuyos han sido los primeros en escapar sin poner en acción una bomba.
—Te equivocas, Tremal-Naik. Les había concedido un mes en la montaña, y aquellos bravos jóvenes se han ido hacia las alturas. Ya no me eran necesarios.
—Y luego no podrían haber hecho nada —dijo Tremal-Naik.
—Lo creo, especialmente con sus bombas desquiciadas. Vamos, mientras que el paso esté libre, batámonos en retirada. También aquí nos cocinamos.
En efecto, aquel inmenso brasero, que se extendía por kilómetros y kilómetros, proyectaba en todas direcciones oleadas de aire caliente, acompañado, de vez en cuando, de chorros de humo negruzco que enseguida se dispersaba como si fuera absorbido.
El pelotón, que ya se sentía sofocado, dejó la cúpula y volvió a descender la escalera precipitadamente, corriendo hacia la entrada de la gran cloaca.
No obstante, el cazador de ratas, que era siempre el más previsor, habiendo visto un grupo de bananos, recogió cinco o seis enormes racimos para variar un poco el acostumbrado menú a base de ratas más o menos grandes.
Una hora después Yanez y sus compañeros llegaban ante la escala que conducía a la rotonda y encontraron a todos los montañeses tendidos a lo largo del malecón del río fangoso.
—Gran sahib —dijo el más anciano, volviéndose a Yanez, que se había decidido a encender la antorcha—. Allá arriba no se puede resistir más. La rotonda se ha vuelto un horno y de la abertura a las galerías superiores parece que salen chispas.
—Acamparemos aquí —respondió el portugués—. Ningún peligro nos amenaza, al menos por ahora.
Y acamparon a la orilla del río fangoso, sobre las viejas alfombras que los montañeses habían llevado junto con las provisiones de leña y las broquetas, que ahora se habían vuelto demasiado necesarias para sus comidas diarias.
Y otros días pasaron con un ansia creciente para los desgraciados, que ya no esperaban mas que el regreso de Kammamuri con Sandokan.
También la gran bóveda se había calentado poco a poco, desmoronándose aquí y allá con sombríos fragores. Los desayunos y las cenas se volvían difíciles porque las ratas, espantadas por aquel calor insólito, huían hacia la gran arcada arrojándose a las campiñas en busca de alguna presa.
No obstante, el baniano no había fallado, junto con dos montañeses, en realizar verdaderos milagros. Había abatido roedores a derecha e izquierda del río negro, habiendo arrojado una de las más largas escalas de bambú. No obstante, la caza caída día a día se volvía cada vez más escasa y los quince hombres se habían encontrado, de vez en cuando, lidiando con el hambre. Un desayuno o una cena no podía bastar para aquellos robustos hombres capaces de devorar un cebú entero o un nilgó.
Al vigésimo quinto día, Yanez, que se sentía sofocado bajo la gigantesca bóveda, intentó una nueva exploración junto con Tremal-Naik y cuatro montañeses. Habiendo alcanzado la mezquita, subió a la cúpula y apresuró ansiosamente la mirada en todas direcciones. El incendio se había apagado, no obstante un cúmulo inmenso de carbón se extendía sobre las calles y jardines ya desecados y destruidos.
Un calor intenso se irradiaba en todas direcciones, sin embargo todo había sido destruido. También los suburbios habían sido consumidos por las llamas y solamente los grandes bastiones, aún cuando estuvieran medio destripados por las explosiones de los polvorines, apenas habían resistido.
Sin embargo, las bandas de Sindhia no habían abandonado la capital. Esperaban siempre el enfriamiento de las cenizas, con la esperanza de recoger el oro fundido que quizá ya no existía.
—Todo ha terminado —dijo Yanez a Tremal-Naik—. ¡Pobre mi bungalow...! ¡Bah...! ¡Lo reharemos más bello...!
—¿Entonces sigues esperando?
—¿De tomarme revancha? ¡Desde luego...! La partida empeñada con Sindhia todavía no ha terminado. ¡Esperemos...!
Y regresaron a la gigantesca cloaca.
Estaban por cruzar la inmensa arcada cuando se tropezaron con el cazador de ratas.
—Alteza —dijo—. Nuestro refugio ha sido descubierto por los parias que habitaban antes las cloacas y nos estrechan.
—¿Cuántos son? —preguntó Yanez.
—Una cincuentena quizá.
—¿Armados?
—Tienen carabinas pero no sé si saben utilizarlas.
—¿Y la bóveda?
—Siempre ardiente.
—¿Y las ratas?
—Creo que no hay más en ninguna galería ni en ninguna rotonda —respondió el baniano—. Estamos lidiando con el hambre, Alteza.
—¿Si intentáramos la fuga?
—Sería demasiado tarde. Ya estamos como asediados.
—¡No quiero morir así...! Si debo caer será con la carabina en el puño, con el rostro vuelto al enemigo. El hombre de guerra muere en la guerra.
—¿Y si Sindhia lo capturara, Alteza? Piénselo.
—Ciertamente aquel hombre no me perdonaría —respondió Yanez—. Me ataría a un cañón y me haría saltar por el aire en muchos pedazos. ¡No, espero que no me capture!
—¿Dónde refugiarse, Alteza? Dentro de algunos días también en la gran cloaca faltará el aire.
—¿Dónde? Hay una mezquita que tiene las murallas sólidas, sino las cúpulas. Vamos a ocuparla.
—Sí —dijo Tremal-Naik—. Vayamos a aquella especie de fortaleza. Los mogoles resistían largo tiempo en sus templos.
Yanez hizo encender dos antorchas que resisten el viento y miró el río negro.
Se desecaba lentamente, y de las altísimas bóvedas escapaban, a través de los desgarros, nubes de humo.
—Si se debe morir, moriremos con el fusil en mano —dijo el portugués—. Síganme, y demos batalla a las hordas de Sindhia. Tú, cazador de ratas, ponte a la cabeza.
—Soy tan viejo, Alteza, que si incluso una bala me alcanzara, poco me importaría. He vivido suficiente.
El pelotón se movió velozmente. Ya algún disparo se había oído de la otra parte del río negro.
Los parias ya daban caza a los fugitivos. No obstante, no eran hombres de temer para gente tan robusta y decidida.
—¡Pronto, pronto...! —gritaba Yanez—. Vamos a encerrarnos en la mezquita. Desde lo alto de la cúpula veremos llegar a Sandokan.
—¿Podremos resistir? —preguntó Tremal-Naik.
—¿Quién sabe? Sandokan y Kammamuri ya deberían estar aquí, según mis cálculos. Espero de un momento a otro su arribo. Armen todos las carabinas y si encontramos en la salida de la gran cloaca a las bandas de Sindhia, ataquémoslas.
El pelotón reanudó la carrera precedido por el cazador de ratas que llevaba las antorchas y que galopaba como si tuviera veinte años.
Nubes de humo pasaban y volvían a pasar bajo la gran bóveda dejando caer algunas chispas.
Las enormes construcciones de los mogoles no habían resistido los terribles mordiscos del fuego y quizá estaban por colapsar.
El pelotón huía siguiendo el muelle derecho del río negro, temiendo que de un instante a otro sucediera una terrible catástrofe. Ya estaba por desembocar bajo la última gran arcada, cuando detonaciones atronaron a lo lejos.
Yanez y Tremal-Naik mandaron dos altísimos gritos:
—¡Las carabinas de los piratas de Mompracem...!
Siguió un breve silencio, luego una crepitación siniestra siguió a aquellas descargas. Parecía que ametralladoras hicieran oír su voz regular, seca.
Yanez se había detenido un poco sorprendido, pero luego dijo a Tremal-Naik que lo interrogaba con la mirada:
—¿Y por qué no? ¿En el Rey del Mar no teníamos aquellas terribles chucherías?
Aguzó las orejas. Otra descarga, densa, apretada, laceró la noche.
—¿Oyes, Tremal-Naik? —gritó Yanez—. Son nuestras carabinas malayas, las grandes carabinas de mar, que suenan distinto a las usadas por ustedes los indios. ¡Adelante...! ¡Adelante...! ¡Estamos salvados...! Sandokan arribará con sus valientes y destruirá a las bandas de Sindhia. ¡La corona de Assam aún no la he perdido...!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Largo capítulo para terminar la décima y anteúltima novela de Sandokan.

La oración que dice que los cadáveres expuestos terminan en el vientre de los marabúes argala, en el original es: “...nel ventre dei marabù e degli arghilah...”. Nombra a los marabúes y a los marabúes argala como si se trataran de dos especies diferentes, por lo que lo ajusté.

Conejillos de Indias: Mamíferos roedores, parecidos al conejo, pero más pequeños, con orejas cortas y cola casi nula, muy usados en experimentos de medicina y biología.

Puddings: Salgari utiliza directamente la palabra en inglés para denominar al “pudin” o “pudín”, o sea, un dulce que se prepara con bizcocho o pan deshecho en leche y con azúcar y frutas secas. En italiano no tiene traducción.

Magnesia: Óxido de magnesio, cuyas sales se hallan disueltas en algunos manantiales, entran en la composición de varias rocas y se usan en medicina como purgantes.

Torres del silencio: Edificios funerarios de la religión zoroástrica que se encuentran principalmente en Bombay, India y en Yazd y Kermán en Irán. Al considerar que los cuerpos inertes de las personas son impuros, los ubican en dichas torres para que las aves carroñeras consuman la carne y así no se contamine la tierra.

Marabúes Argala: “Arghilah” en el original, es una especie de ave (Leptoptilos dubius) perteneciente al género de los marabúes. Son carroñeros de gran tamaño y actualmente están en peligro de extinción. “Argala” (y “Hargile” en inglés) deriva de la palabra bengalí “hāṛa gilē”, que significa “traga huesos”.

Jergón: “Pagliericcio” en el original, es un colchón de paja, esparto o hierba y sin bastas.

Belacan: “Blanciang” en el original, es el nombre malayo que se le da a la pasta de gambas. Está preparada a base de camarones frescos que son picados hasta llegar a la consistencia de una pasta y son apilados para que fermenten durante varios meses. La pasta se desentierra y se fríe, para volver a ser presionada en prensas especiales. Se emplea como ingrediente de muchos platos, o ingerido sólo, acompañado de arroz.

Sagú: Fécula amilácea que se obtiene de la médula de la cicadácea del mismo nombre. Es granulosa, ligeramente rosada, y al cocer aumenta considerablemente de volumen. Se usa como alimento de muy fácil digestión.

Párvati: “Parvati” en el original, es una diosa de la religión hinduista. Su nombre significa “hija del monte Parvata”. Hija de Hima-vat (“que tiene nieve”, los montes Himalaya) y esposa de Shivá.

“...de los Pizarro, de los Almagro y de los Cortés...”: Hace referencia a tres conquistadores españoles del S.XVI: Francisco Pizarro (1478-1541) y Diego de Almagro (1475-1538), conquistadores de Perú, y Hernán Cortés (1485-1547), conquistador de México.

Kinabalu: “Kinibalu” en el original, se trata de la actual ciudad Kota Kinabalu, capital del estado de Sabah, Malasia. Está ubicada en la costa noroeste de Borneo, frente al mar del Sur de China. El Monte Kinabalu, al este de la ciudad, le dio su nombre.

Mangos del Ganges: Se trata del Polynemus paradiseus, perteneciente a la familia de los barbudos o Polynemidae. Son de color amarillo dorado, pueden alcanzar los 30 cm y se encuentran a lo largo de la costa de la India y en la desembocadura del Ganges.

Morillos: “Alari” en el original, son los caballetes de hierro que se ponen en el hogar para sustentar la leña.

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