jueves, 21 de octubre de 2021

I. La columna infernal


—¡Saccaroa...! Pero, ¿dónde ha recogido aquel demonio de Sindhia a tantos chacales? ¡Hace dos días que aparecen de las florestas y las junglas para detenernos, sin embargo los hemos arrojado al suelo! Cinco elefantes, cinco ametralladoras y cien carabinas, si es que aún hay cien, ya que también hemos sufrido pérdidas.
—Quieren impedirnos llegar a Gauhati, señor Sandokan, para no dejarnos unir con el señor Yanez, el maharajá blanco, su hermano de ultramar.
—¿Y tú crees, Kammamuri, que aquellos pordioseros serán capaces de detenernos? ¿Sabes cómo he llamado a la banda que conduzco en ayuda de Yanez? La columna infernal. ¡Oh, pasará incluso a través de veinte mil hombres! Tienen mucho que aprender estos indios de los malayos y los dayak. No he conducido conmigo mas que cien, pero escogidos con extremo cuidado, cien verdaderos tigres de la Malasia, que aún cuando en el fondo sean mahometanos, a una orden mía no vacilarían en arrancarle la barba al gran Profeta si se presentara ante ellos.
—Sé lo que valen —dijo Kammamuri—. Dos veces he estado en la Malasia y siempre los he admirado; sin embargo, yo pertenezco a una de las razas más guerreras de la India.
—Sí, los maratíes siempre han sido bravos soldados, y a los ingleses les han causado grandes molestias. Lo sabe la Compañía Británica de las Indias Orientales.
—Señor Sandokan, otra emboscada...
—Esta sería la tercera, pero la columna infernal pasará y yo iré, a pesar de todos los obstáculos, a encontrarme con mi hermano blanco, la rani y el pequeño Soarez. ¡Buena idea que he tenido de traer conmigo las ametralladoras! Desalojan rápidamente las junglas. ¿Estás seguro de que nos asaltan otra vez?
—He oído las señales de aquellos bandidos, señor Sandokan. Se reúnen para darnos un último ataque, quizá.
—Oh, nosotros pasaremos.
Estaba por terminar el día. Una luz casi sanguínea se proyectaba a través de las altas planicies de Bengala, cubiertas de junglas y densos montes de banianos, mangiferas y viejos tamarindos, cuyas ramas se doblaban bajo el peso de la fruta.
Una columna avanzaba rápidamente, abriéndose paso a lo largo de la zanja izquierda de la línea férrea de Rangpur.
Estaba compuesta por cinco magníficos elefantes koomareah, los más fuertes de las dos razas que existían en la India, aún cuando menos bajos que los merghee, provistos de robustas cajas o howdah, delante de los cuales se alzaba, sobre una cureña, una ametralladora con veinticinco cañones, dispuesta en abanico.
Los seguían cien jinetes, montados sobre robustos caballos de raza inglesa.
Extraños aquellos jinetes, ya que no pertenecían a ninguna raza india. Mientras que algunos eran bajos y más bien corpulentos, con la piel sombría que tenía reflejos aceitunados y tonalidades rojizas oscuras, los ojos pequeños y negrísimos; otros en cambio eran más bien altos, de color amarillento, de formas casi perfectas, con facciones bellísimas, casi regulares, y los ojos bien abiertos, amplios e inteligentísimos.
Un hombre que tuviera un profundo conocimiento de las regiones malayas, no habría vacilado en clasificar a los primeros como malayos auténticos, y a los otros como dayak borneanos, dos razas igualadas en ferocidad, audacia y coraje indómito.
Quizá cabalgaban un poco mal, ya que toda aquella gente debía estar más acostumbrada a cabalgar las vergas de los rapidísimos praos malayos; sin embargo, se mantenían bastante bien en la silla de montar, y los caballos ingleses no hacían mal juego.
Todos estaban formidablemente armados con grandes carabinas de mar, más utilizadas con metralla que con proyectiles, pistolones de largo cañón y ciertos pesados y grandes sables cuyas puntas terminan en forma de ángulo, armas terribles, fabricadas con un acero natural que solo se encuentra en las minas de las Montañas de Cristal del Sultanato de Varani, y que con un golpe solo quitan una cabeza.
Eran los famosos campilán de los dayak.
Sobre el primer elefante se encontraban dos hombres bien distintos uno del otro. Nosotros sabemos quién era Kammamuri, el endemoniado maratí, el fidelísimo servidor de Tremal-Naik, el famoso cazador de la jungla negra.
El otro, que estaba sentado justo detrás de la ametralladora, siempre listo para desencadenarla, parecía en cambio un oriental del Extremo Oriente, a juzgar por el color de su piel que tenía lejanos reflejos oliváceos, ojos negrísimos, ardientes, barba todavía negra a pesar de sus sesenta y tres años, y cabello largo y rizado que le caía sobre los hombros.
Llevaba puesta una riquísima casaca de seda verde con alamares rojos y botones de oro, llevaba pantalones largos de igual color, altas botas de piel amarilla con la punta realzada, como las de los uzbekos de Turquestán, y de una ancha faja de seda blanca le colgaba una magnífica cimitarra cuya empuñadura, incrustada de diamantes y rubíes, debía tener un valor grandísimo.
Sobre el segundo se encontraba un viejo malayo de rostro arrugado y expresión feroz, y un hombre en los cuarenta, de formas macizas, con ojos azules, protegidos por un par de anteojos con montura de oro, cabellos muy rubios y la tez casi rosada de los hombres de los países nórdicos de Europa.
Vestía todo de blanco, de franela ligerísima, y llevaba en la cabeza una especie de casco de tela blanca, con un largo velo azul que le caía sobre los hombros.
De ninguna manera tenía el aspecto de un hombre de guerra, sino más bien el de un científico o un explorador.
Los otros tres estaban montados por malayos y por los cornac.
La columna se había metido en medio de un ancho pasaje abierto entre inmensas mangiferas que se extendían a lo largo de algunos estanques muy vastos, dentro de los cuales se veían deslizar gigantescos cocodrilos en busca de presas. Ya debía haber sufrido pérdidas, si no de hombres al menos de caballos, ya que varios animales llevaban dos jinetes en vez de uno.
El primer elefante, a un silbido del cornac, se había detenido, enseguida enrollando prudentemente su probóscide entre los colmillos, como si hubiera temido el asalto imprevisto de algún tigre, y se había plantado sólidamente sobre sus grandes patas mandando un largo barrito.
El hombre vestido de oriental se había sacado el ancho turbante de seda blanca, sobre el que centelleaba un diamante de inestimable valor, luego se había colocado detrás de la ametralladora, diciendo al cornac que se había tendido sobre todo el cuello del elefante:
—Mantén firme a la bestia, tú.
—Sí, sahib.
—Tendremos otro asalto por parte de aquellos feos chacales. Ya es el cuarto... ¿Cuántos son entonces?
—Se lo he dicho, señor Sandokan —dijo el indio que se le sentaba al lado y que estaba armando la carabina—. Muchos... Veinte mil, se dice.
El orgulloso borneano, porque no era en absoluto un malayo, alzó los hombros y dijo:
—Pero nosotros pasaremos igualmente.
—Cuidado que aquellos bandido han expugnado y saqueado Goalpara, batiendo a los dos mil montañeses de Sadiya que estaban guiados por el hijo de Khampur.
—Si hubieran sido comandados por el padre, Goalpara pertenecería aún a la rani y por consiguiente también a Yanez. Y luego, nosotros somos los tigres de Mompracem que tantas y tantas veces hemos vencido a los ingleses por tierra y por mar, y aquellos hombres, no te ofendas Kammamuri, se baten mejor que los indios.
—No obstante, no mejor que los maratíes, señor Sandokan. Hemos perdido nuestra independencia, es verdad, ¿pero cuántas madres inglesas han llorado a sus hijos caídos en la lejana India? Y muchos han muerto, en medio de las junglas, en medio de las selvas, alrededor de la ciudad y de las aldeas.
—Calla, Kammamuri.
Entre las densas mangiferas se habían oído alaridos agudos, alaridos lúgubres, semejantes a los que manda el lobo cuando está hambriento y corretea las montañas.
—¿Crees tú, que eres indio, que estos sean alaridos de chacales? —preguntó Sandokan.
—No señor, aún cuando son hábilmente imitados —respondió Kammamuri.
—¿Estamos lejos de la capital?
—Solamente seis o siete millas, pero me extraña grandemente una cosa.
—Habla.
—Que no veo las cimas ni de las pagodas, ni de las mezquitas. Sin embargo, el horizonte todavía está bien iluminado.
—¿Yanez, viéndose perdido, habrá dado fuego a Gauhati?
—Lo creo, señor Sandokan.
—¿Pero sabemos dónde encontrarlo?
—En la ciudad subterránea.
—¿Estará bien seguro allá abajo?
—Pocas carabinas bastan para defender la entrada.
—Entonces estoy tranquilo. ¿Otra vez más señales?
Se levantó, y volviéndose hacia los hombres que montaban los otros cuatro elefantes, gritó con voz atronadora:
—¡Listas las ametralladoras...! Hay un nuevo ataque.
Los jinetes se estrecharon junto a los animales.
En aquel momento algunos tiros de fusil atronaron en medio de las mangiferas. Hacían un gran estruendo y ningún daño, siendo las carabinas quizá manejadas por gente más acostumbrada a usar el talwar y el bastón antes que las armas de fuego.
—¡Cornac! —gritó Sandokan—. ¡Lanza a los elefantes! ¡Ya están acostumbrados a esta música!
Los cinco gigantescos animales, escoltados por los jinetes, se pusieron en movimiento a media carrera, barritando espantosamente. No obstante, no tenían la probóscide alzada por temor a recibir alguna bala.
Las ametralladoras estaban listas. Bastaba sólo que los asaltantes se mostraran para desencadenarlas, pero los chacales de Sindhia, que ya habían probado el fuego de aquellos artefactos de guerra, se cuidaban bien de mostrarse.
No obstante, los jinetes, cuando veían alguno atravesar los arbustos a gran carrera, ya sea para unirse a sus compañeros, o para escoger una mejor posición, de vez en cuando hacían tronar sus grandes carabinas de mar cargadas hasta la mitad del cañón con pequeños clavos de cobre. Aquellos tiros no siempre mataban, pero despejaban el terreno de asaltantes, que no sabían resistir los mordiscos crueles de aquel nuevo tipo de metralla, usado solamente por los piratas malayos.
Por un buen kilómetro los cinco elefantes procedieron siempre a media carrera y desembocaron finalmente en la planicie que se extendía al sur de la capital, desprovista de bosques y jungla, ya que aquellos terrenos habían sido cultivados con arroz.
Kammamuri mandó un altísimo grito:
—¡La capital ha desaparecido...! No veo mas que la vieja mezquita que surge junto a la entrada de la ciudad subterránea.
—En efecto, no se ven mas que los bastiones semi destripados —respondió Sandokan—. Debe haber sido un bello incendio, ya que había templos, palacios y casas en gran número en Gauhati. ¿Se habrá asado, por casualidad, también Yanez? ¡Ah! Sindhia pagará muy caro la muerte de mi hermanito blanco.
Su frente se había arrugado tempestuosamente, y sus ojos negrísimos habían mandado destellos terribles. El Tigre de la Malasia todavía no había envejecido.
—¿Me has oído, Kammamuri? —preguntó después de un breve silencio, roto sólo por el bufido de los elefantes, los cuales parecía que tuvieran en los pulmones fuelles gigantescos.
—Si el maharajá ha tenido tiempo de refugiarse en las grandes cloacas, y ciertamente lo habrá tenido, nosotros lo encontraremos aún vivo.
Sandokan respiró largo tiempo como si le hubieran sacado del pecho una roca enorme que lo comprimía, luego retomó:
—¿Tú crees entonces que está a salvo?
—Sí, señor Sandokan.
—¿Y la rani? ¿Y el pequeño Soarez que tanto deseo ver?
—O estarán con él, o los habrá enviado antes hacia las montañas. Sabe cuán prudente es Yanez.
—Sí, mucho más que yo, y si no hubiera estado él para frenarme, quién sabe si todavía estaría vivo. Vamos, todo parece ir bien. Solo cuatro millas nos separan de aquella mezquita, distancia que nuestros elefantes y nuestros caballos superarán en un abrir y cerrar de ojos.
—Si nos dejan tranquilos, señor Sandokan.
—Que también nos den batalla aquellos chacales; aunque sean muchos, muchísimos, nosotros estamos listos para aceptarla.
—No obstante hay un peligro.
—¿Cuál?
—Que luego nos asedien.
—¿Dentro de la ciudad subterránea?
—Sí, señor Sandokan.
—¿Falta el agua ahí dentro?
—Incluso hay demasiada.
—Y entonces todo irá bien: cinco elefantes para comer y casi cien caballos para desollar. Tendremos para resistir largo tiempo.
—¿Y la leña?
—Mis hombres están acostumbrados a comer la carne incluso cruda; y luego, si tuviéramos necesidad, intentaremos salidas furiosas y nos proveeremos. Vamos, basta, ahora es el momento de reanudar otra conversación. ¿Los ves correr y esconderse en las acequias de los arrozales?
—Sí, señor Sandokan, y aquellos pillos son diez veces más numerosos que nosotros, y lo que es más grave aún, veo a no pocos rajputs.
—Ah, aquellos bravos rajputs que se venden tan fácilmente —dijo Sandokan, apretando los dientes—. Será sobre ellos que haremos tronar nuestras ametralladoras. Los otros cuentan muy poco.
Por segunda vez se levantó gritando al cornac:
—¡A gran carrera...! ¡Derecho hacia aquella mezquita que se ve allá abajo...!
Quinientos o seiscientos hombres, entre los que se encontraban no pocos rajputs, habían brincado sobre los diques de los arrozales, disparando a lo loco. Las cinco ametralladoras, tres a derecha y dos a izquierda, enseguida crepitaron arrojando proyectiles en todas las direcciones.
Al mismo tiempo los jinetes habían abierto fuego con sus grandes carabinas.
No obstante, aquel huracán de plomo y cobre no pareció espantar demasiado a los asaltantes, aún cuando muchos cayeran a cada instante dentro de los canales de los arrozales, muertos o heridos.
Los chacales de Sindhia corrían al asalto con un coraje desesperado, decididos, por lo que parecía, a impedir a aquella columna, que venía del sur, la entrada a la capital destruida o a la ciudad subterránea.
Se arrojaban con ímpetu salvaje, en grandes grupos, corriendo a lo loco y aullando espantosamente. Asaltaban a diestra y siniestra procediendo animosamente y sin dejar de disparar, pero casi siempre al azar.
La columna infernal, por otra parte, no se detenía. Procedía rápida, siempre ametrallando, mientras los jinetes realizaban, de vez en cuando, cargas furiosas con sus pesados campilán en puño, produciendo sobre los chacales de Sindhia heridas espantosas y quizá incurables.
Ante aquellos ataques furibundos los asaltantes continuaban desordenándose y huyendo a través de los arrozales, pero no tardaban en reagruparse alrededor de los rajputs, los únicos guerreros que osaban resistir, y hacer uso de sus carabinas.
De la parte de los malayos, de vez en cuando caía algún hombre que no era abandonado por los compañeros en el campo de batalla, con la esperanza de poder salvarlo todavía.
Pero las cinco ametralladoras, manejadas por hombres hábiles, realizaban verdaderos estragos, y eran sobre todo los rajputs los que pagaban, porque Sandokan no hacía fuego mas que sobre ellos, sabiendo bien que eran las únicas tropas sólidas que tenía el ex rajá.
Aquellos atrevidos mercenarios de aspecto bandidesco, caían en grupos sobre los diques y dentro de los canales de los arrozales; sin embargo, intentaban reunir alrededor suyo, con altísimos gritos, a los parias, faquires y brahmanes, toda gente ciertamente no habituada a la guerra.
—Se mantienen firmes, pero nosotros los venceremos —dijo Sandokan a Kammamuri, manejando la ametralladora—. Si no hubiera rajputs, el día ya estaría ganado; no obstante, Sindhia se engaña si cree poder detenernos antes de que lleguemos a la ciudad subterránea.
Las descargas se sucedían a las descargas con frecuencia espantosa, y los proyectiles silbaban dentro de los arrozales. Los jinetes tanto malayos como dayak, habían regresado a estrecharse alrededor de los elefantes y se servían de sus grandes carabinas, dejando en paz a los campilán, ya enrojecidos de sangre.
La vieja mezquita no estaba mas que a tres kilómetros. Sus cúpulas se dibujaban claramente sobre el fondo del cielo vuelto de un azul oscuro ya que el sol ya se había puesto.
Eran muchos, sin embargo, Sandokan no desesperaba en absoluto por llegar a pesar de los continuos y feroces asaltos de los chacales de Sindhia.
Había traído consigo muchas cajas de municiones destinadas sobre todo a las ametralladoras, y no hacía economía de proyectiles, ni dejaba que los otros lo hicieran.
—¡Abajo...! ¡Bárranme a estos canallas...! —gritaba—. Nosotros que hemos vencido a los ingleses en diez batallas, ¿deberemos caer ante miserables parias?
Viendo que los asaltantes, a pesar de las terribles pérdidas sufridas, volvían a reunirse alrededor de los pocos rajputs escapados al fuego infernal de las ametralladoras, se volvió hacia sus jinetes.
—¡Encima con los campilán en puño...! —gritó— Despéjenme el camino ahora que el terreno es más propicio.
Mientras tanto, los elefantes habían dejado los arrozales y marchaban, a gran carrera, sobre un páramo vastísimo interrumpido solamente por grupos de bananos y escasos arbustos.
Los malayos y los dayak esperaron a que las ametralladoras hubieran desbaratado al obstinado adversario, luego cargaron a lo loco, manejando con una mano robusta sus grandes y pesados sables.
La columna infernal pasaba a través de los cuerpos de los chacales de Sindhia, derribando todo a su paso.
Ya nadie más podía detenerla. Habrían sido necesarias todas las fuerzas del ex rajá, fuerzas que se encontraban quizá dispersadas alrededor de la vasta ciudad destruida y ocupadas en revolver las cenizas de las pagodas, mezquitas, palacios y bungalows, con la esperanza de encontrar oro y plata.
Los elefantes, impresionados por todos aquellos disparos y por todos aquellos gritos, y vueltos furibundos por algunas heridas, se habían lanzado a gran carrera barritando espantosamente.
Aquellos cinco gigantes, montados por hombres que parecían invulnerables, y que con las ametralladoras sembraban la muerte por todas partes, daban miedo.
Los chacales de Sindhia, ya desbaratados por la última carga, aterrorizados por todos aquellos disparos que se sucedían sin tregua, y que abatían siempre a grupos de hombres, no osaban más oponer ninguna resistencia, también porque el terreno descubierto no se prestaba más.
Huían por todas partes, más ágiles que los nilgó, arrojando incluso las carabinas para ser más ligeros. También los pocos rajputs, espantados por la carnicería llevada a cabo por las ametralladoras, no resistían más. Huían ante la columna infernal.
—Era hora de que se fueran —dijo Sandokan, descargando una última vez su ametralladora sobre los fugitivos—. ¿Nos tomaban por conejos?
Alzó la voz y gritó:
—¡Apresura, apresura, cornac...! Ya estamos a pocos pasos del asilo seguro.
—Ahora déjeme a mí la dirección de los elefantes —dijo Kammamuri—. Solo yo conozco el pasaje.
—¿Podrán entrar las bestias? —preguntó Sandokan.
—La arcada es tan grande como para permitir la entrada incluso de un pequeño ejército, y luego hay dos muelles que son vastísimos. Los caballos y elefantes podrán avanzar sin ningún peligro de caer en las aguas fangosas del río negro. Por otra parte, necesitaríamos algunas antorchas.
—Tenemos una caja llena. Está justo bajo tus pies.
El maratí con dos golpes de la culata de su carabina hundió las tablas, tomó lo que había pedido y la encendió enseguida, gritando a los otros cornac:
—Sigan siempre a mi elefante que yo respondo por todo. ¡Cuiden que ningún animal se desbande cuando hayamos entrado en la gran ciudad subterránea...!
Junto a la vieja mezquita una banda compuesta por parias o faquires o bandidos intentó un último asalto para detener a la columna infernal antes de que se precipitara bajo las oscuras bóvedas de la gran cloaca, pero no era tan formidable como para oponer una larga resistencia.
Las ametralladoras tronaron por última vez abatiendo filas enteras de combatientes, luego los cinco elefantes y los cien jinetes desaparecieron bajo la gigantesca arcada, corriendo sobre uno de los dos muelles.
La antorcha de Kammamuri servía de faro.
De pronto voces resonaron en la oscuridad:
—¡Quién va allí...! ¡Quién va allí...!
—¡Somos los tigres de Mompracem! —gritó Sandokan con voz atronadora—. ¡No hagan fuego...!
—¡Era hora de que llegaras...! —gritó una voz.
—Ah, ¿eres tú, Yanez? —preguntó Sandokan—. Estoy muy contento de haber llegado aún a tiempo para salvarte.
Un grupo de hombres avanzaba, agitando dos antorchas. Estaba precedido por un hombre blanco, de larga barba entrecana, de formas gallardas, vestido enteramente de franela blanca sutilísima. Al lado de aquel hombre avanzaba un indio de facciones finas, piel apenas bronceada, ojos negrísimos, medio vestido de cipayo y medio de rajput.
Eran Yanez, el maharajá de Assam, ya muy conocido, y su fiel compañero Tremal-Naik, el famoso cazador de la jungla negra.
Detrás venían trece hombres, todos indios y todos armados con carabinas y talwar, armas que no valían mucho en un choque contra los malayos y dayak, que en cambio se servían, como ya hemos dicho, de sables pesadísimos, los formidables campilán.
Kammamuri había hecho detener al primer elefante y arrojar la escala de cuerda.
Sandokan, el terrible pirata malayo, en un instante se había lanzado sobre el muelle y había abierto los brazos gritando:
—¡Aquí sobre mi corazón los dos, mis viejos amigos...!
El maharajá y el indio se habían arrojado hacia él estrechándolo gallardamente.
—Ahora basta —dijo Sandokan—. ¿La rani y Soarez están a salvo?
—Sí —respondió Yanez—. Antes de destruir mi capital he mandado a una y otro entre los montañeses de Sadiya.
—¡Saccaroa! He visto bien, llegando aquí, que no surgían más pagodas, ni palacios. Dicen que yo soy terrible, pero tú no lo eres menos que yo.
—¿No soy quizá tu hermano blanco? —dijo Yanez riendo.
—Es verdad; pero casi me había olvidado. ¿Sabes que hace dos larguísimos años que no nos vemos?
Luego volviéndose bruscamente hacia Tremal-Naik, le preguntó:
—¿Y tu Darma? ¿Y su marido, aquel valiente Sir Moreland? ¿Están aquí?
—Nunca más; navegan siempre y están ahora en el Océano Pacífico.
—Y creo que hacen bien en mantenerse lejos de la India —dijo Sandokan—. Los thugs aún no han sido todos destruidos, y aquellos canallas son demasiado vengativos.
Luego miró al amigo blanco sonriendo.
—¿Entonces tú no eres más maharajá, mi pobre amigo?
—Despacio, Sandokan —respondió Yanez—. Siempre tengo un pie en el imperio y tengo a los montañeses siempre fieles.
—Mientras que todos aquellos canallas de los rajputs te han traicionado. Me lo ha dicho Kammamuri.
—No tengo más que uno solo, de mil.
—No obstante, hemos derribado a varios de aquellos mercenarios infieles, viniendo aquí, y siento por aquella gente un verdadero odio.
—Y yo no menos que tú —dijo Yanez—. Si no me hubieran abandonado, Sindhia jamás habría podido volver a poner los pies sobre las costas asamesas. Todos los canallas que ha reunido habrían ido enseguida a la ruina.
—¿Y así has perdido las dos ciudades más grandes del imperio?
—Y quizá otras habrán caído en las manos de aquellos bribones. Hace veintisiete días que estoy aquí, como un prisionero, y ninguna noticia me ha llegado de afuera.
Sandokan lo miró con estupor.
—¿Cómo pudiste resistir tanto tiempo al calor infernal que reina aquí dentro? Deberías estar bizcochado como un pan de sagú.
—Esta altísima temperatura se ha desarrollado hace cinco o seis días. Antes, las inmensas bóvedas de las cloacas parecían ni siquiera haberse percatado del incendio que se inflamaba sobre ellas, destruyendo mi capital. Luego, poco a poco, se han vuelto ardientes.
—¿No nos caerán sobre la cabeza?
—No creo. Los mogoles eran muy buenos constructores. Puede ser que muchas galerías y muchas rotondas hayan colapsado, pero no saldremos a través de aquellas. Sería demasiado peligroso.
—¿Y el agua falta? Veo aquí un ancho río hediondo que fluye junto al muelle. Ciertamente no me saciaré con aquella gacha.
—Hemos encontrado un pequeño manantial que nos provee en abundancia.
—¿Y cuántos víveres tienes? —preguntó Sandokan
—Piensa, mi querido, que desde que nos hemos refugiado aquí no hemos hecho mas que asar ratas ya que no hemos tenido tiempo de traer con nosotros ni siquiera una caja de bizcochos.
—¡Pobres bestias...! ¿Cuántas habrán destruido...? Centenares y centenares, me imagino.
—Pero ahora estábamos lidiando con el hambre, ya que los roedores, espantados, nos han abandonado cobardemente.
—Luego, no se equivocaron —dijo Sandokan, sonriendo—. A nadie le gusta terminar en el asador.
En aquel momento hacia la entrada de la gran cloaca se oyeron atronar varios tiros de arma de fuego que habían repercutido largamente a través de las innumerables galerías, retumbando.
Sandokan había hecho un gesto de cólera.
—¡Ah...! —exclamó—. ¿Aquellos bandidos, chacales o lo que sean, osan asaltarnos también aquí? Despacio, mis queridos. ¡Tendrán otras terribles lecciones...!
Luego levantando la voz y volviéndose hacia sus hombres que todavía se mantenían en las sillas de montar, y que habían encendido varias antorchas, les dijo:
—Quiten las ametralladoras de los howdah y llévenlas, con una escolta de cincuenta personas, hacia la salida de esta inmensa cloaca. Los elefantes permanecerán por ahora aquí. Podrían volverse, más tarde, extraordinariamente valiosos. No hagan ahorro de municiones: tenemos en abundancia.
Veinticinco dayak y otros tantos malayos saltaron a tierra confiando sus caballos a sus compañeros, se estrecharon en torno a los elefantes que los cornac habían hecho arrodillar, quitaron las cinco terribles bocas de fuego y se alejaron a gran carrera, siguiendo el muelle.
—¡Siempre ágiles como simios y nunca vacilantes tus hombres! —dijo Yanez con un suspiro.
—Puedes decir nuestros hombres, ya que por largos años han combatido contigo. Si yo soy el Tigre de la Malasia, tú sigues siendo el tigre blanco de Mompracem, y te añoran aquellos valerosos que tú has guiado a tantas victorias en las tierras malayas. Ya, este maldito imperio de Assam no era precisamente lo que querías y no era necesario.
—¿Y mi mujer?
—Es verdad, es la rani, y tiene el derecho de conservar el Estado y confrontar a aquel bribón de Sindhia ya destronado. Hay mucho trabajo por hacer, mi querido Yanez, sin embargo, no me espanto en absoluto. Me gusta combatir en la India y nosotros, que hemos vencido y matado a Suyodhana, el famoso jefe de los thugs de la jungla negra, por segunda vez sabremos poner en su lugar al ex rajá borrachín y...
Se había interrumpido y se había volteado hacia la inmensa entrada de la gran cloaca, donde brillaban a lo lejos puntos rojizos que de vez en cuando se oscurecían para volverse en cambio amarillentos. Eran las antorchas resistentes al viento que llameaban en la desembocadura del río fangoso.
Se oyeron algunos tiros de fusil, luego descargas densas, cerradas, espantosas, ante las cuales ciertamente no podían resistir los chacales de Sindhia.
—¿Oyes cómo cantan mis ametralladoras? —dijo el formidable pirata, volviéndose nuevamente hacia sus dos amigos—. Sin aquellas quizá nunca habría conseguido llegar hasta aquí, ya que aquellos chacales, animados por la presencia de los rajputs, nos han dado brillantes ataques. Pero es cierto que solo resistían unos minutos.
—¿Armas marinas? —preguntó el portugués—. Todavía no he tenido tiempo de observarlas. ¿Se parecen a las que teníamos a bordo del Rey del Mar?
—Mucho más poderosas —respondió Sandokan—. Las he sacado de mi Perla de Labuan que ahora es la nave más rápida y mejor armada que poseo. Oh, los ingleses de Labuan la conocen y saben que es capaz de hacer frente a sus cruceros ya demasiado anticuados, a las cañoneras holandesas.
—¡Ah...! —dijo Yanez, batiéndose la frente con una mano—. ¿Y tu amiga holandesa?
—Es siempre mi fiel amiga —respondió el pirata de Mompracem con una ligera sonrisa—. Uf, me había olvidado de presentarte a un pariente suyo, un profesor, que se dice que goza de mucha fama en Europa, y que nos ayudará firmemente para destruir a las bandas de Sindhia.
—¿Qué profesor? —preguntó Yanez, con tono un poco irónico, alzando la voz ya que las ametralladoras hacían un alboroto infernal.
—¿Recuerdas aquel demonio de la guerra que con cierta máquina eléctrica podía hacer explotar, a distancia, los polvorines de las naves?
—¡Por Júpiter, sí lo recuerdo...! Y estoy casi seguro que si aquella granada, que cayó justo en el momento en que estaba por lanzar la terrible chispa eléctrica, no lo hubiera matado destruyendo al mismo instante su misterioso aparato, muchas naves de Sir Moreland habrían saltado por el aire.
—Y entonces Sir Moreland no se habría vuelto mi yerno —dijo Tremal-Naik—. Si todo saltaba, él también habría volado junto con sus marineros.
—Tienes razón —dijo Sandokan—. Tu Darma no se habría casado con el hijo de Suyodhana.
—¿Pero dónde está este profesor? —preguntó Yanez.
—En el segundo elefante. Es probable que se haya dormido ya que sufre de sueño.
—¿Él también tiene una chispa eléctrica para hacer explotar los polvorines? —preguntó Yanez.
—No, tiene una caja llena de botellas bien selladas.
—Y crees, que aquel pacífico profesor que viene de la brumosa Holanda, va a exterminar...
—¿Exterminar, has dicho? Pretende y está bien seguro de destruir a todos los chacales de Sindhia con aquellas misteriosas botellas.
—¿Qué contienen entonces?
—No entendí gran cosa, y luego no soy europeo para saber qué son los microbios.
—¿Microbios...? ¡Qué diablo...! ¿Tiene peste y cólera encerrados dentro de aquellas botellas?
—¿Qué quieres que sepa? —respondió Sandokan—. Yo no entiendo mas que de praos, carabinas, parang y campilán. Él te explicará mejor.
Tomó una antorcha de un malayo, la sacudió por tierra, y habiendo cesado en aquel momento las descargas de las ametralladoras y las grandes carabinas de mar, se acercó al segundo elefante, que estaba vaciando ávidamente un cubo que el cazador de ratas había llenado en el manantial y gritó:
—¡Señor Wan Horn, le presento al maharajá de Assam!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Largo capítulo de reencuentro después de 2 novelas en las que no aparecieron Sandokan ni sus cachorros. Se perfila la despedida, veremos qué sucede en esta novela, que tampoco leí en su momento. Por lo pronto, tenemos muchas referencias, aunque todas ya aparecieron en las anteriores novelas.

La ametralladora de 25 cañones a la que hace referencia Salgari, puede tratarse de la metrallera Reffye utilizada por el ejército francés a partir de 1865. La misma contaba con 25 cañones de fusiles de 13 mm, dispuestos en hileras de 5 x 5, que disparaban 100 proyectiles por minuto, sin generar retroceso. Pesaba 680,38 kg.

En el texto original, la edad de Sandokan indicada por Salgari es de 55 años, sin embargo, lo ajusté para que tuviera coherencia con el paso del tiempo y las anteriores novelas.

Cuando Sandokan dice que hace dos larguísimos años que no ve a Yanez, en el original dice tres años. Ajusté el tiempo para darle coherencia con la última vez que se habían visto, en la novela La reconquista de Mompracem que sucedió aproximadamente en 1881. Mientras que los hechos de este capítulo deberían ubicarse alrededor de 1883.

Saccaroa: La exclamación utilizada por Sandokan no tiene ninguna traducción o definición. Es simplemente una invención de Salgari. Según la Edizione annotata: Il primo ciclo della Jungla (Mario Spagnol, 1969), esta palabra podría derivar del urdu “shakria”, que significa gracias.

Gauhati: También conocida como Guwahati es una ciudad del estado de Assam, en la India, fundada en el S.VI. Está ubicada en las orillas del río Brahmaputra. Al sudeste de su área metropolitana se encuentra Dispur, la capital de Assam. Tiene más de 900 mil habitantes. El nombre deriva del sánscrito “guwa”, areca o nuez betel.

Sandokan: Para los que leyeron ya aventuras de Sandokan en castellano quizá les parezca extraño leer así el nombre y no “Sandokán”. Preferí mantener el original de Salgari. Así como la isla Mompracem tiene aparentemente un origen real, hay quienes sostienen que Sandokan también existió y fue un noble que vivió en el S.XIX en Borneo. El nombre puede ser una derivación de Sandakan, la segunda mayor ciudad del estado de Sabah, Malasia, al norte de la isla Borneo.

Yanez: Para los que leyeron ya aventuras de Sandokan en castellano quizá les parezca extraño leer así el nombre y no “Yáñez”. Preferí mantener el original de Salgari. Según Antonio Palermo, Salgari utilizó referencias del Diario de a bordo del primer viaje de Cristóbal Colón. Tomó el segundo nombre de Vicente Yáñez Pinzón, capitán de La Niña y el nombre de una de las 8 islas principales que forman el archipiélago de las Canarias, La Gomera, primera parada del viaje. Por lo tanto, el nombre de Yanez es bien español y para nada portugués. Como detalle, algunas ediciones portuguesas de las novelas de Sandokan, nombran a su hermanito como Eanes de Gomes, donde Eanes es Yáñez en portugués y Gomes, un apellido típico lusitano.

Maharajá: “Maharajah” en el original, son los príncipes de la India.

Dayak: Es un término geográfico que no denomina con exactitud a una etnia o tribu, pero sí distingue a la gente indígena de la demás población malaya que habita en las zonas costeras de la isla de Borneo.

Mahometanos: “Maomettani” en el original, son los que profesan la religión islámica.

Maratíes: “Maharatti” en el original y traducido generalmente como “maharatas”. La mejor traducción que encontré fue “maratí” (pero puedo haberme equivocado, acepto sugerencias), que para el Diccionario de la lengua española significa: Se dice de la lengua índica septentrional hablada en el Estado de Maharashtra, en la India.

Compañía Británica de las Indias Orientales: “Compagnia delle Indie” en el original, era el nombre con el que se conocía al ejército inglés que operaba en la India, antes de la rebelión de 1857. En inglés era “East India Company”.

Rani: “Rhani” en el original, del hindi “rānī” y esta del sánscrito “rā́jñī” que significa “reina, princesa”. Es la esposa del “rajá” o una soberana en la India.

Banianos: “Fichi baniani” en el original, es el nombre común del Ficus benghalensis. También llamado higuera de Bengala, es un árbol importante dentro de la religión Hindú. De pequeños frutos rojos, se caracteriza por tener múltiples troncos suplementarios, nacidos de raíces provenientes de sus ramas.

Mangiferas: Nombre científico del género de los mangos.

Tamarindos: Árboles tropicales, originarios de África que pueden alcanzar los 20m de altura.

Rangpur: Es una de las mayores ciudades de Bangladés, ubicada a unos 80 km al sur de Koch Bihar y a unos 90 km de la frontera con Assam. Efectivamente, en esa época el tren pasaba por ahí.

Koomareah: “Coomareah” en el original, es una de las dos castas del elefante asiático, según los bengalíes. Se los considera una raza principesca.

Merghee: Es una de las dos castas del elefante asiático, según los bengalíes. Proviene del hindi “mrigi”, “antílope” y su principal uso es la caza.

Howdah: “Houdah” en el original, es un compartimiento posicionado sobre el lomo de un elefante, u ocasionalmente sobre algún otro animal. Usado a menudo en la Antigüedad como símbolo de prestigio, como protección para la práctica de la caza mayor, o como puesto de comando.

Cureña: “Affusto” en el original, es el armazón compuesta de dos gualderas fuertemente unidas por medio de teleras y pasadores, colocadas sobre ruedas o sobre correderas, y en la cual se monta el cañón de artillería.

Vergas: “Pennoni” en el original, es la percha perpendicular al mástil, a la cual se asegura el grátil de una vela.

Praos: “Prahos” en el original, son embarcaciones malayas de poco calado, muy largas y estrechas.

“...ciertos pesados y grandes sables cuyas puntas terminan en forma de ángulo...”: “...certi pesanti sciaboloni le cui punte finiscono in forma di doccia...” en el original, que traducido literalmente es “ducha”. No encontré una traducción correcta para este término, por lo que lo adapté como “ángulo”. Se aceptan sugerencias.

Montañas de Cristal: “Monti del Cristallo” en el original, era el nombre con el que entonces se conocía al Banjaran Crocker (Cordillera Crocker), la principal cadena montañosa de la isla de Borneo, por la cantidad de cristales que contiene. Poseen una altura promedio de 1.800 msnm y separan las costas este y oeste de Sabah.

Varani: “Varauni” en el original. Según el libro “Il Politecnico. Repertorio di Studj Applicati alla Prosperità e Coltura Sociale, Volume VI” (Luigi Di Giacomo Pirola, 1843), Brunéi es una alteración de Varani. Por lo que el sultanato de Varani no es otro que el sultanato de Brunéi.

Campilán: “Kampilangs” en el original, es un sable recto y ensanchado hacia la punta, usado por los indígenas de Joló, en Filipinas.

Extremo Oriente: También, Lejano Oriente, designa un área geográfica convencional ubicada al este del continente euroasiático, compuesta por una serie de países que tienen diversas culturas. Sus habitantes suelen ser llamados orientales. Habitualmente se considera una región constituida por las regiones de Asia Oriental y el Sureste Asiático, pero con frecuencia se incluye también a Siberia oriental y a veces al Subcontinente indio.

Uzbekos: Grupo étnico de origen túrquico que habitan principalmente en Uzbekistán, Asia.

Turquestán: “Turchestan” en el original, es una región histórica de Asia Central ubicada entre el mar Caspio y el desierto del Gobi y poblada en su mayoría por pueblos túrquicos. La palabra deriva del turcomano “Türküstan”, que significa “país de los turcos”.

Cimitarra: “Scimitarra” en el original, es una especie de sable usado por turcos y persas.

Cornac: Hombre que en la India y otras regiones de Asia doma, guía y cuida un elefante.

Sahib: Es el honorífico árabe que equivale a “señor” o “don”. Se utiliza como término de respeto en el subcontinente indio.

Goalpara: Localidad perteneciente al estado de Assam, India.

Sadiya: “Sadhja” en el original, es una ciudad del distrito Tinsukia, en el estado de Assam, India que está ubicada sobre el río Dibang, tributario del Brahmaputra, cerca de la frontera con el estado de Arunachal Pradesh.

Mompracem: “Es relevante subrayar que la isla de Mompracem (...), aparece en numerosas cartas geográficas antiguas y, en particular, en la carta de E von Stulpnagel (Hand Atlas de Adolf Stieler, 1873). Las modernas cartas, sin embargo, nada indican respecto de la ubicación de la isla. Rolando Jotti y Giulio Raiola, viajeros y estudiosos de Salgari, después de una larga búsqueda creyeron identificar en Kuraman a la antigua Mompracem, pero, con respecto a la posición original, es necesario tener en cuenta que las viejas cartas no eran precisas, debido a los métodos de detección aproximados.” (Giuseppe Cantarosa, en el prólogo de la edición de Fabbri Editor de “Le Tigri di Mompracem”). La isla Kuraman es una pequeña isla tropical que pertenece a Malasia en el mar de la China, cerca de la isla de Labuan. Una nueva investigación publicada en el libro “La riconquista di Mompracem. L’isola che c’era” (Fabio Negro, 2011) sugiere que la ubicación de la isla se corresponde con una barrera coralina sobre la costa occidental de Brunéi y que habría desaparecido como consecuencia de la erupción del Volcán Krakatoa en 1883.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto 6 mi, equivalen a 9,66 km; 7 mi, equivalen a 11,27 km; 7 mi, equivalen a 6,44 km.

Talwar: “Tarwar” en el original, es un sable de la India, de hoja curva, principalmente de un solo filo y de empuñadura aplanada. Mide entre 70 y 90 cm de longitud.

Rajputs: “Rajaputi” en el original, también conocidos como “rashputs”, son miembros de uno de los clanes patrilineales territoriales del norte y centro de la India. Se consideran a sí mismos descendientes de una de las castas chatria (guerreros gobernantes). En la actualidad, el estado indio de Rajastán es el hogar de la mayoría de los rajput.

Rajá: “Rajah” en el original, es el soberano índico. Viene del francés “rajah” y éste del sánscrito “raja”, rey.

Parias: Habitantes de la India, de ínfima condición social, fuera del sistema de las castas.

Bungalows: Voz inglesa de “bungalós”, casas pequeñas de una sola planta que se suelen construir en parajes destinados al descanso. El origen de la palabra hace referencia a “bengalí” y puede ser tomado como “casa en el estilo bengalí”.

Nilgó: También llamado toro azul, es el Boselaphus tragocamelus. Es un antílope de gran tamaño y cuerna pequeña común en los bosques de la India. El nombre “nilgó” quiere decir en hindi, “toro azul”.

Cipayo: “Sipai” en el original, es el soldado indio de los siglos XVIII y XIX al servicio de Francia, Portugal y Gran Bretaña.

Thugs: Miembros de la fraternidad secreta de los estranguladores, adoradores de la diosa Kali.

Sagú: Planta tropical de la familia de las Cicadáceas, que alcanza una altura de cinco metros. Tiene hojas grandes, fruto ovoide brillante y la médula del tronco es abundante en fécula. El palmito es comestible.

Mogoles: “Mongoli” en el original, se trata del Imperio mogol, un poderoso estado turco islámico que gobernó el subcontinente indio entre los S. XVI y XIX.

Labuan: Isla principal del Territorio Federal de Labuan, Malasia, cuya capital es Victoria. Localizada a 9,7 km de la costa noreste de Borneo.

Cruceros: “Incrociatori” en el original, son buques de guerra de gran velocidad y radio de acción, compatibles con fuerte armamento.

Parang: Es un gran cuchillo utilizado en Malasia y las islas Molucas, similar al machete. Mide entre 25 y 61 cm de longitud y pesa cerca de 1 kg.

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