viernes, 5 de noviembre de 2021

II. El parlamentario


El europeo de piel rosada, cabellos rubios y ojos azules protegidos por un par de anteojos con montura de oro, a aquella llamada estuvo listo para despertarse y descender del howdah.
—Alteza —dijo quitándose el casco de tela blanca y haciendo una profunda inclinación—. Ya lo conozco bastante por su fama, y añoraba el momento de verlo.
—¿Usted es holandés? —preguntó Yanez, después de haberle dado un apretón de manos.
—Sí, Alteza.
—¿Un profesor, quizá?
—Un médico que ha dedicado toda su existencia al estudio de los bacilos.
—¿Y por qué ha venido junto con mi amigo?
—Para ayudarlo, Alteza —respondió el holandés con voz pacata—. Experimentaré el poder de mis bacilos sobre sus enemigos.
—Verdaderamente no comprendo bien, señor Wan Horn.
—Lo creo: todavía no ha visto mis botellas en las que cultivo aquellos microscópicos animalitos tan terribles como para desencadenar peste, cólera, y otras enfermedades.
—Yanez —dijo Sandokan interrumpiendo—, ¿verdaderamente crees que la bóveda no caerá aunque haya sido calcinada por el fuego?
—Te he dicho que no hay ningún peligro.
—Entonces, mientras ustedes discuten cosas que yo, un hombre casi salvaje, no puedo comprender, los dejo para ir a la desembocadura del río fangoso. Quiero ver con mis propios ojos cómo van las cosas ahí abajo. Parece que los chacales de Sindhia se han metido en la cabeza el entrar aquí a pesar del fuego de las ametralladoras. ¡Ah, lo veremos...!
Llamó a dos malayos, tomó otra antorcha y se alejó rápidamente siguiendo el ancho muelle, mientras tiros de fuego continuaban retumbando hacia la extremidad de la gran arcada.
—Entonces le decía —retomó el holandés, al que le gustaba mucho hablar, por lo que parecía, aún cuando fuera bastante raro en un holandés—, que he conseguido cultivar una cantidad enorme de bacilos, suficientes como para destruir incluso a cien millones de personas en pocos días.
—¿Es posible? ¿Será usted el hermano del demonio de la guerra? —exclamó el maharajá.
—No, Alteza —respondió el holandés, sonriendo—. Ya conozco la historia de aquel desgraciado inventor. Y luego, yo no soy un inventor. No soy mas que un cultivador, pero en lugar de plantar judías y papas, encierro a los bacilos más terribles dentro de las botellas que en lugar de agua pura contienen un caldo bastante nutritivo, obtenido con suero de ternera e hígado glicerinado.
—Es un poco difícil entenderle, señor Wan Horn. No soy científico.
—Lo comprenderá enseguida, Alteza.
Aún cuando hacia el fondo de la gran cloaca continuaban retumbando las grandes carabinas, el holandés se trepó ágilmente sobre el howdah, abrió una caja, tomó algo al azar y volvió a bajar con infinitas precauciones.
—¿Qué es esto? —le preguntó a Yanez.
—Una botella que parece llena de un líquido color ámbar, pero que no vaciaría, se lo aseguro, doctor.
—No, es un criadero. Dentro de este cristal he cultivado bacilos de la tuberculosis.
—¡Pero no veo ningún insecto agitarse dentro de ese caldo!
—¿Cómo sería posible? Sus ojos no son microscopios. Piense, Alteza, que los bacilos de la tuberculosis, por ejemplo, que tienen forma de varillas rojas, son tan pequeños, que mil, puestos uno detrás de otro, alcanzan apenas la longitud de un milímetro. Luego, calcule que es necesario un millón de esos terribles seres para cubrir solamente un milímetro cuadrado.
—De modo que no puedo verlos.
—Ni siquiera si poseyera los ojos de las águilas.
—¿Y cuántos hay encerrados en ese criadero?
—Tantos como para poder inocular tisis a cien mil o doscientos mil hombres —respondió el holandés.
—Usted asusta. ¿Si sus botellas se partieran?
—Moriríamos todos y en poco tiempo, porque tengo tres criaderos de bacilos vírgula del cólera.
—Me asombra cómo Sandokan le ha permitido traer con usted objetos tan peligrosos —dijo Yanez—. Una desgracia siempre puede suceder.
—¿Cuál?
—Una bala de cañón podría romper su caja y entonces nosotros estaríamos lidiando con tifus, peste, cólera y otras enfermedades.
—Esperemos, Alteza, que la bala no llegue hasta mis preciosas botellas. Sería para mí una pérdida incalculable.
—Que tendría muy poco tiempo para lamentar, doctor. El cólera lo toma y lo barre en pocas horas...
—Incluso menos, Alteza. Tengo un criadero que contiene bacilos vírgula que fulminan al hombre apenas atacado.
—Señor Wan Horn, vuelva a poner en su lugar su botella. Una bala podría entrar en la gran cloaca y rompérsela en las manos... Y dígame —añadió Yanez—, ¿cómo utilizaría estos... llamémoslos proyectiles de muerte segura?
—Se va a arrojar una botella al campo enemigo, se la rompe, y se deja que los microbios se desarrollen y cumplan con su deber.
—¡Ah, deber lo llama!
—Su cometido, entonces. Después de pocas horas he aquí que el cólera es declarado en el campo, y he aquí que los hombres caen más o menos fulminados.
—¿Y quién será el hombre que tendrá tanto coraje como para ir a romper el criadero justo en medio de los enemigos?
—Yo me ocupo —respondió el holandés con su usual flema—. Soy completamente inmune a todas las enfermedades que podrían desarrollar mis terribles bichitos.
—Está bien; ¿y lo llevaría entre las tropas de Sindhia?
—Sí, Alteza, con dos botellas bien escondidas en dos bolsillos especiales cocidos dentro de mi amplia chaqueta.
—No confíe en aquella gente.
—Soy europeo; y verá, Alteza, cómo se la jugaré a aquella gente y a su rajá.
—¿Solo?
—Solo —respondió el holandés—. Me he acercado a los dayak que en las selvas de Borneo todavía suelen recolectar cabezas humanas, sin embargo, ninguno ha cortado la mía. Las gentes de Sindhia, que luego son asameses, que yo sepa, jamás han sido cortadoras de calabazas humanas.
—Debe tener agallas, señor Wan Horn —dijo Yanez—. Veremos la prueba.
—Cuando quiera, Alteza. El calor que reina en Borneo y en la India es muy conveniente para mis microscópicos animalitos. Si me hubiese quedado en Holanda, a pesar de mis cuidados, a esta hora estarían todos muertos. Hace un poco de frío en mi país, y mucha humedad reina todo el año y...
Una crepitación de ametralladoras lo interrumpió bruscamente. ¿Se combatía entonces hacia la última arcada de la gigantesca cloaca?
Yanez aferró la carabina que había apoyado contra la pared y después de haber dado dos o tres pasos le dijo al doctor, que tenía siempre en las manos su peligrosa botella:
—Voy a ver cómo están las cosas: reanudaremos más tarde nuestra interesante conversación. Le aconsejo, por ahora, mandar a dormir a sus bacilos.
Y huyó seguido por Tremal-Naik y Kammamuri, que se había provisto de una antorcha y la revoleaba continuamente a fin de reavivar la llama. Los tres, seguidos a breve distancia por media docena de malayos que, oyendo los fusilazos no habían podido contenerse más, se habían lanzado a gran carrera a lo largo de la orilla del río negro.
Las ametralladoras chirriaban, signo evidente de que los chacales de Sindhia, como ya los llamaba Sandokan, intentaban introducirse en la gran cloaca en buen número.
Después de una carrera velocísima de diez o más minutos, Yanez y sus compañeros alcanzaron al Tigre de la Malasia.
Las balas silbaban en el aire, descortezando ahora las paredes y ahora la gran bóveda.
De afuera de la cloaca la gente disparaba a lo loco, creyendo espantar con el estruendo de quinientos o mil fusiles a los piratas de Mompracem. ¡Ah, se necesitaba mucho más para aquellos viejos guerreros encanecidos entre el humo de tantas batallas terrestres y marítimas...!
—Entonces, ¿un verdadero asalto? —preguntó Yanez acercándose a Sandokan, que desencadenaba una de las cinco ametralladoras, sentado sobre una roca cerca de la cual ardía una antorcha.
—Parece —respondió el formidable hombre—. Pero mientras estos juguetes funcionen, los chacales de Sindhia no pondrán un pie aquí dentro. Lo difícil será luego salir de esta especie de trampa.
—Está el doctor holandés que pensará en abrirnos el camino —dijo Yanez un poco irónicamente.
—¿Y tú crees...?
—¿Quién sabe?
—Te lo he traído porque él me aseguraba poder destruir incluso a toda la población de Assam en pocos días con sus famosas botellas llenas de no sé qué bichitos. Por otra parte, cuento más con mis ametralladoras y las carabinas de mi gente... Oh, el fuego ha cesado, y se oye un ramsinga sonar junto con una campana. ¡Mira bien, Yanez...! ¿No ves una gran lámpara acercarse? ¿Sindhia nos mandará algún parlamentario?
—Sí —respondió el maharajá—. Es un parlamentario. Haz cesar el fuego.
Sandokan sacó un silbato de oro y lanzó tres notas agudas. Enseguida las ametralladoras y las carabinas quedaron en silencio.
En la noche oscura una voz resonó fuera de la gran cloaca:
—¡Llevo conmigo la bandera blanca...!
—¿Quién eres? —preguntó Yanez.
—Un parlamentario.
—¿Quién te manda?
—Sindhia.
—Avanza.
Luego volviéndose a Sandokan, le dijo:
—Esta voz la he oído otra vez y no hace mucho tiempo.
Tremal-Naik, que estaba observando las ametralladoras, dijo:
—Conozco al hombre que ha hablado.
—¿Quién puede ser?
—Es el hombre que has atado al cañón sobre el bastión de Marundia, y que en lugar de hacerlo saltar por el aire, como tenías derecho, lo has perdonado.
—¡Kiltar...! ¡El brahmán...!
—Sí, aquel hombre te dijo que se llamaba Kiltar y que no te olvides de su nombre.
—He aquí un hombre que nos traerá noticias valiosas —dijo Yanez.
—¿Creerías sus palabras? —preguntó Sandokan, siempre desconfiado.
—Me debe la vida, y los indios son agradecidos.
—Veremos.
Ocho malayos con las carabinas niveladas, precedidos por un dayak que llevaba una antorcha, habían ido al encuentro del parlamentario, que avanzaba solo, haciendo ondear una bandera blanca.
Era un hombre de estatura alta, delgado como todos los brahmanes y faquires, de color bastante sombrío y facciones enérgicas, endurecidas por una larga y densa barba negra.
Estaba todo vestido de blanco. Solamente en los riñones llevaba una ancha faja de seda amarilla, en bastante malas condiciones.
Los malayos lo aferraron y lo empujaron, bastante brutalmente, hacia Yanez, que estaba iluminado por otra antorcha sostenida por un dayak armado de un campilán reluciente.
—Gran sahib —dijo—, ¿me reconoce? Espero que no haya olvidado mi nombre.
—Eres Kiltar, el hombre que he perdonado —respondió el maharajá—. Te he reconocido perfectamente. Es la segunda vez que te presentas a mí como parlamentario. ¿Qué quieres? ¿Es Sindhia quien te manda?
—Sí, gran sahib —respondió el brahmán, mirando fijo con los ojos al reluciente campilán del dayak que sostenía la antorcha.
—¿Qué quiere aquel hombre?
—Que se rinda, gran sahib.
—¡Ah...! —dijo Yanez, tomando un cigarrillo de Sandokan—. Aquel hombre está loco.
—También lo creo, gran sahib —respondió el brahmán—. En Calcuta no lo han curado bien.
—Explícate mejor, Kiltar.
—Le aconsejo, gran sahib, no ceder. Después de que ha recibido a aquellos terribles hombres que han hecho un verdadero estrago entre los rajputs que un día estaban a su servicio, el rajá está espantado.
—Es bueno saberlo —dijo Sandokan, que, sentado sobre una ametralladora, miraba con viva curiosidad al parlamentario.
—Tú me debes la vida —dijo Yanez—. ¿Lo recuerdas?
—Siempre, gran sahib. Se dice que los muertos están muy bien en el nirvana que es tan vasto como para acoger a todas las almas de los hindúes, pero yo estoy contento de no haber ido.
—Te creo —respondió Yanez riendo—. Al menos cuando estamos vivos se puede saber lo que sucede en el mundo.
—No sé qué es el mundo —respondió el brahmán—. Yo no conozco mas que la India.
—En fin, ¿qué quieres? No tenemos tiempo que perder.
—Podremos reanudar esta charla mañana o dentro de una semana, gran sahib, si así le agrada.
—¿Regresarás aquí?
—No, yo no regresaré más, porque si llevara a Sindhia la noticia de que todos ustedes rechazaron rendirse, me haría aplastar la cabeza por uno de sus elefantes.
—¿Suyos...? ¡Míos...! —aulló Yanez.
—Es verdad. Los rajputs se los han robado todos.
—¡Vil gentuza...! —exclamó Sandokan—. Perdonaré a los parias, perdonaré a los brahmanes, a los faquires, pero no a aquellos mercenarios. A los que caigan en nuestras manos los fusilaremos, y nuestras grandes carabinas de mar no errarán.
—¿Ha perdido alguno? —preguntó Yanez con ímpetu de rabia.
—Tres o cuatro en el asalto a Gauhati —respondió el brahmán.
—¿Cuántos hombres tiene?
—Quizá quince mil, porque la columna, que ha corrido en su ayuda, ha hecho verdaderas masacres con ciertas armas que antes no conocíamos. Era un fuego infernal que se sucedía sin tregua y derribaba a los asaltantes por cientos y cientos.
—¿Tiene miedo también Sindhia de aquellas armas?
—Tiembla cuando oye aquella siniestra crepitación.
—También es bueno saber esto —dijo Sandokan, que había encendido su pipa, incrustada con zafiros orientales y con la boquilla de oro—. Este hombre es realmente valioso.
Yanez continuaba fumando su cigarrillo, con el ceño fruncido, acariciándose la barba. Parecía pensar intensamente.
—¿Tú no quieres regresar? —preguntó finalmente.
—No, gran sahib, esta vez me mataría.
—Sin embargo, deberás volver a ver a Sindhia.
El brahmán se puso lívido y sus ojos se ensancharon por el espanto.
—Usted quiere mi muerte, gran sahib —dijo—. Es verdad que me ha perdonado la vida.
—No regresarás al campo de Sindhia solo —dijo Yanez—. Te daré un compañero y será un hombre blanco.
—¡Un hombre blanco...! —exclamó el brahmán.
Sandokan se había levantado y había vaciado la pipa.
—¿Qué meditas, hermanito? —preguntó a Yanez, que conservaba siempre su maravillosa sangre fría.
—Me has traído un hombre blanco que se propone destruir a todas las bandas de Sindhia en pocos días. Pues bien, lo pondré a prueba.
—¿A quién? ¿Al señor Wan Horn?
—Sí, y nos mostrará el poder de sus botellas.
—¿Y le crees?
—Tengo más confianza en mi carabina —respondió el portugués—. Pero también a ciertos científicos se les debe creer.
—Si tú lo dices, asunto terminado. ¿Y quieres mandarlo donde Sindhia?
—Ciertamente.
—¿Te ha dicho que quería ir?
—Sí, con un par de botellas llenas de bacilos de cólera.
—¿Qué son?
—Son pequeñas bestias que no conoces.
—¿Y si Sindhia lo fusilara?
—¿A un hombre blanco? ¡Oh, no lo osaría, por cierto!
—¿Qué dices tú, brahmán? —preguntó Sandokan a Kiltar.
—Que acompañado por un hombre blanco regresaría al campo de Sindhia.
—¿Qué decides entonces, Yanez? —preguntó el Tigre de la Malasia.
—Poner a prueba a los famosos microbios de tu amigo holandés. ¿Crees que aceptará dirigirse al campo de Sindhia como parlamentario?
—Es un hombre que tiene coraje, de manera que no se rehusará. ¿Y qué quieres que le vaya a decir a aquel rajá?
—Yo me ocupo en instruirlo. Me basta con que pueda romper un par de botellas de bacilos de cólera. No le pido más.
—Yo respondo por él.
—Entonces tú quédate aquí mientras voy a buscar al doctor. Retén a Kiltar.
—Oh, no lo dejaré escapar —respondió Sandokan.
—Y cuídate de algún asalto imprevisto.
—Todas las ametralladoras y todas las carabinas están cargadas. Que me ataquen los hombres del ex rajá si lo osan. Con sus parias y sus faquires haré una mermelada.
Mientras Yanez se alejaba apresuradamente, escoltado por Tremal-Naik y por seis malayos, el terrible jefe de los piratas de la Malasia cargó la pipa, se sentó sobre una ametralladora y después de haber mirado bien el rostro del brahmán, le preguntó:
—¿Entonces Sindhia todavía espera reconquistar Assam?
—Le tiene miedo a los montañeses de Sadiya que la otra vez ya lo han vencido.
—¿Y a nosotros no?
—A tu columna sí. Ha matado a demasiados hombres y ha hecho especialmente estragos con los rajputs. La mitad de aquellos hombres, que constituían su fuerza, ha quedado sobre el terreno.
—Han merecido la paga de los traidores —dijo Sandokan, envolviéndose en una nube de humo perfumado.
—Sí, traidores —dijo el brahmán—. Buena gente en la guerra, firme ante el fuego, pero siempre lista para vender su honor de soldados por algunas rupias más, señor.
—¡Oh, los conozco! No es la primera vez que vengo a la India.
—Yo, gran sahib, he oído hablar bastante de ti. Tú eres el hombre que ha matado a Suyodhana, el famoso jefe de los thugs de los Sundarbans del bajo Bengala.
—Diría que ya me has visto otra vez.
—Sí, en Delhi, cuando combatías por la libertad india. Si la memoria no me traiciona, te he visto disparar los cañones sobre los bastiones de la Puerta de Cachemira.
—Puede ser —respondió Sandokan—. Respondía como podía a las piezas inglesas que destrozaban, con sus bombas, todas las casamatas. Entonces, ¿tú estabas cuando los ingleses tomaron por asalto la ciudad?
—Sí, gran sahib, y ví, bien escondido, caer degollados a todos mis nietos que no podían defenderse, y también llevarse a Muhammad Bahadur, legítimo descendiente del Gran Mogol que los revolucionarios habían aclamado emperador.
—Yo también sé algo de aquellas tristes jornadas que dejaron una mancha indeleble sobre las chaquetas rojas de los ingleses. No eran blancos que montaban al asalto: eran peores que los piratas de la peor especie, ya que ni siquiera respetaban a las mujeres y mataban fríamente a los niños... Pero ocupémonos de Sindhia. ¿Crees que los ingleses lo han ayudado a escapar y a reunir a todos aquellos desesperados?
—Estoy más que convencido, sahib —respondió el brahmán—. El gobernador de Bengala no veía con buenos ojos al maharajá blanco: parece que las chaquetas rojas habían tenido que lamentarse de él en otros tiempos.
—¡Y mucho! Pero nosotros le hemos rendido a Inglaterra un servicio impagable, ya que hemos sido los que destruyeron a los thugs que poblaban las junglas de los Sundarbans, y el gobierno de Bengala nos ha agradecido mediocremente.
—Siguen siendo los mismos hombres, sahib. El hombre de color, para ellos, es una oveja para esquilar.
—Oh, lo sé mejor que tú y...
Sandokan se había levantado de pronto, vaciando con un gesto brusco el tabaco que todavía quedaba en la pipa y había fijado la mirada en un gran punto luminoso que avanzaba velozmente, siguiendo el muelle.
—Yanez —dijo—. Veremos qué ha arreglado con el holandés.
En efecto, era el portugués que regresaba con grandes pasos acompañado por Tremal-Naik, el cazador de ratas y el rubio médico que se ocupaba de la crianza de los terribles bacilos.
—¿Entonces? —le preguntó premurosamente Sandokan, moviéndose a su encuentro.
—El señor Wan Horn está decidido a intentar la aventura.
—¿Es verdad, amigo? —preguntó el Tigre al doctor.
—Sí, señor mío —respondió el holandés—. Jamás he tenido miedo de los indios, y luego soy un hombre blanco.
—Y va como nuestro parlamentario.
—He sido instruido por el maharajá. Bastará que me detenga media hora en el campo de Sindhia para liberar a mis queridas mascotas.
—¿Qué son?
—Bacilos vírgula.
—Sé menos que antes.
—Cólera, señora Sandokan, y quizá fulminante.
—¿Usted tiene muchas esperanzas?
—Sí, estoy segurísimo de mis cultivos —respondió el holandés.
—¿Ha traído con usted alguna botella?
—Tiene dos en el bolsillo —respondió Yanez.
—¿Bastarán, doctor? —preguntó Sandokan con un poco de desconfianza.
El holandés se puso a reír mostrando una doble fila de dientes que habrían causado buena impresión incluso en la boca de un lobo indio.
—En estas dos botellas hay tantos microbios como para matar a media población de Bengala.
—¡Uf...! Me parece un poco exagerado. ¿Qué me dices, Yanez?
—De estos científicos se puede esperar todo —respondió el maharajá.
—¿Y le has dado todas las instrucciones necesarias para presentarse a Sindhia?
—Fingirá ir a tratar nuestra rendición.
—¿Y nuestros elefantes cómo están?
—Continúan lamentándose, aún cuando nuestros hombres no dejan de mojarlos. Siempre hace bastante calor hacia el alto curso del río negro.
—¿No morirán?
—Creo que no, Sandokan.
—Lamentaría perderlos porque son necesarios para alcanzar a los montañeses de Sadiya. Y luego pienso que si el intento de este doctor falla, nos servirían para dar una carga desenfrenada y pasar a través de las bandas de Sindhia. Se han acostumbrado a oír retumbar las ametralladoras y no se espantan más. Animales de una robustez excepcional y de un valor guerrero inmenso.
Le indicó el holandés al brahmán, diciéndole:
—He aquí el hombre que te acompañará como parlamentario.
—Está bien, sahib. Estoy listo para partir.
—Tendrás un premio de mil rupias —le dijo Yanez.
—Le debo la vida, Alteza —respondió el brahmán con cierta nobleza—. Me ha pagado suficiente.
—No, porque cuento con volver a verte y tomarte a nuestro servicio —dijo Yanez.
—Usted, Alteza, haga lo que quiera. Le juro por Brahma que desde ahora soy enteramente suyo, en cuerpo y alma.
—Te advierto que si ves a este sahib partir un par de botellas fingirás no ver, y te aconsejo escapar enseguida con la velocidad de un nilgó.
—Seré ciego, Alteza.
—¿Tienes una escolta que te espera afuera? —le preguntó Sandokan.
—Sí, he llegado con una veintena de rajputs. Se han detenido junto a la mezquita para volverme a conducir al campo.
—Señor Wan Horn, si no tiene miedo de sus microbios, puede seguir a este hombre. Nos dirá más tarde en qué condiciones de salud se encuentra aquel querido Sindhia.
—No tengo miedo —respondió el holandés con su voz siempre pacata—. Seré un parlamentario maravilloso. Lo he sido otra vez, por cuenta de mi gobierno, con los dayak iban.
—¿Y no se lo han comido? —preguntó Yanez riendo.
—No, porque entonces era muy delgado y no podía proveer a aquellos caníbales mas que de bistecs bastante descarnados.
Tendió la mano a Sandokan, a Yanez, a Tremal-Naik, se abotonó la amplia chaqueta en cuyos bolsillos interiores escondía las famosas botellas y siguió al brahmán que se había apoderado de una antorcha.
—Esperamos volver a verlo pronto —le gritó por detrás el portugués.
—Nadie osará pasarme por las armas —respondió el doctor.
Y se fue tranquilo, mientras que los piratas de la Malasia, siempre suspicaces, apuntaban las ametralladoras hacia la vieja mezquita.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Cuando el holandés dice que las botellas contienen un caldo obtenido con suero de ternera e hígado glicerinado, por muy extraño que parezca, hay documentación científica de la época que menciona algo muy similar, utilizado en el cultivo de diferentes bacilos: suero de hígado extracto de papa glicerinado. ¡Gracias Edmundo Rigazzi por la información!

La bacteria causante de la tuberculosis fue descubierta en 1882 por el doctor Robert Koch, por lo que tiene sentido que esta novela suceda alrededor de 1883.

La forma de bastón del bacilo de Koch, tal como se conoce comúnmente a la bacteria Mycobacterium tuberculosis, puede tener una longitud de entre 1 y 10 micrómetros. Por lo tanto, si se pusieran en fila mil de dichas bacterias medirían entre 1 y 10 milímetros.

Tisis: Enfermedad en que hay consunción gradual y lenta, fiebre y ulceración en algún órgano. Tuberculosis pulmonar.

Vírgula: “Virgola” en el original, es el vibrión —bacteria de forma encorvada— causante del cólera.

Tifus: Género de enfermedades infecciosas, graves, con alta fiebre, delirio o postración, aparición de costras negras en la boca y a veces presencia de manchas punteadas en la piel.

Ramsinga: También llamado “taré”, es una trompeta de dos metros de largo, compuesta de cuatro piezas o tubos que encajan entre sí y terminan en pabellón estrecho. Produce sonidos graves y fúnebres y se destina por esta condición a los entierros.

Bastión de Marundia: No encontré ninguna referencia a este supuesto bastión de Guwahati.

Nirvana: En algunas religiones de la India, estado resultante de la liberación de los deseos, de la consciencia individual y de la reencarnación, que se alcanza mediante la meditación y la iluminación.

Rupia: Moneda utilizada en India, Pakistán, Sri Lanka, Nepal, Mauricio y Seychelles.

Sundarbans: “Sunderbunds” en el original, es parte del golfo de Bengala y constituye el bosque más grande de manglar (hábitat formado por árboles tolerantes a la sal) del mundo. Fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1997. Se extiende a través de Bangladés y la India abarcando 139.500 ha.

Delhi: Estado al norte que forma el 'Territorio Capital Nacional' de la República de la India. Contiene la nueva ciudad de Nueva Delhi, la cual ha dejado de ser un área urbana distinguible pero contiene la mayoría de las instituciones administrativas del gobierno nacional y es considerada formalmente la capital.

Puerta de Cachemira: “porta Cascemir” en el original, está ubicada al norte de la ciudad amurallada de Delhi. Debe el nombre a que desde ahí partía el camino que conducía a la región de Cachemira. Construida en 1835, fue un punto de lucha importante durante la rebelión de 1857.

Casamatas: Bóvedas muy resistentes para instalar una o más piezas de artillería.

Muhammad Bahadur: “Mahomed Bahadur” en el original, se trata de Bahadur Shah II, cuyo nombre completo era Abu Zafar Sirajuddin Muhammad Bahadur Shah Zafar. Fue el último de los emperadores mogoles en India que reinó entre el 28 de septiembre de 1837 y el 14 de septiembre de 1857. Sin embargo, ejerció poder solamente sobre Delhi, no sobre toda la India.

Gran Mogol: “Gran Mongoli” en el original, es otro de los nombres con que se conoce al Imperio mogol. Fue un poderoso estado turco islámico que gobernó el subcontinente indio entre los siglos XVI y XIX.

Brahma: En el hinduismo es el dios creador del universo.

Dayak iban: “Dayaki laut” en el original, es una rama de dayak que habitan en Sarawak. Los ingleses los llamaban “Sea Dayaks” o “Dayak de la costa”. Eran conocidos por ser cazadores de cabezas.

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