viernes, 26 de noviembre de 2021

III. Los bacilos del cólera


Un claror lácteo comenzaba a extenderse hacia oriente; el planeta Venus, en aquel cielo terso como un cristal, resplandecía soberbiamente.
Pero toda la campiña, que se extendía alrededor de la destruida capital, interrumpida por densos grupos de bananos y tamarindos que el gran calor había amarilleado y quizá extinguido para siempre, todavía estaba parda, ya que el alba aún no se había mostrado plenamente.
Un gran pelotón, formado por una veintena de rajputs armados de fusiles y pistolones, avanzaba a través de la llanura precedido por un hombre blanco y un brahmán, que sobre la punta de una lanza sostenía una bandera de seda más o menos blanca.
A lo lejos, brillaban grandes hogueras que anunciaban un campamento imponente. Se oían llegar gritos humanos y barritos de elefantes.
Los dos hombres que parecían guiar al pelotón eran el flemático holandés y Kiltar.
El primero había encendido una gran pipa de porcelana, como usan todos los hombres del norte de Europa y fumaba con una flema sorprendente; el segundo, en cambio, masticaba algo, quizá betel con nuez de areca y cal viva, a juzgar por los grandes esputos de color sangre que de vez en cuando proyectaba delante suyo con una especie de silbido.
El pelotón, después de haber flanqueado los bastiones de la capital, destripados por el estallido de los polvorines que, a pesar de las puertas de hierro, no habían podido resistir al huracán de fuego que destruía todo, se metió por un ancho sendero abierto entre las altísimas hierbas llamadas kalam.
Adelante, las luces del campamento brillaban siempre, mientras que el cielo se aclaraba rápidamente.
—¿Estará levantado el rajá? —preguntó el holandés.
—No duerme casi nunca de noche —respondió el brahmán.
—¿Qué hace?
—Se emborracha, tanto como para no perder la costumbre, junto con sus jefes del ejército.
—Jefes de gran valor, ¿verdad?
—Para mí son grandes vaciadores de botellas. De la guerra deben entender menos que los parias.
—¿Cómo crees que me recibirá?
—Eres un hombre blanco, sahib, y Sindhia le tiene demasiado miedo a los hombres que no tienen la piel bronceada como nosotros.
—¡Con tal que no me haga aplastar la cabeza bajo la pata de algún elefante!
—No lo osará, te lo digo yo, sahib.
—Entonces estoy tranquilo.
—Tú no tienes ningún arma, sahib blanco.
—¿Eso crees? Tengo conmigo solamente dos botellas.
—¿Para ofrecer al rajá?
—¡Oh, no...! Para partir una vez que hayamos entrado en el campo, y te puedo asegurar que valen más que todos los cañones y todas las carabinas que posee el príncipe.
El brahmán sacudió la cabeza, luego murmuró:
—¡Ah, estos blancos, estos blancos...!
—Quiero darte un consejo —dijo el holandés.
—¿Cuál, sahib?
—Huir apenas haya partido casualmente las dos botellas.
—¿Contienen materiales explosivos?
—¡Peor! Es mi secreto y no puedo revelártelo por ahora, aún cuando tengo completa confianza en ti.
—Le he dicho al maharajá que mi cuerpo y también mi alma, si la desea, son suyas.
—En efecto, te he oído —respondió el holandés, volviéndose a poner la pipa en la boca—. ¡Bah, veremos...! ¡Oh, sabría vengarme terriblemente!
Habían llegado al campamento que se extendía alrededor de los inmensos arrozales.
Los indios, que no usan tiendas, habían levantado una gran cantidad de chozas cubiertas de hojas de tara y banano.
De todas aquellas minúsculas habitaciones salían, de a cuatro o cinco por vez parias semidesnudos y bastante sucios, faquires delgados como clavos, bandidos de mirada torva que en las fajas llevaban un verdadero arsenal, luego rajputs y muchos cornac encargados de velar por los elefantes tomados tan hábilmente a Yanez.
En medio de todas aquellas chozas se alzaba orgullosamente una tienda toda roja, la única, con forma de un inmenso cono, sobre cuya cima ondeaba una bandera azul con un leopardo pintado con colores brillantes, y que parecía estar ahí para cortar el impulso: era el emblema de los maharajás de Assam.
Viendo avanzar al pelotón de soldados, hicieron resonar ruidosamente los gongs para dar la alarma, luego las hogueras fueron rápidamente apagadas y un centenar de hombres se movieron contra Kiltar, que hacía ondear vivamente la bandera blanca gritando:
—¡Fuera...! ¡Fuera, el sahib blanco...!
Las formaciones que de pronto se habían engrosado detrás del primer pelotón, habiendo reconocido al brahmán, se habían apresurado a abrir sus filas.
Wan Horn vació la pipa, se limpió los anteojos con montura de oro y asegurados con una ligera cadena del mismo metal, luego se puso al lado del sacerdote, mirando bastante insolentemente a los bandidos del ex rajá.
Ya el sol había surgido y la vasta tienda de seda roja se había abierto por delante.
Cuatro rajputs, que tenían gigantescos turbantes y barbas negrísimas que les cubrían casi todo el rostro, velaban, dos por lado, apoyados en las carabinas que tenían los cañones levantados.
El brahmán hizo señas al holandés de detenerse, luego entró en la tienda saludado respetuosamente por los centinelas.
Wan Horn, imaginando que la conferencia sería un poco larga, se sentó sobre un gran tronco de árbol derribado para alimentar los fuegos nocturnos y recargó la pipa, con su eterna flema, barbotando:
—Me harán hacer un poco de antesala.
A su alrededor, a cierta distancia, se habían reunido varios centenares de soldados que tenían más el aspecto de harapientos que de guerreros, pero todos estaban muy bien armados de fusiles, pistolas y también cimitarras.
—Lindo ejército —barbotó el holandés, después de la tercera aspiración que lo envolvió en una nube de humo perfumado—. ¿Dónde aquel ex rajá ha recogido a estos bandidos? Deben haber muchos en los otros campamentos que he divisado cerca de la ciudad destruida. Veremos si serán gente tan sólida como para resistir a mis bacilos.
Había hecho una docena de aspiraciones, siempre barbotando, cuando vio al brahmán salir de la tienda.
—Sahib —dijo el indio acercándose rápidamente—, el rajá te espera.
—¿De qué humor está?
—Ya estaba bebiendo no sé qué botella de licor amarillento. Como su hermano, es un impenitente borrachín que volverá muy pronto con los locos.
—¿Sabe que soy holandés?
—Se lo he dicho y parece que ha recordado que en Europa existe una nación que se llama Holanda y que tiene ricas colonias en Java, en Sumatra y en Borneo.
—Menos mal.
El doctor vació la pipa, volvió a acomodarse los anteojos y siguió al brahmán entrando en la espaciosa tienda ya llena de luz.
Sobre un montón de riquísimas alfombras y cojines, amontonados bastante desordenadamente, estaba tendido un indio de piel apenas bronceada, que podía tener cuarenta años o sesenta.
Su rostro estaba consumido, su frente surcada de arrugas profundas, sus ojos negrísimos animados por un extraño destello, aquel destello que se divisa en las pupilas de los locos.
No tenía ni barba ni bigotes, ni siquiera cabellos.
Vestía elegantemente con una especie de larga bata de seda blanca bordada en oro y estrechada a los costados por una alta faja de terciopelo azul con largos flecos de oro, que sostenía una corta cimitarra con la empuñadura de oro reluciente de piedras preciosas.
En los pies tenía zapatos de cuero rojo con la punta bastante realzada, también aquellos con bordados de oro.
—Alteza —dijo el brahmán al indio, que parecía medio atontado—, he aquí el parlamentario.
—¡Ah...! —dijo el rajá.
A su lado había un muchacho que tenía en la mano una botella y un vaso de mucha capacidad.
—Sírveme —le dijo—. Necesito reunir las ideas.
—¿U ofuscarlas, Alteza? —preguntó el holandés—. Usted bebe demasiado.
El rostro de Sindhia tomó una expresión salvaje y miró fijo con sus ojos, casi fosforescentes, al holandés.
—¿Qué dice usted? —preguntó después de un poco de silencio, haciendo señas al muchacho para que le diera enseguida la taza.
—Digo que usted bebe demasiado.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Todos lo saben, también en Calcuta.
—¡Ah...! ¿De verdad...? —dijo el rajá con voz un poco irónica. Aferró el vaso con manos temblorosas y lo vació de un trago—. Usted no lo creerá, señor, sin embargo ahora me siento mejor y mi memoria se me ha despertado de repente.
—Le advierto que yo soy uno de los más famosos médicos de las colonias holandesas —dijo el señor Wan Horn, sentándose sobre un cojín sin esperar la orden del rajá.
—El brahmán que actúa como mi secretario, me lo ha dicho. Usted es un amigo del maharajá, ¿no es verdad?
—Sí, soy su amigo.
—Y también de aquel otro que ha venido del sur con aquella tremenda columna que mis hombres no han conseguido detener. ¡Ah, qué pérdidas he sufrido...!
—Sí, soy amigo también de aquel.
—¿Quién es?
—Un príncipe borneano que tiene muchas naves y millares y millares de soldados, no menos valerosos que los que forman la columna infernal.
—¡Ah...! ¡Lo recuerdo...! —exclamó el rajá, estrechando los puños—. Lo he conocido y ha sido él quien ha ayudado al sahib blanco y a Surama a derribarme del trono. No creí que tuviera tanta audacia como para regresar aquí.
—Aquel hombre, Alteza, ha desafiado cien veces a los ingleses de Labuan y casi siempre los ha vencido o mejor dicho, aplastado.
—Ha vencido también a mi primer ministro, en no sé qué lago de Borneo. Sí, lo sé, es un terrible hombre y desearía vivamente tenerlo en mis manos.
—¿Para qué, Alteza? —preguntó el holandés con acento un poco irónico—. ¿Querría decírmelo?
—Para fusilarlo junto con el maharajá, si fuera posible. En la pequeña rani pensaría luego cómo reducirla a la absoluta impotencia a pesar de sus montañeses.
—Va por el cambio, usted.
—Debo reconquistar mi trono, sahib.
—Que se dice que le pertenece por derecho, a la rani, antes que a usted.
—¿Quién le ha dicho esto? —aulló Sindhia con voz estrangulada.
—Conozco la historia de Assam y sé también que usted ha matado a su hermano con un tiro de carabina mientras arrojaba al aire una rupia desafiándolo a agujerearla.
—Aquel miserable, completamente borracho, después de haber matado con tiros de fusil a todos sus parientes que banqueteaban tranquilamente en el patio de honor del palacio real, quería matarme también a mí y lo he abatido. Estaba en mi derecho de defenderme. Me prometía dejarme vivir si partía con una bala una rupia lanzada al aire por él. No fue la moneda la que cayó, fue mi hermano, que había cometido la imprudencia de ponerme en las manos una de sus carabinas. ¿Qué tiene entonces para decir usted, sahib, de este fratricidio?
—Yo también me habría defendido —respondió el prudente holandés.
Sindhia mandó un grito de alegría.
—He aquí el primer hombre blanco que me da la razón —dijo agitándose como un loco y ofreciéndole al muchacho el vaso para que se lo llenara—. Usted debe ser verdaderamente un gran médico.
—¿Por qué?
—Porque entiende las cosas mejor que otros —respondió el ex rajá.
—Puede ser.
—¿Quiere beber?
—No, gracias, no bebo mas que agua.
—El agua no da ninguna fuerza.
—Sin embargo, como ve, Alteza, soy gordo y rubicundo y peso quizá el doble que usted.
Sindhia sacudió la cabeza, tendió la mano derecha hacia el muchacho que le había llenado el vaso, bebió algunos sorbos mirando siempre fijo al holandés, luego le preguntó a quemarropas:
—¿Entonces se rinden todos?
—¿Quiénes? —preguntó Wan Horn.
—El maharajá, el príncipe borneano y los hombres que lo han acompañado.
—Despacio, Alteza. Que yo sepa no tienen en absoluto esa intención.
—¿Y entonces por qué ha venido aquí?
—Para hacerle una propuesta.
—Diga, diga pues, gran doctor —dijo Sindhia, sonriendo sardónicamente.
—Mis amigos dejarán la capital a su disposición...
—¿Cuál capital? —aulló Sindhia—. No hay más capital en Assam.
—¡No le faltan los hombres para reconstruirla...!
—¿Y el dinero?
—Se dice que usted es inmensamente rico.
—¡Ah...! ¡Ah...!
—Así se dice en Bengala.
—Muy bien. Concluya, sahib.
—He venido aquí para decirle que el maharajá y su amigo están listos para dejarlo dueño del terreno, con tal de que les permita alcanzar las montañas de Sadiya.
—¡Muerte a Shivá...! ¿Tienen el coraje de hacerme semejante propuesta, mientras que ya los tengo en mis manos?
—¿Está bien seguro, Alteza?
—No se me escaparán, se lo digo yo, sahib gran doctor. Sé que toda aquella gente se ha refugiado en las grandes cloacas.
—¿Y si aquella terrible columna, que lleva sobre los elefantes armas que usted jamás ha visto y que hacen estragos horribles, se precipitara a través de su campamento?
—La detendremos.
—No la ha detenido antes cuando tenía todas las probabilidades de aplastarla.
El ex rajá rechinó los dientes como un viejo chacal, luego dijo con voz llena de amargura:
—Sí, es verdad; mis tropas no son resistentes a pesar de la ayuda de los rajputs.
Arrojó el vaso que todavía tenía en la mano estrellándolo contra un trofeo de armas, luego, después de un silencio más bien largo, retomó:
—En fin, ¿qué quiere?
—Me parece habérselo dicho hace poco —respondió el holandés—. He venido para obtener de usted el permiso de dejar ir a mis amigos y a sus combatientes.
—¡Usted bromea! —dijo el rajá.
—¿Se rehúsa?
—Absolutamente.
—Le repito que se cuide de aquellos hombres que valen por mil y más, los cuales como le he dicho, poseen ametralladoras.
—Siento que todavía soy el más fuerte.
—¿Qué hará?
—Los hambrearé.
—Tienen cinco elefantes y el maharajá, antes de retirarse a las cloacas y de despedir a los montañeses, ha hecho acumular inmensas cantidades de provisiones.
—No tengo prisa y esperaré a que hayan agotado todo.
—¿Y cómo hará para mantener a toda su gente ahora que no hay ni una tienda en pie, ni siquiera una panadería?
—Mis hombres viven con nada, mi querido sahib gran doctor. A ellos les basta el arroz y las frutas de las florestas.
—Se debilitarán espantosamente, se lo digo yo, justamente porque soy médico.
—No se preocupe —dijo el rajá.
El holandés se levantó y dijo:
—Mi misión ha terminado y por consiguiente me voy.
—¿Y si lo detuviera?
—Holanda le haría pagar caro esta pérfida acción e incluso Inglaterra no dejaría de intervenir.
El rajá lo consideró un momento, luego dijo:
—Eres libre: no quiero que se propague la voz en la vecina Bengala de que trato a los parlamentarios como un rey bárbaro.
—¿Entonces está bien decidido a no dejar salir a aquellas personas?
—Le he dicho que no.
—Alteza, mis saludos.
El rajá ni siquiera respondió.
El doctor salió y encontró enseguida al brahmán acompañado por otra escolta, compuesta toda por rajputs.
—¿Me guía? —le preguntó.
—Sí, sahib —respondió Kiltar, poniéndosele al lado—. ¿No ha concluído nada?
—No quiere dejarlos ir en absoluto.
—Ya me lo había dicho también a mí.
—¿Vendrás con nosotros, o te quedarás aquí?
—Puedo ser más útil afuera que allá adentro. ¿Qué representaría yo? Una carabina más e incluso pésima, ya que nunca he sido un guerrero.
—¿Cómo podremos volver a verte?
—He estado en las cloacas, sé que hay entradas que no todos conocen y espero reaparecer muy pronto.
—Cuídate del cólera.
—Jamás he tenido miedo de aquel mal que...
En aquel momento el holandés tropezó y cayó de bruces quebrando las dos botellas llenas de bacilos.
—¡Ah, mi licor! —gritó— ¡Y no tengo más!
Kiltar se apresuró a levantarlo y de los bolsillos del holandés salieron pedazos de vidrio y cierto caldo espeso que no transmitía ningún olor a alcohol.
—Entiendo —dijo.
Los rajputs que formaban la escolta no se habían preocupado en absoluto de aquella caída que, por otra parte, no podía haber sido en absoluto peligrosa.
Por otra parte se asombraron un poco cuando vieron al holandés sacarse a prisa la chaqueta y el chaleco y arrojarlos al viento.
—El sahib gran doctor tiene calor —les dijo Kiltar—. Él posee otras vestimentas. Sin embargo, les ordeno no tocar nada, ya que aquel sahib más tarde podría reclamar todo en su calidad de parlamentario.
Los rajputs sabiendo que el brahmán gozaba de la confianza del rajá, se cuidaron bien de recoger aquellas prendas, que ya no podían tener mas que un mezquino valor, especialmente después de todas aquellas manchas de caldo amarillento que se habían extendido rápidamente sobre la franela blanca.
El doctor, hombre previsor, antes de dar aquella voltereta había metido en un bolsillo de los pantalones a su inseparable pipa, una pequeña provisión de tabaco y una caja de fósforos, de modo que enseguida volvió a fumar.
El pelotón atravesó el vasto campamento, despertando cierta curiosidad entre los acampantes y hacia las nueve de la mañana llegó ante la embocadura de la gran cloaca.
A las alarmas dadas por los malayos y dayak que velaban alrededor de las ametralladoras, los rajputs, por temor a recibir una descarga de aquellas terribles armas que los habían cruelmente diezmado entre las junglas y los arrozales, se detuvieron.
—¡Soy el doctor...! —gritó el holandés con gran voz—. No hagan fuego.
Luego, volviéndose hacia Kiltar, le dijo haciendo una rápida seña de inteligencia:
—Adiós brahmán.
—Que su dios vele por usted —respondió Kiltar.
La escolta enseguida se alejó velozmente, deteniéndose solamente en los alrededores de la mezquita que ya había sido ocupada por un gran número de faquires y de parias.
—Entonces, ¿dónde están el maharajá y el Tigre de la Malasia? —preguntó Wan Horn, avanzando entre dos filas de guerreros.
—Venga, señor —dijo el malayo arrugado que todos llamaban Sambigliong.
Y en efecto, no había transcurrido todavía medio minuto, que los dos jefes se presentaron, acompañados por Tremal-Naik, Kammamuri y por el cazador de ratas.
—Diga de una vez —dijo Yanez al holandés—. Sea breve.
—Mi misión ha sido plenamente exitosa, señores míos —respondió el señor Wan Horn—. He perdido la chaqueta y el chaleco, pero ahora los microbios del cólera ya se multiplican por millones en el campamento de los bandidos.
—¿Ha roto las dos botellas?
—Sí, Alteza, y sin romperme, afortunadamente, la nariz.
—¿Ha visto a Sindhia?
—Me ha recibido en su tienda y muy gentilmente.
—¿Estaba borracho?
—Debía haber bebido mucho ya.
—¿Y le ha dicho?
—Que los mantendrá asediados hasta que hayan comido el último trozo de elefante.
—Cuéntenos, señor Wan Horn —dijo Sandokan—. ¿Es precisamente cierto que tiene consigo a muchos millares de combatientes?
—Muchos millares, sí.
—¿Tropas sólidas?
—Ah, no lo creo. Su número, por otra parte, es tal como para poder resistir más de un asalto.
—¿Los rajputs son muchos?
—No he visitado todos los campos, pero el rajá se dolía de las terribles pérdidas sufridas por aquellos fuertes guerreros nacidos para las batallas.
—¿Qué nos aconsejaría hacer?
—Permanecer aquí e impedir, con tiros de metralla, la entrada a cualquier columna de ataque. Dentro de cuarenta y ocho horas todos los campos de Sindhia serán invadidos por los bacilos del cólera y entonces verá qué estragos.
—¿Tanta confianza tiene en sus cultivos? —preguntó Yanez.
—Verá dentro de poco los efectos. El brahmán nos sabrá decir algo.
—Ah, ¿no ha regresado con usted?
—No, Alteza, porque cuenta con sernos más útil permaneciendo afuera.
—¿Y cómo hará para entrar hasta aquí?
—Dice que conoce las cloacas y muchos pasajes quizá ignorados por todos.
—¿Realmente crees que haya conductos que desemboquen en las rotondas? —le preguntó Yanez al cazador de ratas.
—Puede ser, gran sahib —respondió el baniano—. También he descubierto varios que desembocaban en las bodegas de ciertos palacios.
—Y entonces —dijo Sandokan—, esperemos que este famoso cólera se difunda y nos abra el camino, si es que no nos lleva también a todos nosotros.
—En mi caja tengo jarros llenos de poderosos desinfectantes, por consiguiente no hay nada que temer.
—La sesión ha terminado. Vayamos a desayunar con carne de caballo, que no estará nada mal.
—Es más, será óptima. Es casi igual a la de los bueyes y de los cebúes —respondió el holandés—. ¡Ah, mis bacilos vírgula...! ¡Otra que balas de cañón, ametralladoras, carabinas y pistolas! ¡Ya verán, ya verán...!
—No asuste a nuestros hombres con su cólera —dijo Yanez—. Saben qué es aquella enfermedad.
Sandokan recomendó al pelotón de las ametralladoras abrir bien los ojos y se dirigió con sus compañeros hacia un lugar del muelle donde ardía un magro fuego.
A lo lejos se oía a los elefantes quejarse. Tenían hambre y los asediados nada tenían para darles, ya que intentar una salida para despojar de fruta y gigantescas hojas a aquellos bananos que crecían en buen número junto a la mezquita, habría sido como arrojarse a la boca de los lobos de Sindhia. Algunos malayos habían extendido, alrededor del fuego que mandaba más humo que llamas, viejos tapetes, mientras que otros estaban dando vueltas sobre las broquetas del cazador de ratas, grandes trozos de carne de caballo.
—Mañana comenzaremos por abatir un elefante —dijo Sandokan, tendiéndose junto al fuego—. Ya están destinados a morir todos de hambre.
—¿Y cómo haremos para llevar con nosotros las ametralladoras? —preguntó Yanez—. También los caballos morirán si no podemos proveerles hierbas.
—Desgraciadamente —respondió Sandokan, frunciendo el ceño—. No había pensado en los animales. Bah, veremos qué sabe hacer el cólera. Nosotros resistiremos hasta lo último y ni siquiera esta vez Sindhia nos tendrá.
Los asados, más o menos bien cocinados, fueron colocados sobre la tapa de una caja y todos se pusieron a comer en silencio, bastante preocupados por el agravamiento de la situación.
Y mientras tanto, los elefantes a lo lejos barritaban furiosamente y los caballos relinchaban pidiendo la comida.
No obstante, aquella primera jornada de asedio transcurrió tranquila. Las tropas de Sindhia, aún cuando se hubieran mostrado en gran número en los alrededores de la vieja mezquita, no dispararon ni un tiro de fusil hacia la entrada de la gran cloaca.
Se notaba que las ametralladoras, armas nunca vistas por aquellos bandidos, que hacían un gran estruendo y causaban continuos estragos, habían impresionado a todos.
Por otra parte, Sandokan y Yanez habían reunido, junto a la desembocadura del río fangoso, a los cien hombres llegados de la lejana Malasia y habían hecho conducir, no sin gran fatiga por parte de los cornac, a los cinco elefantes, decididos a lanzarlos contra los adversarios en una carrera espantosa. Ahora ya sabían que estaban condenados al igual que los caballos.
El cazador de ratas, seguido por Kammamuri, el fiel rajput y media docena de montañeses, habían aprovechado aquella calma para visitar todas las rotondas y galerías superiores, sede un día de quién sabe cuántos millares de miserables, y todos habían regresado cargados de leña para poder, durante la noche, encender hogueras.
—¿Y entonces? —le preguntó Yanez, cuando lo vio llegar cargado como una mula, seguido por los otros ocho.
—Le traigo una buena noticia —respondió el viejo, arrojando a tierra, con gran estrépito, su pesado fardo—. La temperatura se ha refrescado y también en las altas galerías ahora se puede vivir muy bien. Un poco de sudor, por otra parte, nunca está de más en estos países.
—Entonces el incendio debe haberse apagado completamente.
—Sí, Alteza; y era hora que las casas, mezquitas y pagodas terminaran de arder. Pero hay más. He descubierto, en ciertas rotondas que por años no he visitado, verdaderos depósitos de leña y luego he visto a las ratas regresar en gran número.
—Tenemos aquí bastante carne, de modo que podemos prescindir por ahora de aquellos roedores en absoluto agradables.
—No puede decir, Alteza, que bien asados son malos.
—No, pero siguen siendo ratas. ¿Has descubierto algo más?
—Sí, un pasaje que da a una vasta bodega. Todavía hace demasiado calor, pero dentro de veinticuatro horas creo que todos podremos recorrerlo.
—¿Y los elefantes y los caballos?
—Aquel pasaje será la salvación de su caballería pesada y ligera, sahib —dijo el baniano—. Saldremos de noche e iremos a recolectar hojas y hierbas. Los hombres de Sindhia no nos molestarán. Son demasiado haraganes.
—¿Entonces no ves nuestra situación desesperante?
—¡Oh, no...! Con aquellos terribles guerreros que ha conducido su amigo y con aquellas armas no menos terribles, terminaremos por dejar al amigo Sindhia con un buen palmo de narices.
—Eres optimista.
—Jamás he sido pesimista y jamás he tenido que lamentarlo.
—Por otra parte, los elefantes y los caballos no han comido por veinticuatro horas.
—Mañana a la mañana tendrán un desayuno abundante. El fuego no pudo haber arruinado todas las plantaciones que se extendían en torno a la capital. Ponga a mi disposición a veinte de estos terribles hombres y yo respondo por todo, Alteza.
—Te concedo incluso cuarenta con un par de ametralladoras.
—No, las ametralladoras no pasarían; y luego le pueden ser más útiles a usted que a nosotros.
—Puede que tengas razón —respondió Yanez que, a pesar de su carácter siempre vivaz y alegre, parecía bastante preocupado—. ¿Cuándo irás a explorar aquel pasaje?
—Apenas haya caído la noche, señor. Es necesario que se enfríe todavía un poco más.
—Te acompañaré con Tremal-Naik. Sandokan, mientras tanto, velará en la desembocadura del río negro.
—La empresa podría ser bastante peligrosa, Alteza.
Una sonrisa desdeñosa rozó los labios del hombre que los malayos y dayak llamaban el tigre blanco.
—He probado muchos otros peligros en Mompracem, en Labuan, en Borneo y también aquí —dijo.
—Lo sé, Alteza. Usted ha matado, junto con su amigo, al jefe de los estranguladores de los Sundarbans durante el asalto de Delhi. Todos saben, incluso en la India, que son hombres capaces de derribar imperios.
—¿Has terminado?
—Sí, Alteza.
—Concluye.
—Esta noche, ya que lo desea, iremos a buscar alimento para los caballos y los elefantes junto con usted.
—Entendido.
En aquel momento llegaba el flemático holandés con un nuevo chaleco y una nueva chaqueta de franela blanca ligerísima y una gran pipa en la boca.
—Pues bien, doctor, ¿cómo van sus cultivos?
—Muy bien, señor —respondió Wan Horn—. He observado hace poco las botellas de los bacilos del tifus y he constatado que nada han sufrido durante el viaje. Se desarrollan maravillosamente bajo este clima.
—De modo que después de los bacilos del cólera irá a inundar el campo o los campos de Sindhia con los del tifus —dijo Yanez siempre irónico.
—¿Inundar? Eh, vamos, es demasiado, Alteza —respondió el holandés—. No sé si se presentará otra ocasión. Ciertamente el rajá no me recibiría dos veces. Me haría fusilar por sus últimos rajputs.
—No osaría mandarlo con él como parlamentario por segunda vez —respondió Yanez—. Sindhia es un bárbaro que no respeta a ninguna persona.
—Ya había amenazado con retenerme.
—Y no regresaría vivo, se lo aseguro. Aquel hombre es tan cruel como el hermano que él mismo mató con un tiro de carabina durante un banquete.
—Es un loco, señor. Los licores lo han arruinado.
—Sé que es un alcohólico peligroso. ¿Entonces usted me decía que son necesarias al menos cuarenta y ocho horas antes de que los bacilos se desarrollen y cumplan su destrucción?
—Quizá menos, Alteza.
—¡Por Júpiter...! Este es un nuevo tipo de guerra.
—Que dará resultados maravillosos —respondió fríamente el holandés—. ¡Otra que sus carabinas, sus ametralladoras y sus campilán...! ¡Verá, verá!
Y aquel buen hombre que se proponía asesinar con sus extraños cultivos, se fue con las manos hundidas en los amplios bolsillos, fumando como una locomotora a vapor.
—Esta noche, entonces —dijo Yanez al cazador de ratas.
—Sí, Alteza. Ya conozco el camino y no me perderé.
—¿Y podremos sobrepasar la línea de los bastiones sin ser vistos?
—Eso espero —respondió el baniano—. Por otra parte no iremos sin armas o provistos de simples palos.
Yanez estuvo un momento en silencio, con el ceño fruncido, luego se dirigió hacia la hoguera que ardía sobre la orilla derecha del río fangoso, para comunicar a Sandokan las buenas nuevas.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

En el capítulo 12 de El brahmán de Assam, Salgari indica que el emblema de Assam estaba formado por tres elefantes con las trompas levantadas. En este capítulo, menciona un leopardo de colores brillantes sobre un fondo azul. Pero por lo que encontré, el emblema de Assam durante la colonización inglesa era un rinoceronte negro sobre un fondo dorado. Sin embargo, el emblema de la dinastía Ahom —que gobernaron Assam entre 1228 y 1826— podría tratarse de un leopardo alado, sobre un fondo azul. No encontré una descripción del escudo, solamente imágenes.

Cuando el cazador de ratas vuelve cargado de leña, junto con Kammamuri, el rajput y los 6 montañeses, en el texto pone: “...quando lo vide giungere carico come un mulo, seguíto da tutti gli altri sette.”, así que corregí siete por ocho.

Betel: Planta trepadora de la familia de las Piperáceas. Tiene cierto sabor a menta y estimula la producción de saliva. Es usado para prevenir diarreas y parásitos intestinales así como tos, asma y halitosis.

Nuez de areca: Semilla de la palmera Areca catechu. Contrae la pupila y aumenta las secreciones. Ayuda en la expulsión de parásitos intestinales.

Kalam: Nombre maratí del Mitragyna parvifolia, especie de planta perteneciente a la familia de rubiáceas. Alcanza los 30 m de altura, con un tronco corto.

Tara: Nombre bengalí que puede referirse tanto a la Corypha taliera como a la Corypha umbraculifera. Ambas especies del género Corypha pertenecen a la familia de las palmeras y son nativas del subcontinente indio y Malasia. La primera se extinguió en su forma silvestre; solamente existe en viveros desde hace más de 50 años. La segunda puede medir hasta 25 metros de altura y posee la inflorescencia más grande (de 6 a 8 metros de alto).

Java: “Giava” en el original, isla que pertenece a Indonesia, es la más poblada del mundo con 124 millones de habitantes.

Shivá: “Siva” en el original, es el dios destructor del hinduismo.

Baniano: Comerciante de la India, por lo común sin residencia fija.

Palmo de narices: “Palmo di naso” en el original, es privar a alguien de lo que esperaba conseguir. En Argentina y Uruguay se lo conoce como “pito catalán”.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario