jueves, 16 de diciembre de 2021

IV. El asedio


No fue hasta después de la medianoche que Yanez y el cazador de ratas, seguidos por el hercúleo rajput y los doce montañeses de Sadiya, se pusieron en marcha para intentar procurar alimentos para las pobres bestias, que durante la jornada, habían barritado y relinchado sin interrupción.
Se habían provisto de dos antorchas y estaban todos armados de carabinas, pistolas y cimitarras.
El pelotón costeó por otras dos millas el perezoso río negro que susurraba en vez de borbotear, luego entraron en una de las tantas rotondas destinadas a recoger las aguas.
El cazador de ratas ya había hecho una marca en una pared para no equivocarse, por consiguiente ya podía proceder tranquilo a través de las galerías superiores que se extendían sobre la inmensa arcada y que se ramificaban por la ciudad.
—¿Cuánto tiempo emplearemos para llegar a aquella bodega? —preguntó Yanez.
—Apenas media hora —respondió el baniano—. No daremos mas que un simple paseo, ya que las galerías que he descubierto son todas amplias y no tendrán necesidad de inclinarse para pasar.
—Cuidado con perderte.
—¡Oh, no...! En mi cabeza hay una especie de brújula que me guía.
—Se pierden incluso los marineros de vez en cuando.
—Yo no —respondió el cazador de ratas con voz firme.
—¿Se habrá enfriado la bodega?
—Eso espero. Cuando entré no hacía demasiada temperatura, como para no poder resistir. A esta hora encontraremos una temperatura menos ardiente.
—Tampoco aquí reina más un gran calor —dijo Yanez—. Se suda un poco, es verdad, no obstante, no debemos olvidar que estamos en el gran país del sol.
Así hablando habían atravesado un amplio corredor, lleno de arena seca que esparcía un olor nauseabundo aún cuando fuera blanquísima, y habían llegado a otra rotonda, capaz de contener incluso a treinta personas.
Esta también debía haber sido habitada por los más miserables habitantes de la capital, ya que también ahí dentro se veían montones de sucios trapos que debían haber servido como lechos, hojas secas y pedazos de leña amontonados con cierto cuidado.
—Dos más y luego desembocaremos en la bodega, o mejor dicho en el subterráneo excavado bajo algún gran palacio —dijo el baniano.
—También este follaje seco puede servir para los caballos, sino para los elefantes —dijo el maharajá, que todo lo observaba minuciosamente.
—También lo había pensado, Alteza —respondió el cazador de ratas.
—¿En las otras rotondas has visto?
—Sí, es más, la última está bien provista.
—Es bueno saberlo.
—Desgraciadamente los animales para alimentar, son demasiados.
—Dime tu idea franca y precisa. En nuestras condiciones, ¿qué harías?
—No me movería de aquí mientras haya caballos, elefantes y ratas para devorar. Sindhia terminará por cansarse y se irá.
—¿Y nosotros a pie?
—No sé qué decir, Alteza. Ustedes son otra clase de hombres, mientras que yo podría permanecer asediado por años y años sin morir de hambre. Por otra parte, se ha convencido de que las ratas bien asadas, no son luego para despreciar.
—Oh, no, pero terminaría asqueándome —respondió Yanez.
El baniano alzó los hombros y continuó la marcha, con mayor rapidez, sacudiendo, de vez en cuando, por tierra la antorcha que llevaba.
El pelotón recorrió otras larguísimas galerías que ni los siglos ni la humedad habían corrompido, todas amplias y discretamente aireadas. No obstante, todavía reinaba un calor intenso producido por el enorme cúmulo de carbones que habían cubierto las calles de la capital.
Después de otro cuarto de hora desembocaron en una nueva rotonda, bastante más amplia que la primera, y pocos minutos después, en otra todavía perfectamente seca.
—Estamos a poca distancia del subterráneo —dijo el cazador de ratas.
Estaba por embocar en otra galería, la última, cuando se detuvo aguzando las orejas.
—¿Qué has oído? —le preguntó Yanez, quitándose de los hombros la carabina.
—Un paso de hombre.
—Sueñas. Será algún ejército de ratas hambrientas.
—No, Alteza: he vivido demasiado en estas cloacas y no puedo engañarme.
—¿Habrán descubierto el pasaje?
—No lo sé: el hecho es que un hombre avanza.
—No veo nada.
—La galería aquí describe una gran curva, Alteza. Aquel hombre no tardará en mostrarse.
—¿Avanzamos o nos detenemos?
—Será mejor esperar, gran sahib.
—Apaga enseguida la antorcha, entonces.
Fue obedecido de inmediato, el pelotón se estrechó apuntando las carabinas y decidió luego arrojarse adelante con las cimitarras.
Todos se habían puesto a escuchar y no tardaron en oír un paso que el eco de la galería transmitía con claridad.
—No te habías engañado —dijo Yanez al cazador de ratas—. Afortunadamente parece que no se trata mas que de un solo hombre.
—Sí, uno solo, Alteza —respondió el baniano—. No debe estar lejos.
—Es más, más cerca de lo que puedes imaginar. ¡Ah...! ¿Ves?
Una lámpara había aparecido al doblar por la galería y enseguida, el hombre que la sostenía.
Yanez y el cazador de ratas mandaron dos gritos:
—¡Kiltar...!
—Sí, soy yo —respondió el brahmán, acercándose rápidamente—. No creí encontrarlos aquí.
—¿Has entrado por un subterráneo? —le preguntó Yanez.
—Sí, de un gran palacio que un día había sido habitado, si no me engaño, por uno de sus ministros.
—¿Qué nuevas traes?
—Graves, Alteza —respondió Kiltar, cuyo rostro se había ofuscado—. Sindhia trabaja activamente en su perdición.
—¿De qué modo?
—Un gran número de sus hombres han sido mandados a las junglas para recolectar grandes bambúes.
—No sabría para qué le podrían servir. ¿Quizá para reedificar la capital? Conseguirá una linda aldea fácil de quemar.
—No bromee, maharajá. Aquellos bambúes servirán como conductos de agua.
Yanez frunció el ceño.
—¿Quiere intentar ahogarnos? ¿Y de dónde tomará el agua?
—No sé, pero parece que sus faquires han descubierto una gran fuente.
—Requerirá tiempo antes de que construyan tantos conductos. Y luego, no creo que estas cloacas sean fáciles de inundar, teniendo por desagüe el río negro. Sindhia y sus hombres perderán inútilmente su tiempo.
—¿Y si tuvieran éxito en su intento?
—Entonces, antes de dejarnos ahogar como tantas ratas, atacaremos a fondo, a la desesperada; por eso tenemos absoluta necesidad de conservar a nuestros elefantes y cuantos más caballos podamos.
—Pero aquellas bestias nunca podrán pasar por estas galerías —dijo el brahmán.
—Lo sé y no será por esta parte que atacaremos.
—¿A dónde iban entonces?
—En busca de follaje para los elefantes que sufren más que los caballos. ¿Hay bastante más allá de los bastiones?
—En ciertos lugares sí, pero yo los haré pasar a través de las murallas de los antiguos jardines que han resistido al fuego. Algo de su capital ha quedado, pero muy poco.
—¿El palacio real ha colapsado?
—Destruido completamente. También todos los palacios, pagodas, mezquitas han sido demolidas por el fuego.
—Vamos, no perdamos tiempo, gran sahib —dijo el cazador de ratas—. Debemos regresar antes del alba.
—Tienes razón —respondió Yanez—. Vuelvan a encender las antorchas.
El pelotón reanudó la marcha, apresurando el paso. La galería subía rápidamente y conservaba todavía un fuerte calor aunque hubieran pasado tantos días desde el incendio.
Cinco minutos después los dieciséis hombres entraron en un vasto subterráneo que jamás debió haber sido parte de las cloacas.
Las paredes, calcinadas por el fuego, habían colapsado, y una abertura bastante ancha se había formado.
—Estamos —dijo el brahmán—. Una escalera y estaremos al aire libre.
—¿No habrá soldados dispersos entre las ruinas?
—No he visto mas que algún hambriento.
—¡Ah...!
—¿Qué tiene, Alteza?
—¿Están todos bien en el campo de Sindhia?
—Por ahora sí.
—¿A pesar de la rotura de aquellas dos botellas?
—Sí, Alteza. Quizá la enfermedad se desarrolle más tarde.
—Puede ser. Esperemos.
Atravesaron el subterráneo, llegaron a una escalera de piedra y se encontraron al aire libre entre una inmensa cantidad de escombros.
—¡Pobre mi capital...! —dijo Yanez—. Sin embargo, no podía hacer otra cosa que destruirla para contener los asaltos de Sindhia. Sin este gigantesco incendio, no habría podido esperar el arribo de Sandokan.
Kiltar se había detenido detrás de una muralla toda negra y parecía intentar orientarse en aquel caos inmenso de ruinas.
—Síganme —dijo de pronto—. No tendremos malos encuentros, pero es necesario que ustedes apaguen las antorchas y yo mi lámpara. Las volveremos a encender más tarde unas y otra si tenemos necesidad.
Escuchó un momento, luego se puso en marcha, siguiendo la muralla que parecía extenderse en dirección a los bastiones.
Un silencio inmenso reinaba sobre la ciudad destruida. Parecía haberse convertido en la ciudad de los muertos.
Sin embargo, a lo lejos, entre la oscuridad, brillaban numerosos fuegos que indicaban los campamentos de los bandidos de Sindhia.
El pelotón apresuraba la marcha, procediendo en fila india, con las carabinas montadas.
Entre todas aquellas ruinas reinaba todavía un gran calor. Se diría que en ciertos lugares, incluso después de tantos días, el fuego anidaba todavía.
Y en efecto, de vez en cuando, ráfagas de aire muy ardiente, sofocante, se abatía sobre el pelotón, deteniéndolo en su marcha por un minuto y también más.
—Me llamarán el Nerón de la India —dijo Yanez—. No obstante, debía salvar mi piel.
Finalmente los bastiones aparecieron. Estaban reducidos a un estado miserable a causa del estallido de los polvorines.
Fragmentos gigantescos, en parte llenos de escombros, se divisaban aquí y allá, y eran tan anchos como para permitir el paso incluso de una gran columna de asalto.
Kiltar, que parecía conocer la ciudad mejor que el maharajá e incluso que el rajput, guió al pelotón a través de un fragmento enorme, en cuyos márgenes se extendían casamatas completamente destripadas, y lo condujo a campo abierto.
Por aquella parte ningún fuego brillaba. Sindhia no había pensado en circundar completamente la ciudad, nunca imaginándose que desde las cloacas se pudiera, en algún lugar, llegar a flor de tierra.
—¡Ah, el famoso guerrero! —exclamó Yanez con voz irónica—. ¡Y se jacta de ser un gran capitán! ¡Están bien guiados esos pobres parias, faquires y rajputs! ¡Se necesita mucho más para hacer la guerra!
Atravesaron el bastión y se arrojaron a la oscura campiña, no aclarada ni por la luna, ni por las estrellas, estando el cielo bastante cubierto.
Alrededor de la capital había plantas y hierbas en abundancia, un poco marchitas por el intenso calor, pero los bananos de hojas gigantescas habían resistido maravillosamente.
Una granja se encontraba a breve distancia; era una casa bastante maciza, circundada por árboles colosales.
El pelotón, temiendo siempre un asalto imprevisto, aún cuando nada lo hiciera presentir, invadió el jardín de la casa y se puso a dar sablazos apresuradamente a ramas y hierbas.
Ya habían completado una buena carga, capaz de quitar el hambre, al menos por una vez, a las bestias, cuando Kiltar y el cazador de ratas, que se habían puesto de centinelas, se acercaron rápidamente a Yanez que fumaba un cigarrillo con la usual tranquilidad.
—Alteza —dijo el brahmán—, los hombres de Sindhia nos han seguido y quizá también rodeado.
—¡Ah...! —dijo simplemente el portugués—. Lo lamento solamente por los elefantes. Aquí hay una casa y es bastante sólida. Ocupémosla y veamos cómo se comportan los famosos guerreros de Sindhia. ¡Por Júpiter, los asuntos toman un mal giro! ¡Nosotros aquí, Sandokan abajo que no conoce el pasaje de la galería, elefantes y caballos hambrientos...! ¿Cómo terminará esta historia?
—Gran sahib —dijo el cazador de ratas—. Mientras haya tiempo, ¿quiere que regrese a las cloacas para advertir a sus amigos de su peligrosa situación? Incluso si salieran vencedores por la desembocadura del río fangoso, ¿quién los guiaría aquí?
—Eres un buen hombre. ¿Tendrías tanto coraje?
—Sí, Alteza.
—Ve, parte enseguida. Quizá todavía estés a tiempo.
—Oh, mis orejas son bastante agudas y enseguida sabrán advertirme si se acerca el enemigo. Espero volver a verlo pronto.
Dicho esto arrojó a tierra un gran fajo de hojas que ya se había cargado sobre los hombros, y aquel diablo de hombre, a pesar de su edad ya avanzada, en un momento desapareció en la oscuridad.
—¿Y tú, Kiltar, qué piensas hacer? —preguntó Yanez volviéndose al brahmán que, inclinado hacia tierra, parecía escuchar con extrema atención—. ¿Te quedas con nosotros o regresas con el rajá?
—Siempre pienso que puedo serle más útil permaneciendo entre los asediantes antes que permanecer con usted. ¿Quién le informaría de lo que sucede en los campos de Sindhia? En mi calidad de brahmán, puedo atravesar libremente los campos.
—También me habías dicho que el rajá quería fusilarte.
—Quizás ha pensado que soy un hombre demasiado valioso y ha abandonado su idea. Alteza, también me hago a la mar. Los guerreros del borrachín no deben estar lejos. Ustedes levanten barricadas en esta granja y aguanten. ¿Cuántos tiros tiene por carabina?
—Cien.
—Le doy también los míos. Adiós, Alteza, y cuidado con dejarse atrapar porque el rajá no lo perdonaría.
—Eh, lo sé —respondió Yanez—. Ve tú también.
El brahmán se inclinó casi hasta tierra, luego tomó a su vez carrera, para no dejarse sorprender tan cerca de los enemigos de su señor.
Mientras tanto los montañeses y el hercúleo rajput habían ocupado la granja, que había sido abandonada por sus propietarios.
Era una casa de un solo piso, con cuatro habitaciones y ocho pequeñas ventanas, que se asemejaban bastante a aspilleras.
Pocos toscos muebles se encontraban ahí dentro; en cambio en una de las cuatro habitaciones, destinadas como almacén, los montañeses enseguida habían descubierto muchos sacos llenos de arroz, luego judías, pescado seco para preparar karī y una notable provisión de leña.
—Gran sahib —dijo el rajput, que había visitado primero la casa minuciosamente—, si hacemos economía, podremos sobrevivir una quincena. Ciertamente no debemos quitarnos el hambre completamente.
—¿Y el agua?
—Hay un pequeño pozo.
—No creí tener tanta suerte. Entonces resistiremos largo tiempo.
—Tenemos muchos tiros para disparar y estos montañeses, que son casi todos cazadores, difícilmente erren al blanco. Y luego, hurgando mejor, quizá encontremos alguna provisión de pólvora. Los granjeros indios siempre tienen.
—Buscaremos más tarde. Ahora pensemos en levantar barricadas. ¿Son sólidas las puertas?
—Robustísimas, con doble travesaño de madera durísima.
—Normalmente las granjas siempre tienen una abertura que da al techo.
—También hay en esta: la escalera está en la cuarta habitación que sirve de almacén.
—Entonces vayámonos a poner de centinelas. Los montañeses permanecerán aquí y dispararán a través de las ventanas.
Un poco tranquilizado, se dirigió, junto con el rajput, al almacén llevando la lámpara que el brahmán les había dejado, trepó una escalera de bambú y empujó hacia arriba una trampilla que, por otra parte, dejaba una abertura suficiente como para que pasara una persona.
—No me había engañado —dijo Yanez alargándose sobre el techo formado por barro bien seco mezclado con paja—. Desde aquí arriba podremos ver mejor y seguir los movimientos de los bandidos. ¡Por Júpiter, aún cuento con dar a estos canallas una terrible lección!
—Somos pocos, pero resueltos —dijo el rajput.
Se habían arrodillado y se habían puesto a observar. La oscuridad era demasiado profunda como para poder distinguir personas, también porque había alrededor de la granja inmensos banianos, que proyectaban una sombra densísima.
En vano los dos hombres aguzaron la vista y el oído: no vieron nada, ni recogieron ningún ruido sospechoso.
Sin embargo, estaba convencido de que el brahmán y el cazador de ratas no se habían engañado.
—¿Qué dice, sahib? —preguntó el rajput—. No oigo mas que grillos y no veo mas que alguna rara estrella centelleando entre los desgarros de las nubes.
—Calla —dijo Yanez, que escuchaba siempre—. Yo también tengo el oído agudísimo y muy buenos ojos.
—¿Vienen? —preguntó el rajput, después de medio minuto de silencio.
—Me parece que más allá de aquellos banianos algunas personas se mueven.
—¿Serán los bandidos del rajá?
—¿Quiénes quieres que sean?
—No sé cómo nos han seguido. ¿Usted tiene confianza en aquel brahmán?
—Absoluta.
—Yo verdaderamente tengo poca.
—Ya nos ha dado dos pruebas de ser un amigo sincero.
—¡Uf...! Lo veremos enseguida. ¿No le parece, gran sahib, que los hombres de Sindhia tienen gran temor de montar al asalto? A esta hora ya deberían estar aquí.
—Quizá sospechan que poseemos una de aquellas ametralladoras que los ha diezmado cruelmente en las junglas alrededor de los elefantes del Tigre de la Malasia.
—Un gran hombre aquel príncipe borneano amigo suyo.
—Y terrible guerrero, sobre todo. ¡Oh, hará otra de las suyas! ¿Crees que no vendrá aquí a liberarnos?
—Tendrá mucho que hacer, gran sahib.
—Oh, no me preocupo. Una vez lanzado, nada, ningún obstáculo detiene a aquel valiente guerrero.
—Si ha conseguido pasar las junglas y alcanzarnos en las cloacas, lo creo. También sus guerreros son hombres que no temen a nadie. La muerte jamás les ha dado temor a aquellos bravos guerreros.
En aquel momento, bajo la oscura sombra de los grandes banianos, se vieron brillar lámparas que enseguida se apagaron.
—¿Has visto? —preguntó Yanez.
—Sí, gran sahib —respondió el rajput—. ¿Si intentamos disparar algunos tiros?
—Las municiones son demasiado valiosas, amigo, y debemos economizarlas hasta el arribo de Sandokan.
—Entonces, ¿usted cree que vendrá?
—Si el cazador de ratas consigue regresar a las cloacas, nadie más detendrá a mi amigo. Esperemos.
Viendo que los bandidos no se decidían a mostrarse, descendieron a la granja.
Los montañeses habían levantado barricadas en las puertas y habían encendido el fuego poniendo a cocinar juntos en una gigantesca olla, arroz, pescado seco y hierbas aromáticas, para preparar karī.
Ya durante el día no habían recibido mas que una pequeña porción de carne de caballo, mal asada, y se sabe que los montañeses siempre están dispuestos a devorar.
—Esta buena gente no pierde su tiempo —dijo Yanez, sonriendo.
—El hombre que ha comido combate mejor, gran sahib —dijo el jefe del pequeño pelotón.
—En efecto, así dicen también los soldados ingleses.
—Gran sahib, sírvase. Aquí hay algo de loza que primero hemos lavado cuidadosamente. Incluso usted, a pesar de sus preocupaciones, debe tener un poco de apetito.
—Es probable, mi valiente —respondió Yanez—. Jamás he tenido pasión por el karī, pero a falta de algo mejor, igualmente haré trabajar a mis dientes y mi estómago.
Se habían puesto a comer, mientras que dos montañeses habían subido al techo, listos para dar la alarma.
Nadie los molestó. Parecía que los bandidos de Sindhia, pésimos soldados, no se decidieran a intentar un ataque.
—Pero nosotros podremos esperar aquí incluso una semana —dijo Yanez al rajput, que había ido a interrogar a los centinelas.
—Eh, no se confíe, gran sahib —respondió el gigante, aceptando un cigarrillo que le dio el portugués un poco de mala gana, ya que la provisión se había vuelto bastante exigua—. Aquellos hombres no son guerreros, sino chacales.
—Lo sabemos, ¿y qué quieres decir con eso?
—Espero alguna fea sorpresa.
—¿Cuál?
—Que nos asen vivos.
—¡Por Júpiter...!
—Hay demasiadas plantas y demasiada paja alrededor de esta casa.
—¿No tenemos el pozo?
—¡Por Shivá, lo admiro...! Jamás he visto un hombre más seguro de sí mismo como usted, gran sahib.
—No hubiera sido un conquistador —respondió Yanez sonriendo—. Por otra parte, pienso que puedes tener razón y que alguna medida sería necesaria.
—Ordene, gran sahib.
—Lanza afuera a los montañeses, haz destruir la paja y derribar las plantas que circundan la casa.
—¿Tendremos tiempo?
—Me pondré de centinela sobre el techo con un par de hombres. Ya sabes que no derrocho ni una carga.
—No querría encontrarme en su mira —respondió el rajput.
—Ve, el tiempo apremia.
Mientras el gigante, seguido por los montañeses, abría la puerta que había sido fuertemente atrincherada, Yanez subió al techo llevando consigo la lámpara del brahmán envuelta en un trapo.
La oscuridad era siempre profunda aún cuando el alba no debía estar muy lejos. Grandes masas de vapores continuaban ofuscando el cielo, empujadas por un viento bastante fuerte que soplaba del norte, de las altísimas montañas del Himalaya.
—¿Nada? —preguntó Yanez a los dos montañeses que se habían tendido sobre el techo, teniendo las carabinas delante de ellos.
—No, gran sahib —respondió uno de los dos—. Sin embargo, no deben estar lejos, ya que hace poco hemos oído el alarido de un chacal que no era en absoluto natural. Nosotros, montañeses, conocemos demasiado bien a aquellas bestias que infestan en gran número nuestras montañas. Aquellos canallas son tan audaces, al menos en nuestras aldeas, como para llevarse hasta a los niños.
—Cosas viejas —dijo Yanez—. Puedes contárselo a tu sobrino, si tienes uno.
—Tengo media docena, gran sahib.
—Tendrás para charlar una noche entera; pero este no es el momento. ¿Al primer alarido del chacal han respondido?
—Enseguida, gran sahib.
Por tercera o cuarta vez la amplia frente del maharajá se había ofuscado.
—¡Por Júpiter...! —refunfuñó—. El asunto es más serio de lo que creía. ¿Precisamente intentan asarnos?
—Gran sahib...
—¡Calla...!
Yanez se había arrodillado y había apuntado la carabina.
El cañón parecía seguir por algunos instantes una sombra, luego una formidable detonación rompió el silencio de la noche, seguida a continuación por un grito agudísimo.
—¡Tomado! —dijo uno de los dos montañeses aguzando la vista.
—Eso creo —respondió el portugués—. Un maharajá debe tirar como un famoso guerrero.
—He aquí un hombre menos que le queda a Sindhia.
—Muy poca cosa —respondió Yanez con voz un poco amarga—. Una ametralladora de mi amigo ya habría barrido todo el terreno alrededor de este tugurio. Desgraciadamente los pasajes de las cloacas eran demasiado estrechos como para hacer pasar a aquellas armas formidables. Oh, llegarán. No desespero en absoluto.
Recargó tranquilamente la carabina y se extendió sobre el techo, impulsando la mirada a lo lejos.
Los dos montañeses se habían impulsado hasta el borde del techo, con la esperanza de hacer también un buen tiro que disminuyera las filas demasiado numerosas del ex rajá.
Para gran sorpresa de todos los asediados no se efectuó ningún ataque por parte de los asediantes. ¿Habían tenido miedo, o querían esperar la luz para estudiar mejor las fuerzas de los adversarios?
—He aquí una noche perdida inútilmente —dijo Yanez—. Sin embargo, tenía mucha necesidad de tomar una siesta. ¿Cuándo se podrá?
Encendió otro cigarrillo, lanzando bien lejos el fósforo, para que el techo no se prendiera fuego y se puso de pie mirando a todas partes.
El sol comenzaba a aparecer, disipando con rapidez fulmínea la oscuridad. Ya se sabe que en aquellas regiones no existen, se podría decir, ni albas, ni crepúsculos.
—¡Ah, ah! —dijo Yanez—. No se había engañado el cazador de ratas, como no se había engañado el brahmán.
Luego, volviéndose a los dos montañeses, dijo:
—Vamos, levántense y miren también ustedes.
Los dos montañeses se levantaron enseguida e impulsaron a lo lejos sus miradas agudas sobre la vasta llanura dorada por el sol, que se rompía solamente en los bastiones medio destripados de la capital.
A quinientos o seiscientos metros de la granja, entre los arrozales, merodeaban algunos centenares de bandidos, en su mayor parte faquires y parias, pero no faltaban minúsculos pelotones de rajputs.
—¿Qué me dicen? —preguntó Yanez a los dos montañeses.
—Que aquella gente no osa atacarnos —respondieron juntos.
—¿Querrán hambrearnos?
—Es lo más probable, gran sahib —dijo el más viejo de los dos montañeses—. Arriesgan menos.
—Pero quizá nos engañamos —dijo el portugués, alzando rápidamente la carabina—. Hay allá un faquir que avanza hacia nosotros, agitando un sucio trapo. Ciertamente no lo dejaré acercar demasiado. Aquel bribón viene a espiarnos fingiéndose un parlamentario. Ah, no, mi querido. No se nos engaña así.
En efecto, un hombre había atravesado la línea de los densísimos banianos y avanzaba lentamente haciendo ondear su trapo, que debía ser una sucia dupatta.
Pertenecía a la casta de los faquires llamados nanakpanthi, enseguida reconocibles por una costumbre particular, cuyo origen es ignorado, y es la de llevar un solo zapato y una sola patilla.
Tenía en la cabeza un ancho turbante, muy sucio, adornado con cascabeles de plata y alrededor del cuello, filas de perlas entrelazadas con hilos de hierro.
La vestimenta consistía en una pequeña falda de un color imposible de definir y bastante andrajosa.
Estos faquires no son prepotentes como los sanniasines, que son verdaderos saqueadores que se imponen a todos y saquean sin misericordia las hortalizas a los pobres cultivadores.
Circulan en grandes bandas, golpeando dos bastones, uno contra otro, y recitando al mismo tiempo, con una rapidez increíble, un tramo de alguna vieja leyenda india que cantan. No obstante, ¡ay, si la gente no hace caridad con aquellos miserables! Todas las maldiciones que se pueden imaginar llueven sobre el pobre granjero que no tiene un cuarto de rupia para regalarles.
El faquir, habiendo atravesado las densas vegetaciones, se había detenido a unos ciento cincuenta metros de la casa, como si estuviera poco resuelto a seguir adelante.
Yanez hizo portavoz con sus manos, entregando por un momento su carabina a un montañés, y gritó a pleno pulmón:
—¿Qué vienes a hacer aquí?
El faquir agitó desesperadamente su bastón, luego respondió en lengua inglesa bastante pura:
—Me manda el rajá Sindhia.
—¿Qué quiere de nosotros? ¿Balas de carabina?
—Su rendición.
—¿Y para tratar semejante asunto me manda a un pordiosero? ¡Tu amo quiere burlarse de nosotros! Te doy un buen consejo enseguida: ¡no des un paso adelante porque te fusilo...!
—Soy un parlamentario, sahib.
—Tú no eres mas que un bandido. Gira sobre tu único zapato y ve a decir a tus compañeros que somos cincuenta, bien provistos de víveres y municiones, y que por eso no nos rendiremos sin un terrible combate.
—Tenemos rajputs.
—¡Sí, aquellos que estaban a mis servicios...! —aulló Yanez, perdiendo su flema habitual.
—Ahora son del rajá, sahib.
—¡Cómo...! ¡Osas llamarme simplemente señor y no maharajá! ¿Qué soy entonces?
—Un príncipe sin trono —respondió audazmente el faquir.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Sindhia, y luego, ¿dónde se encuentra tu capital, sahib?
—Una parte en las cloacas y otra parte aquí —respondió Yanez, que se contenía a duras penas.
—¡Bella capital...! —gritó el faquir, con voz sardónica—. Vale menos que mi miserable cabaña.
—No sé si tu cabaña está defendida como esta.
—Quizá más todavía, porque siempre está llena de serpientes.
—Bestias que ciertamente no nos darían miedo. Ahora pienso que has charlado bastante y te invito por segunda vez a girar sobre tu único zapato, antes de que se me escape algún tiro de carabina.
—Un momento, gran sahib. ¿Qué debo responder al rajá?
—Que aquí nos encontramos bastante bien, que comemos, bebemos y fumamos sin preocupaciones. Ahora, si crees, pordiosero, da la orden a los rajputs de atacarnos.
—Necesitaría saber cuántos hombres tiene usted.
—Cincuenta, con dos ametralladoras.
—¡Ah, las feas bestias!
—Ahora vete. ¡Es tiempo...! Hemos hablado bastante. Ve y no te voltees atrás.
—Nos volveremos a ver más pronto de lo que cree, gran sahib —respondió el faquir con voz fuerte—. ¡Oh, le arrancaremos la corona!
Yanez había apoyado un dedo sobre el gatillo de la carabina, pero se detuvo diciendo:
—Bah, lo mataré otra vez, cuando no agite más aquel trapo. Respetemos a los parlamentarios.
Se sentó sobre el techo mirando alrededor.
Los diez montañeses que habían permanecido abajo, guiados por el hercúleo rajput, se habían llevado las gavillas de paja arrojándolas dentro de un arrozal cercano abundantemente irrigado y habían derribado todos los arbustos que se encontraban en las proximidades, para que los enemigos no pudieran incendiarlos.
Ni los rajputs, ni los parias, ni los faquires habían osado disparar un solo tiro de fusil.
Las ametralladoras de Sandokan debían haberlos impresionado terriblemente; y por temor a que se encontraran algunas también en la granja, y quizá juzgándose demasiado débiles, habían permanecido absolutamente inactivos.
Por otra parte, aquella tranquilidad no estaba hecha para asegurar completamente al portugués.
—Aquí se juega en serio mi corona —dijo—. Si no viene Sandokan con sus valientes en mi ayuda, terminaremos todos mal. Bah, la guerra es la guerra y he crecido entre el estruendo de los cañones, espingardas y carabinas. ¡Veremos...!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Cuando describe la casa, primero dice que tiene 4 habitaciones “...con quattro stanze e otto piccole finestre...”. Sin embargo, en la siguiente oración pone “...invece in una delle tre stanze...”, por lo que ajusté el número a 4.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto 2 mi, equivalen a 3,22 km.

Nerón: Nerón Claudio César Augusto Germánico fue el último emperador de la dinastía Julio-Claudia del Imperio romano entre los años 54 y 68. Su reinado se asocia comúnmente a la tiranía y la extravagancia. Se lo recuerda por una serie de ejecuciones sistemáticas, incluyendo la de su propia madre y la de su hermanastro Británico, y sobre todo por la creencia generalizada de que mientras Roma ardía él estaba componiendo con su lira, además de como un implacable perseguidor de los cristianos.

Aspilleras: Aberturas largas y estrechas en un muro para disparar por ellas.

Karī: “Carri” en el original, significa curry en hindi, un condimento originario de la India compuesto por una mezcla de polvo de diversas especias. El plato de comida que se prepara con el condimento también lleva el mismo nombre.

Dupatta: “Dugbah” en el original, es un chal típico de la vestimenta femenina en la India.

Nanakpanthi: “Nanck-punthy” en el original, son miembros del sijismo, religión monoteísta fundada por el gurú Nanak en la India en el siglo XVI, que combina elementos del hinduismo y del islamismo.

Sanniasines: “Saniassi” en el original, son monjes que practican meditación yoga y oraciones según su concepción de Dios. Renuncian a los pensamientos y deseos mundanos.

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