lunes, 10 de enero de 2022

V. La retirada


El cazador de ratas, apenas había dejado la granja, se lanzó a una carrera furiosa, orientándose lo mejor que pudo. Habituado a vivir en la oscuridad, no tenía necesidad de luces para orientarse; luego sus oídos tenían una agudeza extraordinaria.
Aquel viejo poseía una energía indomable y tenía músculos de acero. Lanzado, corría como un galgo.
Ya había sentido, más que oído, a los enemigos, de manera que procuraba evitarlos. Desgraciadamente la noche era demasiado oscura, incluso para un hombre acostumbrado a vivir en la oscuridad de las cloacas y fue a caer en brazos de dos rajputs que se habían emboscado detrás de la línea de los densísimos banianos.
—¿Quién eres? —gritaron los dos guerreros, agarrándolo estrechamente y arrojándolo rudamente a tierra.
—El dueño de aquella granja que ven allá —respondió el cazador de ratas—. Han venido hombres, me han apuntado con pistolas a la garganta y luego me han arrojado fuera de la puerta como si fuera un saco de trapos.
—¿Y a dónde huías ahora? —preguntó el más anciano de los dos guerreros.
—Ni siquiera yo lo sé —respondió el baniano—. Corría sin una meta fija por temor a que aquellos hombres me mataran.
—¿Hay muchos dentro de aquella casa?
—He visto muchos, pero no sabría precisarte el número, sahib. Estaba muy asustado.
—¿Has visto armas grandes?
—¿Cañones?
—No, no, instrumentos extraños que tienen cañones dispuestos en forma de abanico y que hacen un fuego infernal.
—Sí, en efecto me pareció haber visto algo similar.
—Se llaman ametralladoras.
—No sé qué bestias son. No soy mas que un pobre cultivador, ahora irreparablemente arruinado, ya que ni el rajá, ni el maharajá, ni la rani me compensarán por la pérdida de mi granja.
—Quien quizá te pague sea el rajá —respondió el rajput.
—Has dicho quizá, sahib.
—La guerra cuesta caro y nuestro amo, al menos por ahora, debe tener las arcas vacías.
—Entonces no me queda mas que intentar alcanzar a algunos de mis parientes que también poseen una granja y ofrecerles mis últimas fuerzas para no morir de hambre.
—¿Se encuentran muy lejos?
—A unas treinta millas, por lo menos —respondió el cazador de ratas.
—Los tigres o los leopardos te comerán antes de llegar.
—Así dejaré de sufrir. Ya soy viejo, muy viejo.
—Pero corrías como un joven chacal.
—El miedo me había puesto alas en los pies.
Los dos rajputs intercambiaron una mirada, luego aquel que había hablado siempre, dijo al compañero:
—Dejemos ir a este desgraciado que la guerra ha puesto completamente en tierra.
—¿Y si fuera un espía del maharajá? —preguntó el rajput más joven.
—Ciertamente no se serviría de gente tan vieja. Ya hemos sabido bastante y este pobre hombre no podría darnos mayores informaciones.
—Haz como quieras.
—Viejo, eres libre y cuídate de los malos encuentros. Sabes que en las junglas se esconden no pocas bestias feroces siempre hambrientas de carne humana.
—Buenas noches, sahib —dijo el baniano, fingiéndose conmovido—. Ustedes son buenos.
Luego reanudó la carrera y desapareció muy pronto en los montes que se extendían al sur de la capital y que conocía palmo a palmo, habiendo sido también cazador.
No osaba dirigirse enseguida hacia las cloacas, temiendo que los dos rajputs lo siguieran de lejos.
Recorrió un par de millas, casi siempre corriendo, luego se impulsó a través de los arrozales y alcanzó los bastiones.
Por aquella parte no había tropas. Quizá Sindhia las había amontonado delante de la desembocadura del río negro.
Se deslizó entre las ruinas, que todavía conservaban un poco tibieza y después de haber dado un largo rodeo, consiguió ganar el subterráneo.
No tenía ninguna lámpara, pero ya sabemos que aquel extraño hombre, habituado a vivir en la oscuridad, veía como, y quizá mejor, que un gato.
Enfiló la galería que atravesaba las rotondas y se puso a correr nuevamente. Aquel viejo tenía una resistencia absolutamente increíble.
Ya estaba por desembocar en el muelle, cuando oyó fragorosas descargas. Parecía que en la desembocadura del río negro se empeñaba una gran batalla.
Entre los escopetazos se oían los formidables barritos de los elefantes y los relinchos de los caballos.
El cazador de ratas se deslizó por el muelle y habiendo visto un fuego encendido en la orilla del pútrido curso de agua, enseguida tomó carrera, gritando:
—¡No disparen...! ¡Soy el baniano...!
Alrededor de algunos trozos de leña se encontraban reunidos, como en consejo, Sandokan, Tremal-Naik, Kammamuri y el viejo guerrero malayo, que llamaban Sambigliong.
Viendo llegar como una bomba y solo, al cazador de ratas, todos habían brincado en pie presa de una vivísima emoción.
—¿El maharajá ha sido capturado, verdad? —le preguntó Sandokan.
—No capturado, pero se encuentra asediado en campo abierto, dentro de una sólida granja, detrás de cuyos muros sus compañeros podrán resistir algunos días.
—¿A qué distancia de los bastiones?
—A dos millas. Estábamos por recolectar hojas para sus elefantes, cuando la gente de Sindhia nos ha caído encima y con tal rapidez, que solo yo he tenido tiempo de huir para traerle la poco feliz noticia.
—¿Y el brahmán? —preguntó Tremal-Naik.
—También él se ha puesto a salvo. Por otra parte, no tenía que afrontar ningún peligro siendo muy conocido en los campos del rajá.
—Dime —dijo Sandokan, que había recobrado prontamente su extraordinaria sangre fría—, ¿cuánto podría resistir el maharajá?
—No sabría decirle, gran sahib. Todo depende de la tenacidad y el coraje de los asediantes.
—¿Eran muchos?
—Quinientos o seiscientos, por lo menos.
—Mientras que los nuestros no son mas que trece. Ya no tenemos más tiempo para esperar a que los gérmenes del cólera se desarrollen, si es que se desarrollan. Jamás he tenido confianza alguna en esas botellas. Aquel holandés habría hecho mejor en prepararnos granadas de mano. ¿Qué dices, Tremal-Naik?
—Yo también lo creo —respondió el cazador de la jungla negra.
—¿Qué debemos decidir? No podemos quedarnos más aquí, también porque los elefantes y los caballos se enfrentan al hambre. Antes de que se debiliten completamente, utilicémoslos. Haremos una carga furiosa con todas nuestras bestias y correremos en ayuda de Yanez.
—Sigues siendo el mismo —dijo Tremal-Naik—. Jamás has contado a tus adversarios.
—Siempre he tenido esta bella costumbre y jamás he tenido de qué arrepentirme.
—Y habiendo liberado a Yanez, ¿dónde iremos?
—Nos refugiaremos entre los montañeses de Sadiya. Allá arriba Sindhia no irá a descubrirnos, te lo digo yo.
—Y mientras tanto, él se apoderará de todas las mejores ciudades de Assam que no podamos defender.
—Pero se las volveremos a tomar —respondió Sandokan—. Ya este famoso imperio, por el cual no daría cien rupias, porque da más molestias que ganancias, hay que reconquistarlo de arriba abajo.
—Una empresa un poco dura.
—Pero es nuestro oficio el de batallar continuamente. En Mompracem, ahora que los ingleses me dejan tranquilo, comenzaba a aburrirme mortalmente.
Miró bien el rostro del cazador de ratas, que no había pronunciado una palabra más y le preguntó:
—¿Sabrías conducirnos, sin perder el camino, hasta la granja?
—Respondo plenamente, gran sahib —respondió el baniano—. Colóqueme detrás del cornac que guiará al primer elefante y verá que marcharemos, o mejor dicho, galoparemos derecho hacia los grandes banianos.
Sandokan miró el reloj:
—Son las tres: aprovechemos la hora de oscuridad que reina todavía. Hará calor, la empresa será dura, pero no desespero en absoluto. Sindhia no tiene mas que miserables que cederán enseguida al primer ataque.
—¿Y los rajputs? —preguntó Kammamuri.
—Hemos matado a tantos en las junglas que creo que le han quedado muy pocos a Sindhia. Y luego, una parte de aquellos sólidos guerreros están comprometidos alrededor de la granja.
Sandokan examinó la carabina y las pistolas, movió la cimitarra varias veces dentro de la vaina, luego dijo con voz resuelta:
—Vamos: sucederá una masacre, pero no lo podemos evitar.
Se pusieron todos en marcha, sin preocuparse por apagar el fuego y alcanzaron el lugar donde se encontraban los elefantes y los caballos.
Las pobres bestias, atormentadas por el hambre, llenaban la gran cloaca de estruendos formidables.
En vano los cornac, con caricias y con dulces palabras, intentaban calmar a los gigantescos paquidermos que se habían puesto furiosos. El holandés estaba en el howdah que contenía sus famosas cajas llenas de botellas mortales, al menos así lo afirmaba.
—Señor Wan Horn —dijo Sandokan—, ponga a dormir a sus bichitos y prepare sus armas de fuego.
—¡Cómo...! —exclamó el doctor—. ¿Partimos sin esperar el desarrollo de los bacilos vírgula?
—No tenemos tiempo que perder, señor —dijo Sandokan un poco rudamente—. Por otra parte, siempre he tenido más confianza en mis ametralladoras y en los campilán de mis hombres.
—Oh, las gentes de Sindhia morirán igualmente —respondió el holandés con su usual flema.
Alrededor de los elefantes y los caballos, estaban los cornac y dos docenas de malayos. Sandokan dio algunas órdenes con voz rápida.
—Lo esperamos —dijo luego— a la salida de la gran cloaca. Cuide que las ametralladoras estén todas cargadas. Es sobre todo con aquellas armas que cuento.
Luego, seguido por sus compañeros y precedido por el cazador de ratas, que había encendido otra antorcha, se lanzó a pasos rápidos a través del muelle.
En la desembocadura del río negro no se combatía más. Los bandidos de Sindhia, después de haber hecho un débil intento por forzar la entrada, se habían retirado prontamente ante las grandes carabinas de los malayos y dayak que los ametrallaban inexorablemente.
Cuando Sandokan llegó, sus hombres, sabiendo de qué se trataba, ya estaban listos para empeñar la lucha. Como su formidable jefe, aquellos terribles piratas de los mares de la Malasia, se habían acostumbrado a montar al abordaje o al asalto, sin preguntarse nunca cuánta gente tenían frente a ellos.
Eran guerreros que no temían ni a los cañones, ni a las bayonetas. A muchas victorias los había conducido el Tigre de la Malasia y estaban siempre listos para empeñar cualquier combate.
—Con cincuenta mil de estos hombres se puede conquistar el Asia entera —murmuró Tremal-Naik.
Los elefantes y los caballos llegaban sin hacer demasiado estrépito, ya que los cornac y los jinetes hacían lo posible por mantener todavía calmadas a las bestias.
Sandokan se había impulsado a la desembocadura del río fangoso en compañía de Tremal-Naik, Kammamuri y el cazador de ratas, e interrogaba ansiosamente la oscuridad.
No conseguía divisar nada; pero estaba más que seguro que debían haberse amontonado bandidos en buen número, ya que hasta hacía pocos momentos antes habían disparado fucilazos dentro de la gran cloaca.
—Seguramente no esperan esta sorpresa —dijo a Tremal-Naik—. Cargaremos a fondo y nos abriremos paso sin sufrir demasiadas pérdidas. Hemos experimentado muchas otras emociones; ¿no es verdad, amigo?
—Especialmente a bordo del Rey del Mar —respondió el famoso cazador—. Y entonces combatíamos contra mi yerno.
—Y tú, cazador de ratas, que también ves de noche como los gatos y los chacales, ¿ves algo? —preguntó Sandokan al baniano.
—Sí, hay hombres reunidos alrededor de la mezquita.
—¿Muchos?
—No sabría decirle, gran sahib.
—Montemos: los cornac no pueden contener más a los elefantes.
Subieron rápidamente a los howdah del primer elefante poniéndose detrás de la ametralladora y dieron una última mirada a las otras bestias que, sintiendo el perfume de las hierbas y las plantas, que el viento empujaba dentro de la gran cloaca, se agitaban y se encabritaban intentando escapar.
—¡Los dayak a la derecha de los elefantes; los malayos, en cambio, a la izquierda...! —gritó—. ¡Y ahora fuera...! ¡A la batalla...!
La columna infernal se volcó fuera del gigantesco subterráneo, mandando espantosos gritos de guerra.
Los elefantes, uno detrás de otro, se habían puesto a correr furiosamente, barritando.
En un momento todos aquellos valientes se encontraban en las cercanías de la mezquita.
—¡Fuego las ametralladoras...! —aulló Sandokan—. ¡Pronto...! ¡Pronto...!
Centenares y centenares de hombres habían salido de la oscuridad, disparando a lo loco contra los elefantes, pero el fuego de las ametralladoras enseguida los detuvo.
—¡A la carga...! ¡A la carga...! —aulló Sandokan.
La columna infernal se arroja, derriba, aplasta, golpea con el sable, mientras que las ametralladoras y las grandes carabinas se unen a aquel estruendo espantoso.
Los hombres de Sindhia, sorprendidos en un momento en el que estaban por tenderse, aún cuando están respaldados por algún pelotón de rajputs, abren sus filas ante aquella formidable tromba que siembra muerte por todas partes.
No disparan más. Les falta el tiempo y comienzan a huir arrojando incluso las armas de fuego para ser más ágiles.
—¡Vamos, mis malayos...! ¡Vamos, mis invencibles dayak...! —aulla Sandokan, que continúa haciendo tronar la ametralladora que tiene delante suyo, mientras sigue atentamente el desarrollo de la pequeña batalla—. ¡A fondo con el campilán!
Los noventa y cinco hombres a aquel comando, sueltan las carabinas que cuelgan del arzón, empuñando las pesadas armas que terminan en forma de ángulo, que son tan afiladas como rasuradoras y de purísimo acero natural, y se arrojan a carrera desenfrenada, dando sablazos furiosos.
Nadie puede detener a aquellos hombres una vez lanzados: ni cañones, ni carabinas, ni bayonetas.
Los valerosos piratas de la Malasia abren una inmensa brecha entre los bandidos que todavía intentaban reunirse y los persiguen sin esperar a los elefantes.
Parias, brahmanes, faquires, rajputs, por segunda vez, quedan patas arriba. Los heridos aullan espantosamente y los elefantes, furiosos por alguna herida, responden no menos ruidosamente.
El camino está libre. La columna infernal que los veinte mil hombres de Sindhia no han conseguido detener en medio de las junglas, pasa a gran galope, pisoteando muertos, moribundos e incluso vivos.
Las ametralladoras mientras tanto continúan silbando y sembrando la muerte. Aquellas armas son realmente soberbias y valen más que las espingardas, cargadas como están de metralla formada por clavos de cobre, que se usan en los praos malayos.
A lo lejos retumba siniestramente algún tiro de cañón. Parte del gran campamento de Sindhia que se encuentra, afortunadamente, muy lejos, y que tiene artilleros que probablemente jamás han tenido alguna práctica con grandes armas de fuego.
—Está muy bien —dijo Sandokan a Tremal-Naik, que no cesa de descargar su carabina—. Ya sabía que todos estos canallas no habrían podido oponer ninguna resistencia a semejante carga.
Por otra parte, de pronto se interrumpió gritando fuerte:
—¡Cornac, mira!
Los veinte elefantes que Sindhia había sonsacado tan hábilmente a Yanez, se habían presentado en línea cerrada para impedir el paso a los victoriosos.
—¡Ah...! —gritó Sandokan—. ¡Sindhia nos lanza sus últimas reservas...! Veremos si sabrán resistir a nuestras ametralladoras. ¡Vamos, fuego en andanada...!
Las muy mortíferas armas truenan con una armonía perfecta sin detenerse. Es una verdadera lluvia de proyectiles que tienen una fuerte penetración, que se derrama sobre aquella maciza barrera.
Los pobres animales, no habituados a la guerra, privados de pronto de sus cornac fulminados sobre sus gigantescos cuellos, ante aquella tromba de fuego que los toma de frente se detienen, luego se vuelcan entre los que huyen y se alejan a gran carrera barritando.
La columna infernal continúa su carrera. Ahora ya nadie puede detenerla.
Todos huyen ante ella, mandando gritos de terror. Las famosas tropas del rajá, recogidas en el bajo Bengala, región que jamás ha tenido castas guerreras, están completamente derrotadas.
—¡Victoria...! —aulla Sandokan, haciendo jugar siempre la ametralladora que tiene delante—. ¡Yanez está a salvo...! El camino ya está libre. ¡Podemos pasar...!
Elefantes y caballos continúan su carrera endiablada; se lanzan entre los arrozales y doblan hacia la granja asediada.
El cazador de ratas que monta el primer elefante, detrás del cornac, se vuelve hacia Sandokan, diciéndole:
—¡Cuidado, gran sahib...! ¡Tendremos una segunda batalla...! Como le he dicho, las tropas defienden la casa.
Una sonrisa feroz contrajo los labios del Tigre de la Malasia, dejando por un instante al desnudo dos magníficas hileras de dientes que jamás han masticado una nuez de betel, luego responde con voz seca que parece un tiro de pistola:
—¿Otra batalla? ¡Buenísimo! Somos hombres como para mantener también diez.
Y la columna infernal continua siempre más veloz. Todos tienen prisa por llegar a la granja, ya que a lo lejos han oído descargas ensordecedoras.
Las hordas de Sindhia, aún cuando batidas, debían haberse reorganizado rápidamente para lanzarse a la persecución.
Era necesario darse prisa, para evitar el peligro de ser tomados entre dos fuegos.
Ya había surgido el alba cuando los elefantes, que habían tenido que galopar alrededor de los arrozales para no hundirse dentro, llegaron a la vista de la granja.
También allí se combatía.
Yanez, habiendo comprendido ciertamente que Sandokan acudía en su ayuda, había dispuesto a sus montañeses sobre el techo y no había tardado en abrir fuego contra las bandas que merodeaban la campiña, intentando estrechar el asedio.
—Esta es una verdadera batalla —dijo Sandokan a Tremal-Naik—. Veremos cómo terminará.
—¿Tienes alguna duda?
—¡Oh, no! Pero pueden ocurrir sorpresas y trastornar todo —respondió el Tigre—. ¿Cuántos hombres crees que hay alrededor de la casa?
—Quinientos o seiscientos, si mis ojos no me traicionan.
—En cambio, creo que has adivinado. No deben ser más. Los tomaremos por la espalda y los haremos salir por piernas.
Luego, alzando la voz gritó:
—Eh, cornac, apresura la carrera. Este es el momento decisivo.
Los pobres animales, aún cuando estuvieran hambrientos, seguían obedeciendo a la voz y a las caricias de sus conductores. Parecían haber comprendido que se les pedía un esfuerzo supremo y no dejaban de galopar, siempre flanqueados por los jinetes.
Si hubieran sido bestias menos inteligentes enseguida se habrían arrojado hacia la vegetación para calmar el hambre que por cuarenta y ocho horas atenazaba sus vísceras.
Mientras tanto en la granja se batallaba ásperamente. Las hordas de Sindhia que la asediaban, al percatarse de que estaban por sobrevenir otros enemigos, se habían lanzado en un ataque desesperado, con la esperanza de hacer prisionero al maharajá antes de que fuera socorrido.
Desgraciadamente para ellos tenían que vérselas con defensores resueltos, ya acostumbrados a la guerra.
Los montañeses, valiosísimos tiradores, tendidos sobre el techo, disparaban de a cinco o seis a la vez, arrojando siempre a tierra a otros tantos adversarios, los cuales en cambio, en su mayor parte, se servían por primera de vez armas de fuego.
Yanez, escondido detrás de una chimenea, hacía tiros maravillosos. Cada bala que salía de su carabina ponía a un hombre fuera de combate.
No se cuidaba en consumir las municiones ya que había divisado a lo lejos a la columna infernal, que avanzaba a gran carrera, galopando sobre los diques de los arrozales.
—¡Disparen! ¡Disparen! —gritaba—. Las municiones no nos van a faltar.
Y los bravos montañeses, que quizá valían más que los rajputs, continuaban descargando con gran calma, haciendo grandes vacíos entre las filas de los asaltantes con sus piernas ya demasiado tambaleantes y que disparaban al azar.
Viendo que los elefantes y los jinetes habían llegado a menos de mil pasos, Yanez hizo desalojar el techo y abrir las puertas. Ya nadie más podía tomarlo.
—Mantengámonos firmes cinco minutos más —les dijo a los montañeses— y estaremos a salvo. ¡Ah, qué terremoto es aquel Sandokan...! ¡Me daría miedo incluso a mí...!
¡Cinco minutos...! Eran demasiados. Las bandas de Sindhia, espantadas por el acercamiento de la columna infernal que había reanudado el fuego con las ametralladoras, comenzaban a escapar, aún cuando fueran reforzadas por media compañía de rajputs.
Pero ni siquiera Sandokan se encontraba en buenas condiciones, ya que había sido perseguido por millares y millares de parias, que corrían como gamos ululando ferozmente.
Afortunadamente se habían puesto en carrera demasiado tarde y necesitaban tiempo para arrojarse sobre la cola de la columna infernal.
Yanez, con sus pocos valerosos, como hemos dicho, había dejado la granja, empeñando también por su parte, resueltamente, el combate.
—¡Abajo...! ¡Abajo...! —aullaba—. ¡Los invencibles tigres de la Malasia están aquí...! ¡No tengan más miedo...!
Los tiros de carabina se sucedían a los tiros con un fragor incesante, a los que respondían las ametralladoras de Sandokan.
Una nueva victoria, al menos por el momento, se delineaba claramente delante de las miradas de los hombres que habían venido de los mares lejanos para defender al maharajá que por tantos años, allá abajo, en las islas, había combatido a su lado y siempre lo habían adorado, no menos que a Sandokan.
Nada más los contenía. Sin esperar a que los elefantes hundieran las líneas enemigas con grandes golpes de probóscides, cargaban a lo loco con los terribles campilán en puño, dando feroces sablazos.
—¡Saccaroa...! —exclamó Sandokan, mirando a Tremal-Naik—. ¡Quién habría dicho que un día yo tendría una caballería...! ¡Mira cómo carga...! ¡Los famosos lanceros de Bengala no sabrían hacerlo mejor!
Y la columna entera, habiendo barrido al enemigo, que no había opuesto mas que una débil resistencia, con un último impulso llegó casi encima de Yanez y sus valerosos compañeros.
Dos altísimos gritos habían atronado, cubriendo, por un momento, el crepitar de la fusilería.
—¡Sandokan...!
—¡Yanez...! ¡Aún vivo...!
—¿Es que no soy también el tigre blanco de Mompracem?
—Sube: hay lugar para ti. Tus hombres se acomodarán en los otros howdah como mejor puedan. ¡Apresúrense! ¡Somos perseguidos!
—No soy sordo ni ciego. Disparan detrás tuyo y corren a todo meter.
—¡Monta!
Los cornac habían arrojado rápidamente las escalas y todos los asediados en un instante se habían izado sobre los anchos dorsos de los paquidermos.
Yanez, junto con el gigantesco rajput, había trepado ágilmente sobre el primer elefante en cuyo howdah se encontraban Sandokan, Tremal-Naik y Kammamuri.
—¿Y ahora? —le preguntó al Tigre de la Malasia, que se preparaba para lanzar una nueva andanada de metralla detrás de los últimos fugitivos—. ¿A dónde vamos?
—Hacia las montañas de Sadiya —respondió Sandokan—. Si tenemos el camino libre.
—¿Lo dudas?
—Creo que Sindhia es más astuto de lo que crees. Debe haber adelgazado su campo para reunir gente en los caminos de la montaña. No será esta una victoria definitiva.
—También comienzo a sospecharlo. ¿Y el cólera no hizo progresos?
Sandokan alzó los hombros.
—El diablo de la guerra era un hombre de valor y lo hemos visto. Este pariente de mi amigo creo que es un científico que vale menos que el último doctor del mundo. No hace más que charlar y hasta ahora nada de hechos.
—Esperemos. Los microbios necesitan cierto tiempo para desarrollarse.
—¡Ah...! —dijo Sandokan—. Mientras tanto, esperemos y pensemos cómo defender nuestra piel.
Los elefantes se habían detenido un momento hartándose de hojas, imitados también por los caballos, pero cuando sus cornac dieron nuevamente la señal de la partida, se volvieron a poner en marcha a trote suave.
Aproximadamente a una milla de la granja se levantaba una pequeña colina con flancos bastante boscosos y Sandokan había dado la orden de conducirlos hacia la cima, queriendo primero explorar el país, no estando en absoluto convencido de que los caminos que conducían hacia las montañas de Sadiya no hubieran sido ocupados.
—Allá arriba —le dijo a Yanez— no podremos resistir largo tiempo sin correr el riesgo de morir de hambre. Mientras tanto, alguno de nosotros intentará alcanzar a la rani y a los guerreros de Khampur. Un hombre solo, montado sobre un buen caballo, puede pasar casi inadvertido, pero no una columna tan pesada como la nuestra.
—Y así tendremos que sufrir un nuevo asedio —respondió el maharajá.
—Mi querido, nuestras bestias están agotadas y no podrían volver a intentar una carga en medio de millares y millares de enemigos. No debemos sacrificarlos ya que aún podrán rendirnos inmensos servicios.
—¿Y los elefantes que Sindhia me ha robado?
—No los he visto —respondió Sandokan—. Pero he oído barritos a la distancia, detrás de las tropas que nos asaltaban. Quiere decir que no los ha perdido.
—¡Si aún los tuviera...!
—Aquel bribón ni siquiera habría osado asaltarte. ¡Elefantes y rajputs juntos...! ¡Y luego decían que era un gran loco...! Muy astuto, mi querido Yanez.
—Que nos dará, temo, mayores fastidios que la otra vez.
—¡Oh, lo veremos! Están los montañeses de Sadiya y aquellos bravos combatirán como tigres. Los conduciremos otra vez a la victoria.
—¿Entonces tienes muchas esperanzas, Sandokan?
—Pero sí, amigo. Y luego pienso que seguimos siendo los invencibles tigres de la Malasia. Has visto como con sólo cien hombres hemos derribado millares de enemigos. Es verdad que íbamos con una furia tal, que en su lugar, yo también me habría espantado.
—Hay que rehacer todo —dijo Yanez con un suspiro.
—Incluso tu capital —dijo Sandokan casi sonriendo—. Nosotros, afortunadamente, somos ricos como nabab y podremos hacer trabajar a mucha gente. ¡Sindhia pillo...! De él no me esperaba tal golpe, especialmente después de la muerte de aquel griego canalla que funcionaba como su primer ministro.
—Y que lo ha instruido.
—Puede ser —dijo Sandokan—. Ahora aquel hombre reposa en el fondo de las aguas del Kinabalu y ciertamente no volverá a flote después de tres años, para acudir junto a su señor.
Mientras tanto, la retirada se efectuaba sin molestias. Los hombres de Sindhia, dos veces batidos por la columna infernal, no habían osado empujar la persecución.
A lo lejos todavía disparaban, pero quizá más para excitarse que con la esperanza de que alguna bala llegara a golpearlos.
Los elefantes y los caballos, aún cuando estuvieran casi completamente agotados, habían atacado maravillosamente la colina, abriendo un paso a través del monte.
Ninguna planta resistía al choque poderoso y a las formidables probóscides de los elefantes, aunque se trataba de derribar palash, bellísimos árboles frondosos, de un verde azulado, de tronco bastante nudoso y resistente porque es riquísimo en raíces.
Hacia el mediodía los pobres animales llegaban a la cima de la colina, que afortunadamente estaba casi toda cubierta de mahuwa o mahua, árboles que valen tanto como los cocoteros y quizá más, produciendo una cantidad enorme de flores semejantes a pequeñas frutas redondas, con corolas amarillo claro y la baya carnosa y bastante nutritiva.
Frescas, aquellas flores, son dulces y agradables aún cuando transmiten un agudo olor a musgo; secas, sirven para hacer una especie de harina que da óptimas hogazas.
Se puede decir que millares y millares de indios se quitan el hambre solamente con aquellas plantas extremadamente valiosas y que son tan abundantes en flores, que dan, cada estación, no menos de ciento veinticinco kilogramos cada una.
Apenas los animales ganaron la cima, Sandokan dio órdenes a los cornac de sacar los howdah a los elefantes y los arreos a los caballos, para que pudieran pastar en plena libertad.
Había hierba en abundancia allí arriba, plantas grandes y una especie de depósito lleno de agua límpida.
—Este es el paraíso de las bestias —dijo Yanez a Sandokan—. He aquí un campamento verdaderamente maravilloso y conquistado sin un cartucho. ¿Será un buen augurio?
—Hemos subido, pero no sé cuándo ni cómo podremos descender, hermanito —respondió el Tigre de la Malasia—. ¿Ves aquel riacho que serpentea en la llanura?
—Lo veo, como también veo que sus orillas están ocupadas por varios millares de hombres.
—Listos para bloquearnos los caminos que conducen a las montañas —respondió Sandokan, que repentinamente se había vuelto bastante pensativo—. No me había engañado: sentía el peligro. Si hubiéramos continuado nuestra marcha por la llanura, con los animales agotados por el hambre y las continuas cargas, no sé si ahora estaríamos aquí charlando.
—Siempre has sido un hombre prodigioso.
—Y tú no menos que yo —respondió Sandokan—. Ningún maharajá habría pensado en destruir enteramente su propia capital para dejar al adversario solamente cenizas.
—¿Y ahora cómo saldremos de este asedio?
—Las tropas de Sindhia no osarán subir hasta aquí. Las ametralladoras harán un muy buen juego y a esas armas que no conocían, les tienen un miedo grandísimo.
—¿Cómo estamos de municiones?
—Tenemos muchas cajas y creo que por un buen tiempo bastarán. He pensado más en la pólvora y el plomo que en los víveres.
—Siempre previsor.
—Nacimos para la guerra.
—Yo también lo creo.
Se habían trepado sobre un pico desde el que podían abrazar con la mirada un vasto trecho del país. Kammamuri y Tremal-Naik los habían seguido.
Cien metros más abajo, elefantes y caballos devoraban, agitando las colas y las orejas. Los malayos y dayak, estando seguros de detenerse por algunos días, habían comenzado a construir pequeñas cabañas de hojas y ramas.
Los cuatro hombres, todos preocupados, se habían puesto a mirar en todas las direcciones.
Si había millares de hombres amontonados sobre la orilla del río, otros tantos se reunían en la llanura, viniendo de la destruida capital, o mejor dicho, de los campos de Sindhia.
Sandokan fijó sus ojos sobre Kammamuri y le dijo:
—Tú habías hecho una propuesta.
—Sí, señor Sandokan: correr hacia las montañas y advertir a la rani y a Khampur del grave peligro que los amenaza.
—No podrás partir hasta adentrada la noche y no solo.
—Pido que me haga compañía el rajput fidelísimo.
—De acuerdo —respondió Yanez—. Aquel hombre vale por diez y será un amigo tan valioso como el cazador de ratas.
—Lo sé, señor.
—¿Te sientes capaz de atravesar las líneas enemigas sin hacerte capturar y fusilar? —preguntó Sandokan.
—El rajput y yo pasaremos —respondió Kammamuri con voz firme—. Si me capturan sabré jugárselas y llegar igualmente a las montañas de Sadiya.
—¿Pero dónde está el doctor? —preguntó Yanez—. Desde que hemos subido aquí arriba no lo he visto más.
—Estará ocupado observando sus famosas botellas —respondió Sandokan con voz irónica—. Ah, tengo muy poca confianza en aquellas bombas. Valen menos que una buena bala de dos libras de las espingardas que montan todavía mis viejos praos. Bah, veremos.
El campamento había sido preparado rápidamente por los malayos, dayak y montañeses.
Más allá de haber construido numerosas cabañas, aquellos hombres infatigables también habían derribado muchos árboles, improvisando aquí y allá trincheras sobre las que habían montado las ametralladoras.
Elefantes y caballos devoraban ferozmente para recuperarse del largo ayuno sufrido y el viejo Sambigliong, siempre meticuloso y prudente, había lanzado una pequeña columna de exploradores a través de la floresta, a fin de que el enemigo no avanzara por sorpresa.
—Todo va bien, al menos por ahora —dijo el formidable pirata, mirando a Yanez y a Tremal-Naik—. El enemigo no osará intentar un asalto; y luego nosotros le prepararemos una gran sorpresa.
—¿Cuál? —preguntó el portugués.
—La cima de la colina en varios lugares está desmoronada. Hay bloques enormes que parecen estar pidiendo hacer una gran carrera hacia la llanura.
—Nos servirán como cañones —dijo Tremal-Naik.
—Has dicho la palabra correcta —respondió Sandokan—. Aquellos bloques, arrojados de aquí arriba, impedirán montar a las bandas de Sindhia.
—Si realmente lo intentan —dijo Yanez.
—¿Qué quieres decir, hermanito blanco?
—Que preferirán atraparnos con hambre.
—¡Oh, tenemos aquí vituallas...! Cuando hayamos terminado las flores nutritivas, comeremos caballos y elefantes. Tendremos provisiones para un mes.
—Y mientras tanto el cólera realizará su trabajo —dijo una voz detrás de ellos.
El doctor holandés, siempre elegante, con sus anteojos montados en oro y las manos hundidas en sus amplios bolsillos, se había acercado al pequeño grupo.
—¿Usted sigue teniendo una gran confianza en sus famosas botellas? —dijo Sandokan con voz un poco áspera.
—¡Lo verá...! Caerán como moscas los guerreros de Sindhia. ¡Eh, se necesita un poco de tiempo, por Santa Radegunda, protectora de Róterdam! ¡Ustedes tienen demasiado fuego en las venas!
—Está bien —respondió secamente el Tigre de la Malasia—. Esperaremos.
—Preveo horribles estragos —dijo el doctor.
—Con tal de que el cólera no suba hasta aquí arriba —dijo Yanez que parecía no menos fastidiado que Sandokan con aquellas fanfarronadas.
—Yo me ocuparé de echarlo —respondió el holandés con su usual flema—. Poseo desinfectantes poderosos que volverán nuestro campo absolutamente inmune.
En aquel momento apareció Sambigliong.
—¿Cómo va, mi viejo? —le preguntó Sandokan—. ¿Has escogido los dos mejores caballos?
—Sí, Tigre de la Malasia. Ahora duermen y cuando se les pida partir volarán más rápido que las flechas. La cena está lista; es bastante escasa, pero por ahora bastará. Vengan, señores.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Nuevamente hacen referencia a la ametralladora, con cañones dispuestos en forma de abanico. La única que encontré con esa forma es la que diseñó Leonardo Da Vinci.

Cuando el cazador de ratas grita “¡No disparen...! ¡Soy el baniano...!”, en el original, en realidad dice “Non sparate!... Sono il malabaro!...”. Salgari nombra erróneamente al cazador de ratas como “malabar” (natural de Malabar, región del sur de la India) y no como venía haciendo desde su presentación, “baniano” (comerciante de la India, por lo común sin residencia fija), por lo cual lo ajusté. Este error ya lo había cometido en el capítulo 6 de El brahmán de Assam.

La protectora de Róterdam es Santa Isabel, por lo que pude encontrar, y no Santa Radegunda, a quien no conocía en absoluto. Podría haber ajustado la traducción con la santa correcta, pero me pareció interesante mantener el nombre original.

Galgo: “Veltro” en el original, es un perro muy ligero, con la cabeza pequeña, los ojos grandes, el hocico puntiagudo, las orejas delgadas y colgantes, el cuerpo delgado y el cuello, la cola y las patas largas. La palabra “veltro” en italiano, que deriva del francés “vautre” y del latín “vertrăgus”, se utilizaba en la Edad Media para indicar a los perros de caza del tipo galgo.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto 30 mi, equivalen a 48,28 km.

Arzón: “Arcione” en el original, es la parte delantera o trasera que une los dos brazos longitudinales del fuste de una silla de montar.

“...pesadas armas que terminan en forma de ángulo...”: “...pesanti armi che finiscono in forma di doccia...” en el original, que traducido literalmente es “ducha”. No encontré una traducción correcta para este término, por lo que lo adapté como “ángulo”. Se aceptan sugerencias.

Gamo: Mamífero rumiante de la familia de los Cérvidos, originario del mediodía de Europa, de unos 90 cm de altura hasta la cruz, pelaje rojizo oscuro salpicado de multitud de manchas pequeñas y de color blanco, que es también el de las nalgas y parte inferior de la cola; cabeza erguida y con cuernos en forma de pala terminada por uno o dos candiles dirigidos hacia delante o hacia atrás.

Nabab: “Nababbi” en el original, es, en la India musulmana, el gobernador de una provincia.

Aguas del Kinabalu: “Acque del Kini Balú” en el original, le cambié el nombre para ajustarlo a la ciudad y al monte del estado de Sabah en la isla de Borneo. Este supuesto lago no existe, aunque hay reportes de viajeros del S.XIX que indicaban que el lago de Kini-Ballú era el más grande de Borneo y estaba ubicado al noreste de la isla. Hay dos explicaciones posibles: 1. Las grandes inundaciones y el desborde de los ríos en la zona, darían la apariencia de un lago; 2. Los habitantes de la región —donde debería estar el lago— se llaman —o llamaban— “Danau”, que en malayo significa “lago”, por lo que podría haberse tratado de un malentendido entre los malayos de la costa y los primeros europeos en llegar a la región y transmitir las novedades de la gran isla.

Palash: “Palas” en el original, es el nombre en maratí del árbol Butea monosperma, también conocido como Butea frondosa. Es una especie de planta medicinal perteneciente a la familia de las fabáceas, nativa del Asia que alcanza los 15 m de altura con flores de color naranja-rojo en forma de racimos.

Mahuwa o mahua: “Mhowah o mahuah” en el original, son otros de los nombres de la “bassia longifolia” (Madhuca longifolia), un árbol tropical de la India, que se encuentra mayormente en las planicies y bosques del centro y norte de la India. Se lo conoce también con los nombres de “mahwa” o “Iluppai”. Sus flores son comestibles, se las utiliza para hacer jarabes y con propósitos medicinales.

Libras: 1 lb = 0,45359237 kg. Por lo tanto, 2 lb equivalen a 0,91 kg.

Santa Radegunda: “Santa Radegonda” en el original, es la santa patrona de varias iglesias británicas y patrona del Jesus College de la Universidad de Cambridge. Fue una princesa de Turingia —hoy parte de Alemania— y reina de los francos por matrimonio, fundadora de la abadía de Santa-Cruz de Poitiers, en Francia.

Róterdam: “Rotterdam” en el original, es la segunda ciudad en importancia de Países Bajos —después de su capital, La Haya—. Sus protectores son San Lorenzo y Santa Isabel.

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