lunes, 31 de enero de 2022

VI. Un mal tiro


Efectivamente las bandas de Sindhia, ya sin el apoyo de los rajputs, caídos en su mayor parte en la jungla y luego delante de la gran cloaca, no debían poseer un coraje extraordinario, a pesar de su número.
Con un rápido ataque hubieran podido conquistar la colina; en cambio se habían quedado acampando en la llanura, mirando a lo alto y disparando algunos tiros de fusil que iban a dispersarse entre las florestas de palash.
Por lo tanto, había mucho que esperar por parte de los asediados. Si se mantenían firmes unas pocas semanas, los montañeses comandados por Khampur, dejarían sus aldeas para acudir en defensa del maharajá, el esposo de la rani adorada por aquellos rudos hombres de las altas cimas.
Solamente se trataba de darse prisa, ya que tanto los elefantes y los caballos, como los cachorros de la Malasia, podían correr el peligro de morir de hambre.
Como habíamos dicho, las bandas se habían mantenido tranquilas, más ocupadas en preparar los campamentos que en vigilar al enemigo, que por otra parte había sido bien cercado.
No había nada que decir. Al menos por el momento, Sindhia el loco, el borrachín, seguía siendo el más fuerte.
A medianoche Kammamuri y el rajput fiel, montados cada uno sobre un caballo bien nutrido y descansado, se acercaron a la cabaña que los tigres de la Malasia habían levantado para sus jefes, con ramas y hojas gigantescas.
Delante ardía un gran fuego, que mandaba resplandores, ahora amarillentos y ahora sanguíneos.
Sandokan, Yanez, Tremal-Naik y el flemático holandés estaban fumando en espera de alguna alarma poco probable.
—Señores —dijo el valeroso maratí—, estamos listos para probar suerte.
—¿Y si te matan? —dijo Yanez.
—Tiene otra gente para mandar a las montañas, señor.
—Sí, a los montañeses, porque los otros, excepto Sambigliong, ignoran los caminos y no son conocedores. ¿Qué dice el Tigre de la Malasia?
—Yo digo —respondió Sandokan— que antes de partir esperen, de nuestra parte, un falso ataque para despejarles el camino hacia oriente. Ya he dado órdenes a mis hombres para que bajen las ametralladoras y abran un fuego infernal. Ustedes aprovecharán el momento para descender la colina por la parte opuesta y huir hacia las montañas.
—Sus últimas órdenes, señor Sandokan.
—Reunir la mayor cantidad de montañeses que puedan y guiarlos aquí. Como ves, es algo muy simple.
—Siempre y cuando desciendan a las llanuras asamesas.
—Por esto respondo yo —dijo Yanez—. Conozco demasiado bien a aquellos valerosos; y luego entre ellos está la rani y mi pequeño hijo.
—Entonces el rajput y yo estamos listos.
—Esperen un momento —dijo el holandés—. Voy a traerles una botella llena de un fuertísimo desinfectante que matará al instante a todos los bacilos del cólera. El mal ya puede haber estallado entre las tropas de Sindhia.
—Déjela también en paz —dijo Sandokan—. Esta gente no tiene miedo de sus misteriosos bichitos.
—Por precaución...
—Oh, déjelos ir.
El holandés alzó los hombros, lanzó una gran humareda y luego dijo:
—No valía la pena que dejara la Malasia.
—Pero, como ve, señor Wan Horn, hasta ahora sus famosos cultivos no han dado ningún resultado —dijo Yanez.
—¡Esperen, esperen!
—¿Hasta el día que todos estemos muertos de hambre?
El holandés aspiró otra gran bocanada de humo de su pipa de porcelana, luego respondió:
—Bah, hay tanta carne aquí para devorar. Sé que las trompas y las patas de los elefantes, cocinadas dentro de un horno excavado en la tierra, son exquisitas. ¡Nos daremos un hartazgo...!
—¿Y luego quién nos llevará, señor Wan Horn? —preguntó Sandokan siempre irónico.
—¡Caramba! Mis piernas.
—Las pondremos a prueba.
Salió de la cabaña ante la cual, junto a una gran hoguera, seguían esperando Kammamuri y el fiel rajput, teniendo por las riendas dos caballos de pelaje negro y reluciente, dos bellísimas bestias de raza mongola, dotadas de una gran resistencia y una velocidad fulmínea.
—Esperen —les dijo.
Aferró una gran rama ardiente, la revolvió un momento a fin de reavivar mejor la llama y luego la arrojó a lo alto haciéndola describir una larga parábola.
Pocos momentos después, hacia la mitad de la colina, del lado occidental, se oyó una ametralladora chirriar, seguida de pronto por algunos tiros de carabina.
Yanez y Tremal-Naik acompañados por el cazador de ratas, habiéndose vuelto ya indispensable también fuera de las cloacas, oyendo aquel estruendo, también se habían apresurado a salir, llevando sus armas.
—¿Crees que morderán, Sandokan? —preguntó el primero, que se mostraba extremadamente inquieto.
—Sí, estoy seguro —respondió el Tigre de la Malasia—. Todas las bandas de Sindhia se precipitarán de este lado, creyendo que queremos arrojarnos estúpidamente a la boca de los chacales. ¡Ah, no...! Somos muy pocos como para volverlos a enfrentar.
Luego, acercándose al cazador de ratas, le dijo:
—Tú que también ves de noche, desciende la colina del lado opuesto y sábeme decir si las bandas del rajá dejan sus campos.
—Sí, gran sahib —respondió el baniano—. Haré una carrera rapidísima. Puede confiar en mis ojos.
—Cuidado que los minutos son valiosos.
—No lo olvidaré.
Tomó impulso y desapareció en la oscuridad como si siempre hubiera sido un corredor pedestre. ¡Qué fuerza maravillosa debía poseer aquel viejo...!
Mientras tanto un vivísimo combate de fusilería y ametralladoras se había empeñado entre los hombres de Sandokan y las bandas del rajá; pero no había, ni de una parte ni de otra, salvo en ciertos momentos, un gran derroche de municiones.
—¿Siempre esperas, Sandokan? —preguntó Yanez al Tigre de la Malasia, que prestaba atento oído a todos aquellos disparos.
—Te he dicho que caerán en la emboscada que les he tendido.
—¿Y si Kammamuri y el rajput cayeran a su vez en alguna emboscada?
—Son hombres capaces de arreglárselas solos. Verás que todo irá bien.
Kammamuri y el rajput, absolutamente tranquilos, esperaban siempre la señal de partida con un pie en el ancho estribo de hierro, que tiene punta delante y detrás, para que pueda servir de espuela.
Ya hacía un cuarto de hora que el cazador de ratas había partido y sobre el flanco de la colina se continuaba disparando, por largos intervalos, cuando el viejo reapareció siempre corriendo como un jovencito.
—Grandes sahibs —dijo volviéndose a Yanez, Sandokan y Tremal-Naik—, todas las bandas que acampaban en la base de la colina, de la parte oriental, han partido. Los campamentos están vacíos.
—¿Estás bien seguro? —le preguntó el Tigre de la Malasia.
—Como le he dicho, mis ojos ven quizá mejor que los de las ratas, mis viejas compañeras.
—Que tú comías inexorablemente —dijo Yanez.
—Era la lucha por la vida, gran sahib.
—Entonces pueden partir —dijo Sandokan—. Los caballos han sido escogidos con cuidado, están bien nutridos y descansados, y los llevarán lejos. Solamente les digo que se cuiden de las emboscadas.
—Nosotros también abriremos bien los ojos como el cazador de ratas —respondió Kammamuri.
—Partan y denle mis saludos a la rani y a mi hijo —dijo Yanez—. Piensen que nuestra suerte está en sus manos.
—Procuraremos que no nos atrapen.
Estaban por partir, cuando el señor Wan Horn se acercó a ellos, diciendo con su usual voz tranquila:
—Si pueden, denme alguna noticia sobre el desarrollo del cólera. A estas horas debe haber no pocos muertos en los campos de Sindhia.
—¿Lo cree? —preguntó Sandokan.
—Pero ciertamente. Mis bichitos han tenido el tiempo necesario para desarrollarse.
—Habrá muertos, pero asesinados por mis ametralladoras.
—¡Eh, lo verá...! ¡Espere!
—Sí, el fin del mundo.
El holandés no era hombre de trastornarse por una frase incluso muy ácida. Alzó los hombros, se acomodó los anteojos y, siempre con su pipa en la boca, se alejó para quizá visitar sus famosas botellas llenas de microbios mortales, o al menos así lo afirmaba.
—Vamos, partan —dijo Yanez a Kammamuri y al rajput, mientras la fusilería continuaba atronando bajo los bosques de palash.
Los dos valerosos en un instante estuvieron en la silla de montar. Recogieron las riendas, aseguraron bien los pies dentro de los anchos estribos, dieron un último saludo con la cabeza y lanzaron los dos caballos negros, los cuales, después de haberse sacado el hambre y habiendo descansado un poco, parecían no pedir mas que correr.
—Abre los ojos, rajput —dijo el maratí, que descendía velozmente la colina.
—Tú también, sahib —respondió el gigante—. Cuatro linternas dan mejor luz que dos.
—¿Crees que pasaremos?
—¡Por todas las divinidades de la India...! Pasaremos a carrera desenfrenada y veremos si aquel tropel de bribones es capaz de detenernos.
—¿Has estado alguna vez allá arriba?
—¿En Sadiya? No, aun cuando he oído hablar bastante de aquellas montañas.
—Tendremos para cuatro días, al menos.
—Ninguna cabalgata me espanta.
—Entonces todo va bien —dijo Kammamuri, recogiendo estrechamente las riendas de su espléndido mongol.
De la otra parte de la colina se continuaba disparando. Las detonaciones llegaban de vez en cuando cubiertas de alaridos salvajes, lanzados por las bandas de Sindhia, más aptos para gritar que para manejar el fusil.
Pero una verdadera batalla no debía haberse empeñado, no teniendo los asediados ninguna ventaja en descender a la llanura mientras se encontraban allá arriba, entre las últimas rocas, como dentro de un castillo. Sandokan y Yanez eran demasiado prudentes como para empeñarse a fondo con los pocos hombres que tenían.
Los asediantes, un verdadero tropel de bandidos, parias, faquires, brahmanes, tenían el mismo motivo, ya habiendo conocido la audacia y el coraje de sus adversarios.
Ciertamente el rajá contaba más con el hambre que con las armas de fuego de sus hombres.
Mientras tanto, Kammamuri y el fiel rajput, cada vez más tranquilos a pesar de la oscuridad, continuaban descendiendo a través de los vastos grupos de árboles que dejaban aquí y allá, amplios pasajes.
Los caballos tenían el pie firme casi como las mulas y no había ningún peligro de que dieran volteretas. Eran bravos animales acostumbrados ya sea a atravesar las junglas, como a escalar o descender montañas.
Apenas había transcurrido media hora cuando los dos valerosos llegaron al llano.
—Antes de espolear, miremos atentamente —dijo Kammamuri.
—No veo nada —respondió el rajput—. Es verdad que no poseo los ojos del cazador de ratas.
—Habrán corrido todos a la otra parte temiendo un descenso del maharajá.
—¿Nos lanzamos, sahib?
—Nos lanzamos, rajput y la carabina delante de la silla de montar.
Los dos caballos, que se habían detenido un momento, pinchados vivamente con los estribos puntiagudos, partieron a carrera desenfrenada.
La noche era oscurísima ya que no había ni estrellas, ni luna; es más, había en lo alto grandes masas de vapores que un viento bastante frío empujaba hacia el poniente, descendiendo de las altas montañas de Sadiya.
Pero Kammamuri sabía, como la mayor parte de los indios y de los gitanos, guiarse igualmente y prescindir de la pequeña brújula de oro que Yanez le había regalado a último momento.
Otra media hora transcurrió. En la vasta y oscura llanura, cubierta a intervalos por densísimas hierbas del género de los kalam, pero no tan altas, no se oía resonar mas que el galope cada vez más precipitado de los dos caballos.
A lo lejos, hacia la colina, solamente algún tiro de carabina o una descarga de metralla, atronaban. Parecía que asediados y asediantes economizaran municiones, demasiado valiosas para unos y para otros.
Los dos jinetes contaban con haber recorrido ya cuatro o cinco millas y creían encontrarse ya fuera de peligro, cuando en medio de la densa oscuridad se oyó una voz rauca aullar:
—¿Quién pasa? ¡Alto...! ¡Alto...!
—No respondas —dijo rápidamente Kammamuri a su gigantesco compañero, conteniendo al caballo.
Luego a su vez gritó con voz amenazadora:
—¡Alto ustedes, perros del maharajá!
—¡Te engañas...! —dijo el hombre que había intimado el alto—. Nosotros somos guerreros de Sindhia.
—¡Mienten...! Los hombres del rajá se encuentran todos alrededor de la colina y están combatiendo.
—Lo sabemos. ¿Quiénes son ustedes?
—Rajputs —respondió Kammamuri.
—¿Y a dónde van?
—El maharajá ha conseguido huir y le damos caza.
—¿Cuántos son?
—Veinte.
—No puedo dejarlos pasar —gritó el hombre de Sindhia—. He recibido órdenes formales del rajá.
—Nosotros también. Debemos capturar, vivo o muerto, al hombre blanco.
—Nadie ha pasado por aquí.
—¿Dormían quizá? ¡Le advertiré a Sindhia, lo miserables que son! —aulló el maratí.
Luego volviéndose hacia el rajput le dijo rápidamente:
—Prepárate para cargar.
—Estoy listo, sahib. Después de la carabina trabajaré con la cimitarra y verás qué desgarro haré entre estos hombres.
En medio de las hierbas, vueltas en aquel lugar tan altas como para llegar a los estribos de los jinetes, se oían personas llamarse. No debían estar más lejos que doscientos metros y quizá formaban un pequeño campamento encargado de velar por la retaguardia.
El jefe del puesto, que por primera vez había dado la alarma, después de un minuto de conversación con sus guerreros que se mantenían siempre cuidadosamente escondidos entre las hierbas, nuevamente hizo oír su voz realmente estridente:
—Si realmente son rajputs —gritó—, regresen. El rajá tiene necesidad de ustedes.
—En absoluto —respondió Kammamuri—. Ya ha tomado la colina por asalto y solo unos pocos enemigos han conseguido huir, entre estos el maharajá. ¡Fuera, entonces y no fastidien, viles parias...!
—Gritas demasiado fuerte.
—Nosotros, rajputs, no somos personas que se detengan. Sin nosotros, ustedes jamás habrían expugnado Gauhati.
—Pasarán, pero antes quiero asegurarme de que realmente sean lo que afirman ser. Esperen a que encendamos el fuego.
—¿Para dar fuego a los kalam?
—Actuaremos con prudencia.
—No nos hagan perder demasiado tiempo o perderemos los rastros del maharajá.
—No pido mas que un solo minuto.
—¿Y nosotros, sahib? —preguntó el gigantesco rajput, que se sentía invadido por un deseo furioso de cargar.
—Y nosotros no seremos tan tontos como para esperar a que se aclare la oscuridad.
—¿Crees que son muchos?
—Quizá no. Deja ir la carabina y mejor empuña la cimitarra. Luego, también tenemos pistolas y ya son diez disparos con los que podremos contar.
—¿Abajo? —preguntó el rajput, que frenaba a duras penas el caballo.
—Sí, abajo, en pleno esprint, dando sablazos. Aguanta firme en la silla de montar.
—Es como si estuviera clavado.
En aquel momento un fuego brilló en la oscuridad. Parecía que los hombres de Sindhia hubieran encendido alguna rama resinosa.
—¡Abajo...! —dijo en voz baja el maratí.
Los dos jinetes, que tenían todo el interés de no mostrar la exigüidad de sus fuerzas, aflojaron las riendas, empuñaron las cimitarras y se arrojaron en cuerpo y alma.
En un instante estuvieron encima de una línea de hombres que también tenían caballos y de un golpe solo la hundieron, mandando alaridos tremendos y dando sablazos furiosamente.
Pasaron como saetas, apenas saludados por algún tiro de pistola y de fusil, y se alejaron, boca abajo, manteniendo siempre la dirección oriental.
No obstante, no habían recorrido trescientos o cuatrocientos metros, cuando oyeron detrás suyo el galope desenfrenado de numerosos caballos.
—¡Ah, canallas...! —exclamó Kammamuri—. ¡Eran gente montada...!
—Que nos dará una caza encarnizada —respondió el gigante, reenvainando la cimitarra sucia de sangre y separando la carabina del arzón—. Afortunadamente está muy oscuro y no sé si conseguirán hilar derecho detrás nuestro.
—El ruido de nuestros caballos nos traiciona.
—Querría saber quiénes son aquellos jinetes. ¿Rajputs? ¡Uf! Lo dudo mucho. Nosotros tenemos un grito de guerra diferente al de todas las castas guerreras del Indostán y no lo he oído. ¿Quién hubiera dicho que aquel loco furioso también se procuraría de caballería?
—Creo que aquí debajo está la patita del leopardo inglés —dijo Kammamuri—. Nosotros, en Malasia, hemos sido demasiado odiados por nuestras estrepitosas victorias.
Un tiro de fuego resonó rompiendo por un instante la oscuridad, pero los fugitivos no oyeron el silbido de la bala.
—No respondas —dijo precipitadamente Kammamuri, viendo que el rajput estaba por voltearse sobre la silla de montar—. No señales, por ahora, donde nos encontramos. Pueden ser muchos y con una descarga afortunada arrojarnos a los dos por el aire.
—Tienes razón, sahib, y realmente deben ser muchos a juzgar por el estrépito que producen sus caballos. ¿Debemos acelerar?
—Faltan al menos dos horas para el despuntar del sol y será mejor para nosotros tomar mayor ventaja —respondió el maratí—. En nuestros días las armas están demasiado perfeccionadas y una bala puede ser mortal a quinientos metros o incluso más. ¿Te parece que resiste tu caballo?
—Va como si tuviera fuego en las venas, sahib.
—También el mío. El señor Yanez nos los ha escogido con cuidado.
—Y entonces ampliemos —respondió el rajput.
—No tanto. No hagamos perder el aliento a estas pobres bestias que nos pueden prestar inmensos servicios.
Aflojaron un poco las riendas y pincharon un poco. Los dos mongoles dispararon de golpe y tomaron un paso velocísimo, hendiendo con sus robustos pechos los kalam que se extendían como un mar de vegetación.
Detrás de ellos galopaban furiosamente los jinetes de Sindhia siempre intimando el alto y disparando tiros de carabina que no pasaban ni caliente ni frío del maratí y el rajput, teniendo ya pruebas de lo pésimo tiradores que eran aquellos bandidos, estando parados. A caballo no debían valer absolutamente nada.
Con armas blancas ciertamente las cosas habrían sido distintas.
Ya los dos valerosos galopaban por una buena hora, cuando se presentó delante de ellos una pequeña altura de flancos anchos y muy accesible, no más alta que sesenta metros.
—¡Allá arriba! —dijo el maratí.
—¿Y luego? —preguntó el rajput.
—Intentaremos detener aquí a aquellos bribones. ¿Estás seguro de tus disparos?
—Raramente me equivoco, sahib —respondió el rajput.
—Esta carrera no puede durar eternamente y luego, quiero contar los enemigos que nos pisan los talones.
—¿Y si recibieran refuerzos?
—Oh, ya estamos demasiado lejos de los campos de Sindhia. Ya debemos haber recorrido más de veinticinco millas.
—Entonces subamos —respondió el rajput—. También comprendo que no debemos estropear en una sola carrera a estas bestias que ya han sufrido en las cloacas... Y los grandes sahibs, mientras tanto, ¿qué harán?
—No te preocupes por ellos. Ya te he dicho que son hombres de no dejarse capturar.
—¿Y si el asedio se prolongara?
—¿No tienen elefantes y caballos para comer? Y luego, las florestas que cubren la colina le ofrecerán, por cierto tiempo, otros recursos.
Mientras tanto, los dos caballos subieron la altura sin aminorar el impulso y se detuvieron entre un grupo de colosales tamarindos.
Todo alrededor se alzaban hierbas gigantescas entre las que serpenteaban confusamente, enroscadas como reptiles, cañas de la India.
Kammamuri lanzó una rápida mirada alrededor, luego dijo al rajput:
—He aquí una magnífica posición para detener a aquellos condenados. Cuando hayamos puesto patas arriba a varios, reanudaremos la carrera.
Ataron los dos caballos, les quitaron rápidamente los bocados para que pudieran comer libremente y luego, habiendo empuñado las carabinas, se impulsaron hacia el lado occidental de la altura.
Los jinetes de Sindhia llegaban siempre aullando y derrochando inútilmente las municiones, pero todavía estaba demasiado oscuro como para poderlos contar.
¿Eran muchos o pocos? He aquí lo que se preguntaba ansiosamente el maratí.
Por otra parte, el alba no estaba lejos. Hacia oriente un muy tenue velo color rosa avanzaba, apagando rápidamente las estrellas.
Los dos valerosos se escondieron entre los altísimos kalam, listos para ametrallar a los adversarios; pero los bandidos, habiéndose percatado de que los fugitivos habían tomado posición y tampoco sabiendo ellos con cuántos hombres tenían que vérselas, no habían osado impulsarse hacia la altura.
Ciertamente, ellos también esperaban el despuntar del sol para adaptarse.
Mientras tanto el rajput, bien escondido entre las hierbas, había encendido su vieja pipa y se había puesto a fumar, pero con las orejas siempre aguzadas y los ojos bien abiertos; y Kammamuri, habiendo encontrado en el fondo del bolsillo un cigarrillo, lo había imitado.
El cielo se aclaraba poco a poco, pero menos rápidamente que otras veces, habiendo siempre a lo alto grandes masas de vapores. La luz, primero rosada, se volvía poco a poco amarilla.
De pronto un gran haz de luz iluminó la inmensa llanura que se extendía hasta los bastiones de la ciudad destruida y ante los dos fugitivos apareció una columna formada por una treintena de jinetes bastante bien montados sobre caballos negros, de bellas formas y formidablemente armados.
—¡Por Shivá...! —exclamó Kammamuri—. Son un buen número. No creí que fueran tantos.
—No son rajputs. ¿Qué serán? ¿Parias, faquires, brahmanes, thugs o algo peor?
—¡Quién sabe! Veo que se mantienen bastante bien en la silla de montar.
—¿Comenzamos a fusilarlos?
—¿Tu carabina está cargada con metralla o con balas?
—Con balas, sahib —respondió el rajput.
—Está bien. Los cartuchos de metralla los usaremos más tarde. Mira aquel hombre que tiene aquel gigantesco turbante rojo y que parece ser el comandante de aquel manípulo de jinetes.
—Lo veo.
—Prueba hacer un tiro.
—Enseguida, sahib.
El rajput, manteniéndose siempre semi escondido entre los kalam, dirigió la carabina apuntando con extrema atención.
Estaba por partir el tiro cuando el maratí le dijo:
—Ahorra aquel tiro. Otro enemigo más terrible nos asalta por la espalda.
—¿Quién?
—O me engaño, o tenemos en las costillas un bagh.
—¿Es posible, sahib? —preguntó el rajput, volviéndose impetuosamente.
—Soy un viejo cazador de tigres y no puedo engañarme.
—¡Por Párvati...! ¡Treinta hombres delante nuestro y un bagh en los talones! ¡Malditas bestias...! Corren siempre donde hay carne humana para devorar. ¿Qué hacemos, maratí?
—Primero pensemos en desembarazarnos de la bestia, que podría caernos encima en el colmo del combate.
—¿Empeñarnos con un tigre en este momento?
—Es necesario —respondió Kammamuri, con voz firme—. Por otra parte, no son tan terribles como crees. ¡A cuántos he matado en la jungla negra junto con mi amo! Ven, intenta no hacer ruido y no te preocupes, por el momento, de los jinetes. No osarán subir, te lo aseguro.
—Vayamos entonces a matar primero al bagh —respondió dócilmente el rajput—. Si erro, tengo buenos brazos como para sofocarlo.
—¿Y los zarpazos?
—Me cuidaré de ellos.
Kammamuri, viejo cazador de tigres, que por muchos años había dado batalla a aquellas peligrosísimas bestias en la jungla negra junto a su amo Tremal-Naik, no debía haberse engañado. Y no los había cazado solamente en la India, sino también en Malasia.
¿Cómo es que, en los primeros albores, merodeaba sobre la cima de la colina aquel formidable predador? Se sabe que todos los carnívoros cuando despunta el sol se apresuran para ganar sus refugios, o mejor dicho, sus madrigueras, ya que no cazan mas que de noche. Probablemente aquel bagh no había cenado aquella noche y se obstinaba, a pesar de la luz, en procurarse bistecs.
Más allá de lo que se haya dicho o escrito, los tigres, cuando lidian con el hambre, no dudan en medirse con los hombres, teniendo pleno conocimiento de su propio impulso impetuoso, irresistible y de su propia fuerza más que extraordinaria, muy superior a la del león.
En África meridional se han visto leones saltar dentro de los kraal de los bóeres o los zulúes y volver a cruzar la cerca llevando en las poderosas mandíbulas un ternero; en la India se ha visto algo más. Un tigre adulto no vacila en llevarse un buey o una ternera y con aquel peso, puede saltar una cerca más o menos espinosa.
Tanto el rajput, como el maratí sabían que tenían que vérselas con un adversario mucho más resuelto e intrépido que los bandidos que los asediaban, por consiguiente, se habían puesto en movimiento con gran precaución, intentando sobre todo cubrir a los caballos de un fulmíneo ataque.
Siempre juntos giraron alrededor de los tamarindos, manteniendo las carabinas apuntadas, moviendo con los cañones los altísimos kalam.
Kammamuri estuvo un momento en silenciosa observación, luego se golpeó la frente con la mano izquierda, diciendo:
—Somos estúpidos.
El rajput lo interrogó con la mirada y por un momento bajó el arma.
—Pero sí, somos estúpidos —repitió el maratí—. Ya que desde aquí no podemos descubrir al bagh, elevémonos y así lo descubriremos.
—¿Y dónde, si estamos justo sobre la cima de la altura?
—Trepémonos sobre un tamarindo y desde allí arriba hagamos fuego con mucho menos peligro.
—Jamás habría tenido tan buena idea —confesó cándidamente el rajput—. ¿Pero el tigre no aprovechará para desgarrar las grupas a nuestros caballos?
—Tenemos en la mano diez disparos.
A su alrededor, como ya habíamos dicho, se alzaban algunos soberbios tamarindos, cuyas ramas muy elásticas se plegaban bajo el peso de enormes racimos de fruta. Tenían quince e incluso veinte metros de altura y sus troncos lisos desaparecían casi completamente bajo una abundante flora parasitaria.
Una escalada para hombres ágiles como el rajput y el maratí no debía ser mas que un juego de niños.
Por otra parte, antes de intentar la empresa, por temor a ser asaltados a poca altura y derribados, los dos valerosos buscaron un poco más lejos de las piedras y fueron bastante afortunados para encontrar dos grandes fragmentos de roca medio resquebrajados por el agua.
Fue el rajput, porque era bastante más robusto que el maratí, el que se encargó de desplazar al tigre.
La condenada bestia se obstinaba en no dejar su escondite, y al precipitarse las dos grandes piedras se había contentado con responder con un “ha-o-hung” amenazador y nada más.
—¿Qué hacen los jinetes? —preguntó el gigante al maratí, que había lanzado una rápida mirada a la llanura inferior.
—Han acampado en espera quizá de refuerzos.
—Sahib, te lo repito, apresuremos el asunto del bagh y luego reanudemos la carrera.
—Subamos.
Escucharon una última vez, aguzaron la vista hacia los kalam que permanecían perfectamente inmóviles, luego ambos se arrojaron contra un gran tamarindo y, agarrándose a las plantas trepadoras, en un momento se encontraban a quince metros de altura, acomodados entre las grandes ramas.
—¿Lo ves? —preguntó de pronto Kammamuri, armando la carabina.
—Sí, y se encuentra a solo veinte pasos de nosotros —respondió el rajput.
—La idea también podría haberme venido antes.
—Lo creo.
Desde allí arriba, tendida en medio de los densos kalam, habían podido descubrir enseguida a la peligrosa bestia.
Estaban por hacer fuego, cuando notaron un hecho absolutamente extraordinario. El bagh estaba extendido entre cuatro grandes canastos, que tenían las tapas levantadas.
Kammamuri miró al rajput.
—¿Tú has visto alguna vez algo semejante?
—Nunca, sahib.
—Sospecho de alguna traición.
—Mientras tanto matemos al bagh, luego vayamos a ver qué contienen aquellos canastos.
—¡Por Shivá! ¡El desayuno de la bestia! —dijo Kammamuri, estallando en una risotada.
—¿Estará amaestrada?
El maratí alzó los hombros. Se acomodó lo mejor que pudo sobre la gran rama y miró una última vez al tigre que parecía dormitar plácidamente, ya que también su larga cola permanecía completamente inmóvil.
—Rajput —dijo el maratí—, ¿qué me dices?
—Que sería hora de hacer fuego.
—¿Tu carabina está cargada con metralla o con bala?
—Con bala y también con metralla. Tú sabes mejor que yo que estas grandes armas pueden soportar, sin estallar, también una doble carga.
—De eso no tengo ningún temor. Deja que dispare yo primero, que jamás erro mis tiros. Si mato a la bestia como espero, tú ametrallarás aquellos canastos sospechosos.
Apuntó con gran calma y con extrema atención. Veía muy bien a la bestia extendida entre las altas hierbas a poco más de veinte pasos y ya estaba por dejar partir el tiro, cuando el rajput, con gran estupor, lo vio levantar vivamente la carabina y lo oyó mandar una sorda imprecación.
—¿Qué sucede, entonces, sahib? ¿No osas disparar?
—Sucede que en este asunto no veo claro. El tigre se ha aplanado como si se hubiese, por obra de quién sabe qué milagro, despojado de sus carnes y sus huesos.
—¡Pero si ha aullado hace unos pocos minutos...!
—He conocido a muchos indios que saben imitar perfectamente el “ha-o-hung” de los bagh.
—¿Bajamos?
—Ah, no. Primero quiero estar seguro del asunto.
Volvió a apuntar y después de un segundo disparó, pero el tigre permaneció perfectamente inmóbil.
—Sin embargo, lo he golpeado —dijo el maratí furioso—. ¡He disparado solo contra una piel...!
—¡Es imposible...!
—Prueba hacer un tiro tú también.
El rajput a su vez descargó su gran carabina cargada con bala y metralla y también esta vez el tigre permaneció inmóvil.
En cambio, los cuatro canastos se agitaron furiosamente y de las aberturas irrumpieron, silbando, contorsionándose y bailando un gran número de serpientes, que se dispersaron enseguida entre los kalam que rodeaban a los tamarindos.
Había reptiles de todas las especies: serpientes del minuto, cobras de anteojos, serpientes gulabi de piel graciosamente moteada de un rojo coral, boas verdes azuladas con anillos irregulares de cuatro e incluso cinco metros de longitud y bis-cobra.
Los dos indios habían mandado un altísimo grito y habían recargado precipitadamente sus armas y esta vez con metralla.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

¡Caramba!: “Perbacco!” en el original, cuya traducción literal sería “¡Por Baco!”. Sin embargo, la expresión se utiliza como interjección para denotar una exclamación de origen eufemístico, que expresa de manera vivaz maravilla, estupor, la desilusión y similares. Por eso me incliné por ¡Caramba! —interjección usada para expresar extrañeza o enfado—.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto 4 mi, equivalen a 6,44 km; 5 mi, equivalen a 8,05 km; 25 mi, equivalen a 40,23 km.

En cuerpo y alma: “A corpo perduto”, en el original, es una expresión que significa: valerosamente, animosamente, precipitadamente, a la aventura, a todo meter. Por lo tanto, lo traduje como “en cuerpo y alma”, que significa totalmente, sin dejar nada.

Indostán: Subcontinente indio, formado por India, Pakistán, Bangladés, Sri Lanka, las Maldivas, Bután y Nepal.

Cañas de la India: Nombre de diversas plantas vivaces, de la familia de las palmas, con tallos que alcanzan gran longitud, nudosos a trechos, delgados, sarmentosos y muy fuertes, hojas abrazadoras en los nudos, lisas y flexibles, zarcillos espinosos, flores de tres pétalos, y fruto abayado y rojo como la cereza. Viven en los bosques de la India y otros países de Oriente, y de su tallo se hacen bastones.

Bocados: “Morsi” en el original, es la parte del freno que entra en la boca de la caballería.

Negros: “Morelli” en el original, la palabra en italiano alude al nombre del pelaje negro de los caballos, y no tiene una traducción particular.

Manípulo: Cada una de las 30 unidades tácticas en que se dividía la antigua legión romana.

Bagh: “Bâgh” en el original, quiere decir tigre en hindi.

Párvati: “Parvati” en el original, es una diosa de la religión hinduista. Su nombre significa “hija del monte Parvata”. Hija de Hima-vat (“que tiene nieve”, los montes Himalaya) y esposa de Shivá.

Kraal: “Kral” en el original, es un término en lengua afrikáans —derivado del portugués “curral”; en español, corral— utilizado en el sur de África, que hace referencia a un asentamiento de chozas esparcido en forma de círculo, en cuyo centro existe un espacio para encerrar ganado.

Bóeres: “Boeri” en el original, son campesinos de origen neerlandés, colonos en territorios que en la actualidad forman parte de Sudáfrica.

Zulúes: Grupo étnico que habita principalmente en Sudáfrica.

Serpiente del minuto: Se la nombra así, y también en inglés —“minute snake”—, en el libro “Le Tour du Monde” (Louis Rousselet, 1868) donde se dan señas tanto de su color, negro y amarillo, como de su pequeñísimo tamaño. Este último dato, es una leyenda que aparece también en el libro “The Jungle Book” (Rudyard Kipling, 1894) referido al “krait”. Se trata por lo tanto del “Bungarus fasciatus” o krait rayado, una serpiente venenosa de color amarillo y negro, que puede alcanzar los 2,1 m de longitud. Su mordedura rara vez causa la muerte.

Cobra de anteojos: “Cobra capello” en el original, llamada “cobra india” o “cobra de anteojos” (Naja naja), es una especie de serpiente venenosa de la India. Es famosa por el capuchón que despliega alrededor de su cabeza cuando se encuentra excitada o amenazada.

Gulabi: “Guilobi” en el original, nombre tomado del libro “Le Tour du Monde” (Louis Rousselet, 1868) que significa “rosa” en hindi, por lo que seguramente se trate de algún tipo de serpiente albina.

Boa: Serpiente americana de hasta diez metros de longitud, con la piel pintada de vistosos dibujos. No es venenosa, sino que mata a sus presas comprimiéndolas con los anillos de su cuerpo. Hay varias especies, unas arborícolas y otras de costumbres acuáticas. Todas son vivíparas.

Bis-cobra: “Bis cobra” en el original, es el nombre con el que en India se conoce al “varano de bengala” (Varanus benghalensis). Reptil de 175 cm que no es venenoso.

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