viernes, 11 de febrero de 2022

VII. En el margen de la jungla


Como se comprende fácilmente, los dos fugitivos habían sido terriblemente embaucados por aquellos hombres de Sindhia que hasta entonces habían despreciado tanto.
Ningún tigre había soñado con asaltarlos por las espaldas. Un audaz tunante, decidido a sacrificar su propia vida, había llevado hasta la altura una magnífica piel junto con aquellos canastos repletos de reptiles.
El bribón debía haber aprovechado el momento en el cual los dos indios hacían la escalada al tamarindo para desaparecer más que a prisa en medio de los kalam y alcanzar a los jinetes que velaban en la base de la minúscula colina.
Los dos asediados, presa de una viva emoción, miraban con ojos dilatados aquella multitud de enemigos más o menos venenosos que continuaba avanzando a los saltos a través de las altas hierbas.
Algunos de aquellos reptiles habían sido heridos por la descarga de metralla del rajput y se mostraban más furibundos. Daban verdaderos saltos salpicando los kalam de sangre y silbando horriblemente.
—Nos han atrapado sin disparar un tiro de fusil —dijo el guerrero barbudo—. Han sido mucho más astutos que nosotros.
—¿Atrapados? Eh, no lo estamos todavía, aún cuando reconozca que nuestra situación es gravísima.
—Me parece desesperada, sahib. Verá que dentro de poco, perderemos nuestros caballos.
—Te engañas: los reptiles difícilmente se la toman con los corredores de cuatro patas que están bien armados con pezuñas poderosas e incluso con hierros. No osarán atacarlos.
—¿Y nosotros deberemos permanecer eternamente sobre este tamarindo devorando frutas ácidas que hacen juntar los dientes? Tú no eres un encantador de serpientes.
—Jamás lo he sido y luego, me faltaría la flauta. Será de otro modo que debamos despachar a estos inesperados enemigos.
—¿Ametrallándolos?
—Demasiado derroche de municiones con escasos resultados —respondió el maratí—. ¿Cuántos cartuchos tienes todavía?
—He tomado una doble provisión y puedes contar al menos con ciento ochenta cartuchos. Este peso no me inquietaba en absoluto.
—Más bien inquietaba a tu caballo —respondió Kammamuri, que no perdía en absoluto su buen humor, a pesar de la gravedad de la situación.
—No obstante, ahora los llevo yo.
—Quita la metralla o los proyectiles a unos cincuenta cartuchos y deja caer la pólvora entre los kalam.
—¿Para asar a los reptiles?
—Es el único recurso que nos queda.
—¿Y no nos quemaremos nosotros también?
—Los tamarindos no se prenden fuego y luego, este es altísimo y podremos subir hasta que llegue el momento de volver a bajar y reanudar la cabalgata. Actúa mientras yo vigilo a los jinetes del rajá.
Los reclutados por Sindhia ciertamente no tenían coraje para vender, ya que en vez de montar enseguida al ataque, se habían contentado con reagruparse alrededor de tres chozas improvisadas para discutir quién sabe qué proyectos.
Viendo que los jinetes del rajá estaban siempre tranquilos, es más, que se preparaban el desayuno, Kammamuri le dijo al rajput, que continuaba desenroscando proyectiles para verter la pólvora sobre los kalam bien secos:
—¿Has terminado?
—He vaciado cincuenta cartuchos.
—¿Qué hacen las serpientes?
—Han intentado asaltar a los caballos, pero aquellas bravas bestias los han recibido con una granizada tan densa de patadas, como para persuadirlas de estar tranquilas.
—¿Y ahora dónde se encuentran?
—Tendidas entre las hierbas, casi debajo nuestro. Dormitan plácidamente; por otra parte, no me reiría de aquel sueño.
—También lo creo. ¡Cincuenta cartuchos...! Hay pólvora suficiente como para desencadenar un incendio con un tiro de metralla.
—Y asarnos también a nosotros —respondió el rajput, sacudiendo la cabeza—. Veremos cómo termina este asunto.
Se quitó de los flancos la bufanda de seda que era ligerísima, tomó la caja de fósforos y la incendió, rasgándola rápidamente y dispersando los pedazos en varias direcciones.
Entre los kalam, ya secos, estaba la pólvora. Un chorro de humo se alzó atravesado por una llama vivísima que tenía el resplandor de los relámpagos, luego otras saltaron un poco más lejanas haciendo crepitar y contorsionar las hierbas.
—¡Bien! ¡Muy bien! —exclamó el maratí—. Veremos ahora la danza de las serpientes.
—Y nosotros sentiremos las delicias del ahumado —dijo el rajput.
—Subiremos más alto. Hay un poco de brisa y el humo se dispersará fácilmente.
—Pero nos impedirá ver lo que hacen los asediantes.
—No se moverán, te lo digo yo. Sindhia tiene demasiado interés en estrechar de cerca al maharajá y a su formidable compañero. Nosotros no representamos dos grandes personajes para el rajá, por consiguiente no tendrá gran premura en capturarnos. Y luego, quizá a esta hora sabe que somos solamente dos, una muy miserable fuerza ante tantos bandidos. ¡Ah, ah! ¡Mira qué espectáculo! ¡Es la verdadera danza de los reptiles!
El fuego se propagaba rápidamente bajo el gigantesco tamarindo y la pólvora se inflamaba detonando, ya que el rajput había dejado caer también varios cartuchos cargados de metralla.
Los reptiles, literalmente asados por aquellas llamaradas, brincaban silbando rabiosamente, se contorsionaban, luego estallaban como si tuvieran pólvora en el cuerpo. Otros se mordían rabiosamente entre ellos inyectándose recíprocamente el veneno.
Era un espectáculo que hacía estremecer incluso a Kammamuri, aún cuando fuese un viejo cazador de reptiles de la jungla negra.
Un olor nauseabundo de carne grasienta asada apestaba el aire, cortando la respiración.
Los dos asediados, acosados por el humo, se habían refugiado en las más altas ramas del tamarindo, sin embargo, sentían un calor ardiente que amenazaba con desecarlos.
La brisa, de vez en cuando, barría el humo, pero no eran mas que pocos instantes de tregua, ya que los kalam continuaban ardiendo, silbando y tronando.
—Sahib —dijo el rajput, que comenzaba a impresionarse por la extensión del incendio—. La planta no se prenderá fuego, también estoy convencido, pero, ¿podrán resistir nuestros caballos?
—¿Cuáles? —preguntó Kammamuri—. ¿Te volviste ciego?
—¿Qué quiere decir, sahib?
—Que ya han cortado las sogas y han escapado más rápido que las saetas.
—¿Y nosotros cómo haremos para salvarnos?
—Los caballos mongoles después de la fuga buscan al amo —respondió Kammamuri—. Ciertamente no tengo ninguna esperanza de verlos regresar aquí mientras los kalam ardan, sin embargo, estoy más que convencido de que los volveremos a encontrar e iremos a la llanura.
—Y mientras tanto, nos sofocamos.
—Sube más alto.
—Las ramas de los tamarindos son excesivamente flexibles y se doblan bajo el peso de mi cuerpazo.
—Eso quiere decir que eres gigante —dijo el maratí, que conservaba una sangre fría maravillosa.
—¿Qué culpa tengo yo?
—Entonces salta dentro del brasero.
—¿Con todos los cartuchos que llevo estrechados alrededor de mi cuerpo? Saltaría como una bomba.
—Y entonces respira un poco de humo.
—¡Ah, si pudiera quitarme algunas costillas y volverme ligero como tú, sahib!
—No te lo aconsejaría porque aquí no hay ni médicos, ni hospitales.
—¿Y los asediantes qué hacen?
—Fuman, mastican betel, discuten y nos miran.
—Mira, sahib: ¿Los asediantes suben para atacarnos? ¿No tienen miedo del fuego que morderá sus pies?
—He visto a un hombre que subía entre las altas hierbas todavía verdes, llevando consigo algo que brillaba extrañamente.
—¿Una bomba?
—No, parecía más bien un jarro de porcelana o de vidrio.
—Robado quizá al doctor blanco, que se daba bomba prometiendo destruir todos los campos de Sindhia en menos de cuarenta y ocho horas.
—Espero que no.
—¿Dónde está el hombre? ¿Debemos abatirlo antes de que llegue hasta nosotros?
—Y enseguida; ¿y sabes por qué?
—Explícamelo, sahib —dijo el rajput, que tosía horriblemente.
—En Bengala, entre ciertas tribus de parias, es costumbre utilizar materias pestíferas como medio de defensa y también de ataque. Las encierran dentro de ollas, luego dan fuego a una mecha y es bravo quien sabe resistir el olor infernal que se libera de aquellos recipientes.
—¡Por la muerte de Kali, ni siquiera esta vez te has engañado!
Un nubarrón gris, impregnado de nauseabundos olores, imposibles de describir, se extendía lentamente sobre la cima de la minúscula colina.
El hombre había pagado con su vida su audaz intento de asfixiar a los asediados, ya que al regresar precipitadamente al campo de los asediantes, estando por un instante al descubierto, había caído bajo los tiros de la infalible carabina de Kammamuri.
—¡Abajo! ¡Abajo! ¡Salta! —aulló aquel, entre dos ataques de tos—. ¡El aire se vuelve envenenado!
—¿Y no nos asaremos las piernas?
—No sé qué hacer. Si tienes miedo quédate aquí y déjate morir con los pulmones llenos de aire envenenado.
—¡Ah, no, sahib! —aulló el fiel guerrero—. No quiero ni morir ni dejarte solo contra tantos enemigos... El hombre que llevaba la olla, ¿lo has matado?
—A esta hora estará delante de Shivá, Brahma o Visnú —respondió Kammamuri.
Una oleada de humo repugnante avanzaba hacia el tamarindo, empujada por una ligera brisa de poniente.
Era un humo bastante grisáceo que, de vez en cuando, se encendía hacia los bordes, liberando resplandores extraños.
Los dos indios descendieron rápidamente hasta las ramas más bajas, luego saltaron a tierra levantando una nube enorme de cenizas mezcladas con chispas.
Por un momento creyeron morir asfixiados, ya que el incendio no se había apagado totalmente y anidaba bajo las cenizas, pero apenas pudieron reponerse un poco, escaparon por piernas, levantando detrás de sí chorros de chispas.
Ya habían recorrido trescientos o cuatrocientos metros, cuando delante de un grupo de bananos, ya marchitos, oyeron una segunda detonación.
—¡Ah, canallas! —aulló Kammamuri—. Justo han decidido envenenarnos de otro modo, ya que las serpientes han dado malos resultados.
—¡Tú, sahib, has matado al hombre que ha hecho estallar aquella olla...! —aulló el rajput—. Yo también espero mandar alguno ante las tres divinidades indias...! ¡Son demasiado feroces...! ¡No merecen ninguna piedad...!
Así diciendo se arrojó y, como tenía botas de cuero bastante altas y de cuero muy grueso, podía correr casi impunemente entre las cenizas aún no enfriadas.
Aquel gigante barbudo, que solo con los puños habría podido matar a varias personas, realmente daba miedo. Corría como un loco, levantando detrás de sí nubes y nubes de cenizas mezcladas con chispas, sosteniendo la pesada carabina, empuñada por el cañón, como si quisiera utilizarla como una clava.
Era un gigante que se arrojaba, un gigante dotado de una fuerza hercúlea, capaz de derribar cualquier obstáculo y de afrontar cualquier peligro.
Kammamuri lo seguía saltando, gritándole detrás:
—¡Espérame! ¡Espérame!
¡Pero qué...! El rajput parecía haberse vuelto sordo. Atravesó en un instante la cima de la altura, toda invadida de un humo repugnante, asfixiante, y habiendo visto a un hombre, paria, faquir o lo que fuera, que intentaba huir por piernas, un alarido de bestia le irrumpió del pecho:
—¡Ah, chacal...! ¡Estás atrapado!
Luego un tiro de fuego atronó seco.
—¿Contra quién has disparado, amigo? —preguntó Kammamuri, que finalmente había conseguido alcanzarlo.
—He matado a un portador de aquellas ollas repugnantes —respondió el rajput—. Su carcasa está rodando abajo por la altura... ¿Y ahora?
—¡Escapemos...! Vamos a buscar nuestros caballos.
—¡Si los encontramos...!
—Te digo que los caballos mongoles no se alejan demasiado de sus amos. Los encontraremos allá abajo, en la llanura.
Descendían la colinita con grandes saltos para sustraerse rápidamente de los humos apestosos que podían contener incluso sustancias tóxicas. Afortunadamente el rajput había matado a tiempo al segundo portador de olla y antes de que hubiera podido incendiar la infernal mezcla, de modo que la vertiente oriental de la altura estaba absolutamente despejada, también porque el fuego no se había extendido más allá de la cima.
Siempre brincando como cabras del Tíbet, los dos fugitivos finalmente consiguieron, después de una carrera furibunda, alcanzar la llanura. Un grito de alegría escapó de ambos.
Los dos caballos mongoles estaban pastando tranquilamente bajo un baniano.
—Te dije que no huirían —dijo Kammamuri después de un largo suspiro.
—Tenías razón, sahib —respondió el rajput—. ¿Se dejarán atrapar?
—No temas que reanudarán la carrera. Aquí no hay más serpientes que los amenacen y no hay una chispa. La llanura es húmeda y trotaremos con seguridad.
—¿Y qué hacen los hombres del rajá?
—Ya nos creerán asfixiados y esperarán a que el aire se purifique para apresurarse a la altura. ¡Por Shivá! No tienen pulmones diferentes a los nuestros.
Se acercaron cautamente a los dos caballos que no cesaban de pastar, los aferraron sólidamente por las narices poniéndoles sus bocados de sutil acero, luego brincaron ágilmente en el arzón.
—Siempre hacia oriente —dijo Kammamuri—. Está en guardia contra las sorpresas.
—También tengo dos buenos ojos, sahib —respondió el rajput.
Los caballos, docilísimos, apenas sintieron la presión de los anchos estribos, se pusieron de nuevo en carrera relinchando alegremente.
Habían recorrido apenas quinientos pasos y estaban siguiendo el margen de una jungla que parecía tener dimensiones extraordinarias, cuando un griterío furioso estalló detrás de ellos seguido por un galope desenfrenado.
—¡Están sobre nuestra pista! —gritó el maratí, aflojando las riendas—. ¡Ya! ¡Ya! ¡Rajput! Arrojémonos en la jungla.
Los fugitivos, que poco a poco, aún conteniendo a los animales, habían ganado otro par de centenares de metros, llevando la distancia a setecientos, se encontraron imprevistamente frente a una vasta abertura.
Grandes animales debían haber desgarrado la jungla abriendo una especie de sendero.
—Esto es para nosotros —dijo Kammamuri—. Pasaremos a través de este mar de bambúes pero no antes de haber dado una dura lección a los parias de Sindhia. Debemos descabalgar a algunos para hacerles comprender cuán peligrosa es la persecución. No somos más que dos y trataremos de combatir como diez.
Detuvo violentamente al mongol justo en el borde del desgarro que estaba lleno de enormes bambúes amontonados desordenadamente y brincó a tierra.
—Ata a las bestias —dijo al rajput.
—Enseguida, sahib. Tengo más confianza en tu carabina que en la mía.
—Veremos —respondió simplemente Kammamuri.
Se había arrodillado detrás de un montón de enormes bambú tulda, espiando a los jinetes de Sindhia que avanzaban fatigosamente entre las altísimas hierbas.
—Caballos de poca resistencia —dijo—. Los haremos correr hasta que, uno a uno, caigan. Hasta las montañas de Sadiya no nos seguirán, estoy seguro. ¡Malditos chacales...! ¡Si pudiera desmontarlos a todos...!
Los bandidos llegaban alborotando y disparando siempre. A su cabeza estaba un hombre todo vestido de seda blanca, de formas hercúleas, quizá un brahmán.
Kammamuri lo apuntó atentamente, cambiando varias veces de posición, luego la gran carabina de mar atronó dentro de la jungla haciendo callar con un solo tiro a todas las aves que se habían refugiado.
El jinete vestido de blanco se inclinó sobre el cuello de su cabalgadura, luego vació el arzón sin mandar un grito.
Sus compañeros, espantados, se habían detenido.
—A ti ahora, rajput —dijo el bravo maratí—. Pon el alza en setecientos metros y estarás seguro de tu tiro.
—Lo intentaré, sahib. Nunca he sido un mal tirador.
—Dispara. Es necesario espantarlos.
El gigante, que había atado a los dos mongoles, se escondió detrás de la enorme barricada de bambú, e hizo su tiro.
Todos los rajputs son buenos fusileros. Acostumbrados a combatir en las fronteras de la India, saben medir enseguida la distancia y difícilmente fallan el tiro.
Como ya hemos dicho, son los únicos indios que disputan el valor a los maratíes y no siempre con desventaja.
El gigante, mientras Kammamuri se apresuraba a recargar la carabina, alzó el arma y apuntó sobre el grupo que avanzaba.
—Son muchos —dijo—. Alguno caerá.
Otro jinete vestido de blanco había tomado el mando del pelotón y con altísimos gritos incitaba a los bandidos a avanzar rápidamente.
Probablemente se trataba de otro brahmán, ya que ni los parias, ni los faquires llevan puestas tales vestimentas. Apenas llevan un par de pantalones cortos remendados o una pequeña falda, casi siempre llena de piojos.
El rajut apoyó el cañón de la carabina sobre un grueso bambú que había sido arrancado y que lo protegía de las descargas adversarias y después de haber apuntado largo tiempo, apretó el gatillo.
No fue el jinete el que cayó, sino el caballo. La pobre bestia, después de haberse encabritado violentamente, se desplomó entre las hierbas, arrojando al hombre que llevaba en la silla de montar, varios metros de distancia.
Un grito de rabia escapó de los labios del gigante.
—No te irrites, amigo —dijo Kammamuri—. También los caballos cuentan y tú has hecho un magnífico tiro.
—Pero el hombre todavía está vivo y veo que está levantándose.
—Te equivocas.
—No estoy ciego.
Kammamuri había hecho fuego rápidamente sobre el jinete y lo había hecho caer nuevamente, ciertamente para no levantarse más.
—¿Ves que todavía está en tierra? —dijo Kammamuri sonriendo.
—Porque tú lo has fulminado, sahib. Ah, estos maratíes son superiores a nosotros, debo confesarlo.
Los bandidos de Sindhia, espantados por aquellos tres tiros de fuego que llegaron todos a destino, y a una tan notable distancia, se habían arrojado a tierra escondiéndose detrás de sus caballos.
Aún cuando ahora sabían que tenían que vérselas con solo dos adversarios, no se sentían de ánimo como para reanudar la carga.
—¿Los esperaremos? —preguntó el rajput, recargando el arma.
—¡Ah no...! —respondió Kammamuri—. Mientras ellos avanzan paso a paso, nosotros desapareceremos dentro de la jungla. Este gran desgarro nos conducirá a algún lado.
—¿Montamos en la silla?
—¡Y enseguida, amigo...! Adelante y que todas las divinidades de la India nos protejan ya que las necesitamos.
—Me fío más de mi carabina —barboteó el rajput—. Brahma, Shivá y Visnú se han vuelto sordos y no escuchan más las plegarias de sus adoradores. Tenía razón un misionero blanco, venido de Europa, al llamarlos falsos dioses.
Extendió un momento las patas y el mongol, siempre lleno de fuego, se lanzó a través del gran sendero, seguido a continuación por el de Kammamuri.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Daba bomba: “Bombone” en el original, es presumir, alardear. Bombone en italiano es sinónimo del término —también en italiano— “bombista”, con el siguiente significado: “Chi racconta bombe, cioè fandonie; fanfarone” (quien dice bombas, o sea falsedades; fanfarrón).

Kali: “Kâlí” en el original. En el hinduismo es una de las diosas principales, considerada consorte de Shivá. Representa el aspecto destructor de la divinidad.

Visnú: En el hinduismo es el dios principal, creador, preservador y destructor del universo.

Tíbet: Región situada entre China, India, Bután y Nepal, al noreste del Himalaya a una altura media de 4900 msnm.

Bambú tulda: También llamado Bambú Bengal es un bambú grande y muy arracimado natural de India de color grisáceo de hasta 20 m de altura y 10 cm de diámetro.

Alza: “Alzo” en el original, es la regla graduada fija en la parte posterior del cañón de las armas de fuego, que sirve para precisar la puntería.

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