miércoles, 2 de marzo de 2022

VIII. El correo indio


Grandes animales, dotados de una fuerza colosal, elefantes o rinocerontes, asaltados por cazadores o tomados por un imprevisto furor, habían desgarrado la jungla, abriendo un pasaje tal como para permitir la carrera incluso a cinco jinetes de frente.
Bambúes enormes, especialmente tulda, que son los gigantes de la especie y que alcanzan la altura de quince metros, yacían en el suelo con las raíces en el aire, cruzados en todas direcciones.
—Tendremos mucho que hacer para evitar todos estos obstáculos —dijo el maratí al gigante—. Cuida que tu caballo no se rompa las patas.
—Lo tengo bien estrechado —respondió el rajput—. Daremos grandes saltos.
—Que quizá no terminarán todos bien.
—¿Entonces no son saltadores los mongoles de buena sangre?
—Son más trotadores dotados de una gran, es más, de una increíble resistencia. Sin embargo, pasaremos igualmente si mantenemos estrechadas las riendas y separadas las patas. ¡Uf! ¿Quién ha pasado por aquí? Solamente elefantes salvajes presa de un loco terror, pudieron haber hundido la jungla de este modo.
—Deben haber sido muchos —dijo el rajput, que hacía dar a su caballo saltos endiablados.
—Quizá un centenar. He encontrado aquí, y varias veces, manadas inmensas de aquellos gigantescos paquidermos. Todavía hay muchos en Assam.
—¡Con tal de que no nos caigan encima en medio de la jungla...!
—Quién sabe dónde estarán a esta hora los animales que han producido semejante devastación. Tienen el paso lento y cuando son perseguidos, hilan como locomotoras de vapor.
—¿Y los bandidos de Sindhia?
—¿Qué sé yo? Quizá nos seguirán a gran distancia.
—¿Ni siquiera ha estallado el cólera entre ellos? Aquel famoso médico blanco parecía seguro de lo suyo.
—Bah —dijo Kammamuri, alzando los hombros—. El cólera estallará cuando los malangi de los Sundarbans, empujados por la miseria, vengan a cultivar los arrozales asameses. Pero no llegarán hasta dentro de dos o tres meses y entonces el cólera no será más necesario, espero.
—¿Esperas, sahib? —preguntó el rajput haciendo dar a su caballo otro magnífico salto sobre el tronco de un tara—. ¿Qué quieres decir?
—Dentro de un par de meses o será Sindhia el que reinará sobre Assam o el gran sahib blanco. La guerra apenas ha comenzado y nos dará un trabajo durísimo a ambas partes. Vengan montañeses y la rani por segunda vez tendrá su corona.
Ya había transcurrido más de una hora y no se oía en medio de la gigantesca jungla ningún ruido, cuando el caballo de Kammamuri, que venía detrás del del rajput, hizo un violento desvío mandando un agudo relincho.
El gigante había detenido enseguida a su corcel separando del arzón la carabina.
—¿Qué hay entonces, sahib? —preguntó, preparándose para hacer fuego.
—Debemos ser perseguidos —respondió el maratí.
—¿Por los bandidos de Sindhia?
—No pienso más en ellos. Deben estar bien lejos.
—¿Y por quién, entonces?
—Detén un momento tu caballo —respondió Kammamuri.
—Ya está quieto.
—Aguza las orejas ahora. ¿No oyes nada? Escucha bien.
—Sí, un estruendo lejano —respondió el rajput—. Diría que otra banda de elefantes salvajes se precipita sobre la jungla.
—Elefantes, no —respondió Kammamuri—. Son bestias más malignas que no tienen miedo del hombre.
—¿Tigres quizá?
—No, no, son rinocerontes.
—¿Que corren sobre nuestros rastros? —preguntó el gigante, haciendo un gesto de espanto.
—Esto no te lo sabría decir.
—¿Y cómo hace para distinguir si se trata de elefantes o de rinocerontes?
—Los rinocerontes tienen el galope más pesado y más irregular.
—¿Seguirán por el desgarro?
—Todavía es demasiado pronto para poder decirlo.
—Y si...
—¡Calla...!
Un grito extraño laceró el aire, un grito estridente: ¡Niff...!
—¿Me había equivocado? —preguntó Kammamuri, que no sabiendo por qué parte podían irrumpir aquellos terribles animales, mucho más peligrosos que los elefantes y los tigres, había detenido el caballo.
—No, sahib. Este “niff” también lo he oído varias veces, ya que en nuestros pueblos se suele cazar bastante a los rinocerontes con lanza.
—¿Será uno solo o serán muchos? —se preguntó con ansiedad el maratí mientras aguzaba las orejas.
A través de la jungla se oía el galope pesado, irregular, que se acercaba con extrema rapidez.
—Me parece que es uno solo —dijo— y sin embargo, nuestras carabinas tendrán mucho que hacer para arrojarlo a tierra. Aquellas bestias están blindadas y reciben balas sin inquietarse mucho.
—¿Vamos, sahib? —preguntó el rajput, que parecía presa de una vivísima inquietud.
El maratí estaba por responder cuando el grito estridente resonó imprevistamente a poca distancia.
Casi de inmediato una bestia enorme, de no menos de cuatro metros de largo y de más de uno y medio de alto, toda cubierta de barro, y la nariz armada de un cuerno de marfil, de más de ochenta centímetros de largo, se precipitó con furia infernal encima de los dos jinetes.
—¡Largo! ¡Largo! —aulló Kammamuri.
No había necesidad de aquella orden. Los dos mongoles, espantados, se habían dado a una carrera loca a través del desgarro, saltando maravillosamente todos los obstáculos.
El rinoceronte, habiendo descubierto a los jinetes, se había detenido como sorprendido por semejante encuentro, pero después de un instante de indecisión reanudó la carrera.
Todo caía delante de aquel bruto dotado de una fuerza casi igual a la de los elefantes. Mantenía la cabeza casi al ras del suelo y con el formidable cuerno estrellaba los bambúes gigantescos como si fueran simples pajitas.
Los tigres y leopardos son peligrosos y dan mucho que pensar incluso a los más famosos cazadores; pero el rinoceronte es el peor de todos los animales que infestan las florestas y las junglas del Indostán.
Parece que siempre está presa de una locura furiosa. Va, viene, se lanza, batalla con las plantas derribándolas, incluso se arroja tras los chacales y nilgó que ciertamente no pueden intentar asaltarlo.
Incluso los carnívoros evitan a aquel bruto de mente enferma y escapan ante sus cargas furiosas, sabiendo bien que no tienen nada que ganar empeñando una lucha.
Vive casi siempre solo, uniéndose rara vez a las hembras que enseguida abandona, aún cuando no sean mejores que él, ¡al contrario...! Cuando hay un pequeño que defender, la rinoceronta no vacila en arrojarse incluso contra un regimiento de caballería.
Kammamuri, que sabía mucho mejor que el rajput con qué enemigo tenía que vérselas, intentaba con una fuga desesperada, sustraerse del ataque.
—¡Mantén estrechadas las riendas...! —gritaba al compañero que galopaba un poco más adelante—. ¡No olvides que quien caiga debe familiarizarse con el cuerno del señor niff!
—Lo sé —respondió el rajput, que no cesaba de azuzar a su corcel—. Lo sé, sahib y me cuidaré bien de caer. ¿Nos gana?
—Está apenas a veinte metros.
—¿Si probamos disparar?
—¿Con los saltos desordenados de los caballos? ¿Quién podría meter una bala en el lugar?
—¿Es que nunca pierde las fuerzas aquella condenada bestia?
—Son resistentes como los elefantes.
—¿Y durará mucho esta cacería?
—Ve a preguntarle al señor niff, si tienes suficiente coraje.
—¡Ah no...! Prefiero escapar.
Los dos mongoles, presa de un loco terror, devoraban el espacio metiéndose siempre más adentro del enorme desgarro. Hacían esfuerzos desesperados por conservar la distancia y se cuidaban de caer, sabiendo que no escaparían a la rabia del bruto.
Aquella carrera furibunda ya duraba una buena media hora, cuando Kammamuri oyó al rajput arrojar un grito terrible y luego lo vio desaparecer de pronto, como si la tierra se hubiera abierto bajo las patas del caballo.
Aún cuando estuviera acosado de cerca por la bestia, intentó detener al mongol, que se había encontrado imprevistamente delante de un enorme montón de bambúes derribados.
Era demasiado tarde para contenerlo. El pobre animal, espantado, saltó y desapareció a su vez junto con el jinete dentro de un hoyo profundo y bastante ancho y largo, rompiéndose las patas.
Kammamuri por el contragolpe había sido arrojado hacia adelante y había ido a parar a los brazos hercúleos del rajput.
Un momento después también se desplomaba en el hoyo el rinoceronte, mandando un alarido espantoso.
Por un verdadero milagro no había caído sobre los dos fugitivos y sus dos caballos. Es más, le había tocado lo peor: se había ensartado en uno de aquellos palos puntiagudos y durísimos que los indios colocan en el fondo de los pozos de caza, que a veces son tan vastos como para poder contener incluso a una decena de elefantes.
El bruto, medio estrellado por la caída y herido horriblemente por el palo que de pronto lo había retenido, impidiéndole hacer cualquier movimiento, había abierto la boca de par en par mostrando los dientes macizos y mandando otro alarido más horrible que el primero. Ya estaba inmovilizado y no podía perjudicar más. Su agonía comenzaba y debía ser bien larga, aún cuando en la caída se hubiera roto, no solo el hocico sino también el terrible cuerno.
Kammamuri y el rajput, habiéndose salvado milagrosamente, rápidamente se habían puesto nuevamente de pie con las carabinas en la mano.
Los dos caballos estaban perdidos. Habían salvado a sus jinetes, pero estaban casi estrellados y se agitaban locamente en el fondo de la gigantesca trampa mandando dolorosos relinchos y dando patadas en todas las direcciones.
—¿Cómo es que estamos vivos todavía? —preguntó el rajput, girando alrededor los ojos dilatados por el espanto—. ¿Tú lo sabes, sahib?
—Yo sé que sin ti me habría partido la cabeza contra las paredes de la fosa. Te debo la vida.
—No sahib, te atrapé al vuelo y nada más.
—Buen punto, sin embargo.
—No digo que no. Me encontré, afortunadamente, con tu voltereta y mis brazos te han detenido. Como ves, algo muy natural y sencillo, sahib.
—No sé qué decir —respondió el maratí, que había recuperado rápidamente su sangre fría—. ¿Tu caballo está perdido?
—Dentro de un par de horas estará muerto.
—El mío también.
—¿Y aquella bestia?
—Oh, aún cuando esté empalada, durará mucho. No nos preocupemos más por ella, por otra parte: es como un gran navío anclado.
—Faltaría ahora que nos cayeran encima los bandidos de Sindhia.
—¡Uf! Quién sabe dónde estarán ahora.
—¿Y cómo nos las arreglaremos?
—Responde antes a una pregunta mía. ¿Cómo no te has partido el cráneo?
—Cuando he visto al caballo precipitarse, he abierto las piernas para no encontrarme con los pies aprisionados en los estribos y he dado no sé si dos o tres saltos en el vacío. ¿Habrá sido Shivá el que me ha salvado, o Brahma o Visnú? No lo sé. Pero sé que todavía estoy vivo y listo para recomenzar la lucha, ya que mis costillas han resistido maravillosamente, y así también las piernas y los brazos. Debe haber un poco de acero dentro de mis huesos.
—Lo creo, amigo. Espérame.
—¿A dónde vas, sahib?
—Voy a ver si nos será posible salir de esta trampa.
—¿Y aquella bestia?
—Déjala aullar. Ya no se curará nunca más; ningún médico osaría sacarle aquel pedazo de palo que la ha destripado.
—¿Y si lo partiera y se arrojara imprevistamente sobre ti?
—Ese peligro no existe. Por otra parte, todavía tenemos nuestras carabinas y nuestras pistolas, sin contar las cimitarras. Como ves, a pesar del gran salto que debería habernos sido fatal, estamos todavía formidablemente armados. Veamos un poco si se puede salir.
Sin cuidarse de los alaridos espantosos de la bestia, había avanzado hacia el centro de la excavación.
Se trataba de una verdadera trampa para grandes animales, vastísima, con tres palos clavados fuertemente en el terreno y que los caballos, aunque matándose, habían evitado milagrosamente.
Aquellos hoyos que los cazadores indios excavan en medio de las junglas, tienen la boca más bien estrecha y el fondo, en cambio, inmenso, y las paredes están cortadas de modo de no permitir a ninguna bestia volver a subir a causa de la extrema pendiente de las paredes que forman con la base ángulos agudos.
Los cubren con bambú, esparciéndoles encima terrones de tierra, de modo de esconder la emboscada, luego los cazadores van a hacer sus visitas y casi siempre encuentran caza menor y mayor, que sacan con sólidos lazos.
—Esta fosa es peor que una prisión —dijo el maratí—. ¿Quién sería capaz de trepar hasta la boca? ¿Es que Sindhia tiene toda la suerte? Aquí estamos, a pie y en mala compañía. Pobre señor Yanez, ¿cómo podremos llevar a término nuestra misión? Lo dudo mucho.
Miró el rinoceronte que no cesaba de aullar espantosamente, haciendo saltar a los pobres caballos, ahora locos de terror y ya agonizantes.
El monstruoso animal era horrible de ver. Sacudía furiosamente su cabezota casi triangular, vomitando sangre y bajo su vientre, donde el palo lo había ensartado, más sangre empapaba el suelo mezclada con jirones de tripas.
Aún cuando debía sufrir atrozmente con cada movimiento, presa de una verdadera locura, intentaba liberarse del obstáculo que lo retenía, ensanchando cada vez más la herida.
El rajput había alcanzado al maratí, que había armado la carabina.
—Es necesario matarlo —le dijo—. Si los bandidos de Sindhia han seguido el sendero, podrían apresurarse hasta esta fosa para ver qué sucede.
—También lo pensaba en este momento —respondió Kammamuri—. Pero temo que la carabina atraiga a aquellos canallas más que los alaridos de este bruto.
—Las pistolas no hacen tanto estruendo, sahib. Dispárale en un ojo.
—Es lo que haré... ¿Los caballos están muertos?
—Dentro de diez minutos ellos también se irán. Están demasiado destrozados como para poder sobrevivir.
—He aquí una grave pérdida.
—Que nadie podía prever —respondió el rajput.
—Lo sé.
El maratí se sacó del cinturón una larga pistola con dos cañones, de alto calibre, se acercó a la bestia que continuaba haciendo esfuerzos prodigiosos para liberarse del palo y disparó un tiro, a quemarropas, en el ojo izquierdo. Siguió una segunda detonación y el animal, después de haber mandado un último y más espantoso alarido, se abatió doblando bajo el vientre desgarrado las anchas y robustas patas.
Había recibido dos balas en el cerebro, el único punto vulnerable.
—Lo ha fulminado, sahib —dijo el rajput.
—Creo que aún no está precisamente muerto —respondió Kammamuri—. Conozco a estos canallas. Parece que tuvieran diez corazones y diez cerebros.
En efecto, justo en aquel momento el rinoceronte abrió la boca de par en par dos o tres veces vomitando más sangre, luego bostezó haciendo crujir las robustas mandíbulas.
Era el último esfuerzo. Se acurrucó casi todo sobre sí mismo mandando un débil lamento, luego sacudió las orejas, extendió las patas que había recogido bajo el vientre y con un segundo bostezo y un nuevo chorro de sangre, expiró.
—Estas bestias realmente dan miedo —dijo el rajput.
—Los tigres valen menos —respondió Kammamuri.
Miró a lo alto, hacia la salida de la fosa. La luz comenzaba a faltar: el sol se ponía rápidamente y la oscuridad estaba por caer.
Los dos valerosos se miraron largo tiempo, interrogándose con la mirada.
—No sé qué decir —dijo el maratí, que parecía desalentado.
—¿Que precisamente no se puede dejar esta tumba? —preguntó el rajput.
—¿No ves cómo las paredes han sido talladas? La escalada es imposible.
—¿Y si abrimos una galería?
—Lo pensaremos. También los caballos están muertos; ¿no es verdad?
—No los veo moverse más.
—¡Quién sabe...! Tú eres fuerte como cuatro hombres; pero por ahora no haremos nada. Esperaremos al alba.
—¿Dentro de este hoyo lleno de sangre?
—Llama en tu ayuda a dos docenas de zorros voladores y hazte conducir arriba —respondió Kammamuri.
—No puedo tenerlos a mano, sahib.
—¿Tienes tu pipa?
—Sí y un poco de tabaco todavía; pero el estómago está vacío.
—Mañana cocinarás una pata del rinoceronte y te quitará el hambre por veinticuatro horas.
—¡Mañana...! —refunfuño el rajput—. Son doce horas.
—Busca si en las alforjas de nuestros caballos todavía hay algo que poner bajo los dientes.
—Sí; miserables bananas que no le bastarán a mi cuerpazo.
—Estrecha la faja, así quedará más ajustada.
—Se necesita mucho más para mí, sahib.
—Hay dos caballos y un rinoceronte. La carne no falta, es más, tenemos demasiado. Come lo que quieras.
—¿Cruda?
—¿Querrías que te fabricara un asador o una parrilla y que te encendiera también el fuego? ¿No ves que hay solamente unas pocas cañas que darían más humo que fuego?
—Entonces no me queda mas que estrechar la faja —dijo el rajput con voz melancólica.
—¿Rechazarás la carne cruda? Un buen pedazo de muslo de uno u otro de nuestros caballos podría servirte.
—¿Sin sal y sin pimienta?
—¡Eh, señor Hércules, se pone un poco difícil! Aquí no estamos en la capital.
El silencio no era roto mas que por los alaridos de los chacales atraídos por decenas por el olor de la carne del rinoceronte y de los caballos, que les prometía una abundante cena, cuando de pronto el gigante se impulsó hacia el centro de la fosa y se puso a escuchar. Poco después un grito se le escapaba:
—¡Las campanillas...!
—¿Qué campanillas? —preguntó Kammamuri, que se había apresurado a alcanzarlo.
—¿No oyes, sahib? Escucha bien.
—Sí, un lejano tintineo que parece acercarse con rapidez diabólica.
—Es el correo indio que pasa.
—¿A través de esta jungla?
—Los bandidos del rajá habrán obligado al conductor de la valija postal a tomar otro camino.
—¡Si pasara cerca de la fosa!
—¡Y si cayera dentro...!
—Dispararemos un tiro de pistola.
—¿Oyes, sahib?
—Sí, el correo vuela. Tiene tres caballos y el carro apenas pesa como tú. No obstante, no sé cómo haremos para hacernos lugar.
—Nos acomodaremos de cualquier forma. Hay dos asientos, uno adelante para el cartero y uno atrás.
—Que no sirve más que para una persona.
—Yo montaré uno de los caballos.
—Será mejor.
—Calla.
El tintineo de las campanillas se acercaba siempre y con rapidez fulmínea. El correo indio va precipitadamente, con un galope endiablado, a través de las junglas y montañas cambiando los animales en los bungalows que están encargados de tener siempre un cierto número.
El coche postal debía haberse metido a través del inmenso desgarro abierto por los elefantes o por los rinocerontes y corría derecho hacia la trampa que el conductor, a causa de la oscuridad, no habría podido evitar.
Los chacales, espantados por las cencerrillas habían huído todos aullando lúgubremente. Como se sabe, aquella especie de lobos, incluso si son un buen número, salvo raras excepciones, nunca osan atacar al hombre.
Huyen también ante todos los carnívoros, no estando dotados de excesivo coraje. Tienen mucho de las hienas africanas, rompedoras, terribles en apariencia y luego, en realidad, cobardes al punto de huir ante un niño armado de un simple palo.
Kammamuri aguzaba siempre las orejas teniendo en el puño una de sus pistolas de dos tiros, listo para detener al mensajero, con un tiro de fuego repentino, antes de que se precipitara, junto con sus tres caballos, en la inmensa fosa.
Las campanillas resonaban ruidosamente, cada vez más cerca. El coche volaba; y volaba hacia el abismo.
—Sahib —dijo el rajput—. Es el momento de disparar.
—Espera.
El viejo cazador escuchaba siempre con extrema atención.
Pasó otro medio minuto que al rajput le pareció largo como media hora, luego el maratí alzó la pistola y dejó partir dos tiros gritando enseguida, con voz tonante:
—¡Detente! ¡Detente! ¡La tierra está quebrada! ¡Detente cartero!
Las campanillas sonaron furiosamente aún unos instantes, luego callaron casi bruscamente. Una voz humana se oyó de afuera de la fosa resonar altísima:
—¿Quién es que ha hecho fuego?
—Amigos del correo indio —respondió Kammamuri—. Saca el fanal y mira a dónde estabas por caer junto con el coche.
—Le advierto que estoy armado.
—No somos bandidos de la jungla. Te digo que te hemos salvado la vida.
—Ahora lo veremos.
Las campanillas de los tres caballos resonaron todavía un momento más mezcladas con relinchos poderosos, luego un rayo de luz se proyectó dentro de la trampa.
El mensajero mandó un alarido de espanto.
—Gracias —dijo luego—. Me ha salvado y junto conmigo también ha salvado a los tres corredores, ¿qué puedo hacer por usted?
—Sacarnos de aquí —respondió Kammamuri—. Tendrás cuerdas.
—Sí, pero antes querría saber quiénes son ustedes y cuántos son.
—Somos solamente dos. Yo soy el ayudante de campo del maharajá de Assam y mi compañero es un rajput bueno como un niño aún cuando posea una fuerza gigantesca.
—¿Y cómo se encuentran ahí dentro?
—Nos precipitamos junto con nuestros caballos mientras intentábamos escapar de los bandidos del rajá y de un rinoceronte que nos ha seguido en la caída y que se ha empalado.
—Los bandidos del rajá —dijo el mensajero, que continuaba proyectando dentro de la fosa los rayos de su fanal— han intentado darme caza y detenerme.
—Estaban a caballo, ¿no es verdad? Debían ser veinte o veinticinco. Quizá incluso menos ya que hemos desmontado a varios.
—Espérame.
—Cuida que los caballos no avancen.
—Ya están atados —respondió el mensajero.
Su ausencia fue brevísima. Una sólida cuerda cayó muy pronto dentro de la trampa.
El maratí, cuyos ojos ya se habían habituado a la oscuridad, la tomó al vuelo y se puso a trepar, no olvidando llevar consigo sus armas y la gualdrapa del caballo.
Normalmente el correo indio se sirve de jovencitos, escogidos con gran cuidado, que arma con una fusta de mango corto y correa larguísima y con dos buenas pistolas. En cambio, el conductor del coche postal que estaba por precipitarse al abismo era un soldado sij, ya en sus cuarenta, de formas robustísimas, con una larga barba negra desgreñada y ojos centelleantes como carbunclos.
—Te agradezco, sahib —dijo, después de haber dirigido los rayos de la linterna sobre Kammamuri—, el haberme salvado la vida. Si disparabas un momento después, me mataba. ¿Dónde está tu compañero?
—Aquí está: como ves, es un rajput.
—¡Que debe luchar con ventaja contra los osos de nuestras montañas! —dijo el mensajero, después de haberlo examinado de la punta de los pies al turbante.
—¿Podrías cargarnos a los dos? —preguntó Kammamuri.
—Yo montaré el caballo del medio y ustedes ocuparán los asientos.
—¿Pero a dónde ibas?
—Los mensajeros no pueden traicionar sus secretos. Me encargaron ir muy lejos, más allá de la frontera oriental de Assam.
—¿A Arakán o a Birmania?
—No puedo decir nada. Será mejor reanudar enseguida la carrera, ya que los hombres que el ex rajá ha reclutado deben estar todos sobre mis rastros.
—Ahora somos tres y tenemos grandes carabinas —dijo Kammamuri—. Ya los hemos detenido un par de veces.
Puso el fanal en su sitio e indicó a los dos rescatados los dos asientos, uno colocado adelante y el otro detrás del ligero sí, pero robustísimo carro.
Estaba por montar el caballo del medio, que continuaba sacudiendo las cencerrillas como si estuviera impaciente por reanudar la carrera junto con sus dos compañeros de esprint, cuando el mensajero se volvió nuevamente hacia Kammamuri preguntándole:
—Sahib, ¿tú conoces esta jungla?
—Jamás la he recorrido —respondió el maratí—. He cazado varias veces a los grandes búfalos junto con el maharajá, manteniéndome siempre a lo largo de los márgenes de este inmenso matorral.
—Entonces no sabes si en nuestra carrera encontraremos otras trampas. No se escapa dos veces a la muerte.
—Como te he dicho, jamás he atravesado esta jungla.
—Y este desgarro gigantesco que ha servido tan bien para escapar del ataque de los partidarios del ex rajá, ¿quién lo ha hecho?
—Probablemente elefantes espantados por alguna banda de cazadores o por otra causa ignorada por mí.
—Retomar el camino transitable que conduce a Doboka no me conviene. Seremos capturados rápidamente y he recibido la orden de no dejarme capturar.
—También creo que no es el caso, al menos por ahora, de regresar hacia el septentrión —respondió Kammamuri—. También a nosotros nos oprime bastante no caer en las manos de los jinetes que han intentado darte caza. ¿Quieres saber más?
—Por el momento, no. Partamos.
—¿Quieres un buen consejo antes de lanzar los caballos?
—Habla pues, sahib.
—Desembaraza a las bestias de las cencerrillas que podrían traicionarnos. No tenemos necesidad de estrépito, sino de pasar inadvertidos y en el máximo silencio.
—Tienes razón, sahib.
El mensajero sacó de la faja un cuchillo afiladísimo, un poco curvo, que parecía medio talwar, e hizo caer al suelo todas las campanillas.
—Ahora podemos volver a partir y que Buda nos proteja de las trampas.
Se lanzó sobre el caballo del medio, empuñó la fusta de mango corto y correa en cambio larguísima, y mandó un silbido estridente, no muy distinto del que usan los cornac para hacer mover a los elefantes. Los tres veloces corceles se encabritaron un momento, relinchando y bufando, luego se lanzaron a carrera desenfrenada dentro del enorme desgarro, costeando la trampa.
Un gran silencio reinaba en la jungla. Parecía que todos los chacales que antes habían aullado tanto, desesperados ya por probar los dos mongoles y el rinoceronte, se hubieran alejado mucho. Luego la noche era espléndida, clara, una verdadera noche india. Faltaba completamente la luna, pero ¡qué destellos de luz mandaban las estrellas que vagaban en el cielo...! Parecía que palpitaran lanzando resplandores del color de las esmeraldas, topacios y de materiales de fundición.
Habría podido apagar el fanal, pero el mensajero no lo osaba, sabiendo que todos los animales temen a la luz, especialmente si aparece imprevistamente.
—Sahib —dijo el rajput, que se mantenía bien estrechado al asiento ya que el coche daba sacudidas horribles—, ¿dónde iremos a terminar?
La pregunta había sido dirigida a Kammamuri que, como se sabe, ocupaba el asiento colocado adelante.
—¿Qué quieres que sepa yo, amigo? —respondió el maratí—. Sé que huímos, y para nosotros es muy útil interponer un gran espacio entre nuestras personas y los bandidos de Sindhia.
—¿Y este mensajero?
—Llevará algún mensaje importante a algún comandante inglés de la frontera birmana o arakanesa.
—Espero que no lo sigamos hasta allá arriba.
—No tengo ningún deseo. Y luego, aquí hay tres caballos y dos pueden servirnos. Para el coche puede bastar uno.
—¿Cuentas, sahib...?
Kammamuri estaba por responder cuando los tres corredores se encabritaron violentamente cayendo luego uno encima de otro y volcando el carro.
En el mismo instante, en la oscura profundidad de la jungla se oyó resonar el bien conocido “ha-o-hung” de los tigres.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Los cuernos de los rinocerontes no son de marfil —como los colmillos de los elefantes—, sino de queratina, al igual que los cascos de los caballos y nuestras uñas.

Cuando Salgari nombra a los zorros voladores, en el original utiliza “cani volanti”, o sea, “perros voladores”, sin embargo no existen tales animales.

Malangi: “Molanghi” en el original, es una tribu que habita en el Sundarbans. También se los refiere como “trabajadores de la sal”.

Zorros voladores: “Cani volanti” en el original, es el “zorro volador de la India” (Pteropus giganteus). Su cuerpo mide 30 cm de longitud y llega a tener una envergadura de 120 cm. Pesa en promedio 800 g. Tiene tonos castaño rojizos, pardos y negruzcos y se alimenta de fruta.

Valija postal: “Valigia postale” en el original, es el saco de cuero, cerrado con llave, donde llevan la correspondencia los correos.

Cencerrillas: “Sonagliere” en el original, son los cencerros para las caballerías.

Gualdrapa: Cobertura larga, de seda o lana, que cubre y adorna las ancas de la mula o del caballo.

Sij: “Seikko” en el original, es el seguidor del sijismo —religión monoteísta fundada por Nanak en la India en el siglo XVI, que combina elementos del hinduismo y del islamismo—.

Arakán: Antiguo nombre del actual estado de Rakáin, en Myanmar.

Birmania: Nombre de la actual República de la Unión de Myanmar, en el sudeste asiático.

Doboka: “Daboka” en el original, es un pueblo comercial del distrito Hojai, en el estado de Assam. Se encuentra a unos 130 km al este de Guwahati. También se lo conoce como Dabaka o Dobaka.

Arakanesa: “Arracanese” en el original, relativo a la antigua Arakán.

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