miércoles, 30 de marzo de 2022

IX. La noche en la jungla


El rajput y Kammamuri, antes de que el coche volcara, habían saltado ágilmente a tierra, mientras el mensajero era arrojado a diez pasos de distancia, en medio, para su fortuna, de un enorme cúmulo de hojas secas.
Los caballos, embarazados entre los tirantes, no se habían movido más. Eso sí, relinchaban desesperadamente como para pedir ayuda a los hombres contra la formidable fiera que se había anunciado, quizá todavía en ayunas, quizá también no sola.
—Sahib —dijo el mensajero, que había alcanzado prontamente a los caballos intentando calmarlos—, ustedes están mejor armados que yo: ayúdenme a salir del apuro.
—Estamos listos —respondió Kammamuri, que ya había armado la carabina, arrodillándose detrás del carro—. No somos hombres de tener miedo a uno o más tigres.
—¿Debo levantar a los caballos?
—Hasta que la bestia o bestias no se presenten, te lo prohibo. ¿Tienen las patas rotas?
—No: estarían listas para volver a partir, sahib. Si lo quieres, las pongo en pie y vuelven a lanzarse.
—Tú no conoces a los bagh.
—Sé que son malos y muy audaces. No es la primera vez que me asaltan, incluso en los grandes caminos flanqueados por bosques o junglas.
—Eres un hombre afortunado, porque veo que no te falta ni siquiera un brazo.
—He perdido una oreja, sahib y llevo en mi pecho rastros de tres arañazos.
—Esperemos esta vez salvar tu otra oreja —respondió Kammamuri—. Aquellas bestias tendrán que vérselas no ya con tus pistolas sino con nuestras carabinas. ¿Verdad, rajput?
—Y cuando disparan, difícilmente fallan —dijo el gigante—. Un tigre, después de todo, no es un rinoceronte enfurecido e impulsado a una carrera desenfrenada. Aquellas grandes bestias dan mucho miedo.
—¿Entonces esperamos? —preguntó el conductor del correo.
—No hay nada más que hacer, si quieres salvar a tus caballos —respondió el maratí.
Se levantó, separó el fanal que resplandecía magníficamente, teniendo una gran lente de cuarzo, y dijo al rajput:
—Levanta el coche.
—¿Junto con un caballo?
—No, no, deja tranquila a las bestias, al menos por ahora. ¿Los ejes se han partido?
—No, sahib.
—Entonces, levántalo.
El gigante que como se sabe, estaba dotado de una fuerza más que extraordinaria, volvió a poner el coche sobre sus dos ruedas.
—Eres un hombre prodigioso —dijo Kammamuri, deponiendo el gran fanal sobre el primer asiento—. Ahora nos divertiremos un poco. Qué pecado que no estén con nosotros el maharajá, mi amo y el Tigre de la Malasia. ¡Qué trío formidable...!
—Ve a llamarlos, sahib, si tienes tiempo —dijo el rajput—. Como ves, aquí hay tres caballos y de raza.
—¿Para hacerme capturar por los bandidos de Sindhia? Oh, qué pésimo consejo me das.
—También creo que no es en absoluto bueno —respondió el gigante—. Señor bagh, estamos listos para darle un recibimiento digno de sus dientes y uñas.
—No bromee —dijo en aquel momento el mensajero, que también se había refugiado detrás del carro, teniendo en puño sus larguísimas pistolas—. Ya he visto al tigre dar un gran salto y desaparecer en medio de los bambúes.
—¿A qué distancia? —preguntó Kammamuri.
—A no más de cincuenta pasos.
—¿Qué ojos tienes...? Pueden competir con los del cazador de ratas de las cloacas de Gauhati.
—¿Quién es aquel hombre?
—Te lo diré en otro momento. Ahora debemos ocuparnos del bagh que afirmas haber visto. ¡Abre las orejas entonces y escucha!
El tigre había lanzado nuevamente su lúgubre grito de guerra, haciendo atronar la jungla.
Parecía que estaba solo, pero Kammamuri no se confiaba en absoluto. Sabía muy bien que los machos están siempre acompañados por la hembra, que lucha con un coraje desesperado, especialmente si condujo consigo a los cachorros.
—Ni siquiera esta noche dormiremos —dijo el rajput.
—Si no tienes miedo de que te arranquen la cabeza o una pierna, envuélvete en la gualdrapa de tu mongol y déjame tu carabina.
—¡Oh, nunca sahib! Tú juegas tu vida y yo también jugaré la mía.
—Esperaba esa respuesta, mi valeroso.
—Abramos entonces los ojos.
—Sería necesario cubrir el fanal —dijo el mensajero—. Divisando tanta luz los bagh no osarán arrojarse contra nosotros.
—Pronto estará hecho —dijo el rajput tomando la manta de su mongol—. Las estrellas esta noche son grandes como muy pocas veces he visto. Diría que están por caer en la jungla.
—Cuida que no te caiga encima una estrella amarilla y negra armada de dientes y garras —dijo Kammamuri.
Sobre un gigantesco matorral se había alzado una fuerte brisa nocturna, que hacía susurrar las altísimas cimas de los bambúes, revestidas de larguísimas hojas.
Aquel susurro no era deseado por nadie, ya que bastaba para cubrir el avance ágil del bagh.
Si en lo alto el aire era un poco fresco, debajo de la gigantesca vegetación pasaban en cambio, de vez en cuando, soplos muy calientes impregnados de más que malos olores. Eran oleadas de miasmas que se vertían por la baja jungla, producidos por la corrupción de las plantas y también por las numerosas carcasas no completamente descarnadas por los chacales y los leopardos.
Los tigres, más señoriales, habiendo satisfecho el hambre, abandonan la presa y no la tocan más. Aquellas bestias malvadas quieren siempre carne palpitante y sangre caliente, de modo que mucha carroña permanece diseminada aquí y allá para corromperse al aire.
Los tres hombres, arrodillados detrás del coche postal, esperaban siempre animosamente al comedor de hombres con la intención de mandarlo lleno de plomo a algún paraíso o algún infierno.
Dos alaridos resonaron en aquel momento en la jungla.
—Son dos —dijo el rajput—. ¿Nos atacarán por dos partes?
—Es probable —respondió Kammamuri, que ya se inquietaba bastante—. Descubre el fanal. Al menos veremos por qué parte llegarán. Si se hubiera tratado de una sola bestia, habríamos podido disparar incluso sin este rayo de luz, ¡pero dos...! Mensajero, ¿están tranquilos los caballos?
—Hago un esfuerzo enorme, sahib, para impedirles que se levanten.
—Huirían a carrera desenfrenada sin nosotros.
—Lo sé, sahib, y es por esto que no los abandono un sólo instante. Me duele que no pueda serte de ninguna ayuda.
—Déjanos a nosotros —dijo Kammamuri—. Como te he dicho, no estamos en nuestras primeras cacerías.
—Se ve por su tranquilidad —respondió el mensajero, que había posado sus dos largas pistolas junto al caballo del medio para ayudar a sus salvadores.
—Eh, rajput, ¿nada aún? —preguntó el maratí.
—No, sahib —respondió el gigante—. Diría que ya los bagh han cenado y no tienen más necesidad de nuestras chuletas.
—¡Uf! Espera un poco y verás, amigo. Son astutos y actúan con extrema prudencia.
—Calla, sahib.
—Un crujido delante nuestro; ¿verdad?
—Y un soplo de aire impregnado de cierto olor salvaje —respondió el rajput—. Tú piensa en aquel que avanza derecho hacia ti; yo me encargo del otro.
El momento era terrible. Los dos bagh debían encontrarse a breve distancia, ya que sus exhalaciones salvajes se hacían sentir, traída por la brisa nocturna, que de vez en cuando cambiaba de dirección.
Kammamuri y el rajput abrían de par en par los ojos, mientras el mensajero hacía esfuerzos sobrehumanos para contener los caballos, que eran asaltados por intensos temblores. Las pobres bestias sentían a los implacables enemigos y comenzaban a ser invadidas por un loco terror.
De pronto el rajput volvió a cubrir el fanal, se arrodilló, alzó la carabina, y luego hizo fuego en dirección a dos puntos luminosos que veía delante suyo.
Una sombra pasó sobre el carruaje postal y cayó tres metros delante del maratí.
La ocasión era favorable. El viejo cazador de la jungla negra dejó caer la carabina, empuñó una de sus pistolas de dos tiros y descubrió el fanal.
Un tigre gigantesco se había erguido delante de él, aullando espantosamente, pero enseguida había vuelto a caer como si tuviera una pata rota.
Kammamuri no vaciló un instante en disparar, viendo claramente a la fiera dentro del círculo de luz proyectado por el fanal.
—¿Derribado? —preguntó el rajput, que acudía en ayuda del cazador.
—Sí —respondió simplemente Kammamuri—. Ha caído.
—¿Muerto?
—Parece.
—No te confíes, sahib: dispárale un tiro de carabina.
—Quizá sea una carga desperdiciada.
—Hazme caso, sahib.
El maratí, un poco impresionado por aquella insistencia, había recogido su gran arma y estaba por apuntarla, cuando la bestia gigantesca, que creía haber matado, se arrojó con un gran brinco encima de los caballos, mordió al mensajero por la nuca y se lo llevó con la misma facilidad como si se hubiera tratado de un niño, desapareciendo enseguida en la jungla.
No había nada extraordinario en aquel suceso. Los tigres, al igual que los jaguares americanos, pueden resistir varias balas; y con su fuerza extraordinaria consiguen, aún heridos, saltar empalizadas de dos metros o más, llevándose en la boca un ternero de ciento cincuenta kilogramos de peso, si no más.
Kammamuri mandó un grito fuertísimo:
—Rajput, mantén firme a los caballos; si escapan, estamos perdidos.
—¿Y aquel desgraciado? —preguntó el gigante, mientras se lanzaba hacia los tres corceles, que ya estaban por levantarse y los abatía nuevamente con puñetazos formidables.
—¿Tienes miedo de permanecer aquí sin el fanal?
—No, aún cuando deba pensar en los caballos y en el segundo bagh que nadie sabe por qué parte nos caerá encima.
—Corta las correas al coche y ata sólidamente las patas a los trotadores. Así estarás más libre para defenderte.
—Y luego los encontraremos destripados.
—Por Shivá, ¿qué hacer? —se preguntó Kammamuri, metiéndose las manos bajo el turbante—. ¿Dejaremos que devoren a aquel hombre mientras tenemos armas?
—A estas horas estará muerto —respondió el rajput—. Una dentellada de aquellas grandes bestias y la columna vertebral se parte como si fuera una festuca.
—Sin embargo, debo intentar encontrarlo o vengarlo.
—¡No oses tanto, sahib! Piensa que los tigres son dos.
—Sería una vileza. Un viejo cazador no puede permanecer inactivo ante tal hecho... ¿Has atado las patas a los caballos?
—Sí, he terminado.
—Entonces espérame.
Justo en aquel momento, bajo los altísimos bambúes, se oyó una voz humana gritar dos veces:
—¡Ayuda!
El hombre que había lanzado aquel llamado desesperado no debía estar a más de un centenar de metros de distancia.
Kammamuri tomó el fanal, armó la carabina que ya había cargado con metralla grande, que ciertas veces consigue mejor efecto que una sola bala y se arrojó a través del oscuro matorral, resuelto a encontrar, vivo o muerto, al desgraciado mensajero.
Velozmente, dio una cincuentena de pasos, luego se detuvo en medio de dos grandes bambúes y se puso a escuchar.
Le pareció oír hojas secas resonar un poco más adelante de él y luego, un sordo maullido.
—El bagh que se ha llevado al mensajero está cerca de mí —dijo para sí el valeroso maratí.
Alzó el fanal y se puso a gritar a todo pulmón:
—¡Vengo en tu ayuda! ¡Si puedes, mantente firme, conductor del correo!
Un grito le respondió enseguida:
—Estoy... herido... el bagh... el bagh...
En aquella voz había un espanto horrible. Ni siquiera parecía una voz humana; era una especie de aullido.
Despreciando todo peligro, con los ojos en guardia y los oídos aguzados, el maratí avanzaba dentro de una especie de surco que parecía recién abierto.
De una parte y de otra se alzaban siempre los bambúes, conectados de vez en cuando por aquella especie de plantas que en el comercio son llamadas cañas de la India, que de vez en cuando tienen una longitud de más de trescientos metros.
Había recorrido otros cuarenta o cincuenta pasos, cuando vio aparecer imprevistamente delante suyo, dentro del rayo luminoso proyectado por el fanal, un tigre. ¿Era el que se había llevado al mensajero o su compañera?
Kammamuri no se lo preguntó dos veces. La fiera, deslumbrada por la luz, se había detenido bruscamente, gruñendo sordamente.
Era un buen momento para hacer fuego y casi a quemarropa.
La gran carabina atronó como una espingarda bajo la densa vegetación retumbando extrañamente y casi al mismo tiempo se oyó un alarido terrible.
El bagh había sido ametrallado, a solo cinco metros de distancia, en pleno hocico.
—¡Ah, ahí estás, amigo! —dijo Kammamuri, empuñando una pistola—. Debo haberte cegado completamente y arrancado la nariz.
Avanzó con precaución, empujando siempre adelante el fanal, y poco después vio tendida y sin vida a la fiera que había golpeado.
—¡Siempre he dicho que nuestras grandes carabinas malayas son las más aptas para las grandes cacerías! —murmuró Kammamuri.
Proyectó la luz sobre el bagh y enseguida vio que no se había engañado. Las grandes balas habían arrancado ojos, nariz y labios antes de clavarse en el cerebro.
La cabeza era irreconocible y perdía sangre por diez o quince heridas.
—Ahora que he liberado el camino, pensemos en el mensajero —dijo Kammamuri—. He hecho todo lo humanamente posible y si no lo encuentro vivo no será culpa mía. Muy pocos cazadores habrían osado hacer lo mismo.
Dio una nueva mirada al tigre, que no se agitaba más, y avanzó nuevamente proyectando delante suyo la luz del fanal y gritando:
—¡Conductor! ¿Ves esta luz que avanza?
Nadie respondió.
Kammamuri sintió bañarse la frente de un sudor frío y apresuró el paso, gritando otra vez:
—Eh, mensajero, ¿estás vivo o muerto? Si solamente estás herido, responde para que pueda saber a dónde dirigirme.
También esta vez silencio absoluto. El viento nocturno había cesado y las altas cimas de los bambúes no crujían más.
El maratí, terriblemente impresionado, estaba por preguntarse si no habría sido más prudente regresar hacia el coche postal cuando chocó contra algo yendo patas arriba.
Aún cuando ya no era joven, seguía siendo ágil como una pantera, de modo que en un momento estuvo de nuevo en pie, con el fanal todavía encendido e intacto.
Un grito de horror se le escapó. Había chocado contra el cadáver del mensajero, que estaba casi sepultado bajo un montón de hojas secas.
—¡Muerto! —exclamó—. ¡Ah, desgraciado!
Se inclinó sobre aquel miserable cuerpo y lo descubrió, mandando aquí y allá las hojas.
—El rajput tenía razón —murmuró estremeciéndose—. ¡He llegado demasiado tarde!
El tigre había hecho estragos con el pobre conductor del coche postal.
Media cara había sido arrancada, un brazo separado y el pecho, desgarrado por un espantoso zarpazo, mostraba las vísceras.
No había nada que hacer. No quedaba mas que huir a prisa para acudir en ayuda del rajput, que quizá todavía era espiado por el segundo tigre.
Kammamuri dejó caer el cadáver, lo recubrió de hojas, volvió a tomar el fanal y se puso en carrera.
Aquel hombre, que tantas fieras había abatido, junto con Tremal-Naik, en los Sundarbans del Ganges, comenzaba a sentirse invadido por un terror invencible.
Y corría, corría como un loco, teniendo la pistola apuntada, ya que nunca había pensado en recargar la carabina.
Y no se había equivocado al perder su audacia y su sangre fría, después de haber dado una prueba tan grande de coraje.
No es solamente con los tigres con lo que hay que lidiar en las húmedas y oscuras junglas. Muchos otros animales, no menos peligrosos, pueden aparecer de un momento a otro delante del hombre que osa atravesarlas y desgarrarlo con zarpazos, o fulminarlo con un veneno poderoso o aplastarlo.
El Indostán es la región donde las fieras están en mayor número que en cualquier otro país del mundo. Los estragos que ocasionan los tigres, los leopardos y las serpientes sobre todo, son increíbles.
Ni siquiera las grandes batidas de los oficiales ingleses, que pueden disponer de elefantes amaestrados, manadas de perros y formaciones de cipayos a caballo, han disminuido el número de bestias feroces, tan ávidas de carne humana.
Kammamuri, que conocía todos los peligros de la maldita jungla, tenía mucha razón entonces para estar inquieto, es más, espantado.
Más allá de temer al segundo tigre, podía suceder que pusiera los pies sobre alguna cobra o sobre alguna pitón y caer muerto antes de volver a ver al fiel rajput.
Afortunadamente tenía el fanal y todas las fieras, como se sabe, temen a la luz, especialmente si es proyectada directamente sobre ellas.
Después de haber recorrido más de doscientos metros, se percató, con gran espanto, de que había tomado otro sendero que quizá no lo conduciría al coche postal.
—¡He perdido el camino! —exclamó, deteniéndose de golpe—. ¿Durará este fanal tanto como para permitirme alcanzar al rajput? ¡Qué locura he cometido en busca del mensajero! ¡Si al menos hubiera conseguido salvarlo!
Había recuperado su sangre fría. Su corazón y sus sienes no latían más como antes cuando parecían querer partirse.
Muchas otras terribles aventuras había afrontado en la jungla negra habitada, además de por las fieras, por los estranguladores de Rajmangal.
Sacudió la lámpara y una sonrisa de satisfacción escapó de sus labios. Todavía estaba casi llena, aún cuando hacía dos horas que ardía.
Quizá el mensajero la había llenado antes de llegar a las cercanías de la trampa.
—¿Y aquel pobre rajput qué pensará de mí no viéndome regresar? ¿Si hubiera escapado sobre el carro? No, es imposible; aquel hombre es demasiado fiel y no tiene miedo. Estoy seguro de encontrarlo cerca de los caballos.
Iluminó el terreno todo alrededor para ver si había reptiles, depuso el fanal, se apoyó en un bambú y su primera precaución fue la de recargar la carabina con metralla. Ya que en las pistolas no tenía mucha confianza, aún cuando las indias son armas buenísimas, de alcance bastante largo y de suficiente penetración.
—Vamos en busca del rajput —dijo—. De a dos nos defenderemos mejor; y luego, debemos reanudar lo más pronto posible nuestro viaje, si queremos salvar al señor Yanez, a mi amo y al señor Sandokan. ¿Resistirán todavía? Eso espero, ya que tienen caballos, elefantes y ametralladoras.
Miró otra vez alrededor, luego de haberse tranquilizado un poco por el silencio que reinaba en la jungla, se puso en movimiento buscando orientarse. Pero no era fácil entre toda aquella vegetación que surgía a cada paso siempre más alta, siempre más densa y entrelazada con plantas parásitas.
Kammamuri estaba por sobrepasar una especie de cortina vegetal formada por espesos calamus, cuando oyó detrás suyo un crujido.
—¡Otro pelmazo! —murmuró—. Veamos si se trata de un pelmazo o una pelmaza. De todos modos ha de arreglar cuentas con mi carabina, este inoportuno, ya sea macho o hembra.
Estuvo detenido un minuto, siempre escuchando y le pareció oír un gruñido.
Kammamuri depuso la linterna al pie de un gran tamarindo y se puso a escuchar.
Una sombra negra se dibujó en el círculo de luz proyectado por la linterna.
—¡Uf, quién se ve! Yo te conozco bien y conozco también todas tus malas costumbres —murmuró el maratí, poniéndose al reparo detrás del tronco del tamarindo.
Era un animal extraño que nada tenía que ver con los tigres y leopardos: un animal de cuerpo regordete y corto, las patas bajas, el hocico bastante saliente y terminado en una especie de triángulo. Su cuerpo estaba cubierto de un denso pelaje casi brillante.
El oso se había alzado sobre sus patas traseras y se precipitaba adelante aullando furiosamente y agitando las patas delanteras, listo para hundir sus robustas uñas en la carne del desgraciado.
Ya se sabe que el valiente maratí poseía la sangre fría de Yanez, por eso no perdió en absoluto la cabeza. El Tigre de la Malasia se habría lanzado al ataque incluso armado de un simple cuchillo, y quizá Tremal-Naik, también.
Lo puso en la mira y disparó a solo tres pasos de distancia. El oso cayó sobre sus cuatro patas mandando un alarido feroz, luego se lanzó a gran carrera a través de la jungla con una rapidez sorprendente. Parecía que un huracán lo empujaba.
En un momento, antes aún de que el maratí hubiera tenido tiempo de meter mano a las pistolas o a la cimitarra, estuvo fuera de vista.
Se había vuelto a meter en la jungla probablemente llevándose en el cuerpo la bala de carabina.
—Corre pues —dijo Kammamuri—, pero no irás muy lejos. Te he tirado a quemarropa y en el momento en el que disparaban, mis manos no temblaban. Yo no tengo la sangre ardiente del señor Sandokan.
Se dio el lujo de descansar cinco minutos, para nada espantado por los alaridos de los cocodrilos que nadaban en las fangosas aguas de la jungla inundada, recargó el arma y se puso nuevamente en camino, decidido a alcanzar al rajput antes de que sus fuerzas, puestas a tan dura prueba, lo traicionaran.
Caminaba como el judío errante, o mejor dicho, como un borracho, con las pupilas dilatadas y el corazón palpitante. Ya se sentía completamente desorientado y no sabía a qué parte dirigirse.
Brillaban en el cielo las estrellas, pero debajo de los altos bambúes reinaba siempre una oscuridad pavorosa.
Kammamuri rehizo el sendero que había recorrido y llegó muy pronto junto al matorral de árboles de hierro que le había servido de refugio.
De pronto un grito de alegre sorpresa escapó de sus labios.
Había tropezado con el cuerpo del oso.
—¡Muerto! —dijo Kammamuri, respirando largo tiempo—. Lo lamento; pero creo que mi piel todavía vale algo. Un gurú me ha predicho que tiraré tanto como un cocodrilo. Pero no sé cuánto viven aquellas grandes bestias.
Extrajo la cimitarra, un arma afiladísima y pesada, se acercó a la bestia y con pocos golpes le arrancó una pata trasera.
—Nos servirá para mañana —murmuró—. Abandonar todo a los chacales, que no han hecho nada para ganarse la cena, no es bueno. Al menos les saco uno de los mejores bocados. El rajput, si todavía está vivo, no se mostrará descontento con este regalo.
Se ató la gran pata detrás de los hombros con una sólida cuerda y reanudó la interminable marcha, intentando llegar al gran desgarro de la jungla, lo único que podría guiarlo al coche postal.
Kammamuri intentó orientarse una última vez y después de haber recorrido apenas quinientos metros, se encontró imprevistamente delante del gran desgarro.
—¡Estoy salvado! —exclamó.
Levantó la pistola y disparó dos tiros, con un poco de intervalo entre uno y otro, para llamar la atención del rajput, no creyendo aún que hubiera muerto o huido, y se puso a escuchar.
Pocos segundos después resonaban otros dos pistoletazos, disparados quizá a una distancia de quinientos metros.
—¡Ah, buen hombre! —gritó Kammamuri—. Es el único rajput verdaderamente fiel.
Y con un esfuerzo supremo se lanzó a carrera desesperada, gritando a todo pulmón:
—¡Mantente firme! ¡Voy!
En aquel momento el fanal se apagó, pero, como habíamos dicho, la noche era bastante clara y ahora el camino estaba tan bien delineado que era difícil perderse otra vez.
Corría por medio minuto cuando oyó tintinear las cencerrillas de los caballos. El rajput señalaba con aquellas el lugar donde se encontraba sin derrochar otras municiones, vueltas demasiado valiosas, especialmente en aquellos momentos.
Hizo portavoz con las manos y gritó fuerte:
—¿Eres tú, rajput?
—Sí —respondió casi enseguida una voz bastante cercana.
—¿Todavía vivo?
—Creo que sí, porque respondo.
—Te traigo la cena.
—Y yo, sahib, prepararé un lindo fuego.
—¿Los caballos han huido?
—¡Ah, no! Ni siquiera un oso huiría de mis manos —respondió el rajput, alzando su poderosa voz baritonal.
—Aquí estoy.
—Te espero, sahib.
Kammamuri, aún cuando se sintiera completamente agotado, tomó un último impulso y fue a caer encima de los tres caballos del coche postal, cuyas patas aún no habían sido liberadas de las correas.
El rajput, que ya había encendido un lindo fuego, corrió hacia él, lo levantó entre sus robustos brazos y lo recostó sobre dos almohadas del ligero coche.
—Sahib —dijo—, estás agotado.
—Eso creo —respondió Kammamuri—. Camino desde hace cinco o seis horas sin un instante de reposo. Dime: ¿has matado al segundo tigre?
—No todavía; da vueltas y vueltas alrededor del coche.
—Yo he matado al primer tigre.
—Y también a alguna otra bestia, me parece —dijo el rajput—. Tienes una linda pata de oso colgando detrás de los hombros.
—¡Ganada duramente! —exclamó el maratí—. ¡Ah, qué noche terrible!
—¿Por qué has estado ausente tantas horas?
—Me había desorientado en la jungla y no sabía encontrar el camino de regreso. Déjame descansar cinco minutos y mientras tanto, ensarta en la baqueta de acero de tu carabina la pata de oso. Hace cuarenta y ocho horas que no comemos.
—Mi estómago está perfectamente vacío, sahib. Pide imperiosamente algo para llenarse.
—Y tú prepara el asado.
—¿Y el segundo tigre, sintiendo el aroma de tan lindo trozo de carne, no volverá más ferozmente al asalto?
—Todavía no estoy muerto y mi carabina está cargada. Si la bestia regresa, tira de mis piernas.
—Sí, sahib, tú tienes gran necesidad de descansar. Déjame a mí. Yo no sufro de sueño; por otra parte, he estado siempre sentado mientras tú caminabas. Ven aquí, tiéndete y confía en mí. No cerraré los ojos mientras la gran bestia haga oír su horrible “ha-o-hung”. ¡Pero todavía tienes el fanal...! Hay una botella de aceite para llenarlo: la he encontrado en el cajón. ¿Qué más quieres? Duerme mientras el asado se cocina.
El maratí, completamente agotado por el hambre, el cansancio y también por las emociones, se dejó caer sobre dos almohadas del carruaje.
Mientras tanto, el bravo rajput, no menos hambriento, con la baqueta de acero del fusil y dos ramas bifurcadas había comenzado a asar la magnífica pata de oso, que pesaba no menos de cuarenta kilogramos y era muy grande.
Había recogido mucha leña seca, viejos bambúes ya muertos y continuaba alimentando el fuego. Los destellos de luz, ahora ardientes y ahora amarillentos, se proyectaban sobre la jungla y los chacales, atraídos en buen número por el aroma del asado, aullaban rabiosamente.
El rajput, ya tranquilizado por la presencia del maratí, que como cazador valía como diez hombres, continuaba girando la broqueta lanzando de vez en cuando miradas suspicaces hacia el margen del gigantesco matorral, siempre temiendo ver centellear imprevistamente los ojos fosforescentes del segundo bagh, que ciertamente no debía haberse alejado.
Más que nada, observaba a los caballos para ver si daban signos de inquietud. Los tres corredores, tendidos cerca unos de otros con las patas siempre bien atadas, estaban tranquilos, aún cuando los alaridos de los chacales resonaran más agudos que nunca, lacerando sus orejas mejor adaptadas. Era un buen signo. Si el bagh se hubiera encontrado cerca, no habrían dejado de señalarlo con sonoros relinchos.
Kammamuri durmió tranquilo un par de horas, luego fue despertado por la voz sonora del rajput.
—Sahib, la cena está lista.
—¿Cena o desayuno? —preguntó Kammamuri después de un par de bostezos.
—El alba todavía no ha surgido y creo que deberán pasar unas horas antes de que el sol se decida a dejar su lecho.
—¿Y el tigre?
—No he tenido ninguna novedad —respondió el rajput—, pero estoy más que convencido de que circunda silenciosamente alrededor de nuestro pequeño campamento en espera de un buen momento para lanzarse al ataque. Ya sabes cómo son esas bestias que tienen el alma de la sanguinaria diosa Kali.
—Redoblaremos la vigilancia —respondió Kammamuri—. Si pudiera alejarla lanzando a través de la jungla a uno de nuestros caballos. Ya estando muerto el mensajero, nos bastan dos.
—Yo también quería hacerte esa propuesta, sahib —respondió el rajput—. Sería el único medio para desembarazarnos de aquel peligroso vecino.
—Antes cenemos, luego veremos si conviene sacrificar a uno de estos bravos corredores.
—¿Quiere alcanzar las montañas con el coche postal?
—No lo deseo, pero un caballo de recambio siempre viene bien.
—¿De modo que dejaremos aquí el correo?
—Es necesario.
—Y los bandidos de Sindhia, ¿se han alejado o velan aún en los márgenes de la jungla?
—Lo sabremos más tarde.
Kammamuri abrió el cajón del ligero coche y encontró dentro una veintena de bizcochos, cuatro botellas de cerveza y una buena provisión de tabaco. Había además un frasco de hojalata que contenía aceite para el fanal.
—¡Somos ricos! —exclamó—. Si el señor tigre no viene a molestarnos, tendremos una espléndida cena. Apostaría que tomarían parte de buena gana también el maharajá, mi amo y el señor Sandokan.
—Quizá a esta hora están devorando la probóscide o la pata de algún elefante, dos bocados reservados para los rajás.
—Ciertamente, carne tampoco les falta —respondió Kammamuri—. Es más, tienen en abundancia.
Miró alrededor y habiendo divisado a la luz de la hoguera un joven banano, fue a arrancar una hoja de un par de metros de largo y más de medio de ancho, que podía servir muy bien como plato.
Antes de ponerse a comer el rajput cortó las trabas a uno de los caballos, después de haberle puesto en el cuello las cencerrillas.
El caballo brincó en pie, aspiró fragorosamente el aire y luego partió, con gran carrera, haciendo tintinear de modo endemoniado las cencerrillas.
Después de pocos instantes había desaparecido.
—Ahora podemos cenar tranquilos —dijo el rajput—. El bagh, al menos por el momento, no pensará en nosotros.
—¿Y si te equivocas? —dijo Kammamuri—. Sabes bien que los comedores de hombres prefieren los filetes humanos a los de los ciervos, que son más tiernos y más suculentos.
—Esperemos que aquella bestia maldita no lo sepa aún. Vamos, sahib, el asado se enfría.
Los dos valerosos se sentaron alrededor de la hoguera, que llameaba rápidamente, crepitando y lanzando al aire nubes de chispas y cortaron la soberbia pata cocida a punto.
A lo lejos se oían siempre resonar las cencerrillas del corredor.
Ahora parecía que se acercaba, ahora que se alejaba. La lucha entre el noble animal y la bestia feroz ya debía haber sido empeñada y era una lucha a base de fugas y regresos inesperados que debían cansar poco a poco a los dos adversarios.
Si el primero hubiera encontrado nuevos desgarros entre la jungla, habría tenido muchas posibilidades de escapar a todos los ataques, ya que el bagh, a pesar de su fuerte musculatura y su impulso impetuoso, no resiste en absoluto la velocidad.
Es un animal que siempre ha preferido las emboscadas y las sorpresas imprevistas a las persecuciones.
Kammamuri y el rajput, más que seguros de nos ser molestados por el momento, habían dado un asalto formidable al asado, regándolo con las botellas de cerveza encontradas en el cajón del coche postal y acompañándolo con excelentes bizcochos. Eso sí, tenían sobre la rodilla las carabinas porque no estaban perfectamente tranquilos. El bagh podía intentar un repentino regreso, incluso si el corredor continuaba galopando, haciendo resonar siempre las cencerrillas.
—Creo que ya tuve suficiente —dijo el rajput que había comido por dos—. Por otra parte, estaba atrasado tres comidas.
—¿Te sientes con fuerzas? —preguntó Kammamuri, encendiendo la pipa.
—Ahora sí, sahib.
—¿Si aprovechamos para huir de la caza que le da el bagh al corredor?
—En efecto, era lo que estaba pensando. ¿Y crees que conviene escapar sobre el coche?
—Por ahora sí —respondió Kammamuri—. El carro es ligero e iremos como el viento.
—¿Y regresaremos al gran camino que conduce a las montañas, o intentaremos la travesía por la jungla?
—No encontraremos pasajes suficientes. Regresaremos a través del gran desgarro.
—¿Y si los hombres del rajá nos esperan en la desembocadura?
—Les daremos batalla —respondió Kammamuri alzando los hombros—. ¿Cuántos tiros tienes todavía?
—Estoy bien provisto.
—Entonces apresurémonos.
A través de la oscura jungla se oían siempre las cencerrillas del corredor, ahora golpeando rápido y ahora lentamente.
El pobre animal, no habiendo encontrado pasajes, daba vueltas furiosamente y parecía que intentaba acercarse a la hoguera para ponerse bajo la protección de los hombres.
—No esperemos a su regreso —dijo Kammamuri—. Aquella bestia ya está perdida y tarde o temprano, caerá bajo los dientes de algún gran carnívoro.
Envolvieron la pata en la hoja de banano, la pusieron en el cajón del coche junto con dos botellas de cerveza y una docena de bizcochos y luego cortaron las correas que estrechaban las patas de los dos caballos.
—¡Atento! —gritó Kammamuri—. Cuida que no se escapen.
—Tengo a las bestias por las narices y sabes que soy fuerte.
—Mantente firme solo un momento.
Tomó el fanal, lo llenó rápidamente de aceite y lo encendió.
—Si es necesario lo apagaremos más tarde —barboteó.
Lo puso en su lugar, subió a la caja recogiendo las riendas, estrechó el fuste y gritó al rajput:
—Vamos, monta detrás de mí.
El caballo del medio y el segundo corredor de esprint comenzaron enseguida a encabritarse y parecían impacientes por reanudar el impulso e hilar hasta el agotamiento completo de sus fuerzas.
En aquel momento se oyeron resonar cerquísima las cencerrillas del animal que había sido puesto en libertad para ofrecer al codicioso bagh una cena.
Se había percatado de que el carruaje estaba por volver a partir y acudía, aún cuando ya estaba exhausto, a cumplir con su deber.
—¿Debemos esperarlo? —preguntó el rajput.
—Ya aquel pobre corredor no vale nada. Después de haber recorrido dos o tres millas caería para no levantarse más. Yo también lamento abandonarlo y no poder...
Se interrumpió bruscamente, haciendo chasquear el fuste, mientras el rajput armaba la carabina.
Un sonoro relincho había resonado en el margen de la jungla, seguido por el bien conocido alarido del bagh sanguinario.
Las cencerrillas tintinearon unos instantes, luego las campanillas se volvieron de pronto mudas.
El pobre corcel, después de haber intentado veinte fugas, había terminado por caer bajo las garras de la bestia que lo esperaba al paso, emboscada entre los bambúes.
—¡Vamos! —gritó el rajput, disparando a tontas y a locas un tiro de metralla—. ¡Vamos, sahib!
El maratí azotó vigorosamente mandando el grito a los corredores. Los dos caballos, que ya habían tenido cuatro o cinco horas de reposo, partieron con gran carrera, volviéndose a meter en el gran desgarro.
—Sahib —gritó el rajput—, recuerda la fosa de los rinocerontes. La encontraremos en nuestro camino.
—Lo sé —respondió el maratí, azotando siempre.
El ligero y pequeño leño de altísimas ruedas corría como si fuera transportado por un huracán. Pero se tambaleaba horriblemente al pasar los obstáculos que encontraba.
Parecía que de un momento a otro todo se haría pedazos.
Habiendo recorrido algunas millas, Kammamuri detuvo a los caballos. Ya no había más peligro de que el tigre los asaltara. Había quedado demasiado atrás y luego, en aquel momento, debía estar ocupado devorando el caballo.
—¿Faltará mucho para llegar a la trampa de los rinocerontes? —preguntó el rajput, que tenía miedo de otro vuelco, que ciertamente no sería tan afortunado como el primero.
—No creo —respondió Kammamuri, que tenía bien estrechadas las riendas—. No debemos estar lejos, ya que los caballos han hilado como un steamer lanzado a todo vapor.
—Sé prudente.
—Necesitaría los ojos del cazador de ratas. Desgraciadamente no los poseo.
—¿Sabes que en el fondo de la fosa hay palos puntiagudos?
—Desgraciadamente lo sé, y...
En aquel momento los dos caballos se encabritaron violentamente, luego comenzaron a retroceder amenazando con volcar el carro. El rajput saltó enseguida a tierra y se arrojó adelante con el fanal.
—Sahib —dijo—, estamos vivos por milagro. La fosa no se encuentra mas que a pocos metros de nosotros.
—Toma a los caballos por las riendas y giremos prudentemente alrededor de la abertura. Un desvío y caeremos sobre los esqueletos de nuestros mongoles y del rinoceronte.
—Tendré bien estrechados los bocados
—¿Hay lugar para pasar?
—Sí; no hay mucho espacio, pero es suficiente. Azota a estos malditos chacales que intentan morderme las piernas.
Alrededor de la trampa galopaban rabiosamente lobos y chacales, atraídos por el olor de la carroña que se corrompía rápidamente y no sabían cómo hacer para morderla.
Algunos, más codiciosos, ya se habían precipitado en la trampa o aullaban desesperadamente sin pensar en saciarse con la carne de los dos caballos y del rinoceronte. ¡Estaban destinados a morir de hambre entre tanta abundancia!
—¿Obstruyen el paso? —preguntó Kammamuri al rajput.
—Comienzan a estrecharse encima nuestro, sahib, y los caballos están un poco espantados. Hago un esfuerzo enorme para contenerlos.
—Haré humear la piel de aquellas bestias —dijo Kammamuri, brincando a tierra armado con el largo fuste.
Los comedores de carroña parecían de humor aquella noche como para hacer frente también a los humanos, y se empujaban amenazadoramente hacia adelante, aullando espantosamente.
Kammamuri, que sabía bien cuán poco peligrosos eran, incluso reunidos en gran número, se había impulsado adelante de los caballos y azotaba sin misericordia.
La larguísima correa hacía prodigios. Arrancaba pelos con pedazos de piel, chorreando sangre.
El rajput, mientras tanto, tenía bien firmes los caballos por el bocado, y los guiaba junto al borde de la fosa.
Había espacio suficiente para el ligero coche del correo, aún cuando el paso estuviera lleno de bambúes abatidos por la furiosa carga de los elefantes o rinocerontes. Las ruedas se tambaleaban chirriando, como si todos los rayos de un momento a otro fueran a partirse.
Los chacales finalmente retrocedieron tras la granizada de azotes descargada por el maratí siempre más terribles y el carro pudo pasar y llegar a la desembocadura del gran desgarro.
—Sube mientras los contengo con las riendas —dijo Kammamuri, montando la caja.
—Sí, sahib —respondió el rajput, dejando los bocados.
—¿Ves algo delante nuestro?
—Yo tampoco tengo los ojos del cazador de ratas.
—Sube, sube, y cuida el fanal.
El gigante dio la vuelta a la carroza a la carrera y a su vez subió a la caja.
En aquel momento al maratí le pareció divisar una gran sombra en el lado opuesto de la fosa.
—¡Muerte de Shivá! —gritó—. ¿Será un rinoceronte? Evitaremos su ataque o daremos otro mal salto dentro de la trampa.
—¡Pero qué rinoceronte! —exclamó el rajput—. Es el caballo de esprint que todavía nos sigue.
—¿Sin las campanillas?
—El bagh durante la lucha pudo habérselas arrancado.
—¡Uf! En este momento no querría estar en el lugar de aquel desgraciado.
El coche postal se había vuelto a poner en carrera e hilaba e hilaba, siempre tambaleándose horriblemente. Incluso el fanal en ciertos momentos parecía que fuera a apagarse por causa de las sacudidas.
La gran brecha fue recorrida en pocos minutos y los dos fugitivos se encontraron imprevistamente en la vasta llanura batida por los bandidos de Sindhia.
—¡Alto! —gritó el rajput.
El maratí con un violento tirón ya había detenido a los caballos y apagado enseguida el fanal.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Larguísimo capítulo que nos trae de vuelta al punto de partida.

El oso que se encuentra Kammamuri, seguramente sea un Melursus ursinus, más conocido como oso bezudo u​ oso labiado. Habitaba en toda India y son muy lentos en sus movimientos. Tienen un hocico prominente, con grandes labios y una dieta variada, que puede llegar a incluir pequeños animales.

Jaguar: Felino americano de hasta dos metros de longitud y unos 80 cm de alzada, pelaje de color amarillo dorado con manchas en forma de anillos negros, garganta y vientre blanquecinos, que vive en zonas pantanosas de América, desde California hasta la Patagonia.

Festuca: Género de hierbas muy resistente, con hojas planas, utilizada como forraje.

Cañas de la India: Nombre de diversas plantas vivaces, de la familia de las palmas, con tallos que alcanzan gran longitud, nudosos a trechos, delgados, sarmentosos y muy fuertes, hojas abrazadoras en los nudos, lisas y flexibles, zarcillos espinosos, flores de tres pétalos, y fruto abayado y rojo como la cereza. Viven en los bosques de la India y otros países de Oriente, y de su tallo se hacen bastones.

Ganges: “Gange” en el original, es un importante río que recorre el oeste de India de norte a sur. Nace en el Himalaya y desemboca formando el mayor delta del mundo, en el golfo de Bengala. Considerado sagrado, a sus aguas suelen arrojarse los cuerpos enteros de personas, lo que genera gran contaminación.

Rajmangal: Sigo sin encontrar ninguna referencia a esta supuesta isla, sin embargo, el nombre está tomado del río Raimangal —llamado Mangal en las novelas—. Según la edición de las novelas de Sandokan, se puede encontrar el nombre Rajmangal o Raimangal. Me decidí por el primero, más que nada, para no confundirlo con el nombre del río.

Calamus: Es un género de plantas de la familia de las arecáceas. Existen 325 especies de este género, de las cuales el “rotang” es una de ellas.

Judío errante: Figura mitológica occidental, que le negó un poco de agua Jesús durante la crucifixión, por lo que Dios lo condenó a errar hasta que este volviera.

Árboles de hierro: Según anteriores novelas donde se los nombra, se trata del Mesua ferrea, también conocido en hindi como nag champa o nagesar en bengalí.

Baqueta: Vara delgada y ancha en un extremo, que se introduce por el cañón de un arma de fuego para limpiarlo, o, antiguamente, para compactar la pólvora, taco y proyectil antes del disparo.

Trabas: “Pastoie” en el original, son las ligaduras con que se atan, por las cuartillas, las manos o los pies de una caballería.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto 2 mi, equivalen a 3,22 km; 3 mi, equivalen a 4,83 km.

Steamer: Esta palabra en inglés, que no traduje, se utiliza para designar a los barcos a vapor.

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