lunes, 11 de abril de 2022

X. El gurú


—¿Y los caballos cómo van? —preguntó Kammamuri.
—Están agotados —respondió el rajput— y no sé si durarán otra media hora. Sus pulmones soplan como fuelles y sus flancos laten febrilmente. No pueden más. Creo que con estas bestias jamás llegaremos a las mesetas de Sadiya.
—No has hecho un buen descubrimiento —respondió Kammamuri—. Para subir allí, se necesitaría un buen elefante.
—¿Dónde encontrarlo?
—Hay muchos salvajes en las florestas de este vasto imperio. Ve a tomar uno, edúcalo de modo que te obedezca enseguida...
—¿Para perder un mes, sahib?
—También tres, mi querido —respondió el maratí—. De modo que estaremos obligados a tirar adelante con estas pobres bestias que ya están débiles. No sé qué decir. Todas las divinidades de la India protegen a aquel bribón de Sindhia... ¡Ah, allí!
—¿Qué hay?
—Una pequeña pagoda.
—¿Una pagoda en estos lugares?
—La he visto y basta.
—¿Estará habitada?
—Iremos a ver. Me parece haber visto un pequeño chorro de luz reflejarse quizá en un vidrio.
—¿Y nos detendremos?
—¿No ves que los caballos no se mantienen más en pie? Que corran un poco más y los veremos morir.
—Haz como quieras, sahib —respondió el rajput siempre remisivo.
En el margen de la jungla había aparecido imprevistamente un edificio altísimo, con varios pisos, de forma rectangular. No podía ser mas que un templo, ya que ninguna aldea podía encontrarse en aquel lugar.
Encontrar pagodas incluso en medio de las densas junglas es algo bastante común en India. Si no son pagodas, son mezquitas, que por lo demás se encuentran más numerosas hacia occidente, en los alrededores de Benarés, la santa.
Kammamuri aminoró la carrera y se dirigió hacia la pagoda, en una ventana de la cual, en el segundo piso, brillaba una luz.
Los pobres animales avanzaban a pequeño trote, soplando y relinchando lastimosamente, luego los dos cayeron, casi al mismo tiempo, partiendo los ejes del coche.
—¿Muertos? —preguntó el rajput, saltando ágilmente a tierra.
—Ahora no podrán servir mas que de cena a los chacales —respondió el maratí con voz alterada—. Se terminó. Estamos sin bestias.
—Han resistido bastante.
—¡Podían resistir un poco más! Enciende el fanal y vayamos a pedir hospitalidad a los sacerdotes de esta pagoda.
—Encuentro que todo va de mal en peor. El maharajá podía permanecer en las cloacas. Los bandidos de Sindhia jamás habrían osado ir a descubrirlo.
—¿Y mientras tanto qué le dabas de comer a los elefantes y a los caballos? ¿Tu inmenso turbante que ni siquiera está compuesto de paja?
—Soy más bestia que un rinoceronte, sahib —respondió el rajput, que había encendido el fanal.
Tomaron los pocos bizcochos que todavía quedaban, las dos botellas de cerveza, las últimas, tomaron las carabinas y después de haberse asegurado bien de que los caballos no daban más signos de vida, subieron la escalinata de la pagoda, bastante amplia y decorada con ciertos leones de piedra, que parecían más bien animales imaginarios, y se detuvieron delante de una enorme puerta de bronce toda esculpida.
Kammamuri, habiendo visto un pesado martillo, también de bronce, lo levantó y lo dejó caer con toda su fuerza produciendo un ruido ensordecedor.
—Hundes las puertas —dijo el rajput sonriendo.
—Esta es demasiado sólida como para ceder —respondió el maratí—. Mira si la luz ha desaparecido.
—Ha bajado a la planta baja. Brilla a través de los vidrios medio rotos. ¿Quién será el habitante de esta pagoda, un bandido o un sacerdote?
—Incluso, aunque fuera un bandido no nos daría miedo —respondió Kammamuri un poco exasperado.
Volvió a golpear rabiosamente haciendo atronar el templo y armó la carabina.
Una voz clueca, casi cascada, preguntó poco después de detrás de la pesada puerta de bronce:
—¿Quiénes son?
—Viajeros perdidos que piden hospitalidad —respondió Kammamuri—. Nuestros caballos han muerto y no sabemos dónde refugiarnos.
—Todos los templos dedicados a Shivá están siempre abiertos para los desgraciados. Dime solo si no son parias.
—No; pertenecemos a las altas castas guerreras y somos partidarios de Shivá, el buen dios que puso paz entre Brahma y Visnú, salvando el mundo.
—Entiendo que eres un hombre instruido. Espera un momento. La puerta es pesada y yo soy muy viejo y casi sin fuerzas.
—¡Charlatán! —refunfuñó el rajput—. Nos hace perder tiempo inútilmente.
Se oyeron grandes cerrojos correr con un chirrido agudo, luego la puerta finalmente se abrió con precaución y un hilo de luz se proyectó hacia afuera, pero sin vencer al que mandaba la linterna del coche postal, que Kammamuri había encendido.
—¡Adelante! —dijo la voz cascada.
Los dos fugitivos empujaron la pesadísima puerta con todas sus fuerzas y se encontraron ante un viejo de estatura altísima, seco como un palo de escoba, con el rostro casi apergaminado, pero sobre el que resaltaban dos ojitos brillantísimos.
Llevaba puesta una larga dupatta de cretona más o menos amarilla; tenía en la cabeza un pequeño turbante y su frente estaba toda cubierta de cenizas con tres estrellas que destacaban en azul, en el medio.
—¡Un gurú! —exclamó Kammamuri.
—Adelante —dijo el viejo—. No hay nada que temer. No tengo armas.
Los dos fugitivos entraron y se encontraron en una inmensa sala casi despojada, pero en cuyas paredes se divisaban extraños jeroglíficos, que recordaban algún versículo de los Gunamala, groseramente pintados.
Solamente en la extremidad sobresalía una estatua bastante deforme, con dos cabezas y cuatro brazos, y que quizá quería representar a Shivá.
Los gurús son sacerdotes bastante extraños. Como los brahmanes, se abstienen de todo tipo de carne y de todo lo que haya tenido un principio de vida animal, incluidos los huevos.
En lugar de quemar a los muertos, como los sacerdotes de Brahma o Visnú, los sepultan; pero no creen en la metempsícosis.
Algunos viven retirados en pequeñas pagodas, en su mayoría viejas y en ruinas. En cambio los otros prefieren la vida errante y se van a través de las campiñas y las aldeas mendigando, no siempre vistos de buena gana, ya que lo primero que hacen es echar de la casa al patrón y a los hijos varones para hacer compañía a las esposas y a las hijas.
Pero nadie osaría rechazarlos, ya que sería un pecado imperdonable. ¡No se trata de una bagatela! Se trata de ir derecho al infierno y quedar sumergido en aceite hirviendo, lleno de serpientes venenosas que nunca se cocinan, y cómo ocurre esto, sería necesario preguntárselo a los buenos sacerdotes. En fin, se trata de un castigo que no agrada a ningún indio, que prefiere ser quemado tranquilamente sobre un gran montón de leña bien regada con materias resinosas líquidas.
—¿Ustedes son los hombres que he visto hace poco correr a través de la llanura sobre un carro tirado por dos fogosos caballos?
—Sí, gurú —respondió Kammamuri después de haber hecho una profunda inclinación—. Las bestias han muerto después de una larguísima y desenfrenada carrera.
—¿Eran personas que les daban caza o tigres?
—Algunos bribones desde hace dos días están en nuestros talones para matarnos.
—¿Quiénes son aquellos hombres?
—Bandidos contratados por Sindhia.
—¡El rajá loco! —gritó el gurú, mientras sus ojos se iluminaban con una luz siniestra—. ¿Ha regresado aquí aquel nefasto príncipe?
—Ya ha conquistado medio Assam; la capital no existe más, porque ha sido quemada.
—¿Y por qué aquellos bandidos querían matarlos?
—Porque somos mensajeros del maharajá y de la rani, encargados de una dificilísima misión.
El gurú se pasó una mano por la frente como si intentara evocar lejanos recuerdos, luego dijo con voz chillona, que resonó extrañamente en el templo bastante sonoro:
—¡Sindhia! Ah, jamás he olvidado a aquel hombre, que para divertirse me hizo azotar como a un perro. Aquel loco valía lo mismo que su hermano... ¿Están solos?
—Solos.
—¿Son muchos los hombres que los persiguen?
—Una veintena, al menos, si no más.
La frente del gurú se frunció.
—¡Demasiados! —dijo luego—. Yo no sé manejar ningún arma, por consiguiente no podría ayudarlos para rechazar al enemigo, y luego yo soy un sacerdote y no un guerrero.
—¿Cree que puedan entrar aquí, no obstante la gran puerta de bronce? —preguntó Kammamuri.
—Las ventanas son fáciles de escalar y las rejas no resistirían el choque de una pequeña viga.
—¿No hay subterráneos aquí?
—Sí; donde descansan, quizá desde hace millares y millares de años, famosos guerreros. Hay más de cincuenta tumbas.
Kammamuri miró al rajput, que había permanecido siempre en silencio y perfectamente tranquilo.
—¿Tendrías miedo de ir a reposar por este día sobre los huesos de algún famoso guerrero?
—Jamás he tenido miedo de los muertos —respondió el gigante, haciendo oír por primera vez al gurú su poderosa voz—. ¿Pero por qué me haces esta pregunta, sahib?
—Porque si los bandidos llegan, nosotros iremos a escondernos dentro de dos tumbas.
—No será un alojamiento alegre.
—Entonces quédate tú solo a rechazar a todos los bandidos de Sindhia que quizá dentro de pocas horas estarán aquí. Los búfalos por el momento les impedirán avanzar, pero seguro terminarán pasando.
—¿Por qué te llama sahib? —preguntó el gurú a Kammamuri, observándolo atentamente.
—Porque soy un príncipe maratí —respondió el viejo cazador.
—¡Grandes guerreros aquellos maratíes! ¿Y por qué te encuentras aquí?
—Me había enrolado bajo las banderas de maharajá.
—¿Tienen hambre?
—Por ahora no. Más bien tenemos necesidad de dormir un par de horas, si los bandidos de Sindhia nos dejaran tranquilos. Mientras tanto, vayamos a visitar el subterráneo y las tumbas.
El gurú se inclinó hacia adelante aguzando las orejas, luego dijo:
—Son los chacales que devoran sus caballos. Shivá bien podría mandarles alguna terrible maldición. Los hombres que les daban caza deben estar muy lejos todavía. Vengan.
Alzó la pequeña lámpara, mientras Kammamuri hacía fulgurar el fanal del coche postal y, después de haber atravesado toda la pagoda, se detuvo delante de una pequeña puerta, también de bronce, que se abrió al saltar un resorte.
Aparecieron enseguida escalones cubiertos de moho húmedo, que también podían esconder algún reptil y luego los tres hombres se encontraron en un subterráneo bastante vasto, ocupado todo por una cincuentena de sarcófagos de piedra que debían ser bien pesados y que debían encerrar los restos de ilustres personajes.
—Aquí hay lugares seguros si quieren esconderse y si no tienen miedo a los huesos humanos ya pulverizados.
—Los muertos jamás nos han dado miedo, gurú —dijo Kammamuri—. ¿Podemos contar con su devoción?
—Me haré hacer pedazos antes que denunciarlos —respondió el sacerdote, haciendo centellear sus ojitos negros—. Aquel perro de Sindhia no la tendrá tan fácil. Todavía conservo sobre mi cuerpo los rastros de su brutalidad.
Kammamuri apagó el fanal ya que por una reja, casi al ras del suelo, comenzaba a entrar la luz matutina, luego volviéndose hacia el rajput, le dijo:
—Tú que eres más fuerte que un oso, intenta desplazar una de aquellas piedras. ¿No tienes miedo de los muertos, tú?
—Ah no, sahib —respondió el gigante—. ¿Y deberemos escondernos precisamente ahí dentro?
—¡Si quieres salvar la piel...! Piensa que dentro de unas horas los bandidos de Sindhia estarán aquí.
—¿Y el carro que hemos dejado afuera? Por los caballos no me preocupo: ya los chacales los habrán descarnado.
—¿Quizá querrías volver afuera?
—Déjeme a mí, sahib —dijo el gurú—. Partiré mi lámpara y lo quemaré.
—Igualmente encontrarán nuestros rastros.
—Yo no he oído nada, y no he visto nada. En un gurú se puede creer. No pierda tiempo, sahib. Los hombres de Sindhia pueden llegar de un momento a otro. Y es verdad que necesitarán tiempo para descerrajar la pesada puerta de bronce.
—Sepultémonos cerca —dijo Kammamuri al gigante—. Así podremos ayudarnos mejor.
—Sí, sahib —respondió el dócil rajput—. Déjeme a mí.
Se acercó a un sarcófago muy grande, que tenía muchos emblemas alrededor, aferró la pesada piedra que lo cubría y con su fuerza prodigiosa, la movió lo suficiente como para que pasara un hombre.
El gurú, que todavía tenía su lámpara, y Kammamuri, miraron dentro de la tumba de piedra.
No había mas que huesos, un cráneo humano y dos talwar bastante oxidados.
—Ese morro verdaderamente no es bello y no me complacerá tenerlo cerca —dijo el maratí bromeando.
—Te lo quitaré, sahib, y lo arrojaré al osario de la pagoda.
—Eres un buen hombre.
—¿Y tú tendrás la fuerza para cerrar el sepulcro de mi compañero? Pesan enormemente estas tapas de piedra.
—Intentaré.
—No se preocupe —dijo el rajput—. Con las manos y con los pies me encerraré. ¿No se mete dentro, sahib? Me parece oír voces lejanas.
—Estoy listo —respondió Kammamuri—. Hazlo de modo que penetre un poco de aire.
—Entonces apresurémonos —dijo el gurú—. No querría perderlos.
Tomó el cráneo y los huesos, y por el momento, los puso a un lado, luego se dirigió a la tumba elegida por el maratí, seguido por el hercúleo rajput.
—¡Qué pecado no poder fumar! —dijo Kammamuri—. El olor nos traicionaría.
Bajó a la tumba y se tendió todo a lo largo, poniéndose las armas al costado y posando la cabeza sobre la casaca doblada.
—Cierra pues, rajput —dijo—. Estamos cerca e igualmente podremos charlar y ayudarnos recíprocamente.
—Déjame a mí, sahib —respondió el gigante.
Enseguida la piedra fue colocada en su lugar, luego fue destapada la segunda tumba, que se encontraba a solo un metro de distancia de la del maratí.
Como la primera, no contenía mas que huesos ya reducidos a polvo y, en vez de talwar, dos viejas pistolas de rueda que debían datar de algunos siglos.
El rajput que había movido la piedra lanzó dentro de la tumba una mirada casi desdeñosa, luego descendió ágilmente y, habiéndose extendido, volvió a poner en su lugar la tapa, sirviéndose de las manos y los pies.
—Puedes ir, gurú —dijo—. Yo estoy muy bien aquí. Intenta mandar a los jinetes de Sindhia lo más lejos que te sea posible.
—No entrarán fácilmente —respondió el sacerdote—. Soy un gurú y esta es una antigua pagoda, muy venerada.
—¿Qué les importa a esos canallas? No tienen miedo ni siquiera de la diosa Kali.
—Si tienes hambre, llámame.
—Tengo conmigo una botella de cerveza y bizcochos y me bastarán por ahora —respondió el sepultado vivo—. Ve a terminar tus asuntos y déjame dormir algunas horas, si es posible.
—Eso espero. Los jinetes aún no han llegado a la pagoda. Si vienen, no dejaré de advertirles. Adiós, sahib; descansa tranquilo.
El gurú recogió los huesos y los hizo desaparecer a través de una trampilla; luego volvió a subir la escalera barboteando.
—¡Sahib! —dijo casi enseguida el rajput—. ¿Me oye?
—Perfectamente bien —respondió Kammamuri—. Estas piedras son muy sonoras.
—¿Duerme?
—Estoy por cerrar los ojos.
—¿Y no piensa en los bandidos que quizá estén cerca?
—No pienso en absoluto. Tendrán mucho que hacer para descubrirnos. ¿Quién se podría imaginar que estamos aquí? Y luego, está el gurú.
—¿Será un hombre leal?
—Lo creo —respondió Kammamuri—. Es un enemigo de Sindhia, con el que tiene que arreglar viejas cuentas. Te aseguro que nos protegerá a ultranza.
—¿Quiere que durmamos, sahib?
—Verdaderamente lo necesito. Por otra parte, el jergón es terriblemente duro.
—¿Tiene sus armas?
—Sí.
—Entonces podemos cerrar los ojos y descansar un momento. Estaremos más frescos y seremos más ágiles, si hay necesidad de...
Kammamuri escuchó en vano el resto de la frase. Su compañero ya se había dormido y roncaba.
—Intentemos imitarlo —dijo volteándose sobre el otro costado—. Absolutamente necesito un poco de descanso.
Y se extendió entre las pocas cenizas que quedaban en la tumba, poniéndose enseguida, también él, a tocar el contrabajo.
El gurú, viejo y dormilón, no tardó en imitarlos.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Benarés: “Benares” en el original, es una ciudad del estado de Uttar Pradesh. Está ubicada a 250 km al oeste de Patna, sobre el río Ganges. Es una de las siete ciudades sagradas del hinduismo, con casi 2.000 templos.

Cretona: En tapicería, tela fuerte comúnmente de algodón, blanca o estampada.

Gunamala: “Giangunias” en el original. No estoy seguro de que Salgari se refiriera exactamente a las escrituras Gunamala (también Guṇa-mālā o Guṇa-cintā-maṇi), pero es lo más parecido que encontré. Fueron escritas por el polímata asamés Srimanta Sankardev en 1552 y son una versión abreviada del Bhagavata-purana, con versos picantes, rimados y sonoros, que relatan incidentes en la vida de Krishna.

Metempsícosis: Doctrina religiosa y filosófica de varias escuelas orientales, y renovada por otras de Occidente, según la cual las almas transmigran después de la muerte a otros cuerpos más o menos perfectos, conforme a los merecimientos alcanzados en la existencia anterior.

Pistolas de rueda: “Pistole a pietra” en el original, cuya traducción literal sería “pistolas con piedra”, aunque no existe dicha denominación. Por otra parte, las pistolas de rueda (“pistole a ruota” en italiano) utilizan un mecanismo a fricción con un trozo de pirita —una piedra— para generar una lluvia de chispas que encienden la pólvora. Fueron desarrolladas hacia el año 1500.

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