viernes, 22 de abril de 2022

XI. Atrapados


¿Cuánto durmieron? Jamás lo supieron.
Algunos disparos, dirigidos hacia la galería que conducía a los sepulcros, habían resonado imprevistamente.
Kammamuri fue el primero en brincar fuera y enseguida fue imitado por el rajput.
Delante de la puertecita desquiciada, iluminados por varias antorchas, estaban en grupo los jinetes de Sindhia con las armas apuntadas.
No habían crecido en número, sin embargo, todavía eran demasiados como para empeñar con ellos un desesperado combate.
—¡Vamos, estamos atrapados! —dijo Kammamuri sin inquietarse demasiado—. Esto tarde o temprano tenía que pasar.
El comandante del pelotón descendió los escalones, teniendo en las manos un par de pistolas, y gritó:
—Ya los hemos alcanzado y no se nos escaparán más.
—¡Todavía no nos tienes en tus manos, feo mono! —respondió Kammamuri—. Nosotros también estamos armados.
—Somos veinte.
—Y nosotros dos solos; pero somos hombres capaces de dar fastidios incluso a cien. ¿Qué quiere Sindhia de nosotros?
—No lo sé —respondió el comandante.
—¿Atarnos a cuatro cañones y lanzarnos al aire en jirones?
—Yo no soy el amo. Solamente he recibido el encargo de conducirlos ante él, incluso muertos.
—¡Cómo corres!
—¡Terminémosla! —gritó el comandante—. O se rinden u ordeno fuego.
—¡Un poco de paciencia, señor mío! No somos liebres, ¡por Buda! Quiero hacerte una propuesta.
—Dime, date prisa.
—Que vayas a donde Sindhia y le preguntes cuáles son sus intenciones con respecto a nosotros.
—Nuestros caballos están agotados y no podrían resistir. El rajá está más lejos de lo que crees.
—¿Qué hacer? —se preguntó Kammamuri—. ¿Intentar la lucha? ¡Imposible! En la otra parte hay demasiadas armas de fuego y enseguida seríamos puestos fuera de combate.
Se volvió hacia el compañero y dijo:
—Amigo, estamos atrapados. No puedo asumir la responsabilidad de un combate. Rindámonos.
El rajput mandó un verdadero rugido.
—¡Matémolos a todos! —gritó.
La voz del comandante del pelotón lo interrumpió enseguida:
—¡Mírate! No cometas una locura.
—Posa tu carabina, mi pobre rajput —dijo el maratí.
—¿Verdaderamente se terminó para nosotros?
—Por ahora sí.
—Incluso sin carabina mataré a muchos con puñetazos, cuando se presente la ocasión.
—¿Se han decidido? —gritó el comandante impaciente.
—Sí, la rendición —respondió Kammamuri.
—Era hora. Nos han hecho correr mucho y estamos todos agotados.
—Y nosotros no menos que ustedes —respondió Kammamuri.
Mandó un largo suspiro y depuso en tierra todas sus armas. El compañero lo imitó.
El comandante del pelotón, que seguía empuñando sus pistolones, bajó la escalera seguido por todos sus hombres y se acercó a los prisioneros.
—¡Arriba las manos! —gritó.
—Nosotros no somos traidores —respondió el maratí—. Puede acercarse sin temer ninguna sorpresa. ¿Nos llevará enseguida?
—Es imposible. Los caballos necesitan descansar.
—¿Afuera resplandece el sol?
—No, las estrellas.
—¡Qué dormida! —murmuró el viejo cazador de la jungla negra—. Nuestros cuerpos, por otra parte, tenían derecho a ello.
Los veinte o veintidós bandidos habían avanzado en los sepulcros con las armas siempre apuntadas.
No tenían aspecto verdaderamente guerrero. Había más parias entre ellos que hombres aptos para las armas. Estaban todos macilentos y a duras penas se sostenían en pie.
Si la habían pasado mal los fugitivos, ellos ni siquiera, durante aquella cacería encarnizada, habían podido alimentarse y descansar.
—Tome las armas —dijo Kammamuri al comandante.
—Les repito: ¡Arriba las manos!
—¡Aquí están! —respondieron los prisioneros.
—Ahora se dejarán atar, ya que no partiremos hasta mañana.
—Haga como quiera —dijo Kammamuri—. No estreche demasiado las cuerdas, de lo contrario le saltaremos a la garganta como tantos tigres.
—Está bien —respondió el jefe, sonriendo un poco irónicamente.
Con una señal hizo acudir a sus hombres, que ya se habían provisto de cuerdas sacadas a sus cabalgaduras. En un momento los prisioneros fueron bien atados, pero no muy estrechamente.
Luego fueron tomados y arrojados juntos dentro de una tumba bastante vasta, que debía haber recibido los restos de cinco o seis guerreros, por lo menos.
—¡Quiere sofocarnos! —gritó el maratí exasperado.
—Están todos muy bien ahí dentro —respondió el jefe—. Pueden reanudar tranquilamente su sueño.
—¿Y también pondrá en su lugar la piedra?
—No, porque quiero vigilarlos yo mismo hasta el momento de la partida.
—Entonces, buenas noches para usted también.
—Oh, ciertamente descansaremos. Lo necesitamos.
Las antorchas habían sido plantadas aquí y allá, y alrededor de la tumba se habían reunido seis bandidos, escogidos entre los más robustos y mejor armados.
Los otros se habían tendido sobre las gualdrapas de los caballos y enseguida habían comenzado a roncar.
—Sahib —dijo el rajput que se encontraba junto a Kammamuri—, ¿nos dejaremos llevar así, atados como bestias feroces? No sé resignarme.
—Ya no hay nada que hacer, mi pobre amigo —respondió el maratí—. Vamos a ver qué quiere aquel bribón de Sindhia.
—Querrá nuestra piel, sahib.
—Todavía no la ha tomado. Y luego está el maharajá con los tigres de la Malasia, que lo mantienen a raya.
—¿Cree que el príncipe y sus compañeros resisten todavía?
—¿El príncipe blanco, o mejor dicho, el señor Yanez? Estoy más que seguro que aún no se han rendido aquellos valerosos. Tienen las ametralladoras colocadas en la cima de una colina y aquellas armas, bien manejadas, en un par de horas arrojan a tierra a una columna e incluso a dos.
—Pero quería decirle, sahib, que yo poseo tanta fuerza como para romper mis ataduras y también las tuyas.
—Estamos demasiado vigilados. Podrías recibir algunos tiros de pistola sin ningún aviso. ¿No ves como aquellos canallas nos espían?
El rajput alzó la cabeza y vio a los seis bandidos escogidos para montar guardia, todos erguidos alrededor de la tumba. ¿Cómo se sostenían todavía en pie después de tantas fatigas? Es cierto que los indostanos poseen una resistencia superior incluso a las razas mongolas.
—¿Has visto? —preguntó Kammamuri.
—Sí, sahib; no hay nada que hacer —respondió el gigante agitándose todo.
—Entonces conserva tu fuerza extraordinaria para más tarde.
—¿El gurú no conocerá ningún otro resorte secreto?
—Se lo he preguntado hace poco y me ha respondido que habrá muchos otros, pero que él es demasiado viejo como para acordarse dónde se encuentran.
—Entonces no nos queda mas que resignarnos e ir a visitar a los grandes guerreros del nirvana.
—Todavía no estamos muertos.
—¿Con quién cuenta, sahib?
—Jamás desespero. Con nadie y con todos. Dejémonos también atrapar, ya que por el momento estamos sin armas.
—¿Quiere que salte fuera y que mate a aquellos con puñetazos?
—Si estás atado igual que yo...
—No importa: en un momento puedo romper estas cuerdas.
—Te he dicho que nos espían.
—Esto está mal —dijo el gigante con un largo suspiro.
—¡Entonces no cometas tonterías! —dijo el maratí—. Ya había previsto hace tiempo que los bandidos de Sindhia terminarían por atraparnos.
—Me lo dice muy tranquilamente, sahib.
—No es momento de aullar.
—Entonces, ¿nada que hacer? —preguntó el obstinado rajput.
—Por ahora, nada que hacer. Puedes reanudar el sueño interrumpido.
El gigante, desalentado, se alargó al lado del joven buscador de pistas, que ya roncaba.
Cómo se encontraba allí también, no lo hemos dicho más arriba para no repetir una historia muy similar a la contada. El lector se habrá percatado por sí mismo y no se extrañará si encuentra aquí a Timul y a los otros, incluido al extraño sacerdote.
Kammamuri no tardó en imitarlo, extendiéndose junto al gurú, que también dormía tranquilamente, a pesar de la presencia de los bandidos de Sindhia.
—¿Me oyes? —le preguntó golpeándolo vigorosamente.
—Sí, sahib —respondió el extraño sacerdote.
—¿No hay algún medio para huir? Piensa que Sindhia se hará con todas nuestras pieles.
—Ya te he dicho hace poco que pueden haber otros resortes y otros pasajes secretos, pero que yo no recuerdo nada más. Soy viejo —respondió el gurú.
—Yo tampoco soy joven y sin embargo, si aún tuviera las armas, me sentiría en grado de dar batalla a estos bandidos. Desgraciadamente es demasiado tarde y no tenemos mas que nuestros brazos y además, bien atados.
—¡Estoy resignado a mi destino! —respondió filosóficamente el gurú—. Si toman también mi piel, valdrá muy poco, sahib, y harán una mala adquisición: está llena de cicatrices porque antes he sido un guerrero.
—Bastará para hacer un tambor.
—Poco me importa. Ya la lucha es imposible y renuncio a la vida sin lamentarlo.
—¿Y si pudiéramos desembarazarnos de aquellos bribones?
—¿De qué modo ahora que estamos así, inmovilizados?
—También esto es verdad. Quizá he tenido demasiada prisa para entregar las armas, pero era necesario para no hacernos fusilar a todos.
—Las añoranzas ya son inútiles, sahib —dijo el gurú—. Así lo ha querido Shivá. Intenta descansar, ya que no hay nada que intentar. Estamos como sepultados vivos. Mira: también han vuelto a poner la piedra de la tumba.
—Me he percatado.
—Sahib —dijo el rajput, que intentaba en vano dormirse—, ¿quiere que rompa mis ataduras y que con dos patadas poderosas mande al aire la tapa?
—Tú no debes hacer nada por ahora, te he dicho —dijo Kammamuri—. ¿Qué haremos luego si no tenemos ni siquiera un miserable talwar?
—¿Y mis puños?
—Basta con un tiro de carabina para ponerte enseguida fuera de combate, aunque tengas el pecho de un oso.
—Sahib, te obedezco —respondió el rajput—. Yo también he comprendido que ahora una lucha sería absolutamente inútil. Sin embargo, intentaré romper mis cuerdas.
—Que no te vean.
—Está bastante oscuro dentro de esta sepultura. Trabajaré con extrema prudencia, sin hacer ruido. Si quieres, luego te desataré a ti.
—Hablaremos más tarde —dijo el maratí, que había visto aparecer nuevamente a los hombres de guardia del comandante del pelotón—. Trabaja con prudencia para no hacernos matar a todos antes de tiempo.
—No haré ningún ruido. Mis dedos son robustos como tenazas. Rompen todo.
—Haz como quieras, pobre amigo; pero te repito que esta vez terminaremos en las garras de Sindhia.
—Y es por eso, sahib, que intento tener al menos los brazos libres. Un día sobre la montaña con un puño solo maté a un oso que me había asaltado durante el descenso del...
—Me contarás el resto mañana —lo interrumpió el matarí—. Déjame descansar. Este no es lugar para contar aventuras.
El rajput se alargó cerca de un compañero y se puso bravamente a la obra. Quería ser libre antes de que lo sacaran de allí.
Estiraba los miembros sin cuidarse del dolor, luego trabajaba con los dientes, deshilachando rápidamente las cuerdas.
Si era robusto como un oso, tenía también dientes poco diferentes a los de los plantígrados.
Kammamuri, completamente inmovilizado, se dejó caer al lado del gurú en espera de alguna descarga de pistola o carabina, ya que los bandidos no habían disminuido la vigilancia.
El sacerdote roncaba tranquilamente y también Timul dormía a lo grande, sin pensar en el peligro.
—Estos no son tigres de la Malasia —dijo el viejo cazador de la jungla negra.
Mientras tanto, el gigante reanudó su durísimo trabajo, intentando no hacer ruido. Finalmente había comprendido que podía recibir de sorpresa algún tiro de arma de fuego y actuaba con extrema prudencia.
Apenas había transcurrido media hora, cuando Kammamuri lo oyó murmurar:
—Finalmente soy libre y todavía no me han matado.
—Pues bien, ¿qué harás ahora, mi pobre amigo? Cuentas demasiado con tu fuerza —dijo el maratí.
—Prefiero estar libre antes que atado. Al menos tendré la posibilidad de quebrar alguna cabeza.
—Te aconsejo permanecer tranquilo por ahora. Podrías hacernos matar también a nosotros.
—Soy una bestia. No he pensado que estamos todos sin armas y que ustedes están todos atados.
—¿Cómo, no te has percatado de que el comandante del pelotón nos espía? Míralo: quizá ya se ha percatado de que tú estás suelto.
El bandido que había subrogado a aquel asesinado por Kammamuri estaba inclinado sobre la tumba y miraba a los prisioneros con ojos airados.
—¿Qué hacen entonces? —preguntó con voz amenazadora—. ¿Quieren que los mate antes de que llegue el rajá?
—¿Sindhia se digna a venirnos a hacer una visita? —dijo el maratí con voz irónica.
—Lo he mandado llamar.
—Sin embargo, tú decías que todos tus caballos estaban débiles.
—He encontrado uno en óptimo estado.
—¿Durante el viaje no lo comerán los tigres?
—El jinete es valiente y sabrá defenderse. Dentro de cinco o seis horas el rajá estará aquí.
—Podría habernos conducido a su campamento.
—Allá abajo hace estragos el cólera y no tengo ningún deseo de agarrarme aquella enfermedad que rara vez perdona.
—¿Está seguro?
—Mueren en buen número en el campo del rajá. Ayer encontré un informante que venía de la capital y me contó todo.
—Ya que eres tan gentil, ¿se podría saber qué hace tu amo?
—Eso no lo puedo decir.
—Entonces nos harás traer algo para poner debajo de los dientes.
—Nosotros también sufrimos hambre —respondió el bandido—. No tenemos nada que ofrecerte. Estrecha el vientre. Mientras que el rajá no llegue, no les daré ni siquiera un sorbo de agua.
Luego volviéndose al rajput, que se había puesto de rodillas y parecía listo para estallar, le dijo:
—Ahora te dejarás atar. Me he percatado de que has partido tus cuerdas.
—¡Una vez sí, dos no! —respondió el gigante con voz de trueno.
—¡Y entonces te mato! —respondió el bandido, apuntándole las pistolas.
El rajput con un arrebato fulmíneo brincó fuera de la tumba y se arrojó sobre el miserable mandando verdaderos rugidos.
Lo aferró por las muñecas de modo de partírselas y se apoderó de las dos armas de fuego, antes de que los tiros partieran.
—¡Ah, perro! —aulló el comandante del pelotón, que estaba por desvanecerse bajo el formidable apretón—. ¡A las armas!
Los seis hombres de guardia, aún cuando estaban medio dormidos, acudieron en su ayuda.
Pero ante el gigante, que empuñaba una pistola en cada mano, retrocedieron, aún cuando estuvieran armados hasta los dientes.
—¡Largo —tronó el gigante—, o los mato a todos!
Mientras tanto, el comandante del pelotón, se había levantado, con espasmos por los apretones poderosos sufridos.
Miró al rajput, que parecía enloquecido y le dijo:
—Devuélveme las pistolas, o te hago fusilar enseguida.
—No temo a tus hombres —respondió el gigante.
Había tomado las pistolas por los cañones y estaba por utilizarlas como martillos. En las manos de aquel formidable hombre, utilizadas de aquel modo, se volvían armas terribles.
La resistencia, como Kammamuri ya había previsto, era inútil. Todos los otros bandidos, atraídos por los gritos de alarma, acudían aullando con las carabinas apuntadas.
—¿Qué quieres hacer ahora? —preguntó el jefe del pelotón—. Bien ves que estás atrapado y no puedes sostener la lucha. Sé que eres fuerte, pero también a los elefantes, que son más fuertes que tú, se los mata.
—¡Pues bien, hazme matar! —dijo el rajput empuñando las pistolas.
—En eso pensará el rajá.
—¿Cuándo vendrá?
—Quizá más pronto de lo que creen.
—Mientras tanto, puedes anticipar sus estúpidas venganzas.
—¡Ah, no, señor mío! No soy mas que un pobre comandante de un pelotón de jinetes y he recibido órdenes que absolutamente debo obedecer, si no quiero que mi cuerpo termine pisoteado por el elefante verdugo del rajá. También quiero un poco la vida, aún cuando sea un hombre de guerra que ya haya visto la muerte cerca de mí centenares y centenares de veces.
—Entonces enfrénteme. Tiene hombres listos para ayudarlo.
El gigante tenía en aquel momento un aspecto tan terrible, que el jefe del pelotón creyó oportuno renunciar a la lucha. Ya sus jinetes habían escapado, como si temieran ver colapsar las bóvedas de los sepulcros.
—¡A mí, haraganes! —aulló con voz atronadora.
Le respondieron carcajadas.
Sus soberbios jinetes ya habían huído al interior de la pagoda. No querían probar en absoluto las furias de aquel gigante, que parecía más una bestia que un ser humano.
—¡Abajo! —gritó el comandante, viendo aparecer a un joven graduado—. Tú no merecías los galones, pero te los haré arrancar por el rajá.
—Prefiero la muerte a tal deshonra.
—Ayúdame.
—¡Escapan todos!
—¡Son viles!
—No, jefe: espera que recuperemos el aliento.
—Este hombre intenta irse.
—No irá lejos.
El rajut, erguido junto a la tumba dentro de la cual se encontraban sus compañeros amontonados unos sobre otros, verdaderamente daba miedo. Incluso tenía los ojos inyectados de sangre como una bestia.
—¡Vamos, adelante! ¡Adelante! —aullaba—. ¡Quiero matarlos a todos!
Mientras tanto, siete u ocho bandidos habían regresado a los sepulcros y decididos a terminarla, habían apuntado resueltamente las carabinas.
Ya estaban por hacer fuego, cuando desde afuera se oyeron resonar trompetas.
—¡El rajá! ¡El rajá! —gritaron todos alzando las armas.
El rajut estuvo un momento en duda, luego estrechando siempre sus dos pistolas, se sentó en la tumba blasfemando.
La voz de Kammamuri se hizo oír:
—¿Qué quieres intentar, loco? La lucha es imposible.
—Quizá tengas razón, sahib, pero no dejo mis armas.
—Lo mejor que puedes hacer es rendirte.
—¡No! —respondió el testarudo.
Tenía ante sí a diez bandidos, que lo habían tomado nuevamente en la mira; pero el Hércules no se asustó en absoluto.
—Antes quiero verle la cara al rajá —dijo—. Para rendirse siempre hay tiempo.
En aquel momento el jefe del pelotón volvió a aparecer acompañado por otros jinetes que escoltaban al rajá.
Estaban vestidos casi como los cipayos de Bengala y tenían una discreta figura. Luego sus fajas estaban llenas de pistolones y de cortas cimitarras.
—¡Abajo las armas! —tronó una voz.
Era Sindhia, el ex rajá, que había aparecido imprevistamente entre sus guerreros.
—Me he esforzado bastante para ganarme estas dos pistolas —dijo el rajput.
—¿Quién eres tú, que solo, osas rehusarte?
—Un hombre que sabe vender muy cara su propia piel —respondió el gigante.
—¡Baja las pistolas! Yo soy el rajá.
—Te conozco, Alteza. No es la primera vez que te veo.
—Si dentro de tres aplausos no te desarmas, ordeno el fuego.
—¡Pero ríndete, testarudo! —gritó Kammamuri, que se encontraba estrechado entre sus compañeros de desventura y además todavía atado—. ¡Te lo ordeno!
—¿Realmente lo quieres, sahib?
—Sí, lo quiero.
El rajput alzó las pistolas en alto y antes de que el rajá aplaudiera, las descargó.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Extraño capítulo, con varias imprecisiones. Creo que la aparición imprevista (y totalmente fuera de contexto) de Timul fue el recurso más improvisado de Salgari en las 11 novelas.

Plantígrados: Dicho de un animal: Cuadrúpedo que al andar apoya en el suelo toda la planta de los pies y las manos.

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