martes, 10 de mayo de 2022

XII. Las furias del rajá


El eco de las detonaciones apenas había cesado, cuando Sindhia, escoltado por una cuarentena de hombres muy bien armados y que llevaban antorchas, osó avanzar en los sepulcros.
El borrachín llevaba puesta una especie de capa de seda verde con vistosos alamares y grandes botones de oro.
Calzaba zapatos rojos con punta realzada y tenía la cabeza cubierta por un gigantesco turbante, adornado con tres plumas monumentales esparcidas de purpurina.
Su rostro parecía apergaminado y más oscuro que nunca. Solamente sus ojos, siempre negrísimos, centelleaban como los de una cobra de anteojos.
Se movió resueltamente hacia el gigante, que ya había arrojado las armas descargadas y que parecía desafiarlo con sus poderosos brazos cruzados, y después de haberlo mirado atentamente, le dijo con verdadera admiración:
—Si hubiera tenido quinientos hombres fuertes y valientes como tú, Assam ya desde hace tiempo sería mío. Tú eres un verdadero guerrero que no tiene miedo a las carabinas.
—No, Alteza —respondió el rajput con voz rauca.
—Tú me gustas. ¿Quieres enrolarte bajo mis banderas?
—He jurado fidelidad a la rani y al maharajá.
El rostro simiesco del borrachín se contrajo todo, mientras un resplandor terrible le encendía los ojos.
—¡El maharajá! ¡La rani! —exclamó riendo desquiciadamente—. ¿Pero dónde están esos señores? En Assam ahora mando solo yo.
—No creo —respondió el rajput, mirándolo fijo, intrépidamente.
—¡Si están todos muertos...!
—Quizá para ti, Alteza, pero no para mí. Sé que el maharajá se defiende siempre junto con los tigres de la Malasia y que la rani está muy bien en las montañas donde nació.
—Se ha refugiado entre los montañeses de Sadiya, ¿verdad?
—Creo —respondió el rajput.
—Tú debes saberlo.
—Cuando el maharajá la hizo partir, no estaba más con él, por consiguiente, no sé precisamente dónde se encuentra.
—Me lo dirás y me dirás otras cosas más. Mi rival, ¿dónde ha escondido sus tesoros?
—Jamás he sido su tesorero, Alteza. Es inútil preguntármelo, ya que siempre he sido un hombre de guerra.
—Habrá algún otro que me responderá mejor —dijo el rajá.
—¿Quién? —preguntó el rajput.
—Aquí debe estar el famoso maratí, el que inspiró al maharajá. Él sabrá muchas cosas.
—¿Él? ¡Te engañas, Alteza! También él siempre ha sido un hombre de guerra.
—Lo veremos —respondió Sindhia con una sonrisa feroz.
Se volvió hacia el jefe del pelotón y le preguntó:
—¿Dónde están?
—Todos dentro de aquella sepultura.
—Has hecho muy bien.
El rajá sacó de su altísima faja de seda, que le estrechaba la vestimenta, un silbato de oro y mandó un silbido estridente.
Casi enseguida un hombre, que debía ser un faquir antes que un paria, entró en los sepulcros llevando colgada de un largo bastón dos grandes canastas de mimbre.
—¿Cuántas serpientes tienes? —le preguntó el rajá levantándose bruscamente.
—Una treintena, señor.
—¿Todas venenosas?
—Hay cobras de anteojos, serpientes del minuto y también bis-cobras.
—Tenemos suficiente —respondió el rajá—. Verás que haremos salir enseguida de aquella tumba a los prisioneros sin consumir ni una carga de pólvora.
—¡Y morirán todos! —dijo el rajput estremeciéndose.
—Con los prisioneros no sé qué hacer —dijo el rajá—. Son demasiado incómodos.
—Pero a veces pueden volverse valiosos.
—Lo sé. Pero tengo demasiada prisa por reconquistar mi reino y estoy decidido a ir enseguida a fondo.
—¿Qué quiere decir, Alteza?
—Destruir enseguida a todos los amigos de mi rival. Ante todo, ¿cuántos son?
—Cuatro, pero todos feroces como los tigres que han probado carne humana. Pregúntale al comandante de tu primer pelotón de caballería.
—¡Oh, sí! ¡Terribles, gran señor! —respondió el comandante—. No querría enfrentarlos otra vez.
—¡Bah, ustedes no tienen sangre en las venas! —dijo el rajá—. Yo les pago como príncipes y ustedes evitan el combate. ¡Lindos soldados que he reclutado!
Alzó los hombros, bajó el monumental turbante escondiendo casi todo el rostro y luego, volviéndose al rajput, le dijo:
—Haz salir a tus compañeros de aquella tumba.
—Están todos atados.
—Los pondremos en libertad. ¿Tienen armas?
—Ninguna —respondió el jefe de los jinetes—. Ni siquiera un miserable cuchillo.
—Tengo curiosidad por ver a aquel famoso hombre que llaman maratí. Verás que aquel sabrá más que tú.
—Podría engañarse, Alteza —respondió el rajput, que hacía esfuerzos enormes para mantenerse relativamente tranquilo—. Sabrá menos que yo.
—Pero lo quiero ver. Hazlo salir, o hago arrojar dentro de la tumba una cincuentena de serpientes todas venenosas.
—¡Su Alteza me verá sin recurrir a la violencia! —gritó en aquel momento Kammamuri—. Hágame desatar las cuerdas y compareceré ante usted.
—¿Y tienes armas? —preguntó el rajá.
—Ninguna.
—Deseo mucho verte. Tú eres un hombre famoso en la historia de los thugs y también de la India.
—Verá a un hombre que vale mucho menos que el rajput.
—No importa: quiero verte. Soy un príncipe, no ya tu ciervo.
—¿Tiene un valiente que me libere de las cuerdas?
—Tengo cien.
—¡Basto yo! —dijo el gigante—. Déjeme a mí, Alteza. Todo irá bien sin derrochar pólvora ni venenos de serpientes.
Saltó ágilmente a la tumba, armado de un corto talwar que le había dado el jefe de los jinetes y cortó rápidamente las cuerdas que tenían cautivo a Kammamuri.
El maratí apenas se sintió libre, saltó como si hubiera tenido cien resortes bajo los pies.
Con un gran salto se lanzó fuera del sepulcro y compareció ante el rajá, diciendo con voz un poco irónica:
—Aquí estoy, Alteza. ¿Qué quiere de mí?
Sindhia lo miró atentamente, luego dijo:
—He aquí otro buen hombre que ya ha realizado miles y miles de prodigios. ¿Fuiste tú, verdad, quien mató al jefe de los thugs durante la revuelta de Delhi?
—No, Alteza —respondió Kammamuri—. Fue el Tigre de la Malasia junto con el príncipe blanco que se llama Yanez.
—¿Yanez? Llaman con este nombre al actual maharajá.
—Es su nombre.
—Querría saber ante todo, de dónde vienen aquellos terribles hombres, ya que, debo confesarlo, son casi invencibles.
—Vienen de la Malasia, Alteza. Pero tú lo sabías ya, porque Teotokris, el griego, te lo había dicho.
—¿Y por qué han venido aquí?
—Si no se hubieran encontrado con Surama, se habrían quedado allá abajo combatiendo, ahora con los ingleses, ahora con los guerreros del sultán de Varani.
—¡Surama! —exclamó el rajá con voz rauca—. Ha sido mi desventura; pero la rani esta vez no se me escapará; la atraparé junto con el maharajá y el famoso Tigre de la Malasia.
Una sonrisa de incredulidad surgió en los labios del maratí.
—¡Los exterminaré a todos! —siguió diciendo el loco, poniéndose a pasear furiosamente por los sepulcros—. Es hora de terminarla. ¿Cuántos hombres tienen?
—Lo ignoro, Alteza. Hace algunas semanas que no me encuentro más cerca de ellos, por consiguiente no puedo saber nada.
—¡Sin embargo, tú has llegado con los elefantes!
—No lo niego; pero enseguida he abandonado al maharajá y a sus amigos, porque debo dirigirme hacia las montañas de Sadiya.
—¿A vigilar a la rani?
—Puede ser —respondió tranquilamente Kammamuri.
El rajá estaba por volver a abrir la boca cuando dio un salto atrás. Uno de los jinetes que había conducido desde su campo se había desplomado pesadamente al suelo, a pocos pasos delante suyo.
Todos habían permanecido inmóviles o habían dado un paso atrás manifestando un vivo terror; pero casi enseguida dos o tres valientes se precipitaron sobre el jinete, que ya no daba signos de vida, y lo sacaron corriendo.
—¡Parece que se goza de poca salud en tu campo! —dijo el maratí—. Aquel desgraciado ha muerto de cólera fulminante.
—¿Cómo lo sabes? ¿Eres médico quizá?
—No, Alteza, pero entiendo de cólera, habiendo residido largo tiempo entre los malangi de los Sundarbans del Ganges.
—¿Tú sabrías curar aquella terrible enfermedad que diezma rápidamente a mis tropas? Te daría una fortuna —dijo el rajá.
—¿De qué me serviría ahora? Mis días, lo sé bien, están contados y quizá ya haya preparado la pieza de artillería que debe arrojar al aire mi miserable cuerpo.
—Quizá te engañas —dijo el príncipe—. Yo no tengo la costumbre de matar a los valerosos que podrían servir a mi causa.
—¿Qué quiere decir, Alteza?
—Que aunque no seas médico, te recluto junto con tus compañeros.
—Yo he jurado fidelidad al maharajá.
—Dentro de pocos días mi rival será capturado o muerto.
—¡Quién sabe!
—¿Crees que es muy fuerte?
—Más de lo que cree, Alteza.
—Sin embargo, no debe tener mas que un puñado de hombres consigo.
—Pero aquellos hombres se llaman los tigres de la Malasia.
—Sé lo que valen aquellos salvajes de la lejana isla —respondió el rajá, haciendo un gesto de rabia—. No es la primera vez que lo compruebo. Sin ellos, el príncipe blanco no me habría tomado el trono.
Giró tres o cuatro veces sobre sí mismo como un loco, luego se plantó delante del maratí y le dijo:
—No tengo tiempo que perder: o conmigo o en contra mío.
—Un guerrero no puede faltar a su palabra, Alteza —respondió Kammamuri con fiereza.
—Ah, me olvidaba algo que me oprime bastante. ¿Dónde ha escondido sus riquezas el maharajá?
—Yo también lo ignoro.
—¡Ah, ninguno quiere hablar! —aulló el príncipe, arrojando llamas de los ojos—. Lo veremos.
—Comanda a tus hombres, Alteza, que nos fusilen a todos aquí dentro. El cajón está listo para recoger nuestros despojos —dijo Kammamuri.
—Sería una muerte demasiado dulce —gritó riendo burlonamente el príncipe cruel.
—Haga vaciar los canastos que están llenos de serpientes.
—No haré ni siquiera esto. Quiero saber absolutamente dónde el maharajá ha escondido sus riquezas. Me son necesarias para conducir a término la guerra; y las arcas de mis ministros están vacías.
—Es una obstinación inútil —respondió el maratí—. Cuando la capital ardía, ninguno de nosotros se encontraba cerca del príncipe blanco.
—¿La has incendiado tú, canalla?
—No; han sido los soldados del príncipe blanco.
—¿Todavía tenía tantos hombres?
—No los he contado, Alteza.
—Tú no quieres desabrochar.
—No puedo decir aquello que no sé.
—¡Tú juegas conmigo, bandido...! ¡Vamos, también los otros!
El jefe de los jinetes junto con algunos soldados descendió a los sepulcros y cortó las cuerdas a los dos últimos prisioneros.
—¿Quién es aquel hombre? —preguntó Sindhia, fijando sus ojos sobre el gurú.
—El guardián del templo —respondió el jefe de los jinetes.
—¿Y todavía está vivo?
—No quería agarrarme maldiciones, Alteza. Es un pecado demasiado grande apagar la vida de un gurú.
—¡Me río de las maldiciones! —dijo el cruel príncipe—. Jamás he tenido miedo, ni siquiera de aquellas de los brahmanes, que son incluso más terribles.
—¿Quiere que lo haga fusilar, Alteza?
—Corres demasiado, mi querido. Siempre hay tiempo para morir.
—¿Qué debo hacer entonces? Espero sus órdenes.
Sindhia se había puesto nuevamente a pasear, haciendo gestos de amenaza y gritando:
—Terminaré por tener razón sobre estos cuatro miserables.
—¡Alteza! —gritó Kammamuri fuertemente—. No soy un paria al que se puede tratar de miserable.
—Eh, sabemos que eres un maratí —respondió Sindhia, rechinando los dientes—. ¿La has terminado?
—Yo sí.
El rajá se había detenido delante de Kammamuri y después de haberlo mirado fijo intensamente con sus ojitos siempre centelleantes, dijo:
—¿Quieres salvar tu vida y la de tus compañeros?
—¿Qué debo hacer?
—Conducirme allí donde el príncipe blanco ha escondido sus tesoros. Las arcas de mis ministros están vacías y esta campaña amenaza con volverse bastante costosa.
—Te repito que yo no sé absolutamente nada. No era el confidente del maharajá ni de la rani; y la noche que la capital se prendió fuego, yo ya estaba lejos.
—¿Para alguna misión apresurada? —preguntó Sindhia con su usual voz irónica.
—Un maratí no traiciona los secretos de su señor.
—¡Me has aburrido bastante!
—Lo lamento, Alteza.
—¡Te burlas de mí!
—En absoluto.
—¿Qué muerte prefieres?
—La de los guerreros.
—¿Fusilamiento?
—Le estaría agradecido, Alteza.
—No, no: tú aún no me has confesado dónde se encuentran los tesoros.
—Le he dicho que no lo sé —aulló el maratí—. ¿Por qué hacerme repetir siempre lo mismo?
Sindhia se acercó a sus jinetes y se puso a hablar animadamente a media voz.
Pocos momentos después, diez hombres se acercaban a los prisioneros y los ataban de nuevo.
Ni siquiera el rajput opuso ninguna resistencia.
—Condúcelos fuera y arrójalos vivos en medio de la jungla, para que sirvan de comida a los tigres o a los leopardos. ¡He tenido suficiente de estos hombres! —dijo el rajá al jefe de los jinetes—. Tengo algo más que hacer. Me oprime reconquistar mi reino. Apresúrate. ¿Has entendido? Dentro de pocas horas no quedarán de ellos mas que unos pocos huesos descarnados.
—¿Deberemos hacer guardia?
—¿Y por qué? Déjalos solos para que se las arreglen con las bestias.
—¿Con ningún arma para defenderse?
—¿Estás loco? Es más, los atarás bien al tronco de algún tamarindo o de alguna mangifera, les desearás las buenas noches y regresarás enseguida.
—¡Siempre y cuando las bestias no me devoren también a mí, Alteza!
—Toma veinte hombres.
—Lo obedezco, Alteza —respondió el jefe—. Con veinte hombres hago huir incluso a los tigres.
—¡Vete! Me has aburrido mucho. ¿Pero dónde está el brahmán?
—¿Kiltar?
—Sí; debe haber llegado.
—Y estoy a sus órdenes, Alteza —respondió una voz sonora, que venía de la parte de la pagoda.
Kammamuri había tenido un sobresalto y su corazón de pronto se había abierto a una esperanza no lejana.
Aquel brahmán, que quizá no fuera realmente un sacerdote, había sido salvado por Yanez, cuando ya lo habían atado delante de la boca de un cañón y el verdugo había encendido la mecha.
Valiosos servicios había prestado a los compañeros del príncipe blanco, cuando se encontraban en las cloacas de la capital.
Era un hombre de estatura alta, delgado como todos los indios, que llevaba puesta una gran capa de seda amarilla más o menos descolorida.
—¿Qué nuevas traes de mis campamentos? —le preguntó Sindhia, moviéndose rápidamente a su encuentro.
—¡Malas, señor! —respondió el brahmán—. El cólera arrecia y sus médicos no saben cómo hacer para detenerlo.
—Harás colgar a media docena de aquellos bribones que pagué en oro inútilmente. Entonces, ¿ni siquiera saben qué es el cólera?
—Quizá no tienen los remedios para combatirlo, señor.
—¿Y el príncipe blanco?
—Está siempre sobre la colina y resiste ferozmente. No será posible echarlo de allí arriba con las fuerzas que tenemos.
—Entonces, ¿todas las divinidades de la India me han maldecido? —gritó Sindhia—. ¡Es demasiado! ¡Me vengaré destruyendo todas las pagodas y todas las mezquitas!
—Mala política —dijo el brahmán.
—No está en ti juzgar.
—En efecto, tú eres el amo y nosotros te debemos obediencia absoluta.
—¡Es lo que quiero!
Mientras tanto el jefe de los jinetes se había adelantado, seguido por una decena de hombres armados hasta los dientes.
—Alteza —dijo—, esperamos sus órdenes.
—Llévate a los prisioneros antes de que los haga fusilar.
—Quizá sería lo mejor —dijo el jefe.
—¡Eres un burro! No te ocupes de mis asuntos.
—Cuando aquellos hombres hayan sido devorados por las bestias no podrá servirse más de ellos, Alteza.
El rajá alzó los hombros.
—Se necesita una lección terrible —dijo luego—. Aquí buscan jugármela y desde hace largo tiempo. ¡Fuera, fuera a aquellos canallas!
El brahmán hizo un último intento por salvar a los desgraciados prisioneros.
—Alteza —dijo—, son hombres demasiado valiosos. Deje que vivan.
—¡No! —gritó el rajá—. Bajo mi bandera no quiero enrolada gente de esa clase.
—Usted es el amo —dijo el brahmán, que temblaba ante el loco príncipe, sabiendo bien que no bromeaba.
—Guía entonces al jefe en la jungla y de estos canallas, no me hables más.
—Me encargo yo, Alteza —dijo el jinete—. Ya conozco los alrededores.
—¡Vete! Tengo sueño, hambre y sobre todo mucha sed. Kiltar, ¿me has traído un poco de mi licor favorito?
—Sí, Alteza —respondió el brahmán.
—Ahora déjame tranquilo. Tengo que pensar en los asuntos del Estado.
El jefe de los jinetes ya había rodeado con sus diez hombres a los cuatro prisioneros que, como habíamos dicho, habían sido nuevamente atados.
—Vamos a encontrar a los comedores de hombres —dijo—. Por otra parte, espero regresar entero. Todavía está el puente móvil arrojado a través del río. En un momento estaremos en el lugar.
—¡Vete, aburrido! —aulló Sindhia—. Tengo sueño y hambre.
El jefe se puso palidísimo y dijo a sus hombres:
—¡El rajá ha hablado! Obedezcan, si les oprime la vida.
Veinte bandidos rodearon a los cuatro prisioneros y comenzaron a empujarlos brutalmente hacia el pasaje secreto que daba sobre el puente móvil arrojado a través del río cenagoso. El jefe de los jinetes los guiaba y Kiltar, el brahmán, los seguía intentando no hacerse divisar por el rajá.
Pero el príncipe ya no se ocupaba más de nadie. Había hecho desplegar varias mantas de caballos sobre una tumba y se había adormecido súbitamente, después de haber bebido de un trago un frasco lleno de güisqui, su licor favorito.
El pelotón atravesó primero el pasaje secreto, luego el puente y se encontró enseguida en los márgenes de la jungla.
—¿Dónde atarlos? —preguntó el jefe al brahmán, que no había dejado de seguirlos.
—Hay árboles aquí —respondió Kiltar—. Yo no soy el rajá.
—Lo haré yo mismo.
El rajput, el maratí, el buscador de pistas y el gurú fueron arrastrados hacia un tara de dimensiones gigantescas, cuyo tronco ni siquiera cincuenta hombres en cadena habrían podido abrazar.
—Aquí —dijo el jefe de los jinetes—. El lugar es magnífico. Los tigres y leopardos acudirán en buen número. De estos hombres mañana no encontraremos ni siquiera los huesos.
—¡Te causa placer! —dijo el brahmán con voz un poco áspera.
—Obedezco las órdenes de mi señor y basta.
—Entonces apresúrate.
Los bandidos alzaron casi en peso a los cuatro prisioneros y los ataron sólidamente alrededor del enorme árbol, a poca distancia unos de otros.
—¡Canallas! —aulló Kammamuri—. ¡Podrían habernos fusilado!
—El rajá no lo ha querido —respondió el jefe—. Yo lo debo obedecer para salvar mi cabeza.
—¡Son bandidos! —aulló el rajput, que se debatía desesperadamente.
—No; somos guerreros del príncipe de Assam —respondió el jefe.
Los prisioneros, después de un momento fueron dejados solos, mientras la luna surgía y a lo lejos los chacales aullaban desesperadamente.
—¡He aquí nuestro fin! —dijo Kammamuri—. El rajá podía inventar otro tipo de suplicio y...
Se interrumpió de golpe. El brahmán había aparecido imprevistamente entre la densa vegetación, armado de un corto talwar.
—Vengo a pagar mi deuda de gratitud que tengo hacia su señor —dijo—. Nunca he olvidado que le debo la vida.
—¡Kiltar! —exclamó Kammamuri—. Danos armas.
—No tengo mas que tres pistolas que pongo a su disposición —respondió el brahmán—. El rajá es demasiado cruel.
Con unos pocos golpes de talwar cortó todas las ligaduras de los cuatro prisioneros, puso al pie del enorme tara las tres armas de fuego y huyó rápidamente como si tuviera un tigre a sus espaldas.
—¡Estamos salvados! —exclamó el gurú.
—¿Porque tenemos algunas pistolas? —preguntó Kammamuri un poco irónicamente—. Intenta atacar con aquellas armas a las reinas de las junglas.
—Espera un poco, sahib —respondió el gurú.
Giró alrededor del enorme tronco y finalmente se detuvo delante de algo que brillaba a los rayos de la luna.
—Hemos tenido una fortuna extraordinaria —dijo.
—¿Por qué? —preguntó Kammamuri.
—Porque este árbol ha sido excavado y he encontrado el resorte que nos hará abrir la puerta.
—Creo que este no es el momento de bromear.
—Te digo que los tigres no nos comerán. Dentro de esta planta colosal me he refugiado varias veces también yo para huir a las bestias y bandidos.
—Charla menos y actúa más —le dijo el maratí.
—Está hecho —respondió el gurú—. Síganme, ya que la luna resplandece.
Los prisioneros se apoderaron ante todo de las pistolas, si bien serían de muy poco valor contra los tigres, pero que sin embargo podrían ser útiles en algún momento difícil, y siguieron al gurú.
—Entonces, ¿qué hay? —le preguntó Kammamuri, viéndolo detenerse.
—Mira, sahib —respondió el guardián de la pagoda—. Si el jefe lo hubiera sabido, no nos habría traído aquí.
—Veo un hueco —dijo Kammamuri.
—Suficientemente ancho como para dejar pasar incluso al rajput. Aquí hay una puerta y también hay un resorte que por pura casualidad he descubierto. Dentro de esta enorme planta nadie nos puede atrapar.
—Eres un buen hombre y también muy afortunado. Sin embargo, no te acordabas de los secretos de la pagoda.
—Eran demasiados, sahib —respondió el gurú.
Todos se habían reunido delante de la abertura. Un trozo de corteza, de algunos metros de alto, colgaba hacia el suelo, mostrando el resorte misterioso.
—¿No habrá serpientes allí dentro? —preguntó Kammamuri.
—Jamás he encontrado.
—¿Quién ha excavado esta planta?
—¿Qué sé yo? Soy muy viejo y no puedo recordar todo ahora —respondió el gurú.
—Quizá los mismos constructores de la pagoda.
—Puede ser. Pero tendrás muchas otras sorpresas.
—¿Qué quiere decir?
—Que en el fondo de esta planta existe un pasaje excavado bajo la jungla.
—¿Y lleva...?
—Bastante lejos. Si la memoria no me engaña, desembocaremos cerca del gran camino que conduce a las montañas.
—¿Te has vuelto loco?
—No, sahib. Una vez cincuenta bandidos y quizá más, se presentaron en la pagoda para desvalijarla, con la esperanza de que en los sepulcros estuvieran escondidos tesoros, y un amigo mío y yo nos refugiamos aquí y permanecimos varios días.
—Necesitaríamos un poco de luz —dijo el rajput, que, si no tenía miedo a los hombres, sí se congelaba ante una cobra o una pitón.
—¿Luz? —dijo en aquel momento Timul—. Tengo en mis bolsillos una cuerda alquitranada que arderá como una antorcha.
—¿Pero tienes lo necesario para encenderla? —preguntó Kammamuri, que habría preferido el gran fanal de marina.
—Sí, sahib —respondió el joven buscador de pistas.
—Enciende.
Después de unos instantes una viva llama brillaba delante de la abertura. La cuerda alquitranada era bastante gruesa y ardía maravillosamente.
—¿Cómo es que la tienes? —preguntó Kammamuri al joven.
—La usaba para buscar las pistas de noche.
—¿Cuánto durará?
—Muy poco, sahib.
—Entonces entremos dentro de este árbol maravilloso. Gurú, cuidado con el resorte.
—Sé hacerlo saltar también desde dentro —respondió el guardián de la pagoda.
—Te vuelves un hombre bastante valioso; ¿verdad, rajput?
—Parece —respondió secamente el gigante.
Los cuatro hombres, armados con las pistolas del brahmán, se metieron diestramente dentro de la abertura, que era tan vasta como para permitir el paso también de un hombre más grande que el rajput.
El gurú no había mentido. Todo el interior del gigantesco árbol había sido, quién sabe en qué tiempos, pacientemente vaciado y se veían también escalones.
—Cierra la fortaleza —dijo el maratí al sacerdote.
La puerta, formada por un enorme trozo de corteza, se levantó y volvió a su lugar.
—Como ves, sahib, el resorte se acciona muy bien desde el interior.
—¿Y si luego no accionara más?
—Te he dicho que hay un pasaje.
—¡He aquí la India misteriosa! —dijo Kammamuri con una sonrisa algo amarga.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Malangi: “Molanghi” en el original, es una tribu que habita en el Sundarbans. También se los refiere como “trabajadores de la sal”.

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